Authors: Laura Gallego García
—¿Crees de verdad que voy a compartir con vosotros, adoradores de los Seis, los secretos del Séptimo dios... Archimago? Es así como os hacéis llamar los hechiceros poderosos ahora, ¿no? En mis tiempos, a un hechicero poderoso se le llamaba «Amo» o «Señor».
—Tus tiempos han pasado —cortó Alsan—. Si fuiste el mago vivo más poderoso, ahora no eres más que una sombra muerta. Si alguna vez llegaste a ser un dios, ahora solo eres un pobre fantasma. Así que, ¿qué puede importarte?
El espectro se rió. No fue una risa agradable.
—Mi legado sigue vivo. Muchas de las cosas que creé han llegado hasta vuestro tiempo. El imperio de los sheks se renovó a través de Ashran. El Séptimo dios regresó al mundo a través de él, al igual que, en el pasado, regresó a través de mí.
—¿Cómo? —insistió Qaydar.
Talmannon clavó en él una mirada gélida y profunda.
—Adoradores de los Seis —escupió—. ¿Creéis que no sé lo que está sucediendo? Los dioses están provocando el caos en el mundo. Los siete. Y si os habéis molestado en invocarme es porque deseáis hablar con ellos, al igual que hizo Ashran en su día. ¿Creéis de verdad que os revelaría ese secreto? Jamás traicionaré a mi dios.
«Eres un silfo», repuso Gaedalu con frialdad. «Wina es tu diosa».
—Por nacimiento —respondió él—, pero no por adopción. Adoro al Séptimo dios y todo lo que él creó. Hay que estar ciego para no apreciar la belleza y la suprema inteligencia de los sheks. Ella lo sabe —añadió, volviéndose de nuevo hacia Victoria—. ¿No es cierto, unicornio?
Victoria no respondió.
—Tú fuiste el Séptimo dios —dijo Qaydar—, hasta que Ayshel acabó con tu vida...
—No seáis engreídos, adoradores de los Seis —cortó Talmannon, malhumorado—. Una semimaga sola no habría podido vencerme. Tenía a todos los unicornios de su parte. Tenía ese artefacto, ese báculo. Y en aquella época, en pleno esplendor de la era de los unicornios, aquella cosa era mucho más poderosa de lo que es ahora. Por no hablar de vuestros dioses, claro. Ayshel no fue convocada por casualidad. Los unicornios la eligieron porque los dioses habían ordenado a los dragones que acabaran conmigo. Conmigo, específicamente, y no con Esshian, que era la soberana de los sheks en aquella época. Los dioses lo sabían. Los dioses propiciaron la victoria de Ayshel, y los unicornios le otorgaron todo su poder. Ella no fue más que un juguete en manos de fuerzas más poderosas y, no obstante, vosotros seguís atribuyéndole todo el mérito —dejó escapar una carcajada sarcástica—. Como si una semimaga pudiese derrotar a un dios.
—Antes de ser un dios, ¿qué eras? —insistió Qaydar—. ¿Un hechicero más? ¿Tuviste que sacrificar tu propia vida para que tu dios regresara a Idhún a través de ti?
—Estamos perdiendo el tiempo, vosotros y yo —replicó el espectro, aburrido—. Me hacéis preguntas cuyas respuestas conocéis de sobra; y las preguntas para las que no tenéis respuesta no pienso contestarlas.
—No tienes ningún tiempo que perder —cortó Qaydar—. Eres un espíritu. Eres eterno. Y estás atrapado en mi hexágono de poder. Estás obligado a obedecerme, lo quieras o no. Y cuanto más tiempo permanezcas en este mundo, más se debilitará tu esencia. ¿Cuántas invocaciones más podrás soportar antes de verte reducido a la nada?
Hubo un largo intercambio de miradas. La presencia de Talmannon era aterradora e intimidante, pero el Archimago no cedió. Finalmente, el fantasma dijo:
—Hablé con el Séptimo dios. Le entregué mi vida a cambio de su esencia. El precio que tuve que pagar fue ínfimo en comparación con lo que él me proporcionó.
