Panteón (131 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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Habían tratado de explicarles lo que había sucedido, pero no podían entenderlo, y, por tanto, no podían aceptarlo. Zaisei era la única que permanecía en silencio, con los ojos cerrados, aguardando.

Ha-Din sabía que estaba esperando a Shail.

No era el único que había desaparecido durante aquellos caóticos momentos. Covan había buscado a Alsan por todo el castillo, pero no había ni rastro de él. Tampoco aparecían Jack, Victoria, Qaydar ni Gaedalu.

—>El mago dijo que Jack había descendido a los túneles subterráneos —le dijo a Ha-Din cuando regresó para informarle—, pero los demás no estaban con él. Espero de corazón que el tornado no se los haya llevado.

El celeste entornó los ojos.

—>Yo me inclino más bien a pensar que se han ido por voluntad propia.

—>¿Ido? —repitió Covan—. Pero, ¿a dónde?

Ha-Din no tuvo ocasión de responder. En aquel momento, entraron a decirle que un recién llegado preguntaba por el rey Alsan. El maestro de armas se despidió de Ha-Din con una inclinación de cabeza y salió apresuradamente de la habitación.

El visitante lo aguardaba en el patio. Era un joven alto y decidido que se erguía junto a un dragón artificial.

—>Me envían Denyal y Tanawe para hablar con el rey —proclamó.

—>El rey no puede recibirte: no se encuentra en el castillo en estos momentos, y no sabemos cuándo volverá.

Al escuchar estas palabras, todo el aplomo del piloto pareció desmoronarse.

—>Pero, ¿cómo? —se desesperó—. ¡Hoy era el día! No podemos esperar más. Yo tendría que haber llegado aquí hace horas, pero el tornado me obligó a refugiarme en las montañas. El mensaje...

—>¿El tornado? —cortó Covan—. ¿Y qué hay de la luz?

—>Tanawe le aplicó al dragón un hechizo de oscuridad antes de partir. Pero escuchad, caballero, eso no es lo más importante ahora. Ayer llegaron a Thalis los hechiceros prometidos por Qaydar. Hace tres días regresó también uno de los pilotos enviados a Kash-Tar, con el último ingrediente que precisaba Tanawe para completar los dragones. Ahora, la flota está lista para partir. Los ejércitos de Nanetten, Dingra y Raheld nos aguardan también. Necesitamos una respuesta del rey Alsan con urgencia.

Covan reflexionó. Sabía que el ataque a los Picos de Fuego era inminente, y que Alsan lo había dejado todo cuidadosamente planeado. Se preguntó si estaría autorizado a tomar aquel tipo de decisiones en su nombre.

«Sé lo que diría él», pensó de pronto. «Llevaba mucho tiempo planeando esto. Si regresa pronto estará satisfecho de ver que todo marcha según lo previsto, y si tarda en volver... bien, el reino no puede estar sin una mano que lo guíe en estos momentos tan difíciles». Shail tenía razón. El era el otro candidato al trono, el que debía sustituir a Alsan en su ausencia.

—>Di a Denyal que ordene la partida de la flota —dijo por fin—. Los ejércitos de Vanissar partirán de inmediato. Nos veremos en los Picos de Fuego.

El joven piloto inclinó la cabeza y subió de nuevo a su dragón. Momentos después, sobrevolaba los tejados de Vanis, rumbo a Thalis.

—>¡No quiero volver a entrar! —chillaba Ankira, tratando de aferrase a los marcos de las puertas, mientras Alsan la arrastraba hacia la sala de los Oyentes—. ¡No quiero!

La última palabra que pronunció terminó en un aullido de terror cuando Alsan consiguió que se soltara y se la echó al hombro, a pesar de sus lloros y pataleos. La hermana Karale observaba la escena, angustiada.

—>¿Es necesario todo esto, Madre?

