Authors: Laura Gallego García
—Soy yo..., Alsan —insistió Victoria—. Es a mí a quien... tienes prisionera. A Victoria. ¿Por qué... haces esto?
El joven respiró hondo; pareció, de pronto, muy cansado.
—Porque es mi deber, Victoria. Los dioses exigen que luchemos contra los hijos del Séptimo. Así es como ha sido siempre, y así es como ha de hacerse. Y yo... dudé de ellos cuando creí que Jack había muerto y que la profecía no se cumpliría. Me demostraron cuán equivocado estaba... me devolvieron a la luz de Irial... —añadió, tocándose el brazalete.
—Fue... Jack quien te salvó —dijo Victoria—. Te trajo... desde Nanhai. Te rescató... de tu exilio. Si no... vas a escucharme a mí... piensa en él... piensa en si le gustaría... que pusieras en peligro... la vida de... su hijo.
Por un instante, Victoria detectó un destello de ternura en la mirada de él. Pero Alsan sacudió la cabeza y respondió, con voz impersonal:
—Jack no puede entenderlo. Por mucho que lo intente, no pertenece a este mundo.
—Entonces —repuso Victoria—, ¿por qué... has insistido tanto... en hacerle creer que sí?
Él no contestó.
«Majestad», intervino Gaedalu, apremiante. Alsan respiró hondo, se incorporó un poco y tomó la mano de Victoria. Ella sintió que Alsan le extendía los dedos y observaba, con una mezcla de curiosidad y repugnancia, el anillo que lucía, y que la mantenía en contacto con Christian.
También Qaydar se había quedado contemplándolo, con una mezcla de temor, curiosidad y fascinación.
—De modo que es esto —comentó—. ¿Cómo podemos estar seguros de que se trata del verdadero Ojo de la Serpiente?
—Lo comprobaremos enseguida.
«¿No podemos arrebatárselo, sin más?», preguntó Gaedalu.
Alsan negó con la cabeza.
—A través de este anillo, Kirtash vigila a Victoria y está al tanto de todos sus movimientos. Es, además, un objeto peligroso, y como tal, sabe protegerse solo. Pero contiene parte de la esencia de ese shek... y ya sabemos a qué es vulnerable la esencia de una serpiente.
Victoria hizo acopio de fuerzas y se debatió, gritando con rabia. No sirvió de nada. Alsan se limitó a sujetarla hasta que cayó entre sus brazos, rendida a los efectos de la pócima de Gaedalu. Entonces volvió a atrapar su mano, colocó la piedra sobre el Ojo de la Serpiente... y dejó que empezara a actuar.
Victoria gimió. Quiso resistirse, pero la pócima ya había terminado de relajar todo su cuerpo, y no fue capaz de moverse. No tardó en sentir cómo el anillo se iba debilitando cada vez más bajo la presencia de aquel fragmento de la Roca Maldita, cómo la conciencia de Christian se retiraba apresuradamente, expulsada con violencia del que había sido uno de los apéndices de su percepción. La gema de Shiskatchegg emitió un breve parpadeo alarmado y después, lánguidamente, se apagó.
Y Victoria se sintió sola y vacía, mucho más sola y vacía de lo que había estado jamás. En los últimos tiempos había creado una conexión sólida y estrecha con Christian, una conexión que había culminado aquella noche, en el ático de él, en Nueva York, cuando ambos habían fusionado sus mentes. Si ella hubiese sido una shek, no habría necesitado el anillo para mantener viva aquella conexión.
Pero no lo era. Y, cuando Shiskatchegg se rindió al poder de la Roca Maldita, el vínculo mental con Christian fue brutalmente cortado. Victoria dejó escapar un gemido, mientras Alsan extraía el anillo de su dedo sin que ella pudiese hacer nada para evitarlo. Cerró los ojos y dos lágrimas corrieron por sus mejillas.
Christian se detuvo de golpe, con tanta brusquedad que Jack chocó contra él.
—El anillo... —murmuró—. ¡El anillo!
—¿Qué? —preguntó Jack, inquieto; Christian parecía fuera de sí, y la última vez que lo había visto en aquel estado había sido cuando Victoria había caído en manos de Ashran, y ellos estaban en Limbhad, sin poder llegar hasta ella.
—He... he perdido la conexión con ella —dijo el shek, anonadado—. Es como si no estuviese ahí.
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Que le ha pasado algo malo?
Christian respiró hondo y trató de centrarse.
—No necesariamente. Puede que se haya quitado el anillo, pero...
—Ella no se lo quitaría por voluntad propia, bajo ninguna circunstancia.
Christian no respondió. Parecía profundamente preocupado, y Jack supo que no se lo había contado todo aún. Aguardó.
—He sentido... algo muy desagradable. Justo antes de perder la conexión, algo me ha obligado a retirar mi conciencia del anillo. Algo que ya había experimentado antes.
—¿La Roca Maldita?
—Solo se me ocurre que la hayan empleado para arrebatarle el anillo, para que perdiera todo contacto conmigo. Si utilizan esa cosa contra Victoria puede que a ella no le afecte, pero...
