Authors: Laura Gallego García
«Aguanta la respiración, muchacho», le dijo el varu. «Voy a sacarte de aquí».
Jack asintió débilmente. Dablu se lo cargó a la espalda y lo ató a su cuerpo con las correas. Jack no pudo hacer otra cosa que dejar caer la cabeza sobre la espalda del varu y dejarse llevar.
Había sido Yber el encargado de subir a sellar las ventanas de los pisos superiores, por la sencilla razón de que, como era el más pesado, el viento no podía arrastrarlo. Pero era difícil hacerlo cuando el agua no cesaba de golpearlo. Esforzándose por no perder la concentración, el gigante fue cerrando, una por una, las ventanas de las habitaciones exteriores. Sin embargo, cuando iba a aplicar el hechizo de cierre a la última de las ventanas del sexto piso, sintió una débil llamada en su mente.
Frunció el ceño y sacudió la cabeza. De todas las razas de Idhún, probablemente los gigantes fueran los menos sensibles a los estímulos telepáticos, y por eso lo que para un varu, un shek o, incluso, un szish, habría sido un potentísimo grito de socorro, para él no fue más que un tenue susurro en un rincón de su conciencia.
Pero la llamada se repitió, e Yber la percibió en esta ocasión con más claridad. Intrigado, asomó su pétrea cabeza por la ventana y miró a su alrededor.
Y vio a Dablu, el varu, pegado a la húmeda pared de la torre, junto a la ventana, a siete pisos de altura, con Jack aferrado a su espalda, ambos colgando precariamente sobre el impresionante acantilado.
Cuando Jack despertó, estaba empapado y temblaba de frío. A su alrededor, la gente hablaba en susurros respetuosos, a excepción de una voz que daba órdenes sin parar:
—¡Encended un fuego y traed una manta! ¡Llamad a un curandero y, por todos los dioses, dejadlos en paz!
Tiritando, Jack abrió los ojos y miró a su alrededor, desorientado. Se encontraba en el vestíbulo principal de la Torre de Kazlunn, tendido en el suelo, sobre un charco de agua. A su lado, también empapado, y visiblemente agotado, se hallaba el hechicero varu. Y el resto, magos y no iniciados, se habían congregado en un círculo en torno a ellos. Qaydar intentaba alejarlos para que Jack y el varu tuvieran un poco más de espacio.
—¿Qué ha pasado? —pudo decir Jack, en un susurro.
Alguien le echó una manta sobre los hombros. Qaydar se inclinó junto a él y lo miró a los ojos.
—Estás loco, Jack.
Y Jack recordó todo de golpe. Abrió los ojos al máximo y trató de incorporarse, aunque estaba tan exhausto que no lo consiguió.
—¡Yohavir! —exclamó, con una nota de terror en su voz—. ¿Dónde está? ¿A dónde ha ido?
El Archimago dejó caer una mano sobre su hombro, y Jack se sintió inmediatamente más calmado, como si lo hubiesen sedado. Aún pudo decir, antes de caer dormido otra vez:
—Tan grande...
—... por un increíble golpe de suerte, el ciclón no llegó a pasar por encima de la torre. Se detuvo en el mar y luego siguió hacia el sur. Si no se ha desviado, probablemente habrá tocado tierra a la altura del monte Lunn.
—Con todos mis respetos, señor, no creo que fuera un golpe de suerte. Nosotros vimos cómo Yandrak alzaba el vuelo y se hundía en el mismo corazón del tornado para enfrentarse a él. Inmediatamente, el tornado se detuvo y luego cambió de dirección.
Hubo murmullos teñidos de un temor reverencial. Jack abrió los ojos, poco a poco.
