Toñi se levantó de golpe y sin mirarla, no se atrevía, le gritó:
—¡Que no! ¡Que no va a venir! ¡A estas alturas Miguel ya no será Miguel! ¡Se habrá convertido en uno de esos bichos! ¡Le han mordido! ¡Lo he visto! ¡Y ya han pasado horas! ¿Me oyes? ¡Horas!
Toñi, sin dar crédito, vio que Belén, como una niña pequeña, empezaba a hacer pucheros y rompía a llorar, con grandes lagrimones que resbalaban como ríos por sus mejillas.
—Bueno, perdona…
Pero Belén parecía no tener fin, lejos de apaciguarse, sus lamentos se incrementaban. Belén había decidido desahogarse y llorar, llorar por todo lo que había pasado, por su novia lejos de ella, por los tres días de encierro en ese lugar, porque había vuelto su bulimia, por el disparo también, claro pero sobre todo porque no entendía por qué pasaba aquello, por qué a ella, por qué en ese momento cuando por fin empezaba a ser plena y feliz…
Y los lloros de Belén contagiaron a Toñi que no pudo evitar también sentir pena. Pena por sí mismo, evidentemente, no por esa niñata pesada.
Así los dos estuvieron lloriqueando el uno frente a la otra unos minutos. Hasta que Belén se fijó en el espigado muchacho que tenía ante sí. Vio su peluca pegoteada, su cara oscura, con todo el maquillaje corrido, con los ojos negros como el antifaz de un mapache, desnudo completamente, su pudor olvidado días atrás, su colita pellejuda entre las piernas y dejó de llorar… para echarse a reír.
Sin solución de continuidad estalló en una sonora carcajada. Se partía de risa, lo que hizo que Toñi se contagiara y también pasara del llanto a la risa en décimas de segundo, doblándose por la mitad ante la fuerza de las risotadas, que le hacían daño en los pulmones y le impedían respirar.
Cuando se tranquilizaron un poco, Toñi se sentó junto a la muchacha.
—Ay, estamos locas… —dijo Belén, limpiándose las lágrimas con una esquina de la manta.
—Sí… Yo desde luego sí.
—¿Por qué no te pones algo de ropa?
—Por eso, porque estoy loca.
Toñi miró a la chica sentada a su lado; la vio recogerse la pierna con los brazos para cambiar de postura, la vio reprimir un quejido de dolor, la vio fruncir el gesto.
—Nunca te había visto antes, llevas poco tiempo en Chueca, ¿verdad?
—Sí, unos quince o veinte días… Y justo cuando llego a Chueca, va y se destruye.
Las dos rieron:
—¿Sabes cómo se le llama a eso en mi tierra? Ser gafe.
—Pues yo siempre he tenido muy buena suerte. Siempre que me han pasado cosas malas he salido adelante sin casi proponérmelo. Nunca me ha faltado trabajo, mi familia es de pueblo pero me quieren mucho, aún no saben lo mío pero estoy segura de que lo llevarán fenomenal y Paula es tan magnética que se los meterá en el bolsillo. No tendremos problemas para casarnos, que es lo que quiero, así que siempre he tenido mucha suerte, como ves. Por eso estoy segura de que Miguel vendrá.
Toñi se quedó sin palabras ante la parrafada de la muchacha; sólo pudo dedicarle una sonrisilla pero de nuevo se notó falsa y dejó de mirarla rápido, para que la chica no lo notara.
Miguel había recuperado las fuerzas. Milagrosamente, sus heridas no sangraban más. Los helicópteros ya sonaban lejanos. Creyó que era el momento de salir.
Abrió la endeble puerta del palomar y pisó el tejado inclinado. Se acercó al borde para mirar abajo, a la calle. No había nadie, todo parecía tranquilo. Estaba sobre la confluencia de la calle San Marcos con la de la tienda; había vuelto al punto de partida, sólo que diez metros sobre el nivel del asfalto.
Miró a su alrededor buscando la manera de bajar de allí. Por la fachada imposible, las ventanas estaban bastante alejadas entre sí y no había balcones, ni cornisas, ni salientes a los que agarrarse. Tampoco había ninguna terraza, ni claraboya, ni entrada alguna para acceder al interior del edificio. Al fondo de la calle, casi en la confluencia con Hortaleza, es decir, cerca de la farmacia en la que todo empezó ("Casi cinco horas para recorrer cincuenta metros y encima no traigo los antibióticos", pensó con sensación de derrota), había unos andamios en la pared del edificio de enfrente. Eran unos tubos de hierro tapados con tela metálica, instalados seguramente para limpiar la fachada. Se hallaban a unos cuatro metros de distancia de su tejado. Las calles de Chueca no eran anchas y por un segundo se le pasó por la cabeza superar de un salto la distancia entre el tejado y los hierros. Sonrió para sí: demasiado suicida incluso para él. Era mejor encontrar otro camino.
Sin embargo en cuanto dio unos cuantos pasos por la techumbre comprobó que no lo había. Estuvo tentado en desandar sus pasos y volver a la terraza a través de la cual accedió a los tejados pero no estaba seguro de poder encontrar el camino, aquellos tejados eran un laberinto, y teniendo tan cerca la meta le parecía una pérdida de tiempo verse obligado a retroceder.