—¿Cómo te pusiste en contacto con él?
Talmannon rió.
—¿Cómo nos ponemos en contacto con los dioses? A través de los Oráculos, por supuesto.
—Es lo que hizo Ashran —intervino Alsan a media voz—. Se sacrificó a sí mismo en la Sala de los Oyentes del Oráculo de Nanhai. Pero, cuando lo hizo... ya había hablado con el Séptimo.
—¿Cómo lo consiguió? —exigió saber Qaydar.
El espectro esbozó una sonrisa desagradable.
—Los dioses hablan —dijo—, pero por lo general no nos hablan a nosotros. En tiempos remotos aprendimos a construir cúpulas que captaban la voz de los dioses, y el secreto fue celosamente guardado por los sacerdotes. La base de su poder estaba en que solo ellos podían comunicarse con las divinidades, decían. Pero esto no era del todo cierto. Podían escuchar a los dioses, pero no hablar con ellos. Y algunos escuchaban mejor que otros.
—Los Oyentes —murmuró Qaydar.
—Existe una fórmula para revertir el proceso. Una fórmula que hace que, en lugar de escuchar nosotros a los dioses, nos escuchen ellos a nosotros. Pero el conjuro ha de realizarse en un sitio especial. Con una persona especial.
Reinó un largo silencio.
«Entiendo», dijo entonces Gaedalu.
—Yo también —dijo Qaydar.
De pronto, uno de los bloques del muro se deslizó hacia atrás, y después hacia un lado, dejando al descubierto un oscuro pasadizo.
—Por aquí —dijo Christian, y se internó por él.
Parecía haber recuperado su sangre fría. Había puesto todos sus sentidos en lo que estaba haciendo y procuraba no perder la calma. Jack lo siguió, inquieto.
Ante ellos se abría una escalera descendente que se perdía en la oscuridad. Christian, que iba delante, desenvainó a Haiass para que alumbrara el camino. En silencio, ambos descendieron un largo rato, hasta que desembocaron en un largo pasillo. Christian se detuvo un momento y miró a su alrededor.
—Creía que esto llevaría a los sótanos —murmuró Jack—, donde se ha reunido todo el mundo huyendo de Yohavir. Pero parece un lugar apartado.
—Y laberíntico —añadió el shek, alzando la espada; a su luz pudieron ver que a ambos lados del pasillo se abrían nuevos pasadizos—. Y bien, ¿por dónde?
—¿No puedes detectar a Victoria?
—Sin el anillo, no. Está demasiado lejos. Pero tú sí deberías saber cómo llegar hasta ella. Tenéis una conexión espiritual muy estrecha. Podrías encontrarla en cualquier parte, si quisieras.
Jack lo miró un momento, pensando que estaba bromeando. Pero los ojos de Christian hablaban en serio.
—Lo intentaré —suspiró por fin.
Extrajo a Domivat de la vaina para que le iluminase en la oscuridad, se adelantó unos pasos y echó a andar por el corredor.
Shail empezaba a estar preocupado. Jack tampoco había regresado, y en el exterior, por encima de ellos, el viento rugía y aullaba, amenazando con llevarse el castillo entero por los aires.
—Voy a echar un vistazo —le dijo a Zaisei.
—Ten cuidado —le pidió ella.
Cruzaron un rápido beso. El mago subió las escaleras, con precaución. Llegó hasta la planta baja y se encontró allí con Covan, quien, protegido tras una de las columnas, contemplaba a través de una ventana el furioso vendaval que azotaba el castillo.
—¿Has visto a Jack y a Victoria? —le preguntó, alzando la voz para hacerse oír por encima del rugido del viento.
Covan negó con la cabeza.
—¡Nadie ha pasado por aquí! —replicó—. ¡Todos están ya refugiados en los sótanos!