Se encontraba en una butaca junto al fuego, envuelto en una cálida manta, en un rincón de una de las salas de reuniones de la torre. Miró a su alrededor, desorientado, y vio que Qaydar y los demás también se encontraban por allí. Parecían agotados, pero también bastante más relajados que la última vez que los había visto, por lo que dedujo que el peligro había pasado ya. Sacudió la cabeza para despejarse un poco más, y entonces un rostro azulado apareció ante el suyo: un rostro de piel de anfibio y enormes ojos acuáticos.
«Hola», sonrió el varu. «¿Te sientes mejor?».
—Me has salvado la vida —recordó Jack, aún un poco aturdido—. Muchas gracias...
Se detuvo y lo miró, azorado, al darse cuenta de que, aunque lo conocía de vista, no sabía su nombre.
«Dablu», lo ayudó él.
—Dablu —repitió Jack—. No voy a olvidarlo —le prometió.
El se encogió de hombros.
«No tiene importancia. No tiene nada de particular que un varu saque un pielseca del agua. Lo hacemos constantemente».
—¿Pielseca? —repitió Jack, casi riéndose.
«Así llamamos a los que vivís en tierra firme».
—Jack —lo llamó la voz de Qaydar.
El joven se volvió. Por lo visto, el Archimago los había enviado a todos a colaborar en el arreglo de los desperfectos, porque se habían quedado solos los tres en la habitación.
—Veo que ya estás consciente. Tal vez puedas explicarme ahora qué hacías ahí fuera, volando hacia el huracán.
Jack meditó un momento la respuesta.
—Te dije que no era un simple tornado —recordó—. Lo único que hice fue plantarme ante él y hacerle señales. Supongo que se dio cuenta de que estaba ahí y...
Se interrumpió, y su rostro se cubrió con una sombra de temor. Qaydar lo miró, preocupado.
—Me pregunto —dijo con suavidad— qué puede haber en este mundo que pueda intimidar a un dragón.
Jack dejó escapar una risa sarcástica.
—«Intimidar» no es la palabra que yo usaría, Qaydar, no seas tan delicado. Estoy muerto de miedo. Y tú también lo estarías, si hubieses visto de cerca lo que ha estado a punto de aplastarnos hoy.
—¿Qué aspecto tiene... de cerca?
—No tiene aspecto. No es algo que uno pueda apreciar con los sentidos, pero da igual... sabes que está ahí y que puede destrozarte sin darse cuenta. Y eso que probablemente no tenía intención de herir a nadie.
Qaydar guardó silencio durante un largo rato.
—Antes, cuando Dablu te trajo, pronunciaste el nombre de Yohavir. ¿Te referías al dios?
—¿A qué otro si no? Hace unos meses, cuando regresamos de luchar contra Ashran en la Torre de Drackwen, os hablé de lo que era él, y de lo que había supuesto su derrota... a nivel cósmico. Os anuncié que llegarían los dioses para destruir al Séptimo, y nadie me creyó. Y, si alguien lo hizo, desde luego no pensó que los Seis supusieran ninguna amenaza. Bien, no sabemos qué aspecto tiene un dios. Los imaginamos semejantes a nosotros, pero... ¿realmente lo son? ¿Podría el Archimago más poderoso crear o construir un mundo entero?
Qaydar negó con la cabeza.
—Que yo sepa, ninguno de los textos sagrados dice que Yohavir sea un gigantesco ciclón.
—Porque no lo es. El ciclón es un efecto de su presencia allí. ¿Conoces la leyenda del origen de Kash-Tar? Nos la contó Kimara cuando estuvimos allí. Se dice que el dios Aldun descendió al mundo en el principio de los tiempos, para contemplar de cerca la creación. El fuego que generó su simple presencia bastó para hacer arder todo Awinor. La tierra de los dragones se recuperó, pero Kash-Tar es un desierto desde entonces.
Qaydar inclinó la cabeza.
—Conozco la leyenda; los feéricos la relatan a menudo para no olvidar nunca el poder destructor del fuego, y que sólo la madre Wina es capaz de hacer crecer la vida donde
no
hay nada. Como en el caso de Awinor, supongo.