Reflexionando sobre cómo demontres iba a bajar de allí, le sobresaltó un traqueteo cercano. Un helicóptero se acercaba con su foco de luz blanca. El aparato giraba lentamente en su dirección, en pocos segundos sería un blanco fácil a no ser que volviera a refugiarse en el palomar que ahora mismo no podía recordar en qué esquina de ese gran tejado estaba… El crepitar del aparato cada vez más cerca… Se puso nervioso, no había dónde esconderse… Estaba expuesto…
Tal vez, como le habían pasado tantas cosas en las últimas horas y había salido indemne de todas ellas, se creyera inmortal o tal vez era que tenía prisa por llegar al refugio cuanto antes —estaba ahí abajo, lo podía ver en escorzo, una pequeña guarida que pasaba desapercibida en el bajo del edificio de enfrente— pero el hecho cierto es que antes de que el helicóptero le viera, saltó. No se lo pensó, corrió hacia el borde del tejado todo lo que le permitían sus piernas y se impulsó hacia los andamios.
En las escasas décimas de segundo que su cuerpo flotó sobre la estrecha calle, a medio camino de la cornisa y los andamiajes, fue consciente de que la distancia era demasiado grande y de que su impulso pecó de exiguo y de que se confió y de que su novio Fabio siempre tuvo razón cuando le echaba en cara que era un impulsivo, que no pensaba, que no valoraba los pros y los contras. Así pues mientras estiraba los brazos en busca de un asidero desesperado, su último pensamiento fue para Fabio, su amor de siempre, su amor perdido días atrás, meses atrás, decenios, siglos atrás.
Manoteó, pataleó, sintiendo que su cuerpo se precipitaba a plomo sobre el duro asfalto.
Por suerte para él, la parábola de caída le llevó cerca de la parte inferior de los andamios. Se agarró con fuerza a la tela metálica. Se rompió dos dedos de su mano izquierda pero no lo acusó en ese momento. La tela metálica se rasgó ralentizando su inercia; gracias a eso pudo aferrarse a uno de los hierros transversales. A pesar del intenso peso en sus brazos, al notar que se había enganchado, sintió un estampido interno de euforia pero sólo le duró un segundo: la construcción se tambaleó ante su envite y la inercia que llevaba fue tal que, al segundo siguiente, el hierro al que se enganchó se desprendió de sus anclajes con un estallido seco, arrastrando en su caída al resto, como en un castillo de naipes, desmoronándose con estrépito.
Miguel vio que el cielo y el suelo se revolvían a su alrededor, luchó por engancharse a algún sitio, por mantener el equilibrio, pero no lo logró. Su cuerpo rebotaba y caía a trompicones entre las maderas, la tela metálica y los travesaños recios, su nariz asfixiada por el polvo levantado, los tímpanos ensordecidos por el estrépito en derredor. Sintió un enorme golpe en su espalda y que el cerebro se le movió dentro del cráneo, con olor ferruginoso.
Cuando la polvareda y el ruido se disiparon, Miguel vio ante sí un rectángulo negro. Era el cielo nocturno delimitado por las cornisas grisáceas de los edificios, conformando el marco labrado de una pintura abstracta del suprematismo, ese periodo ruso que le encantaba a Fabio porque le parecía tan decorativo, cuando los artistas se contentaban con pintar cuadros todos rojos o todos blancos o todos negros… Su cabeza se enredó en pensamientos inútiles y tardó largos segundos en darse cuenta de que estaba tirado boca arriba sobre un montón de vigas y escombros. Sentía un terrible dolor en el espinazo. Intentó incorporarse pero no pudo; quiso mover algo, un dedo siquiera, pero a pesar de que su cabeza lanzaba desesperadas llamadas a sus miembros, éstos parecían ausentes, se habían declarado en rebeldía, no se movían. "¡No puede ser!", pensó. A sólo diez metros de su refugio, a escasos cuatro pasos de la tienda de
delicatessen
y no era capaz de llegar.
Al principio creyó que los ruidos de arrastre, de arenilla removida, los hacía él mismo, que sus piernas y brazos regresaban a la actividad, pero cuando volvió la cabeza hacia el fondo de la calle y vio a diez o doce de esos seres avanzar hacia él, algunos cojeando, otros incluso gateando, pero todos tambaleándose, se dio cuenta de que estaba en verdadero peligro. "El estrépito de los andamios al caer los ha atraído hasta aquí. ¡Muévete, vamos, arriba!".
Con un esfuerzo supremo logró levantar un poco la cabeza pero la realidad a su alrededor parecía de goma, el suelo subía hacia él, las esquinas de las casas se doblaban en una parábola torpe, como la que él mismo describió en el aire antes de precipitarse. Miguel dejó caer la cabeza sobre el asfalto, no podía enfocar la vista pero oía a esos seres acercarse a él, más y más, pasito a pasito.
—Ayuda… —gimió. Y de nuevo un poco más alto—. Ayuda… Socorro.
