Authors: Laura Gallego García
—Parece una cuna.
—Es que es una cuna. Había un bebé en el Oráculo. Lo sé porque hubo un tiempo en que lo oía llorar algunas noches. Me figuro que la cuna era suya, aunque, por suerte, el bebé no estaba en ella cuando la encontré. Puede que se lo llevaran lejos de aquí antes de que nos atacaran.
Jack alzó la cabeza y lo miró, pálido.
Otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio. Y de qué forma.
Las tres lunas brillaban intensamente en el cielo cuando los pájaros de Haai-Sil alzaron el vuelo. Sobre ellos cabalgaba la totalidad de la población celeste de la ciudad. A la cabeza, junto con los mandatarios del lugar, volaban Gaedalu y sus sacerdotisas. En la retaguardia, los nueve dragones artificiales protegían a los celestes y los resguardaban del viento.
El pájaro de Zaisei, sin embargo, no volaba junto con los de las demás sacerdotisas. Se había retrasado un poco para escoltar a su padre, que iba montado en el pájaro de otro celeste, y lloraba en silencio, destrozado. Habían tenido que obligarlo a abandonar a una parte de sus pájaros, los que aún no sabían volar, y las hembras que no habían querido abandonar sus huevos. El huracán arrasaría los nidos y se los llevaría a todos.
Poco antes de partir habían intentado obligarlo a que los acompañara, pero él se había resistido con todas sus fuerzas. Nadie había estado dispuesto a usar la violencia para forzarlo a que abandonara la ciudad, porque lo comprendían demasiado bien, y porque los celestes eran incapaces de hacerle daño a nadie. Entonces había llegado Rando, el piloto de los Nuevos Dragones, y lo había dejado sin sentido de un golpe, sin el menor escrúpulo. Todos los celestes se habían quedado pálidos y mudos de horror, pero Zaisei le había dado las gracias.
Cuando Do-Yin había recobrado la conciencia, ya volaba a lomos de un haai, sostenido por un joven celeste. No había tenido ya fuerzas para resistirse y, sin embargo, seguía queriendo volver. El celeste que sujetaba a Do-Yin tenía los ojos húmedos: sufría también, no solo por tener que dejar atrás su hogar, sino sobre todo porque sentía en su propio corazón el intenso dolor del criador, para quien abandonar los huevos y los polluelos suponía casi como abandonar a sus propios hijos. Zaisei habría estado dispuesta a cargar ella misma con el dolor de su padre, pero no era lo bastante fuerte como para retenerlo si él trataba de resistirse de nuevo.
El viento soplaba cada vez con más intensidad y tiraba de ellos hacia atrás. Los haai aleteaban con todas sus fuerzas, pero apenas conseguían avanzar. Por fortuna, el huracán que los perseguía iba también muy lento. Con un poco de suerte, llegarían a las montañas antes de que los alcanzase.
En la retaguardia, Kimara se mordía los labios, nerviosa. Los dragones podían volar más deprisa, pero iban más lentos para cubrir las espaldas a los pájaros de los celestes. Había sido idea de Rando, en realidad, lo cual había dejado sorprendida a la semiyan. No obstante, si se paraba a pensarlo, no era tan extraño. Las gentes de Haai-Sil no tenían la culpa de lo que estaba pasando, no se habían arriesgado, valoraban sus vidas. Al propio Rando no lo asustaba arriesgarse para proteger a aquellas personas... ni, dicho sea de paso, arriesgar las vidas de los demás pilotos, pensó Kimara, molesta. No pudo evitar recordar, sin embargo, que Rando tenía razón en una cosa: los pilotos de dragones eran guerreros, y se habían alistado en el grupo porque estaban dispuestos a correr riesgos, porque no les importaban las consecuencias. Era lógico, pues, que fuesen ellos los encargados de proteger a los que sí tenían algo que perder.
Apartó aquellos pensamientos de su mente cuando una veloz sombra oscura cruzó ante ella. Parpadeó y se fijó mejor. La sombra volvió a pasar: era uno de los dragones. Ogadrak, para ser más exactos.
—¿Qué tripa se le ha roto ahora? —se preguntó la joven, exasperada.
El dragón de Rando daba vueltas en torno a ella para llamar su atención. Kimara lo miró, preguntándose qué intentaría decirle, cuando de pronto lo perdió de vista. Atisbo por la escotilla delantera y por las laterales, pero no lo vio. Supuso entonces que lo tendría en la cola.
Otro de los dragones se colocó ante ella y lanzó una llamarada de advertencia. Intrigada, Kimara se preguntó qué estaría pasando... y entendió de pronto, horrorizada, que Rando había dado media vuelta y se dirigía hacia el huracán.
—¡Ah, por todos los dioses, ya estoy harta! —estalló—. ¡Que se lo trague el tornado de una vez!
No obstante, tras un breve momento de vacilación, hizo virar a Ayakestra... no para seguir a Rando, sino sólo para ver qué diablos pretendía.
