Authors: Laura Gallego García
»Umadhun no es nuestro mundo. Nunca lo fue. Nosotros, los dragones, somos hijos de Idhún...., igual que los sheks.
—Sin embargo, los desterrasteis a Umadhun.
—Sí, y no nos lo han perdonado. Detestan ese mundo porque no tiene nada que ver con ellos. Y, sin embargo, tampoco son del todo idhunitas. ¿Entiendes por qué?
—Porque fueron Seis los dioses primigenios. Porque el Séptimo no participó en la creación de Idhún.
—Eso parece: los Seis son los dioses creadores, y eso significa que el Séptimo es un dios destructor.
»En cuanto a los sheks... no pertenecen a Umadhun, pero, aunque nacieron en Idhún, no son tampoco parte de este lugar. Los dragones los respetábamos. Pero no podíamos dejar de odiarlos. De modo que los mandamos lejos, a otro mundo. Puede parecer cruel y, sin embargo, durante el tiempo en que estuvieron desterrados, hubo paz en Idhún. Una paz relativa, quiero decir. Las otras razas seguían con sus pendencias de siempre. Pero la Gran Guerra entre sheks y dragones se estancó en una larga tregua.
—Los sheks dicen que masacrasteis a los szish —recordó Jack—. Y que durante esa tregua de la que hablas, había dragones que iban a Umadhun a matar sheks.
—Mmm, sí, y qué difícil es reprimir el odio, sobre todo cuando se es joven —suspiró Domivat—. Se decidió que el destierro era suficiente castigo, que no debíamos aprovecharnos de la debilidad del enemigo para destruirlo por completo..., aunque, si lo hubiésemos hecho, la guerra habría terminado para nosotros, definitivamente. Es la opción que eligieron los sheks. Por eso, ellos sobreviven como raza, y nosotros no. Siempre fueron más inteligentes —suspiró de nuevo.
»Muchos dragones no soportaron la idea de dejar escapar a los sheks. Se vengaron en los szish. No porque fueran más débiles, sino porque no eran tan importantes. Incluso los sheks valoraban más la vida de un dragón que la de un szish, y estos no eran el enemigo que habíamos decidido respetar. Sólo eran...
—Sangrefría —dijo Jack con un hilo de voz—. Sé que es difícil luchar contra el odio. Los sheks dicen que no debe reprimirse, sino tratar de controlarlo. Yo soy joven, y lo estoy consiguiendo —dijo, con mal disimulado orgullo.
—Tú eres en parte humano. Cierto es que los dragones habríamos preferido que el último de nuestra especie fuese un dragón puro, pero esa alma humana te ha salvado la vida muchas veces. En el fondo, no eres menos impetuoso que la mayoría de los jóvenes dragones que he conocido. Si no fueses también humano, habrías sucumbido al odio, como todos los demás. De hecho, recuerdo que en una ocasión estuviste a punto de descargarme sobre una cría de shek. Entonces Haiass me detuvo. De lo contrario, habríamos matado a la cría, tú y yo. Bonita manera de controlar el odio. —Jack enrojeció de vergüenza—. Los dragones llevamos milenios intentando controlar o reprimir el odio, igual que los sheks. No es tan sencillo. Pero tú tienes también un alma humana, y los humanos no odian a los sheks por naturaleza. Aunque se empeñen en creer que sí.
—Hubo una shek que controló su odio —musitó Jack—. Me salvó la vida. Me ayudó.
—A eso me refería con que tu alma humana te ha salvado en más de una ocasión. Hueles menos a dragón que cualquier otro dragón. Respeto a todos los sheks, y en especial a aquellos que luchan contra su odio, pero sé lo que son, porque en eso, nosotros somos iguales. Si hubieses sido simplemente un dragón, ella no lo habría soportado. Habría terminado por matarte, aunque no lo quisiera.
—Odiaba a otra persona. A un dios.
