Authors: Laura Gallego García
Sin embargo, cuando llegó allí descubrió que los magos ya habían sellado la puerta a las termas con un muro de piedra asegurado con magia. Jack se imaginó lo que debía de haberles costado abrirse paso a través del sótano inundado, y se preguntó cómo habrían conseguido levantar aquel muro y achicar el agua. Sacudió la cabeza y siguió caminando pasillo abajo, hasta que llegó a una pequeña escalera que descendía. Bajó por ella.
Desembocó en un sótano formado por una serie de galerías de pesados muros de piedra.
Y allí estaban los magos. Chapoteando en un barro que les llegaba por las rodillas, trabajaban con ahínco, reforzando sillares, aplicando hechizos anti-agua y renovando la magia que corría por entre las grietas de la torre. Yber se encargaba del techo, al que llegaba con solo alzar sus poderosos brazos. Desde el pie de la escalera, Jack paseó la mirada por la estancia, buscando algo que hacer.
Qaydar lo vio primero.
—¡Jack! ¿Dónde estabas? ¿Y Victoria?
—¡A salvo! —respondió él—. ¿Puedo ayudar?
—¡Aquí, no! En el cuarto piso están los no iniciados. ¡Ve con ellos y asegúrate de que no les pasa nada!
Jack apretó los dientes, frustrado. «No, ni hablar», se dijo. «No he dejado pasar la oportunidad de regresar a casa para que ahora me digan que no puedo hacer nada».
—¡El tornado, Qaydar! —insistió—. ¿No hay ninguna manera de pararlo?
—¡Lo intentamos con un conjuro atmosférico, pero no funcionó! Probablemente se debió a que necesitábamos a más gente.
«O probablemente se debió a que ni cien Archimagos juntos lograrían detener a un dios», pensó Jack, pero no lo dijo.
—¿Y no podemos tratar de desviarlo?
—¿Desviarlo? ¿Cómo? —repitió Qaydar, estupefacto.
—Tengo razones para pensar que no es un simple tornado. Creo que tiene conciencia, y que si nos va a pasar por encima es, simplemente, porque no nos ve. Si lográramos llamar su atención, hacerle ver que estamos aquí...
—No tenemos tiempo para hacer experimentos, Jack —cortó Qaydar, exasperado—. Por favor, sube con los no iniciados. Aquí no hay nada que puedas hacer.
Herido en su orgullo, Jack dio media vuelta y subió de nuevo las escaleras. Pero no se quedó en el cuarto piso, sino que regresó a la sala de la cúspide de la torre, donde Christian y Victoria habían desaparecido apenas unos momentos antes. Nada quedaba ya de ellos, y la estancia estaba a punto de correr la misma suerte: el tejado cónico de la torre había sido arrancado de cuajo por el vendaval, y una fina lluvia se colaba por el hueco abierto al cielo tempestuoso.
«No he dejado marchar a Victoria simplemente para ver cómo me pasa por encima un dios», se dijo. Contempló el tornado, que se había acercado ya tanto que se mostraba mucho más grande y aterrador. «Podrás pasar por alto a un par de docenas de sangrecaliente», le dijo, en silencio. «Pero no puedes ignorar a un dragón».
Respiró hondo, cerró los ojos un momento y después se transformó en dragón. Cuando lo hubo hecho, alzó la cabeza hacia el cielo turbulento. Era consciente de que los vientos lo empujarían y lo zarandearían hasta hacerle perder el control, pero esperaba que eso sirviera para llamar la atención del dios. Se impulsó sobre sus poderosas patas y alzó el vuelo, abriendo al máximo sus grandes alas.
