Authors: Laura Gallego García
—No tanto —sonrió el shek—. Yo calculo que entre un año y medio y dos años terrestres, aunque no estoy seguro. De todas formas, no tardaremos en averiguarlo.
—No sé si realmente quiero regresar a mi casa, ahora que mi abuela no está.
Christian se encogió de hombros.
—Quédate aquí, entonces —le sugirió—. No tardarás mucho en hacer esto habitable de nuevo.
—¿Y tú? ¿No te vas a quedar?
Christian negó con la cabeza.
—Tengo algunas cosas que hacer.
Victoria lo miró largamente.
—Entonces es cierto. Suponía que no estabas huyendo sin más. No has abandonado Idhún simplemente para escapar de los dioses.
—Es uno de los motivos, pero no el único. También quería ponerte a salvo a ti. En realidad, esa ha sido mi prioridad en todo momento.
—Pero hay algo más.
—Algo que no tiene que ver contigo, Victoria. Y cuanto menos sepas de ello, mejor.
Victoria no hizo más preguntas.
Christian abandonó Limbhad un rato después. Victoria, en cambio, no tenía valor para volver a casa de su abuela, así que optó por quedarse allí al menos de momento.
La casa seguiría estando fría y a oscuras mientras la magia de Limbhad no se renovara. Pero Victoria permaneció un rato en su habitación, en penumbra, contemplando el Báculo de Ayshel, que seguía en su funda. Aún no se había atrevido a sacarlo.
Era cierto que había logrado transformarse de nuevo en unicornio. Lo que no había contado a nadie, no obstante, era que aquellas transformaciones la agotaban, y que ya no podía efectuarlas con tanta naturalidad. Se preguntó cuánto tardaría su cuerno en crecer del todo. Tal vez Jack estuviera en lo cierto, y ya pudiera utilizar el báculo como antes. O tal vez no.
Por fin, se levantó y salió decidida de la habitación, dejando el báculo donde estaba. Subió a la biblioteca y le pidió al Alma que la llevara a su casa, la casa de su abuela.
Inmediatamente apareció en la mansión de Allegra. Victoria la recorrió entera, habitación por habitación. Allegra había dejado puertas y ventanas concienzudamente cerradas, pero, por lo demás, todo estaba exactamente igual que cuando se marcharon, debajo de la capa de polvo y del silencio que reinaba en los pasillos.
Entonces, algo cálido y suave se restregó contra sus piernas, haciéndole dar un respingo. Al mirar hacia abajo, Victoria vio una gata de color crema que ronroneaba, feliz de volver a verla.
—¡Eres tú! —murmuró la muchacha—. Dama —añadió, al recordar de pronto su nombre.
Se inclinó para acariciarla. El animal estaba lustroso y bien cuidado, y Victoria lo cogió en brazos, todavía confusa.
—Me había olvidado de ti —le confesó—. Te escapaste de casa hace tanto tiempo... ¿Dónde has estado? ¿Y qué haces aquí? ¿Quién te cuida?
Todavía con la gata en brazos, Victoria recorrió el resto de la casa, soñando, por un momento, que todo podía ser como antes, como siempre, que podría llevar una vida normal. Pero cuando entró en su antiguo cuarto, aquella ilusión se desvaneció.
Allí estaban todas sus cosas: sus libros, sus cuadernos, sus discos, su ropa, incluyendo el uniforme del colegio, que seguía sobre la silla. Sus zapatillas de estar por casa, tan cómodas y calientes. Parecía mentira, pero había echado de menos algo tan simple como aquellas zapatillas.
Y todo era suyo, pero, de alguna manera, ya no lo era.
Victoria contempló su cuarto, sintiéndose extraña, preguntándose qué había sido de la niña que había vivido allí, a dónde había ido, y cuánto quedaba de ella en su interior, si es que quedaba algo.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó de pronto, en voz alta.
Tenía la sensación de estar invadiendo la habitación de una desconocida. Se miró en el espejo, y no le sorprendió ver que era ella, pero no era igual.
Se oyó un silbido desde el jardín, y la Dama se revolvió entre sus brazos. Victoria la dejó en el suelo, con el corazón latiéndole con fuerza. La gata corrió elegantemente por el pasillo, y luego escaleras abajo.
Victoria la siguió en silencio, pegándose a la pared. La vio salir al jardín por la gatera de la puerta de atrás, y se acercó a la ventana, procurando que no se la viera desde el exterior.
—¡Hola, hola! —saludó una voz masculina, una voz que Victoria conocía, pero que no terminaba de ubicar—. ¿Dónde estabas, preciosa?
Victoria espió desde detrás de las cortinas, y vio a un hombre en su jardín, haciéndole carantoñas a la gata, que ronroneaba mientras se enredaba en sus piernas. Le costó un poco reconocerlo, aunque casi se había criado con él.
Era Héctor, el jardinero.
Sonrió para sí misma, conmovida. En la casa de su abuela hacía mucho tiempo que ya no vivía nadie, pero el jardín seguía igual de bien cuidado que siempre. La joven supuso que su abuela había dejado instrucciones a Héctor y a Nati, la doncella, para que siguieran manteniendo la casa. «Por si volvíamos», pensó. «Aunque en el fondo, seguramente ella ya sabía que no íbamos a volver nunca más».
