Authors: Laura Gallego García
Gerde se volvió hacia ella y le dirigió una mirada insondable. De pronto, su rostro se había vuelto serio, extraordinariamente serio. Sus ojos negros parecieron taladrar a Victoria, que tembló de puro terror.
—Te equivocas —dijo—. Hay cosas que no puedo hacer... porque no soy la única diosa de este mundo.
Con un enérgico movimiento, apartó los restos de la camisa de Christian para dejar su pecho al descubierto.
—¿Ves eso? —dijo, señalando la gema que estaba matando al shek—.
Eso
forma parte de mis primeros recuerdos sobre este mundo.
Su tono de voz se había vuelto helado y lleno de un odio tan profundo que Victoria dio un paso atrás, de forma instintiva.
—¿Tus primeros recuerdos... como Gerde? —se atrevió a preguntar, aunque conocía la respuesta.
Pero ella negó con la cabeza.
—Mis primeros recuerdos como Gerde tienen que ver con árboles, creo —dijo—. No; desde que regresé a la vida tengo recuerdos de otras cosas que hice antes. Antes de ser Gerde, quiero decir.
Alzó la mirada hacia la muchacha.
—¿Qué es lo primero que ven los bebés cuando nacen? —preguntó—. ¿Qué es lo primero que verá tu hijo, Victoria?
—Luz... supongo —dijo ella—. No creo que los bebés tengan una vista muy aguda, al principio.
—¿Qué es lo primero que ven los dioses al nacer? Nunca lo he preguntado —se encogió de hombros—. Se supone que ellos estaban aquí desde siempre, ¿no? Antes de que existieran todas las cosas. Antes de que hubiese luz y oscuridad. Y, no obstante, yo... lo primero que recuerdo... es oscuridad. Frío y oscuridad. Fue lo primero que sentí cuando tomé conciencia de que existía.
Le dio la espalda y se alejó de ella. A Victoria le pareció que temblaba.
—Esa piedra ha encarcelado al espíritu del shek que habita en Kirtash —dijo—. Lo ha confinado en un lugar pequeño, frío y oscuro, olvidado del mundo, lo ha condenado a la soledad. No es tan extraño que produzca ese efecto en él, puesto que los sheks están hechos de mi misma esencia. Y esa cosa... también me encarceló a mí, hace muchos milenios. Era mi condena... mi prisión.
Victoria alzó la cabeza, sorprendida.
—La llaman la Roca Maldita —dijo—. Es un meteoro que cayó en el mar, hace mucho tiempo.
Gerde suspiró profundamente.
—Allí fue donde nací —dijo—. En el interior de esa roca, en el fondo del mar. Cuando tomé conciencia de mí misma, lo primero que pensé fue que el mundo era sorprendentemente pequeño —añadió, con amargura—. Pero había tantas ideas en mi mente... tantas cosas que sabía que existían... o que podían existir... no era posible que todo se redujese a aquellas paredes de roca, a aquella celda que cada día que pasaba se volvía más y más estrecha.
Hizo una pausa. Victoria escuchaba, conteniendo el aliento.
—Así que ya lo sabes —dijo—. Eso que tú llamas la Roca Maldita fue creado por los Seis para recluirme antes incluso de mi nacimiento. Para mantener cautiva mi esencia. Tardé varios siglos en escapar de allí, en acumular la fuerza necesaria para liberarme. ¿Y tú pretendes que destruya esta gema en unos minutos?
Se rió con sarcasmo.
—Entiendo —murmuró Victoria—. Entonces, solo los Seis podrían salvar a Christian.
Gerde la miró, sonriendo con fingida inocencia.
—Podrían... si quisieran. Pero, en primer lugar, son un poco sordos a la voz de los mortales y, por otro lado, dudo mucho que estén dispuestos a salvar a un shek.
Victoria apretó los dientes.
—No me importa —dijo—. Yo voy a intentarlo de todas formas.