Fue peor de lo que había imaginado. Nada más abandonar el refugio de las paredes de la torre, una violenta ráfaga de aire lo empujó hacia atrás, con un golpe tan fuerte que le hizo quedarse sin respiración y lo dejó aturdido un momento. Batió las alas, con todas sus fuerzas, y logró mantenerse estable. Entonces, lentamente, intentó avanzar hacia el formidable huracán que se desplazaba hacia él. Luchó contra el viento, que trataba de derribarlo; luchó hasta el agotamiento y, cuando el tornado estaba ya casi encima de él, se dio cuenta de que él seguía justo sobre la torre: no había logrado moverse del sitio. Tras un breve instante de pánico, se dijo a sí mismo que, si lo que pretendía era alejar a Yohavir de la costa, desde luego no lo estaba consiguiendo. Pero aún quedaba la posibilidad de que el dios se detuviera o, por lo menos, no siguiera avanzando.
Con las escasas fuerzas que le restaban, Jack inspiró hondo, echó la cabeza atrás y vomitó una furiosa llamarada a las nubes. Cuando se quedó sin aliento, volvió a inspirar y a escupir su fuego contra el viento, rogando por que el dios percibiera aquella señal. Y siguió haciéndolo hasta que su poderosa llama no fue más que una chispa en medio del ciclón. Entonces, comprendió, agotado, que no había nada más que hacer.
Ya
ni siquiera tenía fuerzas para mantenerse en el aire, por lo que la siguiente ráfaga de viento lo levantó y lo arrastró como si fuese un muñeco de paja. Aturdido, Jack perdió la noción del tiempo y el espacio, empujado a un lado y a otro, apenas un juguete en manos de los elementos; hasta que, sin saber muy bien cómo, todo a su alrededor se detuvo.
Jack abrió los ojos con esfuerzo y se encontró, para su sorpresa, flotando en el aire, girando lentamente sobre sí mismo. Trató de moverse, pero eso por poco le hizo perder el equilibrio, por lo que comprendió que era mejor quedarse quieto.
No obstante, no era nada sencillo permanecer inmóvil en aquella situación. Parecía que los vientos giraban a su alrededor y que él estaba en el centro del huracán, estable de momento, pero en precario equilibrio. Y, sin embargo, lo peor de todo no era aquello.
Lo peor era aquella sensación indescriptible, que no se parecía a nada de lo que antes hubiese experimentado. Era un cosquilleo en todas sus escamas, como una especie de electricidad estática, que lo aturdía, lo maravillaba y lo aterrorizaba al mismo tiempo. Era la impresión, totalmente irracional, de ser un insecto minúsculo en la palma de la mano de un gigante, obligado a quedarse quieto mientras un inmenso ojo lo observaba con interés.
Pero allí no había palma, ni había ojo. No había nada que pudiese ser visto o tocado. Y, sin embargo, había algo. La presencia del dios llenaba toda su percepción, aunque su esencia estuviera más allá de sus sentidos. En medio del indecible terror que llenaba el corazón del dragón que había osado cruzarse en el camino de un titán, Jack sólo pudo pensar: «Me ha visto».
El aire pareció cargarse todavía más de aquella extraña electricidad estática que recorría su piel como un millón de hormigas diminutas. La tensión comenzó a subir de pronto y Jack entendió, horrorizado: «¡Se está acercando a mí!». ¿Para qué? ¿Para «verlo» mejor? ¿Para comunicarse con él? En cualquier caso, Jack supo, de pronto, que de ningún modo quería que Yohavir se aproximase más. Y el terror inundó cada fibra de su ser, el terror a algo que era tan inconmensurable y poderoso que no quería mirarlo a la cara. Instintivamente, se revolvió, tratando de escapar, como un animalillo acosado... y los vientos no pudieron ya sostenerlo. Con un rugido de pánico, Jack cayó al vacío, pataleando desesperadamente. Tuvo la sensación de que algunas ráfagas de viento trataban de levantarlo de nuevo, sin éxito, y lo siguiente que sintió fue el golpe brutal que produjo su cuerpo al caer al mar.
Perdió el sentido casi al instante.
—¡Rápido, que venga alguien! ¡El dragón tiene problemas!