Jack asintió.
—Todos los dioses son energía, magia si lo prefieres: una acumulación de energía tal que altera de forma brutal el elemento por el que se mueve, y que cada uno de ellos considera como propio. La misma Victoria se dio cuenta de ello.
—Esa era otra de las cosas que quería preguntarte. ¿Dónde está Victoria? La hemos buscado por toda la torre.
—Está en un lugar seguro, Qaydar. Le pasó algo extraño cuando se acercó Yohavir. Fue como si se cargara de energía, como si succionara más magia de la que era capaz de soportar. Tuvimos miedo de que eso la hiciera estallar y...
—
¿Tuvimos?
¿Tú y quién más?
Jack sostuvo su mirada, sereno y resuelto.
— Yo y Kirtash.
—¿Has permitido que ella se fuera con esa serpiente? —casi gritó Qaydar.
—La he
obligado
a que se fuera con él. De haberse quedado, ahora estaría muerta. Lo que casi nos pasa por encima era el dios Yohavir, pero te recuerdo que aún faltan otros cinco dioses más por manifestarse; cuatro, si mis fuentes no se equivocan y es cierto que Karevan se ha dejado caer por Nanhai. No puedo arriesgarme a que Victoria se tope con otro dios y su cuerpo no sea capaz de resistirlo.
—Mientras no se transforme en unicornio ni use el báculo, ella no tiene por qué...
—¡Pero lo estaba haciendo, Qaydar, es lo que trato de decirte! Su esencia de unicornio absorbía la energía incluso bajo forma humana. Imagina la inmensa cantidad de magia que debía de haber en el ambiente. Imagina algo capaz de afectar de esa manera a Victoria, y luego dime que no es un dios.
Qaydar se dejó caer en la butaca, junto a él.
—No puedo creerlo —musitó.
—Yo, sí. Sobre todo ahora que lo he experimentado en mi propia piel.
—¿Qué podemos hacer al respecto?
«Dar media vuelta y salir corriendo», pensó Jack, pero no lo dijo en voz alta.
—Por el momento, he enviado a Victoria a la Tierra. Allí estará a salvo. Por otro lado, creo que lo que debemos hacer es intentar comunicarnos con ellos, con los dioses. No sé si sacaremos algo en limpio, pero al menos puede que logremos que se den cuenta de que estamos aquí. Puede que se retiren a un lugar no habitado para hacer... lo que quiera que hayan venido a hacer. Todavía no sé muy bien cómo, ni por qué, pero creo que en el Gran Oráculo hay algo que puede darme una pista sobre todo este asunto, así que, en cuanto recupere las fuerzas y me asegure de que todo está en orden aquí, partiré hacia Nanhai.
«¿Y qué pasa con Yohavir?», preguntó entonces Dablu, que había estado callado durante toda la conversación, escuchando.
Jack movió la cabeza.
—Que yo sepa, no hay nada que podamos hacer, salvo avisar a todo el mundo para que estén al tanto y evacuen las zonas habitadas.
—Pero, ¿cómo vamos a hacerlo? No sabemos hacia dónde se dirige.
Jack se acarició la barbilla, pensativo.
—Ahí está la cuestión —murmuró—. Se dirige a algún lugar en concreto.
«Si yo fuera un dios creador», intervino Dablu, «y regresara al mundo después de muchos milenios de ausencia, me acercaría a visitar a mis criaturas..., no sé, para ver cómo les va».
—¿Y arrasar su tierra bajo un ciclón devastador? —dijo Qaydar, perplejo—. ¿Qué clase de dios creador haría eso?
—Uno que no fuera consciente de que su presencia no puede ser tolerada por los mortales —replicó Jack, con un estremecimiento—. Cuando estuve allí arriba no me pareció que Yohavir fuese malvado o tuviese mala intención. Simplemente... él estaba allí, y yo también. Es como cuando damos un paseo por el campo, sin ser conscientes de los cientos de pequeñísimas criaturas que aplastamos bajo nuestros pies.