Cuando la dragona se colocó por fin mirando hacia el norte, Kimara descubrió que Rando no había ido tan lejos como creía. Su dragón se había detenido muy cerca de allí y, suspendido en el aire, miraba, como tres o cuatro más, lo que sucedía en el horizonte.
Kimara se quedó sin aliento.
El imponente tornado que había asolado Kazlunn, Nangal y parte de Celestia se había detenido ahora y giraba tan lentamente que hasta parecía hacerlo a propósito. Se había vuelto de un extraño color cárdeno, y su cono se había estrechado tanto que apenas existía ya en el lugar donde debía tocar tierra. Las nubes que cubrían el cielo sobre él seguían siendo densas y pesadas, pero también habían cambiado de color, haciéndose más claras.
El tornado siguió bailando un momento sobre Celestia, con un ritmo pausado, casi mortuorio... y entonces su cono se rizó sobre sí mismo por última vez y se desvaneció.
Todos los pilotos contuvieron el aliento.
Momentos después, respiraron, aliviados. Aquel terrorífico huracán se había calmado por fin.
Haai-Sil estaba a salvo.
Kimara contempló a los dragones haciendo piruetas de alegría, y sonrió. Pero en su interior no dejaba de preguntarse, intranquila: «¿A dónde ha ido?».
Dudaba de que algo así pudiera desaparecer, sin más.
Levantó la cabeza para mirar a través del cristal de la escotilla superior... y lo vio.
Sobre ellos se había formado una amplia y densa capa de nubes de un fantástico color purpúreo. Y aquella masa nubosa giraba lentamente sobre sí misma, como un inmenso remolino. Estaba lo bastante alto como para no dañar las cosas a ras de suelo, pero, aun así, resultaba sobrecogedor.
«Se va a quedar ahí, de momento», comprendió Kimara.
Hizo dar media vuelta a su dragona y prosiguió su camino hacia el sur, alejándose de aquella cosa, cuanto más, mejor. Uno a uno, los dragones de su grupo la fueron siguiendo.
Mucho tiempo después, cuando ya divisaban a lo lejos las suaves dunas del desierto de Kash-Tar, empezaron a relajarse un poco. Pero quedaba todavía un rastro de terror en sus corazones, y lo que habían vivido aquellos días poblaría sus peores pesadillas el resto de sus vidas.
Las montañas exteriores del Anillo de Hielo estaban horadadas por cientos de enormes cavernas, entrelazadas entre sí por túneles oscuros y laberínticos. Resultaban un buen lugar donde ocultarse, como habían descubierto los Nuevos Dragones tiempo atrás. Pero estos no habían pasado de los niveles superficiales del entramado de galerías. Más abajo, en las mismas raíces de la montaña, las cavernas eran aún más grandes, oscuras y agradablemente frescas.
Allí se habían ocultado la mayor parte de los sheks que habían sobrevivido a la batalla de Awa. Estaban acostumbrados a vivir en túneles; durante generaciones, su especie había habitado en el lóbrego Umadhun. Y, sin embargo, aquel destierro les sabía espantosamente amargo, pues les recordaba a una derrota anterior, muchos milenios atrás. Entonces habían sido vencidos por los dragones, y, curiosamente, muchos evocaban aquellos tiempos con nostalgia. Porque, por mucho que odiaran a los dragones, los respetaban, y podían entender que sus enemigos ancestrales los derrotaran en una batalla. Pero ser batidos por los sangrecaliente... aquello era una humillación que las serpientes aladas no olvidarían jamás.
Y el que más lo recordaba era Eissesh, que había sido uno de los grandes líderes de los sheks. Si por él hubiera sido, habría salido inmediatamente de su escondite y habría plantado cara a los sangrecaliente y sus aberrantes dragones de madera, hasta matarlos a todos y ocultar todo Nandelt bajo una capa de hielo. Pero la lógica le decía que no era prudente.
Entretanto, su gente, sheks, szish y aliados, aguardaban en las cavernas y lamían sus heridas.
Las de Eissesh eran especialmente graves. La ola de fuego que había cubierto el cielo lo había alcanzado de pleno, y sólo se había salvado porque en aquel momento estaba cerca del río. Se había precipitado al agua, cayendo desde las alturas como una tea encendida, y había logrado salvarse.
Con todo, su estado era lamentable. Aún no entendía cómo había sido capaz de arrastrarse hasta las montañas y encontrar un túnel por el que deslizarse hacia las entrañas de la tierra. Había hallado una caverna profunda y, tras enviar una señal telepática a su gente, se había hecho un ovillo y había entrado en un sueño curativo.
Poco a poco, otros sheks y lo que quedaba de algunos clanes de hombres-serpiente habían acudido a su llamada. No lo habían molestado, sin embargo. Se habían limitado a instalarse en los túneles y cuevas cercanos, y a reorganizarse sin él. Tan solo lo interrumpían cuando se trataba de un asunto muy urgente o importante.
Y, entre tanto, Eissesh seguía descansando. No poseía magia propiamente dicha, pero estaba dedicando todo su poder mental a ir reconstruyendo sus tejidos poco a poco. Con todo, nunca volvería a ser el mismo. Y era muy posible que no sobreviviera al proceso.