Los magos se volvieron hacia la escalera. Allí, muy alterado, se hallaba un joven que vestía las ropas de la Iglesia de los Tres Soles. La mayor parte de ellos se preguntó qué hacía un novicio de los Tres Soles en la Torre de Kazlunn, pero alguno lo reconoció como el mensajero que había llegado desde Nanhai aquella misma tarde, para entregar un mensaje a Jack.
Qaydar era de los que no estaban al tanto de la presencia del mensajero en Kazlunn, pero no perdió tiempo en averiguaciones acerca de su identidad.
—¿Qué pasa con Jack? —exigió saber.
—¡Salió volando hacia el ojo del huracán, señor Archimago! —respondió el chico, nervioso—. ¡Lo hemos visto todo desde la ventana! ¡Acabamos de verlo precipitarse hacia el mar!
Reinó un silencio de piedra, solo roto por el rugido de la tempestad. Todos sabían lo que implicaban las palabras del mensajero. Ya era un suicidio lanzarse al agua un día sereno, puesto que las poderosas mareas que regían los océanos idhunitas arrojaban contra los acantilados a cualquiera que se bañase en ellas, con una violencia brutal. Aquella noche, ni siquiera un dragón lograría vencer la fuerza de las aguas.
—¡Haced algo, por todos los dioses! —insistió el mensajero—. ¿No se supone que sois hechiceros?
—Voy contigo —dijo Qaydar—. No sé cómo diablos voy a sacar al chico de ahí, pero lo voy a intentar.
Sin embargo, una mano húmeda lo detuvo antes de que pudiera dar un paso. Qaydar se volvió.
—Dablu —murmuró el mago, al reconocer al único hechicero varu que habitaba en la torre—. ¿Qué pasa?
«Quedaos aquí, Archimago», dijo el varu. «Y salvaguardad la torre. Si alguien puede rescatar al dragón, ese soy yo».
—Ni hablar, Dablu. Esta noche el mar es un peligro, incluso para un varu.
«Pero es lo único que podemos hacer; tal vez vos podáis sacarlo del mar con vuestra magia, pero tardaréis demasiado tiempo en encontrarlo, y para entonces será tarde. Jack es el último dragón de Idhún: su vida vale más que la mía».
Qaydar abrió la boca para responder, pero no tuvo tiempo, porque una nueva embestida del viento hizo crujir, otra vez, los cimientos de la torre. Los magos lanzaron exclamaciones de advertencia; alguien dijo que su magia le estaba fallando, y el Archimago respiró hondo y asintió, comprendiendo que su gente lo necesitaba allí abajo.
—Bien; ten cuidado, Dablu.
El varu no respondió. Siguió al joven mensajero escaleras arriba. Cuando ambos abandonaron el sótano, los hechiceros volvieron a centrarse en su tarea, aunque sus pensamientos acompañaban al dragón que había caído al mar embravecido, y al varu que se iba a jugar la vida para rescatarlo.
El mago y el novicio subieron hasta el sexto piso, donde las ventanas no habían sido selladas por los magos, y los suelos estaban inundados. Dablu movió la cabeza mientras se deslizaba con rapidez sobre el suelo mojado.
«Baja otra vez y diles que necesitamos que alguien cierre las ventanas de los pisos superiores», le indicó al muchacho. «Las olas golpean cada vez más alto».
—Pero, si sellan todas las ventanas, ¿cómo vas a regresar?
«No te preocupes por eso. Anda, ve, y regresa luego con los otros no iniciados. Soy un varu, estaré bien en el agua».
Tras una breve vacilación, el novicio asintió y dio media vuelta, dejándolo a solas.
