Authors: Laura Gallego García
Victoria temblaba. No era eso lo que había pretendido al acercarse a él aquella noche. Se habría conformado con una conversación sincera, con una muestra de cariño, con que Christian le permitiera participar de nuevo en su vida, como antes... antes de que él viera por primera vez a Shizuko en Ginza. Pero, ahora que él le estaba ofreciendo mucho más, después de aquel periodo de doloroso distanciamiento, Victoria no se sentía capaz de rechazarlo. Su alma bebía de su presencia, ávida. Sentía tantos deseos de abandonarse a él que le costaba pensar con claridad, o simplemente pensar.
—Sí —logró musitar, con un suspiro—, Y... si eso es lo que quieres tú también... bésame otra vez, por favor. No dejes de besarme. No te separes de mí esta noche.
Christian se había acomodado en la terraza, sentado sobre el alféizar, con los brazos cruzados ante el pecho. Seguía siendo de noche sobre la ciudad de Nueva York: una noche oscura, sin estrellas, empañada por la polución. El shek contemplaba las luces que se movían como hormigas a sus pies, veinte pisos más abajo, pero apenas las veía. Sus pensamientos estaban en otra parte.
Tras él, la ventana estaba parcialmente abierta, y la brisa nocturna movía la cortina con suavidad. Al otro lado, Victoria dormía profundamente, su largo cabello desparramado sobre las sábanas, que marcaban el contorno de su figura. Christian se volvió para mirarla desde allí. Se quedó contemplándola un rato, sumido en hondas reflexiones, hasta que sintió una llamada en su mente.
Sabía que era Ziessel, o Shizuko, o como debiera llamar a alguien con un cuerpo y una identidad humanas, y un alma de shek. Le abrió sólo un canal superficial de su conciencia. Estaba demasiado cerca de su
usshak
como para sentirse cómodo, pero aquella terraza era todavía terreno neutral. Le permitió que entablara conversación con él.
«Te esperábamos esta mañana», le dijo ella.
«Lo sé. He tenido asuntos que atender», respondió Christian.
«Oh. Se trata de ella», comprendió Shizuko.
Christian maldijo para sus adentros, arrepentido ya de haber iniciado la conversación. Estaba claro que sus sentimientos al respecto impregnaban todos los niveles de su conciencia, aunque tratara de ocultarlos.
«Siempre he querido preguntarte por ella. La chica que estaba contigo en Ginza. Es el unicornio del que tanto se habló, ¿verdad? La criatura por la que nos traicionaste».
«Sí», dijo Christian simplemente, dispuesto a zanjar la conversación. Pero Shizuko siguió hablando en su mente.
«¿Valió la pena?», preguntó.
Christian se encontró a sí mismo dudando. Trató de rectificar aquella primera reacción, pero la shek ya la había captado.
«Te obsesionaste con el unicornio desde la primera vez que la miraste a los ojos, ¿verdad?», sonrió. «Desde entonces no has dejado de pensar en ella. La has seguido, lo has dado todo por conseguirla».
«Eso no es cierto. Ella no es una posesión mía».
«Pero no has parado hasta que te lo ha entregado todo. Su amor, su lealtad, su vida, su magia, su cuerpo y su alma. Has vencido la última barrera, ha dejado de tenerte miedo. Ha superado los prejuicios que inculcaron en su mente los sangrecaliente. Has acabado con la última posibilidad de que te dé la espalda para caer en brazos del dragón. Ya no encuentra motivos para rechazarte. Y no intentes negártelo a ti mismo, porque esa fue tu intención desde el principio, desde la primera mirada que cruzasteis. No te lo reprocho. Es lo que cuentan de los unicornios: los sangrecaliente que han visto uno alguna vez se vuelven locos por ellos. Los persiguen durante toda su vida, algunos lo dejan todo por volver a ver una de esas criaturas. No se quedan contentos hasta que consiguen lo que quieren de ellos. Lo cual no suele suceder nunca, pero mira por dónde tú lo has conseguido, has conquistado a un unicornio. Serías la envidia de cualquier mago».