Dio media vuelta para marcharse, aún cargando con Christian.
—Deberías dejarlo morir —oyó que decía Gerde a sus espaldas—. No vale la pena, ¿sabes? Además, se lo ha buscado él solo, con esa manía suya de ir por libre. ¿Ves lo que ha conseguido? Que todo el mundo lo odie, lo tema o lo desprecie. Nadie moverá un dedo por ayudarlo, Victoria, porque a nadie le importa.
—Te equivocas —replicó Victoria—. A mí sí me importa.
Gerde rió de nuevo, burlona, pero Victoria no se molestó en volverse. Salió del árbol, con Christian a cuestas, y avanzó, vacilante, hacia el lugar donde había dejado al pájaro haai.
Los szish los observaron con recelo, pero ninguno de ellos intentó detenerlos. Probablemente, nunca antes habían visto al poderoso Kirtash en aquel estado tan lamentable.
El trayecto hasta los límites del campamento fue largo y difícil. Victoria avanzaba paso a paso, cargando con Christian, bajo la atenta mirada de los hombres-serpiente.
Entonces, de pronto, una figura salió entre la multitud y acudió a ayudar a Victoria, sosteniendo a Christian por el otro brazo. Victoria lo miró, y sonrió.
—Gracias, Assher —dijo.
Pero el muchacho sacudió la cabeza y entornó los ojos, molesto.
Entre los dos arrastraron a Christian hasta el claro donde los esperaba el pájaro haai. Victoria abrió la boca para decir algo más a Assher, pero el joven szish volvió sobre sus pasos antes de que ella pudiera pronunciar una sola palabra.
Montó a Christian sobre el haai y subió tras él. Lo aseguró bien al lomo del ave para que no resbalara. Él despertó en aquel momento y la miró, desorientado.
—¿Dónde... a dónde vamos? —preguntó.
Los ojos de Victoria se llenaron de lágrimas, pero se mordió los labios para contenerlas.
—No lo sé, Christian —susurró—. No lo sé.
El shek no hizo ningún comentario. Cerró de nuevo los ojos y se recostó contra Victoria, sin fuerzas para nada más.
En silencio, Victoria se aferró a las plumas del pájaro haai y lo espoleó para que alzara el vuelo.
Y, momentos después, se alejaban de allí, dejando atrás el campamento base de Gerde.
Gaedalu acudió a hablar con Alsan al tercer atardecer.
Lo hacía todos los días. Sabía que lo encontraría en las almenas, contemplando la ciudad a sus pies, como solía hacer antes de retirarse a dormir. Si Alsan recibía con disgusto aquellas visitas de la Madre, desde luego no lo demostraba.
«¿Alguna noticia?», preguntó Gaedalu, una vez más.
Alsan negó con la cabeza.
—Todavía no los han encontrado. Hemos hallado a más testigos que dicen haber visto un haai sobrevolándoles, y que iba en dirección al sur, pero el rastro se difumina más allá del río, lo cual no es de extrañar; al otro lado del río está Shia, y en Shia no queda mucha gente a la que preguntar.
Gaedalu inclinó la cabeza, pero no dijo nada. Alsan captó su mirada de reproche.
—¿Creéis que no hago lo suficiente, Madre Venerable? —preguntó, con calma—. Todo apunta a que han ido a reunirse con Gerde. Y Gerde se ha rodeado de un ejército formidable. No tardaremos en enviar nuestro propio ejército a luchar contra ellos, pero aún no estamos preparados.
»Además —añadió, con una serena sonrisa—, no debéis preocuparos por el shek. Si no está muerto aún, no tardará en estarlo.
Gaedalu entornó los ojos.
«Lo sé», dijo, «pero me habría gustado verlo morir. Si no se os hubiesen escapado», añadió, acusadora, «ahora mismo no estaríamos manteniendo esta conversación».