Los dos cruzaron una mirada.
—El bebé —dijeron a la vez.
Se precipitaron pasillo abajo, manteniendo la dirección que seguían antes de que Christian perdiese el contacto. Desembocaron en una sala que el rey utilizaba para reuniones privadas. No había ninguna otra salida allí, pero Christian ya se había fijado en los gruesos tapices que forraban las paredes y estaba tirando de ellos.
Jack le ayudó. En unos instantes desnudaron los muros, pero solo hallaron en ellos piedra sólida y fría. Fuera, el viento aullaba con fuerza.
«Tiene que haber un pasadizo secreto», dijo Christian telepáticamente. «Tiene que estar por aquí».
Jack lo observó mientras palpaba las paredes con desesperación.
«Si eso fuera cierto», respondió, pensando tan solo, «significaría que Alsan está detrás de todo esto. Dudo mucho que Qaydar conozca los secretos de este castillo mejor que él».
Christian le dirigió una breve mirada.
«¿Y te extraña?», dijo solamente.
Jack entornó los ojos. Sabía que Alsan y él
no
estaban de acuerdo en muchas cosas; pero la posibilidad de que hubiese secuestrado a Victoria, justo después de su unión con él... la idea de que tuviese intención de hacerle daño, a pesar de que sabía que tal vez ella diese a luz al hijo de ambos... le hizo sentirse herido y traicionado.
«Eramos amigos», respondió, sin más.
Christian no dijo nada. Siguió examinando las paredes, y Jack se le unió, sin una palabra.
Victoria logró incorporarse un poco y trató de ver lo que estaban haciendo. Qaydar y Alsan ya no le prestaban atención. La habitación en la que estaban encerrados los cuatro, una amplia mazmorra apenas iluminada por algunas antorchas, estaba prácticamente desnuda. El Archimago trazaba en el suelo símbolos arcanos, utilizando para ello unos polvos blancuzcos que extraía de una vieja vasija. Victoria detectó el signo del Séptimo grabado en la vasija, y entornó los ojos.
Gaedalu, que estaba junto a ella, advirtió su mirada.
«Durante los últimos años», dijo, «los hijos del Séptimo nos han utilizado y manipulado para su conveniencia. Ya es hora de que nosotros devolvamos el golpe».
Victoria no fue capaz de hablar, ni de moverse. Contempló, sobrecogida, cómo Qaydar terminaba de prepararlo todo. En el centro del hexágono de cenizas depositó a Shiskatchegg.
«¿Qué estáis haciendo?», quiso preguntar Victoria, pero no le salió la voz. La Madre sí captó aquellos pensamientos; no obstante, se limitó a mirarla, sin responder a su pregunta.
Alsan retrocedió para dejar espacio al Archimago, que alzó las manos y empezó a recitar, lenta y solemnemente, una larga letanía en idhunaico arcano. Victoria conocía algo del idioma de los magos, porque Shail se lo había enseñado, tiempo atrás, pero aquellas palabras le resultaron incomprensibles. Debía de tratarse de una magia antigua y secreta, solo reservada a los hechiceros más poderosos, a aquellos que conocían sus misterios más profundos.
De cualquier modo, a Victoria no le gustó.
Lenta, muy lentamente, el hexágono formado con las cenizas se fue iluminando.
Victoria sintió, de pronto, que había algo invisible en la habitación, con ellos. Era solo una intuición, y tampoco sabía exactamente de qué se trataba, pero sospechaba que, si se transformaba en unicornio, sería capaz de verlo. No lo hizo, de todas formas. El instinto le impedía cambiar de aspecto allí, delante de personas a las que no tenía la menor intención de entregar la magia. Se estremeció, cerró los ojos y trató de percibir qué había allí.
Era algo real, no tenía la menor duda. Algo que no solamente era invisible, sino que ni siquiera era material. Pero existía, y tenía conciencia. Una criatura espiritual.
Y aquel ser acudía a la llamada de Qaydar, que había utilizado el anillo y las cenizas para llamarlo. Una invocación. Estaban invocando a un fantasma.
Victoria abrió los ojos de golpe y clavó la mirada en la vasija con el símbolo del Séptimo dios. No era posible que Qaydar invocase a Ashran. ¿O sí?
Poco a poco, la temperatura en la celda fue descendiendo, y se abatió sobre ellos una especie de calma sobrenatural, como si el tiempo se hubiese detenido. Ninguno de los cuatro pudo evitar un escalofrío de puro terror. De pronto, el simple hecho de respirar los convirtió en extraños, en intrusos, en personas insultantemente vivas en el umbral de una puerta que aún no debían traspasar. Y, mientras tanto, algo iba conformándose en el interior del hexágono, una bruma grisácea que se hacía más consistente con cada nueva palabra de Qaydar, hasta que el fantasma adquirió un rostro de rasgos feéricos, un rostro delicado y armonioso, pero frío e impasible.
Por fin, la voz de Qaydar se extinguió. Todos contuvieron el aliento.
El espíritu se volvió hacia el Archimago, y su boca fantasmal se curvó en una irónica sonrisa.