Christian cerró los ojos.
«No tengo por qué hablar de esto contigo», dijo, cortante.
«Pero quieres hacerlo. Por eso estás ahí fuera, mirándola desde la distancia, contemplando cómo duerme indefensa en tu cama, confiada, segura de su amor por ti. Pobre muchacha. Te fijaste en ella porque era un unicornio y será justamente su esencia de unicornio lo que te aleje de ella. ¿Y tú? Creías que la amabas, y sin embargo ahora que has conseguido que se abandone entre tus brazos sin dudas ni reservas... ahora que es enteramente tuya, crees despertar de un sueño y te preguntas si no fue la locura del unicornio».
Christian ladeó la cabeza, molesto.
«¿Qué te hace pensar que me conoces tanto como para saber lo que siento?»
«Es lo que se decía cuando nos traicionaste. No lo habrías hecho por una humana cualquiera, y esa muchacha tampoco era una shek.
¿Qué tiene un unicornio que ver contigo? Es porque viste uno cuando eras un niño y lo has estado buscando desde entonces. Pero sabes, los sangrecaliente que buscan un unicornio no deben encontrarlo, porque es el símbolo de los sueños imposibles. Y los sueños imposibles no deben ser cumplidos, porque si lo hacen... la vida del que los cumple se queda vacía y sin sentido».
Christian sonrió y sacudió la cabeza.
«Ojalá fuera todo tan simple», dijo.
«Puede que lo sea», respondió Shizuko.
Reinó un largo silencio entre los dos. La voz telepática de Shizuko no volvió a hablar, pero Christian sabía que ella seguía presente en su mente.
«Necesito marcharme de aquí», dijo entonces Christian. «Necesito tiempo para pensar».
«Nosotros seguimos trabajando», respondió Shizuko. «Como ya te he dicho, te esperaba esta mañana».
«Bien», asintió Christian.
La shek se retiró de su mente. Christian aguardó un momento y, tras un breve instante de vacilación, se puso en pie y desapareció de allí.
Victoria se despertó bien entrada la mañana, cuando los ruidos de la ciudad inundaban la habitación y la luz del sol entraba a raudales por la ventana. Lo primero que pensó fue que no estaba en Limbhad, puesto que era de día. Después se dio cuenta de que no se hallaba tampoco en el sofá del apartamento de Christian; y, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz y pudo mirar a su alrededor, descubrió que se encontraba en la habitación del shek, en su cama. La primera reacción que tuvo fue la de levantarse, pero no lo hizo. Se encogió sobre sí misma y se tapó todavía más con las sábanas, ruborizada. Entonces se dio cuenta de que estaba sola en la habitación, y sospechaba que también en la casa. Christian se había ido.
Suspiró para sí misma y cerró los ojos. «Volverá», se dijo.
Se quedó un rato más en la cama, pensando, recordando y asimilando muchas cosas. Sonrió, aún sonrojada. Entonces se incorporó y buscó su ropa con la mirada, pero no la encontró. Sobre la silla, no obstante, estaba una de las camisas de Christian. Se puso en pie y alargó una mano para cogerla.
Momentos después salía de la habitación, descalza, vestida con la camisa negra del shek. Le venía grande; las mangas ocultaban las palmas de sus manos, y el bajo le llegaba por la pantorrilla. No obstante, en el salón tampoco estaba su ropa, por lo que se encogió de hombros y se dirigió a la cocina.
Estaba abriendo los armarios en busca del café cuando llegó Christian.
Victoria se volvió hacia él y le brindó una cálida sonrisa... pero el gesto se congeló en su boca al no ver rastro de cariño en el rostro del shek, que la saludaba con su habitual frialdad. La muchacha tragó saliva y dijo:
—Buenos días... buscaba el café —añadió, como si tuviera que justificarse.
