Orgullo Z (23 page)

Read Orgullo Z Online

Authors: Juan Flahn

Tags: #Terror

BOOK: Orgullo Z
13.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y resulta que esos dos estaban ahí abajo follando sobre una de las bancas. La fuerte y montañosa espalda brillante de sudor del culturista coronaba un culo sorprendentemente pequeño y blanco que se movía a espasmos sobre la Toñi que, boca arriba, abierta de patas todo cuanto le permitían los tendones de sus piernas, aferrada por detrás de su cabeza a los bordes del banco, sus tobillos sujetados con potencia por los fuertes puños de Conrado, recibía las embestidas de cadera de la mole de testosterona, mientras ambos dos reprimían los gemidos y resoplidos de dos animales en celo.

Miguel alucinó:

—¿Pero qué cojones hace la Toñi?

—Ya ves. "Convenciéndole" para que no te eche.

Con un resoplido, Miguel se agachó junto a la joven. Le quitó las sucias vendas de su pierna y reprimió un gemido al ver el aspecto de la llaga. Miguel nunca había visto antes una pierna gangrenada pero no necesitó ninguna enciclopedia médica ilustrada para darse cuenta de que aquello lo era.

—Voy a ponerte una inyección —le dijo a Belén con una sonrisa dulce que notó demasiado exagerada—. Te dolerá un poquito pero ya verás qué rápido notas después el alivio.

Belén cerró fuerte los ojos mientras Miguel le clavaba la aguja en la pierna; el dolor debía ser insoportable pero la chica ni se movió. Parecía un gatito, o una mascota desvalida y mansa, que no se atreve a quejarse por miedo a atraer a los depredadores al nido. En pocos segundos relajó los músculos de la cara y un profundo alivio se asomó a sus ojos.

—Gracias…

Miguel no podía ocultarle la gravedad de la situación:

—Tenemos que salir de Chueca pronto, Belén, tenemos que llevarte a un hospital.

—El que necesitas un hospital eres tú, estás destrozado… —Belén acarició el rostro de Miguel—. Verás cómo todo sale bien. No hay motivo para preocuparse.

A Belén se le estaban cerrando los párpados por momentos; ahora que había cesado el dolor su cuerpo, se relajaba y comenzaba a dormirse. Miguel le dejó pegar una cabezada.

Al levantarse de su posición en cuclillas frente a Belén, Miguel oyó un amortiguado murmullo presuroso y miró por la ventana a los amantes del piso de abajo. Los vio moverse ligeros, abandonar la banca sobre la que habían copulado como perros. Vio cómo el culturista recogía del suelo su pantalón corto de gimnasio y la camiseta ceñida y se los ponía a toda prisa, mientras avanzaba en dirección a las escaleras de acceso, seguido por la travestí ,que no necesitó recoger ninguna ropa porque llevaba desnuda más de veinticuatro horas; eso sí, se recolocó su raída peluca polvorienta y pegoteada. Toñi daba vivos pasitos, siguiendo de cerca a Conrado. Miguel oyó los ruidos de los cuatro pies subiendo las escaleras de hierro y no tardó en abrirse en tromba la puerta de la oficina elevada, aventando unos papeles sobre la mesa de despacho.

—No hagas ruido, Belén se ha dormido… —quiso advertir Miguel en voz baja.

—No hagas ruido, están viniendo —anunció Conrado al mismo tiempo interrumpiéndole, también murmurando.

Miguel frunció el ceño.

—¿Qué?

—Están viniendo, es casi la hora —y le ordenó a Toñi, como si ya fuera su marido—: Cariño, apaga el infiernillo, que no vean la luz. Todos quietos.

Toñi, obediente, rendida de amor por esa persona a la que conocía de media hora escasa, extinguió la mortecina llama azul del hornillo. Conrado cerró por dentro la puerta de la oficina, con dos vueltas de llave. Toñi y Miguel, intrigados, intercambiaron miradas. Aunque Toñi lo interpretó a su manera:

—¿Qué me miras? —quiso saber Toñi suspicaz, en voz baja.