Alsan se volvió hacia ella. No parecía molesto ni ofendido, pero habló con aplomo y seguridad cuando dijo:
—No conocíamos el alcance del poder de Victoria. Ahora ya sabemos qué es capaz de hacer, de modo que en el futuro estaremos preparados.
«¿En el futuro?», repitió la varu. «¿Creéis que habrá una segunda vez?»
—Cuando muera el shek, Victoria regresará —vaticinó Alsan—, tal vez para tratar de recuperar a Jack, o tal vez para vengarse de mí. Pero regresará, y entonces ya no podrá escapar.
«A no ser que algún celeste llame a un haai para ella», apostilló Gaedalu, con cierto sarcasmo.
Alsan se irguió.
—Solo hay dos celestes en el castillo, Madre Venerable. Uno de ellos está con vos.
«Zaisei no tuvo nada que ver. Estuvo en su habitación toda la noche».
Alsan guardó silencio un momento. Después, añadió:
—¿Habéis hablado con él al respecto?
Aunque mencionaran en todas sus conversaciones la posibilidad de que Zaisei los hubiera traicionado, lo cierto era que los dos sabían que había sido Ha-Din, el Padre Venerable, quien había propiciado la huida de Victoria.
«Se lo he mencionado, sí. Pero no ha querido hablar del tema».
Alsan no respondió.
«Tal vez fuera por el bebé de Victoria», añadió Gaedalu. «Los celestes son una gente muy sentimental. Quizá le pareció que la criatura no debía quedar huérfana de padre antes incluso de su nacimiento».
—Tal vez —murmuró Alsan, frunciendo el ceño—. O tal vez estemos pasando por alto lo evidente, Madre Venerable.
«¿Qué es lo evidente?», quiso saber Gaedalu, con peligrosa suavidad.
—Que puede que, en el fondo, Ha-Din sea un adorador del Séptimo.
Sobrevino un largo silencio.
«Ha-Din es el Padre de la Iglesia de los Tres Soles», hizo notar Gaedalu, con frialdad.
—Raelam también era el Padre de la Iglesia —se limitó a responder Alsan.
La varu entrecerró los ojos, ofendida.
Raelam había sido el último Padre durante la Era de la Contemplación. En una época de exaltación de la doctrina de los Seis dioses y de persecución de la magia, Raelam había sido sorprendido adorando al Séptimo ante un altar oculto en los sótanos del Oráculo de Raden, en una cámara llena de objetos e imágenes que evocaban el culto a las serpientes. Aquello había escandalizado a todo Idhún, había propiciado el regreso de los magos, había desacreditado a la Iglesia y había provocado su escisión en dos: la Iglesia de los Tres Soles y la Iglesia de las Tres Lunas.
«No tenemos por costumbre hablar de aquel lamentable incidente», replicó Gaedalu, con dignidad. Alsan sonrió para sí. No pudo evitar recordar que, tiempo atrás, en Limbhad, también Shail se había sentido molesto ante la mención de la Era Oscura. Entonces había mencionado a Shiskatchegg, un objeto que había controlado la voluntad de todos los magos.
Un objeto que, a juzgar por sus últimas averiguaciones, era mucho más que un mito. Y que, si Jack estaba en lo cierto, ahora lucía Victoria.
Decidió no compartir con Gaedalu esta información. Después de todo, aún no estaba seguro de que el Shiskatchegg que había mencionado Jack, el anillo de Victoria, fuera el objeto de la leyenda.
—Cierto, tal vez me haya precipitado —concedió—. No sospecho del Padre Venerable, en realidad. Pero tenemos que estar abiertos a esa posibilidad.
«¿Cuánto tiempo más lo retendréis aquí?»
Alsan se mostró genuinamente desconcertado.
—No lo estoy reteniendo. Se ha quedado porque ha manifestado su deseo de quedarse, al menos un tiempo más. Igual que vos.