¿Cuánto tiempo habría pasado? Por la capa de polvo que cubría los muebles, estaba claro que Nati había dejado de acudir allí hacía tiempo. En cambio, Héctor seguía cuidando el jardín.
Desde su escondite, detrás de las cortinas, Victoria vio cómo el jardinero llenaba un cuenco de comida para Dama. Seguramente, el animal habría regresado a casa tiempo atrás. Estaría en unas condiciones lamentables, después de haber andado perdida tanto tiempo, pero Héctor debía de haberla recogido y cuidado desde entonces.
Pensó en aquella casa, tan vacía; en su habitación, la habitación de la adolescente que ya no era; y comprendió que no podía quedarse allí.
Que ya no pertenecía a aquel lugar.
Cerró los ojos y, en silencio, llamó al Alma para que la llevara de nuevo a Limbhad.
Recogió el báculo, que había quedado abandonado sobre la cama, y lo sacó de la funda, sujetándolo firmemente con la mano derecha.
Hubo una breve sacudida, pero luego se estabilizó. El extremo del báculo relució un instante en la penumbra, con un destello cegador, y después mostró un brillo suave y uniforme, listo para ser utilizado.
Victoria lo dejó a un lado, temblando.
No necesitaba más pruebas. Ella era un unicornio, seguía siéndolo, siempre lo sería. Su vida en la Tierra no había sido más que una fachada, un disfraz, una mentira. No sólo porque su abuela no hubiera resultado ser su abuela de verdad, cosa que ella siempre había sabido, sino porque ni siquiera era humana. Probablemente, la mansión de Allegra era ahora suya. Pero sentía que no podía ni debía regresar.
Y, dado que no podía volver a Idhún, al menos no mientras estuviese débil y fuera más una carga que una verdadera ayuda, solo había un sitio para ella, un refugio en la frontera entre dos mundos.
El báculo le permitió renovar la magia de Limbhad. Pronto volvieron a funcionar todas las luces, el agua corriente, la calidez que emanaba de sus muros. Pero bajo aquella luz artificial, la soledad y el abandono de Limbhad eran todavía más evidentes.
Victoria pasó un buen rato adecentando las habitaciones que sabía que iba a volver a usar, y reorganizando un poco las cosas que se había dejado allí antes de partir hacia Idhún. En la noche eterna de Limbhad, las horas se hacían todavía más largas, y el tiempo parecía detenerse. Cuando terminó, estaba cansada y hambrienta, pero no había nada en la despensa. Sin embargo, se le cerraban los ojos, por lo que se echó sobre la cama y, casi enseguida, se durmió.
Cuando despertó, muchas horas después, seguía siendo de noche, y Christian aún no había vuelto. Victoria suspiró, preocupada, y se llevó el anillo a los labios.
Volvió a la mansión de su abuela por última vez, para recoger algunas cosas. Encontró algunas latas en la cocina, y luego subió a su habitación y saqueó su armario en busca de ropa que aún le sirviera. Llenó una mochila con lo que encontró y con otras cosas que necesitaba. Después, regresó a Limbhad.
Christian reapareció horas más tarde. Victoria no sabía cuánto tiempo había estado fuera, pero no se lo preguntó.
El shek la halló en la biblioteca, leyendo uno de los antiguos volúmenes que se guardaban allí, y entendió enseguida qué estaba buscando.
—¿Algo nuevo? —le preguntó, sentándose junto a ella.
La joven negó con la cabeza.
—Limbhad fue un hogar de magos. No parece que les interesaran los dioses.
—Sin embargo, puede que sí encuentres ahí algo de información sobre el origen y la esencia de los unicornios —observó él. Algo que te sirva a ti.
Ella sonrió.
—Hace tiempo que revisé los libros con esa intención. Cuando buscaba a Lunnaris, ¿te acuerdas?
—Pero ahora es distinto. Ahora entenderías las cosas de otro modo. Porque ahora sabes que Lunnaris eres tú.
Victoria no dijo nada. Christian dejó caer algo sobre la mesa, frente a ella.
—Ahí lo tienes —dijo—. Es de hoy.
Era un ejemplar del
New York Times.
Victoria titubeó antes de mirar la fecha, pero finalmente lo hizo.
—Tengo casi diecisiete años —dijo, perpleja—. Cuando me fui de aquí, acababa de cumplir los quince.
Christian no respondió. Victoria miró el periódico, pensativa.
—¿Has ido a Nueva York?
El shek asintió.
—Yo también he vuelto a casa —sonrió—. Y, como ha estado vacía desde que me marché, necesitaba un poco de tiempo para volver a hacerla habitable.
Ella alzó la cabeza, interesada.
—No sabía que tuvieses una casa. En Nueva York, o en cualquier otra parte.
—Tengo un pequeño refugio, sí.
—¿Algo parecido a un castillo? —sonrió Victoria, recordando aquella fortaleza en Alemania.
