Authors: Laura Gallego García
—¿Y tú? Jack, yo siento que debo acompañar a Christian, pero no quiero dejarte atrás.
Jack la miró, indeciso.
—Hasta esta tarde, habría estado dispuesto a ir con vosotros. Pero después de haber recibido la carta de Shail..., no sé qué pensar. No quiero abandonarlos a él y a Alexander a su suerte. Creo que debo ir a Nanhai, con ellos, a tratar de averiguar qué está pasando. No soy estúpido: si Idhún se hunde no pienso hundirme con él. —Se estremeció al recordar el desolado paisaje de Umadhun—. Pero quiero investigar este asunto hasta el fondo. Al menos mientras quede tiempo, y si no hay nada que hacer...: entonces trataría de convencer a Shail y Alexander para que volvieran con nosotros.
Victoria lo miró largamente.
—Si me voy a la Tierra —dijo—, ha de ser con la condición de que tú nos sigas en cuanto puedas. ¿Lo harás, Jack?
—Si me quedo aquí, será con esa condición, lo prometo —la tranquilizó él.
—Y con otra condición —añadió ella—. Si, para cuando me haya crecido el cuerno del todo, no has cruzado la Puerta, yo volveré para buscarte.
Jack se puso repentinamente serio.
—No, Victoria...
—Ha de ser así —cortó ella—. No pienso dejarte atrás si sé que corres algún peligro.
Jack no respondió. Los dos se miraron un momento y se abrazaron, con fuerza.
—Te quiero tanto —suspiró Victoria—. Sé que te voy a echar mucho de menos.
—Te acostumbrarás. También pasas mucho tiempo lejos de Christian y lo soportas bien.
—No es lo mismo. Nosotros estamos unidos a través del anillo. Pero, si me voy, si cruzo la Puerta a otro mundo, perderé todo contacto contigo. Si te pasa algo no tendré manera de saberlo.
Jack sonrió, acariciándole la mejilla con cariño.
—No te preocupes antes de hora. Aún no lo he decidido. Christian dijo que se marcharía con el primer amanecer, ¿no? Creo que tengo tiempo hasta entonces para pensarlo. Sin embargo, opino que tú sí debes ir con él. Me quedaré más tranquilo si sé que estás a salvo en la Tierra. Lejos de Gerde, lejos de Yaren, de los dioses y de todos esos fanáticos que no esperarán a que te crezca el cuerno del todo para obligarte a consagrar a más magos.
Victoria inclinó la cabeza.
—Si me voy, no será por esa razón, y lo sabes. Pero, ¿cómo voy a decirle a Qaydar que me voy... con Christian? Le dará un ataque.
—No se lo digas. No le digas nada porque, si lo haces... no te dejará marchar.
Victoria se mordió el labio inferior, preocupada. Jack se puso en pie de un salto.
—Volvamos a la torre —dijo—. Qaydar debe de estar preguntándose dónde estamos; además, ya es de noche, y se ha levantado viento.
Le tendió la mano a Victoria, y ella se la cogió, con una sonrisa. Sin embargo, Jack dio un respingo y retiró la mano, desconcertado.
—¿Qué pasa? —inquirió Victoria, alarmada.
Jack negó con la cabeza.
—Nada; solo me ha dado un calambre.
Victoria contempló su propia mano, pensativa.
Alguien despertó a Zaisei, llamando con urgencia a la puerta de su habitación. La joven se levantó con ligereza, se echó una capa sobre los hombros y corrió a abrir. Fuera la esperaba una chica semifeérica. Zaisei la conocía: se trataba de una de las novicias del cortejo de Gaedalu.
—¿Qué ocurre, Feige? —preguntó la celeste—. ¿Qué haces aquí a estas horas?
—La Madre te llama, Zaisei. Dice que es urgente.
Preocupada, Zaisei corrió hasta las habitaciones de Gaedalu.
