Y le comió la boca al culturista. Los dos frotaban sus lenguas con los ojos cerrados mientras se bamboleaban, temblaban y oscilaban, conteniendo la puerta que los monstruos pretendían derribar desde el otro lado.
Miguel se sentía estomagado ante semejante exhibición. Belén, desde el suelo, tapada con una manta, la frente brillante de sudor y con un hilo de voz le llamó la atención.
—¿Todavía no nos hemos muerto? —preguntó.
Miguel, sintiendo por ella una lástima infinita, se le acercó.
—Todavía no, cielo. Ahora vamos a tener que correr un poco. ¿Crees que vas a poder?
—Sí.
—Y tienes que saltar desde aquí arriba a la parte de abajo. También podrás, ¿verdad? Yo estaré abajo para cogerte.
—Sí.
Toñi se acercó a ellos dos, alarmada.
—¿Quieres que saltemos desde aquí arriba al gimnasio por las ventanas? ¡Son tres metros!
—¿Se te ocurre algo mejor? ¡No hay escapatoria!
—Pero en cuanto nos vean saltar, nos perseguirán y están aquí mismo…
—Por eso lo tenemos que hacer muy coordinados. Debemos saltar todos prácticamente a la vez. Conrado tú serás el último ya que les estás conteniendo. ¿Algún problema?
—Ninguno.
—Pues venga. Toñi, tú yo seremos los primeros. Belén, cariño, tienes que estar preparada y dejarte caer en cuanto pisemos el suelo. Te cogeremos, verás cómo no pasa nada, ¿de acuerdo?
—De… de acuerdo… —dijo una débil Belén que sin embargo ya estaba cojeando, acercándose a la ventana para tirarse abajo.
—Conrado, no tendremos mucho tiempo. En cuanto estemos los tres abajo, salta por la ventana. Yo intentaré coger una pesa o una barra que me sirva de arma y saldremos al exterior. Una vez fuera torceremos hacia la izquierda, en dirección Alonso Martínez; es por allí por donde me pareció que podría haber una salida de Chueca. No te esperaremos, tendrás que alcanzarnos.
—¡Que vale, tío, no tengo miedo, soy mucho más hombre que tú, cojones!
Miguel estuvo a punto de dedicarle una mirada de desprecio pero en esa situación le pareció una rencilla del todo inane y sólo le dijo:
—De acuerdo, suerte a todos.
Pero cuando se estaba acercando a la ventana, sobre la que Belén ya se había sentado lista para arrojarse al
parquet
del piso de abajo, oyó la voz de la chica y supo que algo iba mal.
—Miguel…
A medida que se acercaba a los huecos cuadrangulares, ahora sin cristales, Miguel vio que el piso de abajo, el gimnasio entero, estaba siendo ocupado por más y más de esos seres. Había decenas, cientos, llegando del exterior por el único acceso posible, la única salida. Después de todo la ráfaga de ametralladora no sólo había servido para romper los cristales de las ventanas y dejarles sin posibilidad de defenderse, también había actuado como reclamo para todos esos monstruos. Eran muy diferentes entre sí, los había viejos y jóvenes, cachas y delgados, señoras fondonas y alguna adolescente anoréxica, padres de familia y niños muy pequeños. Como siempre, como una especie de marca de fábrica, todos lucían enormes heridas, llagas purulentas, pieles cerúleas y dientes podridos que, abriendo mucho sus bocas negras y malolientes como pozos sépticos, mostraban orgullosos. La multitud se apelotonaba abajo, entre las máquinas del gimnasio, entre las pesas y las bancas y las mancuernas y las poleas, mirando arriba, viendo a través de las ventanas rotas de la oficina al grupo de cuatro temblorosos humanos que se sabían sin escapatoria.
Algunos de ellos, los que tenían más iniciativa o más hambre, se aventuraban por las escaleras metálicas de acceso al cubículo y se unían a la algarada para contribuir al derrumbe de la débil puerta de contrachapado que era lo único que los separaba de su alimento.
Toñi y Belén, Miguel y Toñi, Conrado y Belén… se miraron entre sí en silencio, ensordecidos por los gruñidos, siseos y graznidos de la marabunta, sabiendo que no había más que hacer, que aquello llegaba a su fin, que más pronto que tarde esos monstruos irrumpirían allí adentro y no podrían contenerlos a todos.
Miguel se sintió ridículo porque le llegó un pensamiento, una intención urgente, perentoria: quiso decirles a todos en ese instante que los quería, que ojalá se hubieran conocido en otras circunstancias, que eran buenas personas y que no se merecían aquello pero que, en fin, estaba seguro de que habían tenido unas buenas vidas hasta el momento, que las habían disfrutado y las habían vivido y las habían exprimido, a veces incluso en contra de la opinión de "la sociedad", y que había merecido la pena. Sí, incluso para ti, pequeña Belén, la más joven y más inocente, te quedaban tantas experiencias por delante… Al menos también habías empezado a ser tú misma, habías encontrado tu sitio y a alguien que te amaba, qué pena que sólo lo hayas disfrutado dos semanas…
A las nueve en punto de la mañana, a pesar de que ninguno era consciente de la hora, todos sabían que su suerte estaba echada. Entonces comenzaron a oír, al principio muy alejado pero con rápida y creciente intensidad, el crepitar de un helicóptero. Y después les llegó el sonido de otro más y otro… y otro… Pareciera que un batallón de helicópteros estuviera sobrevolando Chueca. Ya se habían acostumbrado a los sonidos de esas máquinas, sin embargo estos eran diferentes, más graves, más ominosos y amenazadores.