El estruendo del derrumbe también sobresaltó a Toñi y Belén que seguían apostadas junto a la persiana de la tienda. Creyeron que se trataría de alguna escaramuza del ejército con los monstruos pero al estrépito inicial sólo le siguió el silencio y la quietud más extraños y se miraron los dos a los ojos sin comprender.
Hasta que, tras un minuto de silencio, Belén, haciendo caso omiso de los dolores de su pierna, se puso de pie de un brinco.
—Ahí fuera… Toñi, ahí fuera…
—¿Qué?
—Creo que es Miguel.
—¿Qué dices?… Eso es imposible.
—¡Qué sí! Estoy segura… ¡Ha regresado! ¡Calla! ¿No lo oyes?
Belén se plantó inmóvil en medio de la estancia, con una mano levantada, el perfil de sabueso señalando al exterior más allá de la persiana, muy quieta, como si estuviera posando para una foto. Toñi la miraba sin dar crédito.
—No oigo nada, Belén, siéntate.
—¡Es él! ¡Está pidiendo ayuda!
Belén, sin sentir las punzadas de su pierna, se abalanzó cojeando sobre la puerta, la abrió y, agachándose, agarró la persiana metálica del exterior. Toñi se lanzó sobre la chica, la sujetó por la cintura.
—¡Estás loca, no salgas!
—Miguel está ahí fuera, le oigo, ¡le oigo! ¡Suéltame!
Belén pegó un fuerte empellón a Toñi que tuvo que dejarla marchar. El travestí desnudo no podía creer que esa joven niñata herida y febril, presumiera de pronto de esa fuerza cruda.
Con un considerable estruendo, Belén alzó la persiana y salió a la oscuridad de la noche. Toñi ahí se quedó, mirando ese rectángulo oscuro que delimitaba la puerta, esa abertura que se había tragado a la chica y tuvo la fuerte sensación de que todo se estaba yendo a la mierda.
Sólo necesitó dar cuatro pasos para verlo. Echado sobre su espalda, en la intersección de las dos calles, inmóvil, mirando al cielo, sobre un montón de polvorientos escombros, con la cara llena de sangre y heridas, las manos y los brazos con raspones, la tela de sus pantalones desgarrada. Belén creyó que estaba muerto, o peor, que ya se había transformado, que ya era irrecuperablemente uno de aquellos monstruos pero cuando se acercó a él todo lo veloz que pudo, bamboleando el cuerpo entero por la cojera, le vio volver la cabeza y mirarla y sonreír le y una descarga de emoción le llenó el pecho. Empezó a llorar pero no dejó de moverse acercándose hacia él.
—No tengo tus antibióticos, Belén, lo siento… —dijo lo primero.
—No importa, si ya estoy casi bien.
Miguel supo por ese "casi" que Belén se encontraba realmente mal.
—No me puedo levantar, ayúdame.
De un solo vistazo la chica se hizo una composición de lugar. Del fondo de la larga calle San Marcos, arrastrando los pies, llegaba un grupo de esos seres. Entre ellos también había unos cuantos soldados tambaleándose de idéntica manera, con sus armas colgando indolentes de sus brazos… Ellos también habían sucumbido a la epidemia o a lo que coño fuera aquello.
Belén agarró a Miguel por debajo de los hombros y tiró con todas sus fuerzas, con la intención de arrastrarlo en dirección a la tienda. Pero el peso del corpachón de Miguel era considerable, demasiado para una niña de veinte años que apenas llegaba a los cincuenta kilos.
—Pesas demasiado, Miguel, ¿no puedes levantarte?
—Belén, no me tengo en pie, vuelve a la tienda.
—No pienso dejarte aquí.
Y la chica pasando sus brazos por debajo de los sobacos de él, entrelazando las manos sobre su pecho, le intentaba arrastrar, echando todo el peso de su cuerpo hacia atrás, dando pasos lentos, muy lentos, sin hacer caso del horrible dolor de su pierna herida que latía como si fuera a estallar. Miguel intentaba ayudarla con sus pies, no dejándolos del todo muertos, dando pasos hacia atrás con sus suelas sobre el asfalto, levantando gravilla y provocando un sonido de rozamiento que parecía excitar aún más a esas criaturas que cada vez estaban más próximas, extendiendo sus brazos pútridos hacia ellos, queriéndoles alcanzar.
Pero Belén daba dos pasos y caía sobre su trasero, completamente agotada, febril y dolorida. Se levantaba de nuevo, jadeante, gimiendo y bufando para dar otros dos pasos y volver a caer. Miguel vio que por delante de él, de la cercana calle Hortaleza, también llegaban nuevos monstruos, atraídos por el ruido como los otros. Estos estaban aún más cerca y, a pesar de ser tan torpes como los demás, parecían más veloces.
—¡Belén, vete, vete ahora!
—No pienso dejarte…
Pero Belén vio que esos monstruos se le echaban encima, con sus fauces rojas abiertas, con sus dientes afilados, sus ojos vidriosos desprovistos de toda vida… y tuvo la certeza de que iban a morir a apenas siete metros de la tienda, tan cerca de la salvación… y pensó en cerrar los ojos y abrazarse a Miguel.