Encontró a la varu vestida y recogiendo sus cosas con precipitación. Su piel de anfibio se había resecado más de lo conveniente, pero ella no parecía haberse dado cuenta.
—¡Madre, qué hacéis! —exclamó la celeste, alarmada—. ¿Cuánto tiempo habéis pasado fuera del agua?
«Déjame, déjame», protestó Gaedalu, cuando Zaisei trató de conducirla hacia la enorme bañera que habían habilitado para ella al fondo de la estancia, y que debía estar siempre llena de agua fresca y limpia. «Esto es más importante. Despierta a todas las novicias y a las sacerdotisas y ocúpate de que hagan el equipaje inmediatamente. Regresamos a Gantadd».
—Pero, Madre —objetó Zaisei, perpleja—. Es muy tarde. ¿No podéis esperar hasta mañana?
«No, no, esto no puede esperar. La luz de las lunas es brillante esta noche; las diosas velarán por nosotras. Vamos, Zaisei, date prisa: cuanto antes partamos, antes llegaremos».
—Madre, no encontraremos transporte para todas a estas horas. Si tenéis un poco de paciencia, mañana enviaré un mensaje a Haai-Sil para que manden pájaros...
«Viajaremos con lo que haya, Zaisei. Los pájaros tardarían mucho tiempo en llegar. Será más rápido si vamos directamente a Haai-Sil y los pedimos allí».
Zaisei suspiró. Gaedalu estaba nerviosa y muy alterada pero, por encima de todo, había algo en sus sentimientos, una mezcla de siniestra esperanza y salvaje alegría que desconcertó a la celeste. Nunca la había visto así. Gaedalu la miró fijamente.
«¿Qué sucede, hija? ¿Por qué no haces lo que te he pedido?»
—Me tenéis preocupada, Madre. No es propio de vos comportaros de esta manera.
Gaedalu sonrió.
«Pues deja de preocuparte, Zaisei, porque tengo un buen motivo para regresar a Gantadd de forma tan precipitada. Lo que he averiguado esta noche en la Biblioteca podría ser vital para mucha gente».
—¿Algo acerca de los dioses?
«¿De los dioses?» Gaedalu hizo sonar su característica risa gutural. «No, hija, algo más importante aún: algo acerca de los sheks. Pero puede que sea sólo una pista falsa, y por eso he de comprobarlo cuanto antes...»
—Pero, Venerable Gaedalu, todavía no hemos recibido noticias de la Torre de Kazlunn —le recordó Zaisei—. Tal vez sería prudente aguardar a que el Archimago nos confirme si es cierto que Lunnaris ha despertado...
«Sus mensajeros pueden alcanzarnos por el camino, y si no llegan a tiempo, ya recibiremos sus nuevas en el Oráculo».
Zaisei la miró, indecisa. Finalmente, suspiró.
—Me encargaré de organizarlo todo para que partamos cuanto antes. Pero no me iré de aquí hasta que vea que tomáis vuestro baño —añadió, severa.
Percibió la contrariedad de Gaedalu, pero no cedió.
«Está bien, tú ganas», dijo por fin la Madre Venerable.
Se situó en el borde de la bañera y se deslizó hasta el interior, con tanta suavidad que apenas produjo una leve ondulación en su superficie. Desapareció bajo las aguas y luego asomó sólo la parte superior de la cabeza. Sus ojos observaron a Zaisei con un cierto aire de reproche.
«¿Mejor así?»
—Mejor así —asintió ella, con una sonrisa—. Regresaré dentro de un rato para ayudaros con vuestro equipaje.
Antes de cerrar la puerta tras de sí, la celeste se dio cuenta de que, sobre la cama de Gaedalu, había un viejo volumen polvoriento. Frunció el ceño y por un instante pensó que debía preguntar a los encargados de la Biblioteca si Gaedalu había pedido permiso para llevárselo, puesto que en los últimos tiempos solía mostrarse muy despistada, y se le olvidaban aquel tipo de detalles. Pero entonces oyó un alboroto en la habitación de las novicias, y la inconfundible risa de Feige, tan cantarina como la de cualquier hada de Awa, y sus pensamientos se apartaron del libro. Recogiéndose la orilla de la túnica, Zaisei acudió con ligereza a poner un poco de orden.