Los seres que habían invadido el recinto del gimnasio se desentendieron de sus presas por unos instantes y también se inmovilizaron alzando sus miradas, de pronto fascinados; como si ese traqueteo tuviera cierta cualidad paralizante.
En ese momento, oyeron una especie de explosión mullida, como un gran estornudo o una fuerte exhalación e, inmediatamente después —todos lo notaron a la vez—, una sensación de cambio de presión, los oídos taponados y un sutil pitido muy débil en su cabeza, como la señal lejana de un radar o un submarino, un pitido que ninguno supo ubicar en el espacio sino que parecía una creación de sus propias mentes. Al mismo tiempo, la ausencia de todo sonido, como si los hubieran encerrado a todos de pronto en el interior de una pecera o una cámara hiperbárica, como si el mundo se hubiera detenido, como si hubieran borrado la banda de sonido de la realidad y todo sucediera en cine mudo.
No supieron o no pudieron reaccionar. Salvo abrir y cerrar la boca para destaponar sus canales auditivos sin éxito, llevándose las manos a las orejas, no pudieron hacer otra cosa. Eso sí, los seres que hacía un minuto los tenían acorralados empezaban poco a poco a olvidar a sus presas, a desfilar hacia la calle, siguiendo un cebo que sólo ellos parecían percibir… Los ansiosos monstruos dejaban de golpear la puerta, desistían de echarla abajo, ahora que casi lo habían conseguido, y se iban, abandonaban… Desalojaban el lugar, renqueantes, tambaleándose y cojeando entre gruñidos y siseos de salivación.
Conrado se relajó y abandonó la puerta. Todos se asomaron a la ventana y los vieron marchar sin mirar atrás. Cuando el último, el muchacho sin piernas, torció la esquina del vestíbulo del gimnasio y desapareció saliendo a la calle, Miguel miró a los demás, incrédulo.
—Se han ido…
—Vayamos afuera —dijo Conrado.
Salieron despacio a la calle, con precaución. Estaba desierta.
—¿Dónde han ido todos? —quiso saber Toñi.
Seguían sin percibir sonido alguno, como pasa en esas mañanas de domingo invernales en las que la nieve absorbe el rumor de lo cotidiano.
El cielo era blanco, ya hacía bastante calor, pero todos sintieron un intenso escalofrío que les recorrió la espina dorsal, del cuello al coxis, cuando miraron a su derecha: al fondo de la vía una niebla espesa de un suave color rosa avanzaba despacio calle arriba, hacia ellos, en elegantes volutas redondeadas, en densas fumarolas como coliflores, lamiendo la acera y los edificios, en completo silencio, como pavoneándose.
—¿Qué es eso? —preguntó Toñi y nadie respondió.
Sobre sus cabezas oyeron de pronto un cercano crepitar y tras los tejados a sus espaldas surgieron dos nuevos helicópteros militares de doble aspa. Justo en su vertical realizaron un gracioso drible y cada uno de ellos se fue en direcciones opuestas. En ese momento vieron mejor las panzas de los aparatos y pudieron distinguir que, colgando de un grueso cable de acero, llevaban sendas esferas amarillas brillantes con bandas negras horizontales que parecían de material plástico. Uno de los helicópteros, el que por su trayectoria estaba más al alcance de la vista de todos, dejó caer a lo lejos la esfera que llevaba. Al instante, el sonido de explosión polvorienta (BAMF) y una nueva sensación de presión en sus tímpanos, seguido del pitido lejano (PIIIII).
—Eso debe haber caído por la calle Barquillo —calculó Miguel.
Tras los edificios se empezó a elevar el humo rosa en volutas espesas y perezosas.
—¿Están gaseando Chueca? ¡Lo que faltaba! —Conrado estaba indignado—. Ahora vuelvo.
Y poniéndose su escasa camiseta sobre la nariz a modo de mascarilla, echó a correr hacia la nube rosa que se aproximaba a ellos con indolencia. Toñi extendió su mano hacia el culturista y gritó:
—¡No Conrado, no vayas!
La mirada risueña de Conrado se perdió en el interior de la espesa niebla rosa, como tragado por un algodón de azúcar gigante. Belén, Miguel y Toñi, de pie, paralizados, le vieron desaparecer y no supieron reaccionar durante al menos medio minuto. Treinta largos segundos en los que se quedaron mirando las formas cambiantes e hipnóticas del gas que, casi como un fluido con vida propia, avanzaba acariciando las casas y el suelo, mientras ellos cedían terreno, retrocediendo de espaldas, pasito a pasito.