«Absolutamente», respondió Gaedalu. «También yo preferiría no tener que recurrir a una niña, pero las otras dos Oyentes no están en condiciones de ayudarnos. Y necesitamos a Ankira, hermana. El mundo entero la necesita ahora mismo».

Ankira lloraba mientras Alsan se la llevaba hacia la terrorífica Sala de los Oyentes. Suplicó entre lágrimas que la dejaran marchar; pidió ayuda a la hermana Karale, pero esta no pudo hacer otra cosa que quedarse pegada a la pared, mirando, impotente, maldiciéndose por su cobardía.

Vio que el Archimago aplicaba sobre los cuatro un conjuro para proteger sus oídos, pero eso no le hizo sentirse mejor. Se quedó mirando cómo retiraban los colchones, las mantas y los almohadones que protegían la puerta de la sala, hasta que el ruido fue tan ensordecedor, tan insoportable, que no tuvo más remedio que salir huyendo.

Los que se quedaron oían aquel sonido, pero mucho más amortiguado. Parecían voces, era cierto; pero no llegaban a entender lo que decían. Sonaba como un galimatías sin sentido, como el sonido de muchos susurros entremezclándose, susurros que retumbaban con la potencia de un huracán.

—>Nos van a matar, nos van a matar —gemía Ankira.

«Son nuestros dioses, pequeña», dijo Gaedalu, amablemente. «No harán daño a aquellos que confíen en ellos».

—>¡Pero es que no saben que estamos aquí! —chilló ella, desesperada.

Nadie le hizo caso. Abrieron la puerta de la sala y entraron en su interior. Fue Qaydar el encargado de cerrarla tras ellos y bloquearla de nuevo con su magia para que no los molestaran.

Necesitaré un poco de tiempo para preparar el conjuro —dijo.

«No nos queda mucho», replicó Gaedalu, «pero esperaremos».

Ankira, todavía en brazos de Alsan, gimió y enterró la cara en su ancho pecho. Y por un instante, el joven evocó el rostro de otra niña aterrada a quien él y Shail habían salvado de la muerte años atrás. Sacudió la cabeza, mientras una punzada de dolor atravesaba sus recuerdos. «Le fallé a Victoria», se dijo. «Le dije que la protegería de Kirtash y no lo he hecho. Él acabó por seducirla, se la llevó consigo, a pesar de que le juré que la defendería. No le planté cara y me la arrebató. No volverá a pasar».

—>No temas, pequeña —le dijo a Ankira—. Eres una elegida de los dioses; ellos no permitirán que te pase nada malo... y yo tampoco.

Ella no respondió. Seguía temblando, muda de terror.

Shail se precipitó en el interior de la habitación.

—>¡Zaisei! —exclamó.

Ella volvió hacia él sus ojos sin vida.

—>¿Shail? —murmuró, pero no pudo añadir más, porque el mago la sofocó en un apretado abrazo.

—>¿Qué... qué te ha pasado?

—>La luz la deslumbró —dijo Ha-Din en voz baja—. No puede ver nada. Puede que recupere la visión en las próximas horas, pero...

Shail se separó un poco de la sacerdotisa, tomó su rostro con las manos y contempló sus ojos.

—>Dioses —susurró, e inmediatamente se arrepintió de haber utilizado aquella expresión. Apretó los dientes, con rabia.

Zaisei captó aquellos sentimientos.

—>No... —murmuró, pero Shail cortó:

—>Sí, siento pena, siento rabia y siento ira, Zaisei. Sé que estas emociones turban la paz de mi espíritu, pero soy humano y no puedo evitarlo.

Se le quebró la voz. La estrechó otra vez entre sus brazos.

—>Tal vez Victoria pueda hacer algo por ella —dijo la voz de Jack a sus espaldas.

El mago alzó la cabeza hacia él. Victoria no estaba allí, y recordó por qué: nada más llegar, había corrido a su habitación en busca del báculo. Esa idea lo devolvió a la realidad.