—No, algo mucho más discreto —respondió Christian, devolviéndole la sonrisa—. Un castillo sólo resulta útil si tienes un ejército que debas esconder en alguna parte. Pero hace ya tiempo que prefiero actuar solo.
—¿Y cómo te las arreglaste para tener ahí escondido a un ejército de hombres-serpiente sin que nadie se diera cuenta? —inquirió Victoria con curiosidad.
Christian le dirigió una larga mirada.
—¿De verdad quieres rememorar el pasado? —le preguntó con suavidad.
Victoria entendió por qué lo decía. El regreso a Limbhad, y a casa de su abuela, le estaba trayendo muchos recuerdos de la etapa en que luchaba junto a la Resistencia... y no todo eran recuerdos agradables, en especial los que se referían a Christian.
Aquel castillo en Alemania, en concreto, había sido el escenario de momentos muy dramáticos en la vida de Victoria.
—No —coincidió—. No es agradable recordar el pasado. Es duro saber que los comienzos de nuestra historia juntos han estado teñidos de sangre y de dolor.
Christian se encogió de hombros.
—Tal y como estaban las cosas, no podía haber sido de otra manera.
—Lo sé. Pero te uniste a nuestra causa, aunque nunca fue la tuya —recordó—. Para no tener que seguir luchando contra mí. Para no tener que matarme.
—Entonces me pareció una buena razón —sonrió Christian.
—Has peleado por mí en un bando que no era el tuyo —alzó la cabeza para mirarlo a los ojos, muy seria—. Creo que yo tengo derecho a hacer lo mismo por ti, ¿no crees?
Christian entornó los ojos, sorprendido.
—No vas a apartarme de esto —prosiguió ella—. No, después de todo lo que has arriesgado por mí. Si tienes una misión que cumplir, yo voy a ayudarte, siempre y cuando sus consecuencias no dañen a mis seres queridos. Y, como me has dicho que no tiene nada que ver conmigo, doy por sentado que no es el caso. No me importa para quién trabajes; no me importa que sigas órdenes de Gerde, o del Séptimo, o que actúes por tu cuenta. Sólo sé que, si no haces lo que has de hacer, van a hacerte daño. Y por eso no voy a permitirte que me mantengas al margen. He abandonado a Jack a su suerte para venir a velar por ti, así que lo menos que puedes hacer es decirme qué está pasando. Porque ya sabes que tengo derecho a decidir por mí misma, y aquella noche, hace casi cuatro años, cogí la mano que tú me tendías.
Christian sonrió y sacudió la cabeza, y Victoria sintió un cálido gozo por dentro. Por una vez, lo había dejado sin palabras.
—De acuerdo —dijo él por fin—. Intentaré explicártelo. Pero antes, observemos la Tierra... tal y como es ahora.
Victoria pidió al Alma que atendiera al deseo de Christian. La esfera apareció de nuevo sobre la mesa, y les mostró imágenes del mundo al que acababan de llegar. Victoria las contempló, sobrecogida. Las cosas no habían cambiado mucho en su ausencia. La Tierra seguía siendo enorme, llena de gente, llena de cosas, de humo, de ruido. Tal y como Christian la había descrito tiempo atrás, en la letra de una de sus canciones.
—Todo se mueve tan rápido —murmuró la muchacha, sobrecogida—. Es algo que nunca me ha gustado de este mundo.
—En cambio, a mí es lo que más me gusta de él —repuso Christian.
—Creo que me he acostumbrado al ritmo vital de Idhún, porque tengo la sensación de que las cosas suceden demasiado deprisa aquí. Ya lo había olvidado.
Christian asintió.
—Como ves, el mundo sigue igual. Tal vez algún país haya cambiado de régimen, puede que haya comenzado o finalizado alguna guerra, quizá haya muerto alguien importante. Pero, en conjunto, todo sigue como siempre. ¿Sabes lo que eso significa?
—¿Debería haber algo nuevo? —adivinó Victoria.
—Hay algo nuevo, distinto. Algo que puede modificar el rumbo de este planeta, darle un completo giro a la existencia de todas las especies que habitan en él. Pero, como todos los cambios importantes, es lento, y la mayoría de la gente no lo notará hasta que ya esté hecho. —Se volvió para mirar a Victoria—. Veo que Jack no te ha contado lo que vio en la noche del Triple Plenilunio.
—No estoy segura de saber a qué te refieres.
—Conoces las normas de la Puerta interdimensional. Hubo una época, dicen, en que nuestros dos mundos estaban mucho más comunicados de lo que lo están ahora. Hubo una época en que cualquiera podría atravesar la Puerta interdimensional. Pero esos días acabaron.
—Lo sé —asintió Victoria—. Nosotros, unicornios, sheks y dragones, no podemos atravesar la Puerta. Sólo nuestros espíritus pueden hacerlo. Por eso, cuando a Yandrak y a Lunnaris los enviaron a través de ella, sus cuerpos se desintegraron, y sus espíritus buscaron cuerpos humanos para reencarnarse. Por eso te crearon a ti, un shek con parte humana, para que pudieses seguirnos hasta la Tierra.