—Nada… —dijo Miguel—. Sólo que me gustaría saber de qué va esto.

—¿De qué va esto? Se llama amor, por si no te habías dado cuenta.

Miguel señaló la banca de ejercicios.

—No digo "eso", sino —haciendo amplios gestos con los brazos señalando el lugar, el entorno, la situación— "todo esto".

—Ah. Creía. Porque soy dueña de mi cuerpo, ¿sabes, no?

—Hombre, claro.

—Pues ya está —luego mudó su expresión y de digna pasó a cómplice dándole un codazo a Miguel, sonriente—. Me ha follado sin condón… Con todo este panorama, como tú comprenderás, me la suda que me pegue algo, sinceramente —entonces se dio cuenta de con quién estaba hablando y se puso seria de pronto—. Ay, perdona… ¿No te habré ofendido?

—Tócate los cojones… —fue todo lo que dijo Miguel sin mirarla.

Conrado se acercó a las ventanas que dominaban la amplia estancia del gimnasio.

—Callaos ya, cómo sois las mujeres de cotorras —dijo y Miguel dedicó varios segundos a pensar en dónde veía él allí a mujeres hablando. Se enfureció consigo mismo por reprimirse y no contestar al hortera de Conrado. Justo cuando lo iba a hacer, el saco de músculos, chistó.

—Ahí están.

Miguel y Toñi, en tensión, atisbaron por los ventanales. Dos grandes trapecios alargados de luz blanquecina se dibujaban contra el suelo del gimnasio. Ya estaba amaneciendo y el sol comenzaba a entrar en la estancia trazando poco a poco las siluetas de los aparatos de pesas, la banca con las mancuernas, casi todas tiradas por el suelo, y reflejándose en los espejos que ocupaban todas las paredes…

Fue Miguel el primero que lo vio. La sombra alargada de una persona entrando despacio, perezosamente al gimnasio. Y después otra sombra… y luego dos más.

Unos seis u ocho de esos seres estaban accediendo a las instalaciones del gimnasio, tambaleantes y quejumbrosos. Todos iban con ropa de deporte, de marca cara, última moda en los gimnasios más finos de la ciudad. Minúsculos shorts sucios, ajustados chándales de muchos colores, desgarrados y rotos. Lucían abultada musculatura putrefacta, perfectos deltoides, bíceps y trapecios, tonificadas piernas con venillas verdes. Todos con heridas más o menos ostentosas en cuello o extremidades. Había dos mujeres rubísimas, con coleta de caballo y cuerpo de infarto. Una no tenía estómago sino un boquete granate y la otra aparentemente estaba entera, excepto porque le faltaba uno de los glúteos. Otro de ellos, moreno, racial y tatuado, se arrastraba impulsándose con sus potentes brazos, puesto que sus dos piernas habían sido cercenadas.

Todos fueron colocándose en orden y silencio tras las máquinas de pesas, el press de banca, el press horizontal, la bicicleta estática, el cruce de poleas… Como si fueran autómatas dirigidos por un demiurgo, ocuparon sus puestos en una coreografía diríase que calculada, mansos, sin protestas ni cuestionamientos. La chica sin estómago se afanó en hacer abdominales y el muchacho sin piernas subía y bajaba una pesa de volumen considerable, hasta que tras dos o tres cargas el brazo venció ante el peso de la mancuerna y cayó al suelo arrancado de cuajo. Él no se inmutó sino que con el brazo que le quedaba libre agarró una nueva pesa y continuó con sus ejercicios.

Desde su atalaya, Miguel y Toñi no daban crédito. Incluso habían reconocido a unos cuantos vecinos de Chueca, antiguos amiguetes, amantes ocasionales o clientes de los bares en los que solían trabajar. No recordaban sus nombres pero eran conocidos del barrio, chavales alegres, juerguistas y vitalistas que ahora se manejaban como robots.

Conrado explicó entre susurros:

—Siempre vienen al amanecer. No hagáis nada de ruido.

—¿No subirán aquí? —preguntó Toñi atemorizada.