Aquel día su concentración se vio interrumpida por un tímido aviso telepático. Eissesh abrió un canal superficial para ver de qué se trataba, pero no reprendió al shek que lo había llamado. Sabía que nadie lo molestaría sin una buena razón.
«Han llegado dos hechiceros sangrecaliente», le informaron.
Eissesh aguardó, sin una palabra. Los hechiceros eran muy valiosos en un mundo que se estaba quedando sin magia, pero aquello no justificaba la interrupción, por lo que dedujo que había algo más.
«Uno de ellos es la feérica que estaba con Ashran. La que está reuniendo un pequeño ejército de szish en Alis Lithban».
No añadió nada más, pero Eissesh entendió. En aquellos largos meses, solo habían interrumpido su trance en dos ocasiones más. El primero había sido Sussh, gobernador de Kash-Tar, para informarle de las bajas que había detectado en la red de los sheks, y de que nadie podía asegurar con certeza si Ziessel y los suyos seguían con vida. La segunda vez se había tratado de un shek que le había dicho que estaban llegando szish desde Alis Lithban, y que hablaban de un hada que concedía el don de la magia. Aquella información sí era sumamente interesante, por lo que Eissesh lo envió para averiguar qué estaba pasando. Aún no había recibido respuesta, pero sabía que el shek seguía vivo, por lo que estaba claro que los sangrecaliente no lo habían abatido. Pero, por otra parte, también quería decir que no había averiguado nada concreto, o que lo que sabía no era tan importante como para molestarlo otra vez.
Pero una parte de la consciencia de Eissesh había estado reflexionando sobre aquella noticia.
Conocía a Gerde; sabía que Ashran le había confiado tareas importantes en el pasado, y que se había convertido en su mano derecha después de la traición de Kirtash. También tenía entendido que el propio Kirtash la había matado; pero, por lo visto, aquella información era falsa, pues, por los datos que tenía, el hada que estaba reuniendo a los szish en los bosques del oeste solo podía ser ella.
También sabía que el último unicornio se debatía entre la vida y la muerte en la torre de Kazlunn, gravemente herido tras la batalla contra Ashran. Eissesh no imaginaba qué clase de herida podía mantener en aquel estado a un unicornio durante tanto tiempo, aunque aquella muchacha no era del todo un unicornio. Pero cuando le hablaron del hada que concedía el don de la magia, ató cabos inmediatamente.
Había enviado al shek a investigar, y después no había vuelto a pensar en ello.
Y ahora, Gerde estaba allí.
Si no hubiera sido por aquel asunto de la magia, Eissesh no se habría molestado en recibirla. Pero la idea de que aquella feérica pudiese poseer el cuerno del último unicornio lo intrigaba. Y más todavía el hecho de que el shek que había mandado a hablar con ella no hubiese regresado todavía.
«Hazla pasar», dijo.
Momentos después, dos figuras entraron en la caverna. Resultaban ridículamente pequeñas ante la gran serpiente alada, que yacía en un rincón, hecha un ovillo, cubierta de escarcha. Su piel escamosa seguía ennegrecida, y su ala izquierda no era más que un montón de jirones. Además, había perdido un ojo.
A pesar de eso, el humano no pudo evitar sentirse intimidado. Gerde, en cambio, solo dirigió al shek una larga mirada pensativa.
—Lamento verte en este estado, gran Eissesh —dijo.
La serpiente movió un poco la cabeza y abrió lentamente el ojo que le quedaba. Una fina lluvia de cristales de hielo se desprendió de su piel.
«Nadie lo lamenta más que yo», coincidió. Los dos magos tuvieron que concentrarse para captar sus pensamientos, que sonaban débiles y lejanos en un rincón de sus mentes. «Gerde, ¿no es así?»
—Veo que recuerdas mi nombre.
«No suelo olvidar nombres, ni siquiera los nombres de los sangrecaliente. ¿Quién es el tipo que te acompaña?»
—Se llama Yaren, y es uno de los dos magos consagrados por Lunnaris hasta la fecha. Es un individuo curioso. Lunnaris le entregó una magia... podríamos decir, corrupta. No la recuerda con cariño.
«No me sorprende», dijo Eissesh. «Por lo que tengo entendido, tú estás usando su cuerno con mayor eficacia. ¿Cuántos magos has consagrado ya entre los szish?»
—Diecisiete. Pronto habrá más hechiceros entre nosotros que en toda la Orden Mágica.
«Me asombra que te creyeras con derecho a llevar a cabo semejante tarea sin consultar con los sheks».
La sonrisa de Gerde se esfumó.
—Veo que tu mensajero no te ha puesto al día —comentó.
«No», repuso el shek. «Imagino que no encontró motivos para molestarme. En otros tiempos, feérica, tener un buen grupo de magos en los clanes szish habría sido de gran ayuda. Hoy no nos sirve de gran cosa. Hemos perdido tanto terreno que tardaríamos años en reconquistar Idhún. Y mientras tanto, ellos siguen construyendo dragones».