—>No —decidió—. Vosotros id a detener a Alsan. Después, cuando todo haya terminado... si seguimos todos aquí... le pediré ayuda para Zaisei. Pero ahora tenéis que marcharos cuanto antes.

—>¿Marcharnos? ¿No vas a venir con nosotros?

Shail negó con la cabeza, sin apartar la mirada de Zaisei.

—>No soy un héroe, Jack. Mi lugar está aquí, junto a ella. Lo siento.

—>No lo sientas —murmuró Jack—. Tú no tienes la obligación de salvar el mundo. Sé que suena a consejo egoísta, pero... aprovéchate de ello.

Shail asintió.

—>Vete a buscar a Victoria —dijo—, y marchaos ya. No dejes que entre aquí, o querrá quedarse a curar a toda esta gente.

Jack se mordió el labio inferior.

—>No creas que no me tienta la idea de dejarla aquí —reconoció—. En su estado...

—>Pero sin ella no llegarás a tiempo al Oráculo, Jack.

Él lo miró sin entender.

—>¡Vete! —lo apremió Shail, impaciente.

Jack abrió la boca, pero no dijo nada. Inspiró hondo, asintió y, tras despedirse con un gesto de Ha-Din, dio media vuelta y salió de la habitación.

Instantes después, volaba sobre el castillo, con Victoria montada sobre su lomo, rumbo a Gantadd.

Qaydar pronunciaba las palabras lenta y concienzudamente. En el centro del hexágono, Ankira sollozaba de puro terror. Un poco más apartados, Alsan y Gaedalu aguardaban en silencio. Cuando el hexágono, trazado con finas líneas de polvo dorado, se iluminó un breve instante, ambos cruzaron una mirada. Tanto Alsan, un caballero de Nurgon, como Gaedalu, una sacerdotisa, desconfiaban de la magia, pero ninguno de los dos detuvo a Qaydar, como tampoco lo habían detenido a la hora de invocar a Talmannon. Gaedalu esbozó una amarga sonrisa y, aunque no dijo nada, Alsan comprendió su significado, porque él estaba pensando lo mismo: la necesidad obliga a hacer extraños aliados.

El hexágono brilló con más intensidad, y Qaydar elevó el tono de su voz. Las palabras mágicas resonaron con fuerza en el interior de la burbuja que el propio Archimago había creado para aislarlos a todos del sonido atronador de la sala. Ankira gritó de miedo y se dejó caer de rodillas sobre el suelo, sujetándose la cabeza con las manos.

Qaydar pronunció las últimas palabras, dio un paso atrás y esperó.

Ankira gritó otra vez y sacudió la cabeza. Temblaba violentamente, pero no fue capaz de ponerse en pie y tratar de escapar del hexágono.

—>¿Qué le está pasando? —preguntó Alsan, inquieto de pronto.

—>Estoy abriendo sus sentidos —dijo Qaydar—, abriendo el canal de su mente que la comunica con los dioses, para que esa comunicación sea en ambas direcciones.

«¿Le duele?», preguntó Gaedalu.

—>Posiblemente; pero pasará pronto.

Qaydar tenía razón. Tras un último alarido, que murió lentamente en sus labios, la niña alzó la cabeza y abrió los ojos de par en par.

Alsan tragó saliva. Los ojos de Ankira se habían vuelto completamente blancos, y su rostro moreno se había vuelto tan frío e inexpresivo como el de una estatua de ébano.

—>¿Ankira? —preguntó Alsan, inquieto, pero ella no respondió, ni dio muestras siquiera de haberlo oído. Estaba en trance.

—>¿Hay alguien... al otro lado? —preguntó Qaydar.

Ankira entreabrió los labios. Un extraño murmullo salió de su boca, como si varias voces hablasen al mismo tiempo. Pero todas aquellas identidades hablaban con la voz de Ankira.

El susurro se hizo un poco más audible, pero no mucho más inteligible.

—>¿Hay alguien? —repitió Qaydar.