—¡Todos, no! ¡Tampoco encontramos a la Madre, al Archimago ni al rey!
El maestro de armas de volvió hacia él con rapidez.
—¿Alsan no está abajo?
Shail negó con la cabeza. Covan dudó.
—El tornado se está retirando —dijo—, pero aún es demasiado arriesgado salir ahí fuera. ¿No puedes tratar de localizarlos con tu magia, hechicero? Será más rápido que recorrer el castillo a ciegas.
—Puedo intentar un conjuro localizador —admitió Shail. «Pero no funcionará con Victoria», pensó. No sabía por qué lo sabía, pero intuía que era así. Los unicornios no habrían permanecido ocultos durante milenios si cualquier mago hubiese podido encontrarlos con conjuros localizadores. «No importa», pensó. «Puede que logre ponerme en contacto con Qaydar, o puede que consiga encontrar a Jack; Victoria estará con ellos».
—¿Puedes hacerlo? —insistió Covan, al ver que él se había quedado en silencio.
—Puedo; pero necesito un lugar tranquilo.
Covan esbozó una media sonrisa irónica.
—Lo más tranquilo posible... dadas las circunstancias —puntualizó Shail.
La habían dejado sola.
De la estremecedora invocación solo quedaba un leve rastro de cenizas en el suelo y una extraña sensación en el ambiente, como si el espectro de Talmannon no se hubiese marchado del todo. Por lo demás, se lo habían llevado todo: la vasija con lo que quedaba de las cenizas, los fragmentos de la Roca Maldita... y el Ojo de la Serpiente.
Y la habían dejado allí, encadenada a la pared, encerrada en aquella húmeda celda, todavía vestida con el precioso traje blanco y verde que había llevado en la ceremonia de su unión con Jack. Alsan parecía haberse ablandado un poco al verla así, porque se había quitado la capa y la había cubierto con ella, para protegerla del frío.
—Deberíamos llevarla con nosotros —dijo Qaydar.
—Estará más segura aquí —repuso Alsan—, a salvo de los dioses. Donde nadie pueda encontrarla.
Para asegurarse de ello, se habían llevado el anillo con ellos. Gaedalu lo había guardado en una pequeña cajita, en cuya tapa había hecho engarzar una gema hecha con un fragmento de la Roca Maldita. Victoria sonrió con amargura al recordarlo. Probablemente sin saberlo, Gaedalu reproducía el comportamiento de los dioses a los que servía. Por fortuna, aquella caja encerraba tan solo un anillo, uno de los tentáculos de la percepción de Christian. Pero Victoria no dudaba de que la Madre habría sido muy capaz de encerrar al propio Christian en una caja similar, de haber podido.
Llevaba un rato pensando en todo lo que había visto y tratando de encontrarle un sentido. Había entendido que tanto Talmannon como Ashran habían sido encarnaciones del Séptimo dios, al que habían invocado para traerlo de vuelta al mundo, en distintas épocas de la historia de Idhún. Pero, ¿por qué razón Alsan, Qaydar y Gaedalu estaban dispuestos a repetir la experiencia? ¿Tal vez para tratar de comunicarse con Gerde? Era absurdo; la única opción que tenía sentido era que quisieran contactar con alguno de los Seis. Victoria recordaba que Shail había mencionado alguna vez algo al respecto: hablar con los dioses, hacerles ver que los mortales estaban allí, suplicarles que se detuvieran.
La idea de que Shail pudiese estar implicado en todo aquello se clavó en su corazón como mil agujas punzantes; pero enseguida comprendió que no era posible que él estuviese al tanto de lo que estaban haciendo aquellos tres. Alsan había tomado medidas muy drásticas, secuestrándola, drogándola y manteniéndola allí encerrada.
«No va a suplicar clemencia a los dioses», comprendió de pronto. «Esto es la guerra, y por eso está tomando decisiones difíciles. Va a revelarles la identidad del Séptimo dios. Va a decirles dónde encontrar a Gerde».