Treinta largos segundos en los que comenzaron a sentir un extraño picor en la piel de la cara y de las manos. Toñi, que estaba desnudo, lo notaba en todo el cuerpo: era como cuando estás al sol del mediodía una calurosa tarde de verano, la misma comezón que causa una pequeña quemadura química provocada por el amoniaco del tinte o por la crema depilatoria, sensaciones que ella, como travestí, conocía tan bien… Pero ¿era la sola presencia de la nube rosa lo que lo provocaba?
Transcurrido el medio minuto, con un hilillo de voz, Belén habló. Y le dijo a Toñi:
—¿Recuerdas lo que oímos por el desagüe? —Miguel las miró a las dos sin comprender—. ¿Lo de la solución definitiva para acabar con la crisis en Chueca?
Toñi abrió mucho los ojos.
—¡Sí! ¿Cómo era…? ¿Agente Rosa?
—Agente Rosáceo —contestó Belén—. Pues creo que esto es. Esto es el "Agente Rosáceo".
Toñi pegó un bocinazo:
—¡Conradoooooo!
Al instante Conrado salió de la espesa nube rosa, apartando caracoles de humo con sus manazas, tosiendo un poco y manteniendo apretada en un gurruño su camiseta fuertemente junto a su boca y nariz. Toñi suspiró aliviada al verle.
—Eso huele fatal… No se ve nada… No se puede respirar… Mejor no atravesarlo…
Conrado estaba a apenas cinco metros. En el momento en que echó a andar hacia ellos, todo sucedió muy deprisa pero la sensación que les quedó a los tres, cuando más tarde lo pensaron con calma, es la de que Conrado se había "desmontado".
Primero fue que una de sus piernas, la izquierda, que al posarse en el suelo en el simple proceso de dar un paso, se torció de manera imposible. La espinilla se dobló hacia atrás como una rama blanda y fresca. Su rodilla se clavó en el asfalto, escupiendo al chocar contra el duro suelo varias lágrimas de materia gelatinosa. Como un tomate estallado, la rodilla quedó encajada.
Conrado los miró a los otros tres sin comprender lo que le estaba pasando. Cuando apartó su mano de la cara para gritar o hablar, la camiseta con la que se protegió de los gases, se había fundido con su piel, formaba parte de su nariz y boca que, igual que una goma elástica, se quedaron a su vez pegados a la mano y como el queso de una pizza se estiraron varios centímetros por delante de su rostro.
Toñi pegó un grito de horror y Miguel y Belén se refugiaron el uno en los brazos de la otra, cerrando los ojos para no seguir viendo que Conrado se desintegraba. Gritando incoherencias, barritando como un animal, sus pulmones se deshicieron dentro de su caja torácica que se desprendió a su vez del tronco, cayendo sobre su cadera. Como un castillo de naipes, los músculos inflados de Conrado fueron desmoronándose uno sobre otro, en un efecto dominó sanguinolento que dejó al deportista hecho una masa inerte de despojos sobre el asfalto en cuestión de un minuto.
Miguel cogió la mano de Toñi, que estaba entrando en estado de
shock
, y con la otra mano agarró a Belén. De un fuerte empellón, las arrastró en dirección contraria a la de la nube de humo rosa. Belén cojeaba ostensiblemente, debía sentir un terrible dolor en la pierna, pero luchó por mantener el ritmo dictado por Miguel que acarreaba de las dos sin indulgencia. Toñi gritaba y gritaba, la mirada perdida y el gesto de loca, pero también corría. Corría como siempre había querido correr desde que empezó todo, corría ciega e inconsciente, palmoteando con sus pies desnudos sobre el asfalto caliente, arrastrada por el negro herido que las llevaba a las dos a ninguna parte, sólo adelante y lejos de la nube, lejos de la nube…
Cuando llegaron a la confluencia con la calle Augusto Figueroa, tanto a la derecha —calle arriba—, como a la izquierda —calle abajo—, sendas nubes espesas ocupaban las aceras y los coches, serpenteando en los recovecos, por detrás de las farolas, sobre los toldos de las tiendas, extendiéndose hasta el tejado de los edificios, haciendo que el cielo se tiñera de rosa palo, convirtiendo el entorno en un país de fantasía, una especie de Reino de Oz de plástico o un Barrio Sésamo rosa chicle.
Así que tuvieron que seguir por el único camino libre, de frente, hacia la plaza de Chueca que estaba atestada de monstruos. Pero por primera vez, esos seres no los hacían caso, estaban más pendientes del cielo, donde atronaba una de esas enormes máquinas oscuras, transportando una bola amarilla en su panza. Miguel miró hacia arriba sin dejar de correr. Le pareció que el helicóptero estaba tan cerca que casi podía tocarlo con la mano, le pareció que el piloto sonreía…
…vio que los poderosos ganchos metálicos que sujetaban la bola se estaban desprendiendo…