Por fin, Ankira habló en idhunaico. Y fue una voz extraña, porque parecía formada por seis voces diferentes que se trenzaban en un solo murmullo, pero todas hablaban con la voz de la niña:


Mortales —
dijo Ankira, con un tono carente de toda emoción—.
¿Qué queréis?

—>¡No llegaremos a tiempo! —gritó Jack, batiendo las alas con todas sus fuerzas.

Victoria no respondió inmediatamente. Estaba inquieta por Christian, que había partido hacia los Picos de Fuego para avisar a Gerde y a los sheks de las intenciones de Alsan. También él tardaría demasiado en llegar. Probablemente se toparía con algún dios por el camino y tendría que dar un rodeo. Pero lo que más le preocupaba era que, sin el anillo, había perdido aquel contacto tan tranquilizador que le permitía saber que, por muy lejos que estuviese, por muchos peligros que corriera, seguía estando a salvo.

—>¡Victoria! —insistió Jack—. ¡Shail ha dicho que puedes hacer que lleguemos antes!

—>Sí —respondió ella, volviendo a la realidad—. Puedo moverme con la luz. Pero no es muy seguro.

—>¿Por qué? ¿Es algo así como la teletransportación?

—>No; la teletransportación consiste en desaparecer en un sitio y aparecer en otro, y yo no puedo hacer eso. El único riesgo de la teletransportación es que aparezcas en un lugar inesperado, como en el interior de una pared, o algo así; pero se soluciona visualizando con claridad el lugar al que quieres transportarte. Esto es diferente. Lo que yo puedo hacer consiste en moverme con la luz, y no puedo prever todos los obstáculos que encontraré en mi camino. ¿Cómo crees que sería estrellarse contra un pico montañoso a la velocidad de la luz?

Jack se lo imaginó, y se le pusieron las escamas de punta.

—>Pero, ¿lo has hecho alguna vez?

Victoria recordó cómo había acudido al rescate de Jack y de Christian, cuando Ashran los había capturado en la Torre de Drackwen.

—>Sí, pero era una emergencia.

—>¡Esto también lo es!

—>Antes no estaba embarazada; ahora, sí.

Jack no dijo nada.

Victoria pensó en todo lo que Christian les había contado acerca de Gerde, de lo que había comprendido sobre los dioses, del plan de exilio de los sheks. Era un concepto tan diferente a todo lo que les habían enseñado que les había costado asimilarlo, y sabían que los demás tampoco lo aceptarían. Pero no podían correr el riesgo.

—>No existen dioses creadores y dioses destructores —les había contado Christian, en la soledad de la cabaña semiderruida de Alis Lithban—, porque todos los dioses proceden del mismo caos creador, de una voluntad creadora y destructora al mismo tiempo. Porque el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el día y la noche, son una sola cosa y no se pueden separar. Están en la esencia de todas las cosas y todas las criaturas.

—>Pero los Seis lo hicieron —había objetado Jack—. Extrajeron de ellos esa parte destructora y la encerraron en una especie de cápsula indestructible.

—>Y por eso el Séptimo fue oscuro, caótico y destructor al principio —asintió Christian—, y las primeras generaciones de hombres-serpiente fueron monstruos crueles y destructivos. Pero no se puede separar para siempre ambas esencias. Si los dioses se hubiesen liberado del caos, no destruirían las cosas a su paso. No habrían podido crear dragones capaces de odiar.

»Y si el Séptimo fuese solamente caos y destrucción —añadió—, jamás habría sido capaz de dar vida a una nueva especie.

—>¿Quieres decir que, con el tiempo, la parte creadora y la parte destructora volvieron a equilibrarse en la esencia de cada dios? —dijo Victoria.

Habían reflexionado mucho sobre aquello. Jack lo había comparado con lo que sucede cuando se intenta separar los polos positivo y negativo de un imán: no se obtiene un polo positivo y un polo negativo, sino dos imanes diferentes, cada uno con ambas polaridades.

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