Conrado la rodeó con sus brazos y ella se refugió como una damisela. Miguel tuvo que reprimirse mucho para no lanzar un bufido.

—No se les ocurre, cariño. Sólo vienen para hacer sus rutinas y cuando terminan se van. Esto es la oficina y aquí no hay nada que les interese.

—Se creen que están vivos… —murmuró Toñi.

—Tienen tan grabado a fuego su culto al cuerpo, estar siempre jóvenes y macizos, que incluso ahora que ya no son seres humanos siguen viniendo para hacer sus rutinas —dijo Miguel.

—Por suerte la primera vez que vinieron me pillaron aquí arriba refugiado. He visto lo que le pasa a la gente a la que atacan… —miró con recelo a Miguel—. Menos a ti. Parece que tú estás bien, ¿no?

—Sí. Suerte, supongo.

Conrado le miró fijamente:

—Sé lo que les pasa a los que son contagiados porque lo he visto. Como crea que tú tienes el más mínimo síntoma, te aplasto la cabeza con una pesa, chaval, no lo dudes.

Miguel tragó saliva y Conrado, como si no pasara nada, estiró sus brazos abultados como morcillas, bostezando:

—Ahora será mejor que nos pongamos cómodos. Estarán un par de horas entrenando y mientras tanto no podemos hacer nada.

En completo silencio, Conrado y Toñi ocuparon una esquina de la angosta estancia, se engancharon de los morros y ahí se quedaron intercambiando saliva. Miguel, taciturno, se quedó un rato más mirando a los deportistas podridos hacer sus ejercicios. Pero tras un rato de verles repetir los mismos movimientos una y otra vez, se empezó a aburrir como una ostra y se sentó bajo los ventanales con la intención de echar una cabezada, porque quedarse mirando como Toñi y Conrado lamían sus lenguas tampoco era el espectáculo que más le apetecía en ese momento.

Así que cerró los ojos y no tardó en quedarse adormilado, mecido por los ruidos metálicos, monótonos, monocordes y rítmicos de las pesas que le llegaban del piso de abajo. Al oír los sonidos, en su cabeza, de pronto, apareció su madre —¿cuánto tiempo hacía que no veía a su madre?— y la oyó trajinar en la cocina, entre los cacharros, haciendo ruidos quedos y suaves mientras realizaba sus trabajos domésticos: el sonido de la tapa de la cazuela, el tintineo de un vaso, el discreto soplo de vapor de la plancha…

Calle Barbieri 21. Gimnasio. 8:48 AM del miércoles 6 de julio.

Miguel estaba soñando que hacía el amor con Fabio. Su fibroso cuerpo cabalgaba sobre él, sudando y sonriendo. Le bastaron un par de besos de su amante para darse cuenta de que aquello era una visión, de que no era verdad. Estaban demasiado presentes en su cabeza los terribles acontecimientos de las últimas setenta y dos horas como para que su mente se dejara engañar por una ilusión, pero por otro lado hacía tanto tiempo que no dormía, ni descansaba, ni gozaba, que se dejó llevar por la mentira con alegría, abandono y cierto placer culpable.

Por eso, cuando empezó a escuchar a lo lejos unos gritos femeninos, rotos y angustiosos, su cerebro se rebeló y, negándose a despertar, enganchó a Miguel con un cable elástico hecho de inconsciencia, obligándole a permanecer en el negro pozo del sueño.

Pero los chillidos de mujer no desaparecían sino que se intensificaban y se le unían otros: gritos de hombre, palabrotas, improperios , algarabía…

—¡Haz que se calle, haz que se calle!

Los párpados le pesaban como costales pero tras un esfuerzo ímprobo, logró despegarlos y se encontró en el revuelto, diminuto cubículo que servía de oficina, tumbado en una esquina bajo las ventanas. Toñi pegaba sopapos a Belén que gritaba sin cesar, con los ojos cerrados, revolviéndose como una lagartija en medio de una pesadilla que no podía ser más angustiosa que la realidad a la que Miguel acababa de llegar.