Entraron en el salón cuando Qaydar ya salía para buscarlos.
—¿Dónde estabais? —quiso saber—. La reunión ya terminó hace bastante rato. Ahora todos están esperando a ver a Lunnaris con sus propios ojos... bajo su forma humana, quiero decir —añadió, al ver que Jack empezaba a fruncir el ceño.
Los dos chicos cruzaron una mirada, pero no dijeron nada. Siguieron a Qaydar a través de la sala, aún cogidos de la mano, sin prestar atención a los murmullos que se levantaban a su paso. Cuando se situaron frente a lo que quedaba de la Orden Mágica y Qaydar los presentó como Yandrak y Lunnaris, el último dragón y el último unicornio, reinó un silencio sepulcral.
Victoria paseó la mirada por la estancia. Había sólo ocho personas allí, aparte de Qaydar, y todas vestían túnicas que delataban su condición de hechiceros. Victoria vio dos silfos, un varu, dos humanos (hombre y mujer), un gigante, un celeste y una mestiza entre hada y celeste. Ninguno menor de veinte años. Ningún aprendiz. «Lo que queda de la Orden Mágica», pensó ella, entristecida. Sabía que había más magos desperdigados por Idhún; pero sumándolos todos, y después de la batalla de Awa, en la que ambos bandos habían tenido muchas bajas, probablemente no quedarían en el mundo más de una veintena de hechiceros. Como si hubiese adivinado sus pensamientos, Qaydar anunció:
—Como veis, los rumores eran ciertos. La dama Lunnaris se ha sobrepuesto de su grave enfermedad y, aunque no podemos pedirle que se muestre como unicornio ante todos nosotros, por razones de intimidad, sí puedo aseguraros que es capaz de...
—No puede entregar magia —cortó entonces Jack.
Qaydar se volvió hacia él con rapidez.
—¿Cómo has dicho?
—Lunnaris está muy débil aún, y no puede pedírsele que entregue la magia a nadie, todavía. Eso la mataría. El hecho de que pueda transformarse es una buena noticia, pero hay que tener en cuenta que sus heridas fueron muy graves, y que aún no podemos estar seguros de que se recupere por completo.
Victoria trató de disimular su sorpresa ante las palabras de Jack. No era propio de él mostrarse tan cauto. Al mirarlo con atención lo vio extraordinariamente serio, con los ojos fijos en los magos que se habían reunido allí aquel día. Y comprendió que, tras las alarmantes noticias que les había traído Christian, Jack no se fiaba ya de nadie. Cualquiera de aquellos magos podía estar al servicio de Gerde, podía haber traicionado a la Orden, como lo había hecho la propia Gerde en tiempos de Ashran... como Elrion, el asesino de sus padres.
La muchacha inclinó la cabeza y dijo:
—Sé que la Orden atraviesa tiempos difíciles. Pero os pido paciencia y comprensión. Lo que Ashran me hizo habría matado a cualquier unicornio. Necesitaré tiempo para recobrarme, si es que lo hago algún día por completo.
Casi lo sintió por Qaydar. El Archimago los había convocado para darles una buena noticia, y ellos la desmentían o, al menos, enfriaban la esperanza que había nacido en los corazones de aquellas personas.
Cuando se disolvió la reunión, Qaydar se los llevó aparte para pedirles explicaciones.
—Tenemos que ser prudentes, Archimago —dijo Jack—. Victoria tiene muchos enemigos, y no nos conviene que se sepa todavía lo que es capaz de hacer.
—¿Enemigos? —repitió el Archimago—. ¿Te refieres al mago que trató de matarla el otro día?
El rostro de Victoria se ensombreció al recordar a Yaren.
—Y ese es solo el menos peligroso —asintió Jack.