Recordaba ahora que Alsan había planteado aquella posibilidad en alguna reunión. Entonces, a Jack le había parecido buena idea. Pero después de hablar con Christian, después de poner las cartas sobre la mesa, comprendían por qué los Seis debían permanecer sin conocer el paradero de Gerde. Por qué, de pronto, era necesario cubrirle las espaldas a su enemigo.
—No quería decíroslo —había dicho Christian—, porque sois el dragón y el unicornio, los héroes elegidos por los Seis. Se espera de vosotros que luchéis contra el Séptimo, sus criaturas y sus aliados. Si los líderes de los sangrecaliente descubren que protegéis a Gerde, no os lo perdonarán. Yo puedo hacerlo, porque es lo que se espera de mí. Vosotros, no. De modo que lo mejor que podéis hacer es fingir que los apoyáis en su lucha contra Gerde, pero manteniéndoos al margen. Podemos ocuparnos de todo esto. Solo necesitamos un poco más de tiempo.
Victoria cerró los ojos. No le gustaba la idea de que los Seis anduvieran dando vueltas por Idhún, destrozándolo todo; pero si encontraban a Gerde y obligaban al Séptimo a dar la cara sería peor, mucho peor.
Y eso era lo que Alsan pretendía.
«Hay que detenerlo», se dijo Victoria. Pero seguía siendo incapaz de moverse y, de todas formas, estaba encadenada y no podría escapar de allí. ¿O sí?
Inclinó un poco la cabeza y trató de transformase en unicornio.
No lo consiguió. Su cuerpo no le obedecía. Por alguna razón, la pócima que le había dado Gaedalu le impedía transformarse, al igual que le impedía moverse. Suspiró. Sabía que ella era lo bastante fuerte como para soportar aquello, pero temía por su bebé. Si había heredado la resistencia sobrenatural de sus padres, tal vez podría superar aquella prueba sin consecuencias. Pero aún era pronto para saberlo.
Tenía que limpiar su cuerpo de aquella sustancia. Cerró los ojos otra vez y trató de ir liberando poco a poco su otra esencia. Un destello de luz se iluminó en su frente, mientras, lentamente, su poder de unicornio iba purificándola por dentro.
Por fin recuperó parte de movilidad. Intentó metamorfosearse de nuevo en unicornio y, tras varios intentos, lo consiguió.
Las delicadas patas del unicornio se deslizaron fuera de los grilletes sin problemas. Victoria bajó los cascos al suelo y sacudió la cabeza, sintiendo el peso de su largo cuerno, y una cascada de crines suavísimas deslizándose por su cuello. Trató de ponerse en pie, pero le temblaban las patas. Se arrastró como pudo hasta la puerta. Estaba cerrada por fuera.
«...Unicornio...»
La voz, susurrante, que parecía venir de todas partes y de ninguna, la sobresaltó. Miró a su alrededor y descubrió algo que antes, con sus ojos humanos, no había sido capaz de ver, pero que su mirada de unicornio percibía con claridad.
Una tenue forma plateada se deslizaba por los rincones de la celda, algo similar a una fina masa de niebla que se movía en una y en otra dirección, confusa y desconcertada.
—¿Talmannon? —murmuró ella, inquieta.
«No, Talmannon no», susurró la voz en algún rincón de su conciencia. «Yo soy solo su impronta».
—¿Impronta? —repitió Victoria.
«Cada vez que un espíritu es obligado a regresar al mundo de los vivos mediante una invocación», explicó el ser, «deja tras de sí, al marcharse, una impronta, una huella. Parte de su esencia. Yo no soy Talmannon. El ha vuelto a su dimensión. Yo soy la huella que su presencia ha dejado en el mundo de los vivos».
—¿Y... qué eres, exactamente?
«Nada», respondió él. «¿Qué otra cosa puede ser la sombra de un espíritu?».