«Yo estoy aguardando al regreso de Victoria, que, según decís, ha de producirse en breve. Estoy esperando noticias de la muerte del shek. Y, además, quiero bendecir personalmente los ejércitos que acudan a la batalla contra las serpientes».
—Sería un gran honor para nosotros, Madre Venerable.
«¿Por qué razón se está retrasando tanto el ataque?»
Alsan dudó un momento antes de hablar, pero finalmente se encogió de hombros y dijo:
—No tenemos ninguna posibilidad de vencer sin dragones. Y a los dragones de Tanawe les faltan, hoy por hoy, dos cosas: hechiceros que renueven su magia y un ingrediente que suele utilizarse en su fabricación, y que es necesario para engañar los sentidos de los sheks en la batalla. Llevamos mucho tiempo aguardando a que nos traigan ese ingrediente de Kash-Tar, pero hemos enviado a alguien a buscar a los pilotos a los que se les encargó que lo obtuvieran. Y en cuanto a los magos... sé que Qaydar no nos proporcionará aprendices de buen grado, pero tengo una propuesta que hacerle... una propuesta que no rechazará.
«Entiendo», asintió Gaedalu.
—Pero no tardaremos en estar preparados —le aseguró Alsan—. Cuando eso suceda, atacaremos a Gerde con todo lo que tenemos. Y, si Kirtash sigue vivo y está con ella, lo mataremos.
No mencionó a Victoria, y Gaedalu tampoco lo hizo. Juntos, contemplaron la caída del último de los soles por el horizonte.
«¿Qué estoy haciendo yo aquí?», se preguntó Jack.
Apenas hacía unas horas que había sobrepasado los límites marcados por el río Ilvar, pero ya se había hecho aquella pregunta al menos diez veces.
En realidad, sabía perfectamente lo que estaba haciendo allí. Aunque apenas había tenido un momento de respiro en los días anteriores, y las horas que había dormido podían contarse con los dedos de una mano, recordaba muy bien cada detalle de todo lo que había sucedido, de modo que no podía alegar que estaba distraído cuando aceptó aquella misión.
Recordaba con claridad su reunión con Tanawe en Thalis. Ella le había mirado algo recelosa, como si no terminara de creerse que por fin el último dragón se dignara a visitar su base, o como si temiera que fuese a reprocharle el hecho de que estuviera repoblando los cielos de Idhún con dragones artificiales, pálidas sombras de su orgullosa raza. Jack había tratado de mostrarse amable, pero estaba irritable aquellos días, y se notaba que tenía la cabeza en otro sitio.
Habían recorrido juntos las instalaciones de los Nuevos Dragones, y Jack había podido admirar el nuevo ejército de Tanawe: doscientos dragones nuevos listos para ser pilotados.
—Los pilotos no son un problema —dijo ella—, porque cada día nos llega gente nueva. El problema son los magos —añadió, frunciendo el ceño.
Jack ya estaba al tanto de que Qaydar y Tanawe habían estado disputándose a los escasos hechiceros de Idhún prácticamente desde la batalla de Awa. Ahora que Victoria estaba consagrando a nuevos magos, los dos se lanzaban sobre ellos como perros de presa. Suspiró para sus adentros. Sabía lo que vendría a continuación.
—No podremos hacer funcionar todos estos dragones el día de la batalla —dijo Tanawe, señalando los artefactos con un amplio gesto de su mano— si no contamos con suficientes magos. Sería de gran utilidad que Lunnaris nos visitase un día y seleccionase, de entre nuestros pilotos, a los que ella considere más adecuados...
—No funciona así —cortó Jack—. Ella... no consagra magos de esa manera.
Se abstuvo de decir que Victoria había huido con Christian, y probablemente no regresaría por allí en mucho tiempo. Y no lo hizo por encubrirla: al fin y al cabo, las noticias corrían rápido, y la traición del último unicornio no tardaría en conocerse en todos los rincones de Nandelt. No; lo que le dolía de verdad era admitir que ella lo había dejado por otro.