—¿Y cómo no se dan cuenta de eso?
—No se dan cuenta, y punto. O puede que sí se den cuenta, pero en el fondo no les importe, o no les parezca tan grave, no lo sé. Lo que está claro es que Yohavir se mueve, y puede que Dablu tenga razón y quiera echar un vistazo a sus criaturas antes de enfrentarse al Séptimo. En ese caso...
Los tres cruzaron una mirada.
—Celestia —dijo Qaydar.
Jack se levantó de un salto.
—¡Celestia! Hemos de avisarles. Tenemos que... —se interrumpió de pronto—. Zaisei está allí —dijo, recordando que hacía apenas un par de días había enviado un mensaje a Rhyrr, confirmando a las sacerdotisas que Victoria había despertado—. Y también la Venerable Gaedalu —añadió, esperando que eso hiciera reaccionar a Qaydar.
Funcionó. El Archimago se incorporó.
—Hay un globo de comunicación en Rhyrr —dijo—. Si el mago que se encargaba de su mantenimiento no ha descuidado su trabajo, podremos ponernos en contacto con ellos antes del segundo amanecer.
El poder estaba ahí, en su interior. Assher sólo tenía que sentirlo, palpitando en algún rincón de su ser, y concentrarse para sacarlo fuera.
Eso era fácil, en apariencia. Pero a la hora de la verdad resultaba difícil controlarlo. A menudo utilizaba más energía de la que necesitaba, y terminaba agotado. Otras veces, en cambio, se reprimía tanto que la magia que salía de él era débil y endeble.
El hecho de que Isskez no tuviera demasiada paciencia no facilitaba las cosas.
Aquella tarde era una de esas tardes. Assher se hallaba en la cabaña de Isskez, su maestro, realizando los ejercicios que él le proponía. Ahora se trataba de congelar el agua contenida en una vasija. Assher lo había intentado ya dos veces, pero en la primera ocasión apenas sí había logrado enfriarla un poco, y después había utilizado tanta magia que incluso había congelado el suelo a su alrededor. A él le había parecido un gran progreso, pero a su maestro no le había gustado.
—Bien, has congelado el agua y todo lo demás... ¿y ahora, qué? Ahora serás incapaz de realizar cualquier otro hechizo, por lo que no te habría servido para nada... ahora mismo estarías muerto, muchacho.
Descongeló el agua del cuenco y volvió a colocarlo en su lugar.
—Ahora tendrás que repetir el ejercicio, a pesar de que...
No terminó la frase. Una sombra sutil se había detenido a la entrada de la cabaña, y una suave fragancia floral inundó el interior.
Isskez se echó de bruces ante ella. Assher se quedó sin aliento, como cada vez que la veía.
—Fuera de aquí —dijo Gerde sin alzar la voz—. Déjame a solas con el chico.
El szish obedeció. Assher permaneció quieto, temblando, mientras Gerde entraba en la cabaña y se sentaba en el suelo, frente a él. Le sonrió.
—Parece que no progresas mucho —le dijo.
Assher apenas se dio cuenta de que el hada estaba hablando en el idioma de los szish, en lugar de utilizar el idhunaico común. Empleó su lengua materna casi sin darse cuenta.
—No... Os suplico vuestro perdón, mi señora. Soy muy torpe en el uso de la magia, pero prometo...
—No es necesario que te disculpes —sonrió ella—. No es culpa tuya. Los hechiceros szish no dominan el idhunaico arcano ni poseen un dialecto propio adecuado para la magia. Por eso les cuesta mucho más controlarla.
Assher bajó la cabeza, sin saber qué decir. Se había sonrojado, y el corazón le palpitaba con tanta fuerza que apenas lograba oír las palabras del hada.
Gerde tomó la mano del szish y la alzó ante ella. Assher dio un respingo y empezó a temblar.