Se acercó a gatas junto a su amiga y detuvo los cachetes que el travestí le estaba propinando cada vez más fuertes y frecuentes.

—¡Basta! ¿No ves que está teniendo una pesadilla?

—¡No se calla, no se calla! —la Toñi lloraba desesperada, intentando zafarse de la presa de Miguel que no entendía a qué tanta angustia. Tocó la frente de Belén, ardía.

—¡Tiene muchísima fiebre! ¡Está muy mal!

Una voz ronca desde la puerta del cuchitril le llamó la atención.

—¡Pues dale una pastilla o lo que sea pero que se calle! ¡Ellos ya la han oído y están aquí!

Conrado el culturista se afanaba por contener una endeble puerta que se bamboleaba como una hoja de papel ante las acometidas que sufría por el otro lado. Entonces Miguel lo comprendió.

Miró por la ventana: atraídos por los gritos de la joven, los monstruos deportistas habían abandonado sus ejercicios y subían por la escalera metálica que comunicaba el suelo con el cubículo suspendido sobre el gimnasio. Los más ágiles y rápidos ya estaban golpeando la puerta de la oficina, pugnando por echarla abajo, deseando satisfacer su ansia, gruñendo y casi relamiéndose. Los más lentos aún se tambaleaban rumbo a la oficina sin despegar los ojos del lugar; el morenazo tatuado sin piernas se arrastraba lento e incansable en último lugar pero con idéntica determinación. Miguel se puso en marcha:

—Toñi, dale otra pastilla a Belén, tenemos que hacer que le baje la fiebre. Conrado, ¿aguantas?

Conrado respondió con todo su peso echado sobre la puerta, mientras su cuerpo entero se bamboleaba ante las acometidas de los seres al otro lado.

—¡Yo sí, lo que no sé si aguantará mucho será la puerta!

Miguel echó mano a la metralleta que le robaron al soldado e intentó abrir las ventanas. Se dio cuenta de que no había pomo.

—No se pueden abrir —dijo Conrado.

Miguel agarró la silla de despacho y comenzó a golpear los cristales con fuerza. Tras el primer golpe los cristales se tambalearon pero no se rompieron. Tras el segundo golpe tampoco. Tras el tercero la silla salió rebotando. Miguel estaba ya agotado.

—¿De qué están hecho estos cristales? —Miguel rompió a sudar enseguida, jadeante, en parte por el esfuerzo, en parte por la vergüenza que le produjo la sonrisa sardónica que creyó captar en Conrado.

Toñi se acercó a él y le arrebató el arma.

—¡Trae acá, inútil!

Apuntando contra los cristales descargó una ráfaga ensordecedora. Los vidrios saltaron en añicos. "Qué bonito, como una lluvia de purpurina", pensó Toñi. La metralleta no tardó en hacer ruidos raros, como toses metálicas.

—¡Estupendo! —le dijo Miguel de mala hostia—. Has vaciado el cargador, nos hemos quedado sin arma. ¡A ver cómo nos libramos de esos ahora, imbécil!

—¡Oye a mi chica no la insultes, maricón! —saltó el culturista defensor de damiselas mientras seguía conteniendo la débil puerta del despacho como podía.

—¡Tú calla, subnormal, que eres gilipollas! —se desahogó Miguel—. ¿La conoces desde hace tres horas y ya es "tu chica"? ¡Hortera!

Conrado se puso todo rojo, sujetando la puerta.

—¡Porque no me puedo mover de aquí, que si no iba y te partía la cara!

Toñi se acercó a su amor y le acarició la cara.

—No te preocupes por él, cariño. Tiene razón, no tenemos escapatoria. Pero para mí será un placer morir contigo a mi lado, no puedo imaginar un destino mejor…

Other books

Tribes by Arthur Slade
Always and Forever by Kathryn Shay
Heartland Wedding by Renee Ryan
The First Bad Man by Miranda July
The Last Temptation by Val McDermid
The Voyage of Lucy P. Simmons by Barbara Mariconda
His Contract Bride by Rose Gordon
Mick by Chris Lynch