—Odiaba a su propio dios —asintió Domivat—. Y se vio obligada a pactar con un dragón. Pobre criatura, cuánto debió de haber sufrido.
Jack no respondió. Permaneció un rato en silencio, recordando a Sheziss.
—Pero ahora tú tienes la oportunidad. Tú y el otro híbrido, el que empuña a Haiass. Por primera vez existe la posibilidad de una alianza. Y tal vez entre los dos... entre los tres... logréis comprender el enigma de nuestra existencia, algo que nos ha estado vedado a sheks y dragones porque el odio jamás nos permitió entendernos.
—Sheziss dijo que los dragones disfrutabais matando sheks. Que os abandonabais al instinto.
Domivat rió.
—¿Eso te dijo? Ellos disfrutaban matando dragones también. Es parte de nuestra maldición. Disfrutamos matándonos unos a otros. aunque nos horrorice. No podemos evitarlo.
»Y sí, somos más irreflexivos que los sheks, pero tampoco es para tanto. De todas formas, a lo largo de los siglos hemos buscado mil y una excusas para hacer lo que hacíamos, porque no nos gustaba hacerlo sin motivo. Los sheks decían que nosotros éramos crueles, y así justificaban su odio. Nosotros solíamos decir que ellos no tenían sentimientos, y así justificábamos el nuestro. Para ellos, nosotros disfrutábamos odiando, y eso les parecía atroz. Nosotros decíamos que a ellos les daba igual, y eso lo encontrábamos monstruoso. Supongo que ambos bandos exagerábamos, para sentirnos mejor con nosotros mismos.
—Supongo que sí —murmuró Jack.
Domivat le dedicó una larga mirada.
—Pero eso ya no tiene tanta importancia —dijo—, porque la guerra entre nosotros ha terminado. Hemos perdido, así que los dioses dejarán de jugar e intervendrán en la lucha de una vez por todas.
—Si hemos perdido, ¿no deberían aceptarlo?
—¿Y dejar Idhún en manos de la Séptima y sus sheks? No es como si fuese una disputa entre los Seis, Yandrak. Este mundo es suyo. Ella es una advenediza. No pueden rendirse, porque eso supondría quedarse sin mundo. Podrían crear otro, es cierto, pero ya lo hicieron una vez, ya dejaron Umadhun atrás y no van a abandonar Idhún, al menos mientras siga más o menos intacto.
—¿Y por qué razón no le hacen a la Séptima un lugar en el panteón?
—¿Por qué razón Um y Erna decidieron destruirse mutuamente? No podemos saberlo, pero está en la naturaleza de todas las cosas. Tal vez ellos sí tengan razones para odiar a la Séptima. Sus criaturas hicieron cosas terribles cuando llegaron a Idhún.
—¿Según la versión de quién?
Domivat entornó los ojos.
—Según la versión de los unicornios. Dijeron que las serpientes eran la encarnación del mal, del caos, del odio y de la oscuridad.
—Vaya —dijo Jack—. Esto no me lo esperaba de los unicornios. Pensaba que eran neutrales.
—Son neutrales. Y por esta razón sé que decían la verdad.
—Pero Victoria... —empezó Jack—. El último unicornio ama a un shek. ¿Es por su parte humana, porque se siente atraída por la oscuridad?
Domivat sonrió.
—Los unicornios dijeron que las serpientes eran la encarnación del mal, del caos, del odio y de la oscuridad —repitió—. Pero nunca dijeron que debieran ser destruidas por ello. Supongo que pensaban que en el mundo debe haber de todo. Imagino que ellos comprendían mejor que nadie la esencia de Uno.
—Los unicornios —murmuró Jack—, son difíciles de entender.
—No tanto como piensas —respondió Domivat, con un brillo soñador en la mirada—. No tanto como piensas.
Hubo un nuevo silencio, que Jack rompió al cabo de unos instantes.
—Entonces, ¿qué he de hacer?
—Lo que creas conveniente. Ya eres mayorcito para tomar tus propias decisiones.