Christian negó con la cabeza.
—No lo encontrarás. No tomo café, ni té, ni nada que pueda influir en mi sistema nervioso: ni sustancias sedantes ni excitantes.
—Vaya..., no lo sabía —murmuró ella, sin saber qué más decir.
Se quedaron un momento en silencio.
—Te sienta bien el negro —dijo él entonces.
Victoria se miró las mangas de la camisa.
—Sí... lo siento, es que no encontraba mi ropa —se excusó, ruborizándose.
Christian ladeó la cabeza.
—La guardé en el armario anoche —dijo—. Justamente para que pudieras encontrarla con facilidad.
—No se me ocurrió —confesó Victoria—. Bien, si esperas un momento, te devolveré la camisa enseguida...
—No hay prisa —la tranquilizó él—. Te sienta bien —repitió, con una sonrisa.
Victoria bebió de aquella sonrisa como si fuera un charco en pleno desierto. Se dio cuenta entonces de que había pasado algo, algo que se le escapaba, pero que había cambiado algunas cosas de la noche a la mañana. En esta ocasión no quiso callarse.
—Christian, ¿qué pasa? —preguntó, preocupada—. ¿Estás molesto conmigo?
Él la miró. A Victoria le pareció que había algo de pena en su mirada. Se acercó a ella para cogerla de las manos y le sonrió.
—No es culpa tuya —le dijo—. Que jamás se te ocurra pensar que es culpa tuya, ¿me oyes?
—Christian, ¿qué intentas decirme?
Pero él sacudió la cabeza, como si acabara de despertar de un sueño.
—No es nada —dijo, y le sonrió de nuevo, y esta vez sus ojos sí estaban llenos de cariño—. Voy a buscarte un café.
—No es necesario —respondió ella rápidamente—. De verdad, puedo pasar sin él.
Christian asintió. Victoria alzó la mano, que todavía seguía prendida de la de él, y besó sus dedos con ternura. Christian la observó con seriedad mientras ella le manifestaba su cariño de aquella forma tan sencilla y espontánea.
—He de marcharme —le dijo entonces en voz baja—. Tengo cosas que hacer.
—¿En Tokio?
—No exactamente; en Hokkaido.
—¿Con los sheks? ¿Puedo ir contigo?
—Hace mucho frío en Hokkaido, incluso en esta época del año, Victoria.
—Me da igual. Ya sabes que quiero ayudarte.
—Entonces quédate aquí. No sé cómo reaccionarán los otros sheks si te ven; recuerda que fuiste una de las causantes de la caída de Ashran.
Los ojos de Victoria relampaguearon de ira.
—Ashran me arrancó el cuerno. Tenía derecho a defenderme. Además, tú también estabas allí.
—Sí, pero a mí todavía me necesitan. Por favor, Victoria, déjame mantenerte alejada de todo esto.
Victoria se mordió los labios, indecisa.
—Volveré pronto, en serio —sonrió el shek.
Ella alzó la mirada hacia él.
—Ya sabes que no quiero atarte. Es solo que...
No terminó la frase. Christian le acarició el pelo.
—Lo sé. Gracias por estar aquí conmigo, por haberme acompañado a la Tierra. Aunque no te lo haya dicho hasta ahora, aunque no te lo demuestre, significa mucho para mí.
Victoria hundió el rostro en su pecho y rodeó su cintura con los brazos. No habló, y Christian no añadió nada más tampoco.
Había algo en la nieve que la calmaba y la consolaba. Tan blanca, tan pura... tan fría.
Shizuko cerró los ojos e inspiró profundamente. El aire helado le inundó los pulmones y la hizo sentir mejor.
Se encontraba en el porche de un pequeño refugio forestal en las estribaciones de una de las sierras interiores de Hokkaido. Hacía frío, mucho frío, por lo que no era probable que los molestaran.