Qaydar se acarició la barbilla, pensativo.
—Ya veo —dijo—. No obstante, Jack, considero que buscas enemigos donde no los hay y, por el contrario, te niegas a aceptar que el peligro puede estar mucho más cerca de lo que crees.
Jack tardó un poco en comprender a qué se refería, pero Victoria lo captó al instante.
—Kirtash no es un enemigo —dijo con firmeza—. Es uno de los nuestros.
Qaydar sostuvo su mirada.
—¿Tan segura estás?
Jack titubeó, recordando que Christian había vuelto a encontrarse con Gerde, y preguntándose hasta qué punto el shek podía escapar a su naturaleza. Pero la voz de Victoria no tembló ni un ápice, ni hubo ningún rastro de duda en sus ojos, cuando dijo:
—Sí.
—Los motivos de Kirtash pueden parecer oscuros a veces —intervino Jack—, pero él luchará por Victoria hasta la muerte, si es necesario. Y todo el que proteja a Victoria está velando, indirectamente, por los intereses de la Orden Mágica. ¿Es así?
—Tal vez —dijo Qaydar—. Sin embargo, el último unicornio es más valioso vivo que muerto. Si Kirtash se llevase a Victoria para que ella sirviese a las serpientes, no me cabe duda de que seguiría defendiéndola con gran interés... pero eso no favorece a la Orden Mágica, ni creo que sea bueno para ti, muchacha —añadió, mirando a Victoria.
—El nunca haría algo así —replicó ella—. Me respeta. Jamás me obligaría a hacer nada que yo no quisiera, y eso es mucho más de lo que puede decirse de las intenciones de algunos miembros de la Orden Mágica.
Qaydar entornó los ojos, sintiéndose aludido. Jack, en cambio, estaba cada vez más inquieto. Recordaba muy bien que Christian
sí
había obligado a Victoria a hacer algo en contra de su voluntad, cuando la había dejado dormida en la Torre de Kazlunn, la noche del Triple Plenilunio. La había forzado a permanecer allí, alejándola de la batalla, para protegerla de Ashran. ¿Sería capaz de secuestrarla ahora y entregarla a Gerde, si con ello asegurase su supervivencia? ¿Si Gerde, la Séptima diosa, pudiese garantizarle a Christian que protegería a Victoria de los otros Seis dioses, como nadie más en Idhún era capaz de hacer? Era cierto que Gerde podía otorgar el don de la magia pero, como Qaydar había dicho, un unicornio era más útil vivo, y, con Victoria entre sus filas, podrían consagrar el doble de magos.
—Vosotros sabréis lo que hacéis —dijo el Archimago con frialdad—. Pero me han informado de que ese shek ha vuelto a la torre. Si no se ha marchado al amanecer, tomaremos medidas. No quiero tenerlo aquí.
—Estás hablando de uno de los héroes de la profecía, de alguien que puso en juego su vida para enfrentarse a Ashran —replicó Victoria, y sus ojos relampaguearon con un destello de ira—. No consentiré que nadie le ponga la mano encima.
Qaydar frunció el ceño.
—Basta ya —terció Jack—. No es necesario todo esto. Kirtash se marchará antes del primer amanecer, y no creo que volvamos a verlo en mucho tiempo, así que no será preciso «tomar medidas» de ninguna clase.
A altas horas de la madrugada los despertó el furioso silbido del viento, que chocaba contra la torre con tanta violencia que hacía crujir sus cimientos, y el brutal estruendo de las olas golpeando la escollera. Victoria se incorporó, sobresaltada, con el corazón latiéndole con fuerza.
—¿Qué pasa? —preguntó Jack, adormilado—. ¿Ya es la hora?
Victoria no contestó. Se levantó de un salto y corrió a asomarse a la ventana; pero retrocedió, con una exclamación de sorpresa, cuando una ola se estrelló contra la pared y la salpicó de agua salada.
—¿Qué es eso? —dijo Jack, despejándose del todo.