Dablu se acercó a la ventana, pegado a la pared para que el viento no le hiciera perder el equilibrio. Cuando alcanzó la abertura más próxima, se despojó de su túnica de mago, que estaba ya empapada, y rebuscó en sus saquillos hasta encontrar las correas que todos los varu utilizaban cuando se desplazaban por el agua. Como necesitaban brazos y piernas para nadar, cualquier cosa que quisieran transportar con ellos debía ir sujeta a su espalda, y por ello, las correas eran tan necesarias para ellos como los zapatos para los humanos que caminaban sobre el suelo. Dablu se las ajustó al cuerpo, sonriendo interiormente, como cada vez que lo hacía. Estaba muy orgulloso de ser un mago y vivía en la torre, sirviendo a la Orden Mágica, voluntariamente; pero todos los varu, incluso aquellos que llevaban muchos años habitando entre las razas terrestres, echaban de menos el mar.
Una vez estuvo listo, se encaramó al alféizar de la ventana, sujetándose con fuerza para no ser arrastrado por el furioso vendaval, y miró hacia abajo.
La vista era sobrecogedora. A la altura de la torre había que añadir un impresionante acantilado, a los pies del cual las olas batían con furia contra unas rocas que desde allí parecían minúsculas pero que, Dablu lo sabía muy bien, en realidad eran inmensas. Un poco más allá, en el horizonte, una gigantesca ola se preparaba para estrellarse contra la costa. Dablu calculó que sería lo bastante alta y, aún bien sujeto al alféizar, aguardó.
Cuando la ola chocó contra el acantilado, su cresta alcanzó casi el séptimo piso de la torre. Dablu no se arredró ante la violenta muralla de agua que ocupó su campo de visión por unos instantes. Se sujetó con fuerza y se pegó a la pared, resistiendo la embestida; y, cuando las aguas se retiraron de nuevo, se soltó, y se dejó arrastrar por ellas.
Momentos más tarde luchaba contra las poderosas corrientes de agua que sacudían el fondo marino. Como todos los varu, podía respirar en el elemento líquido, por lo que no tenía miedo de ahogarse; sin embargo, las olas podían llevarlo a estrellarse contra la escollera, si no era capaz de resistirse a ellas.
Sabía que, más abajo, el mar debía de estar en calma, porque lo que lo movía era el viento, y no algún movimiento sísmico procedente del lecho marino. Por tanto, lo primero que hizo fue descender todo lo que pudo, hasta aguas más tranquilas.
Y, una vez allí, lanzó una señal.
Como muchas criaturas marinas, los varu tenían la capacidad de emitir señales de ultrasonidos que los orientaban en el agua. Dablu sabía que la tempestad nublaría sus sentidos subacuáticos, pero esperaba que el cuerpo de un dragón, lo bastante grande como para ser detectado con relativa facilidad, no le pasara desapercibido.
Cuando la señal regresó, creando en su mente un mapa de la zona, Dablu frunció el ceño, preocupado. No había ni rastro del dragón. No obstante, sí había un cuerpo a la deriva: un cuerpo que, por su forma y tamaño, debía de ser humano o similar. También era posible que se tratara del tronco de un árbol arrancado por el vendaval, pero el varu no podía arriesgarse a ignorarlo. Se impulsó con todas sus fuerzas en aquella dirección.
Nadando siempre por la parte más profunda, Dablu llegó por fin al lugar donde estaba el cuerpo. Una nueva oleada de ultrasonidos le permitió localizarlo con mayor precisión e identificarlo, sin lugar a dudas, como un cuerpo humano. Se impulsó hacia arriba y lo vio un poco más allá, arrastrado por las corrientes submarinas.
Lo alcanzó en un par de brazadas y, al sujetarlo entre sus largos brazos, los reconoció al instante: era Jack.
Dablu no perdió tiempo. Posó sus labios sobre los de él y empezó a insuflarle aire ininterrumpidamente, filtrado por las agallas que todos los varu poseían a ambos lados de la cabeza. Por fin, el joven tosió bajo el agua y abrió la boca para respirar, pero Dablu no se lo permitió. Todavía haciéndole la respiración artificial, lo sostuvo quieto bajo el agua hasta que él recuperó la conciencia y lo miró, asustado y desorientado.