De todos modos, los sheks solían estar al tanto y vigilaban el camino que llevaba hasta allí.
Por el momento, Shizuko y los suyos estaban a solas, y podrían trabajar sin que nadie los interrumpiese. Esa era una de las razones por las cuales habían elegido aquel lugar.
La segunda era que no se hallaba demasiado lejos de Wakkanai, el extremo más meridional de Japón, en cuyas costas habían estado ocultos los sheks todo aquel tiempo.
Pero la tercera y más importante de las razones eran las fuentes termales.
Los manantiales de agua caliente, que los japoneses llamaban
onsen,
abundaban en aquella zona de la isla. Los había de todos los tamaños, más accesibles o más recónditos, solitarios o agrupados. Aquel, en concreto, tenía el tamaño adecuado para lo que pretendían, no demasiado grande, pero tampoco muy pequeño, y redondo, casi perfectamente redondo. Shizuko se apoyó contra uno de los postes de madera del porche y contempló el vaho que emergía del agua. En torno al manantial habían trazado un hexágono de poder, rodeado de símbolos en idhunaico arcano que a la shek no terminaban de gustarle, puesto que era un lenguaje de los sangre-caliente. No obstante, no tenían otro. Los magos szish nunca habían poseído una cultura propia ni habían desarrollado una organización tan importante como la Orden Mágica de los sangrecaliente. El largo exilio de los sangrefría en Umadhun los había alejado de los dones de los unicornios, y el saber que pudieran haber acumulado en eras pasadas se había perdido.
Alzó la cabeza al ver a un shek deslizándose sobre la nieve, hacia el pozo. Su corazón se estremecía de nostalgia cada vez que contemplaba a una de aquellas criaturas, pero sus ojos no lo traslucían, y tampoco sus pensamientos. No en vano, seguía siendo la reina de los sheks, y debía mostrarse fuerte y segura de sí misma, incluso desde el interior de aquel ridículo cuerpo humano.
Contempló, pensativa, cómo el shek exhalaba su aliento sobre el agua caliente y lograba enfriarla hasta cubrir su superficie con una fina capa de hielo. Pronto, sin embargo, el hielo se rompió y se deshizo.
Llevaban varios días haciendo eso. No pretendían congelar el manantial, en realidad. Aquel agua procedía de las entrañas del planeta Tierra, y ponerla en contacto con el hielo de un shek de Idhún era tan sólo parte del hechizo que estaban tratando de llevar a cabo.
Shizuko sintió de pronto una presencia junto a ella.
«Has tardado», le dijo.
«No todo mi tiempo te pertenece», repuso él.
Shizuko no contestó. Christian avanzó hacia el manantial y se puso a trabajar.
Repasó el hexágono de poder y trató de transmitirle parte de su magia. También él llevaba días haciendo aquello. Tal vez cualquier otro mago habría logrado resultados mucho antes, pero eso a él no lo preocupaba. Sabía que, tarde o temprano, el tejido entre ambos mundos se debilitaría lo bastante como para que ellos pudieran crear lo que pretendían.
Una ventana entre ambos mundos.
Aquella, al menos, era la idea de Gerde. En tiempos de Ashran, Christian había cruzado la Puerta de uno a otro mundo a voluntad, sin ningún problema. Sin embargo, en aquellos desplazamientos se perdía mucho tiempo, por no hablar del hecho de que Christian ya no iba a estar tan disponible como antaño, y de que Gerde necesitaba que Shizuko se quedara en la Tierra. Las Puertas interdimensionales, por otro lado, se abrían y se cerraban, pero no permanecían estables. Lo que Gerde pretendía era crear una brecha que, aunque no se pudiese atravesar, sí sirviese de comunicación entre uno y otro lado, una ventana a través de la cual pudiese controlar lo que hacían sus criaturas sin necesidad de tener a Christian, o a la propia Shizuko, cruzando de un mundo a otro.