Jack se quedó con la boca abierta.
—No puedo decirte lo que has de hacer —bostezó el dragón—. Me he limitado a contarte lo que sé.
—¿Todo lo que sabes? Las leyendas también dicen que lo ves todo, incluso el futuro. ¿Es cierto? ¿Sabes lo que va a pasar?
—No lo veo
todo.
Si fuese así, me habría vuelto loco. Solo veo algunas cosas. Cosas buenas, y cosas malas. Pero lo que yo veo es sólo un fragmento de la realidad, y no se puede juzgar el futuro entero por un solo aspecto. Creía que ya estabas escarmentado con respecto a las profecías.
Jack asintió enérgicamente, dándole la razón. Entonces se dio cuenta de que la imagen de Domivat se hacía más difusa.
—¿Qué te pasa?
—Que ya no tengo fuerzas. La diosa se aleja, y la energía que recoge esta sala ya no es tan intensa. He de despedirme, Yandrak, pero antes he de decirte dos cosas. La primera... no me prives del placer de un combate contra Haiass de vez en cuando. Por favor.
Jack lo miró, sorprendido. Ya se había dado cuenta de que Domivat conocía el nombre de la espada de hielo, pero no el del shek que la empuñaba.
—¿Disfrutas peleando contra ella?
—Oh, sí —dijo él con fruición—. Ya hace tiempo que fallecí como dragón, pero una parte de mí sigue viviendo en esa espada. Me temo que le he contagiado parte de mi odio. Y me encanta golpear una espada con alma de shek. Casi tanto como probar la sangre de shek —añadió, y Jack habría jurado que estaba a punto de relamerse de gusto.
—Bueno —dijo el chico, algo incómodo—, puede que tenga que pelear contra más sheks en el futuro, pero ahora suelo usar mi cuerpo de dragón cuando lo hago, y me he jurado a mí mismo que no voy a volver a herir a Kirtash, que es el shek contra el que suelo blandirte más a menudo. Lo siento.
—Por eso me contento con pedirte que me uses contra Haiass. Tiene algo del espíritu de un shek, también. Una vez la rompí —añadió, y sus tres ojos relucieron de júbilo—, aunque no negaré que me alegré cuando volví a enfrentarme contra ella. Así tendré la ocasión de romperla más veces.
—Eso si ella no te rompe a ti —lo riñó Jack—. Veré lo que puedo hacer. ¿Y qué otra cosa querías decirme?
Domivat lo miró, muy serio. Jack se sintió inquieto.
—Que ya no tengo fuerzas para protegerte —dijo el dragón—. Así que... corre.
La imagen se desvaneció de pronto. La llama de la espada perdió fuerza, quedándose solo en un leve resplandor apagado.
Y toda la sala pareció derrumbarse sobre Jack. El murmullo lejano que había oído al entrar se transformó, de pronto, en una cacofonía de voces atronadoras que lo golpearon con la fuerza de un alud. Jack apenas tuvo tiempo de envainar la espada y dar media vuelta, tapándose los oídos y gritando de dolor. Pero las voces llenaban su cabeza, amenazando con hacerla estallar. Jack cayó de rodillas al suelo, a escasos pasos de la puerta, y se retorció sobre las baldosas mojadas, gritando, en plena agonía.
Sussh, gobernador de Kash-Tar, el shek que aún regia los destinos de las gentes del desierto, estaba dormitando cuando recibió la noticia. Se despejó inmediatamente, aunque en apariencia seguía completamente dormido. Pero una parte de su mente estaba receptiva al mensaje del otro shek.
«Los rebeldes han destruido Nin», le dijo.
Sussh entreabrió los ojos, sorprendido. El mensaje telepático del shek iba más allá del concepto «destruir». Traía implícitos todos los detalles: la ciudad había sido completamente arrasada, no había quedado piedra sobre piedra, todos habían muerto. Sangrecaliente, sangrefría, daba igual. Todos muertos.