—Tú eres nuevo —dijo; su voz susurrante sonaba lejana, fría y sin emoción—. ¿Dónde está el joven que me invocó la última vez?
—Muerto —repuso Qaydar; parecía cansado, pero, no obstante, se irguió y miró al fantasma fijamente cuando dijo—. Te saludo, Talmannon, Señor de las Serpientes. Te doy las gracias por acudir a mi llamada...
—Como si tuviera otra opción —comentó el fantasma, con sarcasmo.
Qaydar no se dejó arredrar.
—Yo soy Qaydar, el Archimago, líder de la Orden Mágica. Se encuentran conmigo el rey Alsan de Vanissar y Gaedalu, la Madre Venerable. Se te ha invocado...
—Qué gran honor —cortó Talmannon—. ¿Y quién es la joven prisionera?
El espectro clavó sus ojos fantasmales en Victoria, que fue incapaz de moverse. Aún no podía creer que todo aquello estuviese sucediendo de verdad. Talmannon había gobernado en Idhún mucho tiempo atrás, en la Segunda Era, en pleno apogeo de la guerra entre sheks y dragones. Había oído hablar mucho de él. Había leído historias sobre él. Pero jamás se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que alguien pudiese invocar su espíritu y conversar con él. Se estremeció de pronto al darse cuenta de que el anillo de Christian, el que los mantenía tan estrechamente conectados a ambos, había pertenecido a Talmannon. Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente, había sido el arma más preciada del Señor de las Serpientes, el Emperador Oscuro. Victoria lo había sabido desde el principio, pero nunca se había detenido a pensarlo seriamente. Siempre le había parecido un personaje de leyenda.
Estaba claro que era mucho más que una leyenda, y Victoria lamentó no haber averiguado más cosas sobre él. De entrada, siempre se lo había imaginado como un humano. Y, por lo visto, resultaba que había sido un silfo.
Qaydar quiso recuperar las riendas de la conversación.
—Se te ha invocado...
—¿Quién es ella? —exigió saber el espectro.
Sin saber muy bien por qué, Victoria se encogió sobre sí misma.
—Ella es Lunnaris —intervino Alsan con calma—, un...
—...¡Unicornio! —aulló Talmannon, furioso de pronto. Pareció que trataba de salir de los límites del hexágono, pero Qaydar había hecho bien su trabajo y no había fisuras—. ¿Qué hace ella aquí? ¿Cómo os habéis atrevido a traer ante mi presencia a semejante criatura?
—Acabamos de arrebatar de su dedo el Ojo de la Serpiente —le informó Qaydar, con frialdad.
—Shiskatchegg ha caído en manos de los unicornios —murmuró el espectro, comprendiendo.
«Me temo que fue un shek quien se lo entregó», intervino Gaedalu, con una amarga sonrisa.
—En todos los bandos hay traidores, ¿verdad? —comentó Alsan, al advertir el desconcierto de Talmannon.
—Los unicornios son traidores por naturaleza —dijo Talmannon—. Ellos no deberían haber intervenido y, no obstante, se aliaron con Ayshel y los suyos y se volvieron contra nosotros. Los unicornios no fueron creados para la guerra, pero vosotros creasteis el báculo, os unisteis a los dragones y desequilibrasteis la balanza. Dime, criatura, ¿por qué?
Victoria alzó la cabeza y lo miró. Entendió que, a pesar de todo el tiempo que había pasado, para Talmannon aquella derrota seguía siendo tan reciente como si acabara de producirse.
—Lunnaris aún no había nacido cuando eso sucedió —señaló Qaydar.
—Fue... por los magos —logró decir Victoria al fin; era cierto que no había estado allí, que no había vivido aquella guerra, pero en aquel momento comprendió, con claridad meridiana, por qué los unicornios habían intervenido entonces—. Esclavizaste... a todos los magos. Nuestros... elegidos. Los unicornios... no lucharon contra los... sheks. No lucharon... para derrotar al Séptimo. Solo... para liberarlos a ellos... para que tuvieran... la oportunidad de elegir...
El esfuerzo pudo con ella, y dejó caer la cabeza de nuevo. Cerró los ojos. Pese a ello, percibía la helada mirada de Talmannon clavada en ella, envolviendo cada fibra de su ser. Un escalofrío recorrió su espina dorsal.
—Si no hubiese sido por los unicornios —dijo entonces Talmannon—, jamás habríamos sido derrotados.
Nadie se lo discutió. Aquellos hechos databan de un pasado demasiado remoto como para interesar a nadie más que a él.
—¿Y por eso Ashran los exterminó a todos? —inquirió Qaydar, dominando su cólera.
Talmannon rió suavemente.
—Oh, ¿así que lo hizo, por fin? Le advertí sobre ellos. Ya sabía que los dioses enviarían a los dragones contra ellos, pero le avisé de que no perdiera de vista a los unicornios. Con magos o sin ellos, con dioses o sin ellos... existía la posibilidad de que intervinieran.
—Hablaste con Ashran —dijo Qaydar—. Te invocó para preguntarte acerca de los dioses. Acerca del Séptimo.
Talmannon le dirigió una mirada de desprecio.