«Han usado fuego», dijo el shek.
Lo habían carbonizado todo. El fuego era el mayor enemigo de los sheks, violento e impredecible. Y lo habían usado contra ellos.
«Suponemos que han sido los dragones. No queda nadie con vida para contarlo».
«Dragones», repitió Sussh. «Esos sangrecaliente siguen emulando a los dragones con esas desagradables máquinas. Y son tan sanguinarios como lo fueron ellos».
«No ganaban nada destruyendo la ciudad», opinó el shek. «Nada, salvo asegurarse de que no volvíamos a conquistarla. Los sangrecaliente son orgullosos y vengativos. Prefieren ver algo muerto que en manos de sus enemigos. Eso lo han aprendido de sus dioses», añadió, con ironía.
«Bien», dijo Sussh. «Entonces, habrá que acabar con ellos antes de que sigan destruyéndolo todo. Regresa, Zakiash. Organizaremos un ataque a la base rebelde».
«Pero se ocultan en los confines de Awinor».
«Me he cansado de ser considerado. Si esta es la manera en que los sangrecaliente honran la memoria de los dragones... construyendo máquinas de matar semejantes a ellos... nosotros no tenemos por qué respetarlos tampoco».
Kimara se inclinó sobre la arena, con la cabeza gacha. En teoría, era para buscar huellas, pero lo cierto era que no se sentía capaz de seguir mirando.
La arena bajo sus pies se había fundido, cristalizada por el calor que había tenido que soportar. Era una visión extraña y sobrecoge —dora, pero era mejor que ver los restos carbonizados de Nin.
Todo destruido. Todos muertos.
Sintió un vacío en el estómago y parpadeó para contener las lágrimas. Oía los gritos y las maldiciones de sus compañeros, lamentos que se llevaba el viento, porque no quedaba en Nin nadie que pudiera escucharlos.
Una mano cayó sobre su hombro, sobresaltándola.
—Lo siento mucho —dijo la voz de Raudo, extrañamente ronca—. Llegamos tarde.
Kimara asintió. Sus ojos llamearon con fura.
—Nunca más —juró—. Esa maldita serpiente no volverá a atormentar a mi pueblo. Voy a matarlo con mis propias manos.
—¿Serpiente? —repitió Raudo en voz baja—. ¿Crees que los sheks están detrás de todo esto?
—¿Y quién si no? ¿Acaso no has visto como se alejaba el último rezagado?
Rando no contestó enseguida. Paseó la mirada por las ruinas ennegrecidas de Nin, por los cuerpos carbonizados, restos irreconocibles que parecían haber sido sometidos al fuego de uno de los soles. El viento traía consigo un aroma a humo y ceniza, a carne quemada, a muerte y tormento.
—Son sheks —razonó el semibárbaro—. No les gusta el fuego.
—Bueno, es obvio que han decidido atacarnos con nuestras propias armas —dijo Kimara, impaciente.
Rando se encogió de hombros.
—Si tú lo dices...
Kimara se incorporó y le dio la espalda, algo molesta.
—No espero que lo entiendas. Al fin y al cabo, tú no eres de aquí.
Rando la miró un momento y luego dejó escapar una carcajada.
—Sí, será eso. El calor del desierto me vuelve insensible ante la desgracia ajena.
Kimara no pudo dilucidar si lo decía en serio o se estaba burlando de ella. Se alejó del semibárbaro, a grandes zancadas, para reunirse con Goser. Los ojos de él estaban más brillantes de lo habitual.
—Undíaaciago —susurró la joven.
—ElúltimodíaaciagodeKashTar —juró Goser.
Se volvió hacia los demás y les llamó la atención con un grito de guerra.
—¡Susshpagaráporesto! —gritó—. ¡Mataremoshastalaúltimaser-pientedeestatierray KashTarvolveráaserlibre!
Todos contestaron con salvajes gritos de ira y de odio.