Panteón (31 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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Los dos se volvieron hacia el gigante, que cambió de postura, haciendo crujir todas sus articulaciones.

—Ya os he dicho que no recuerdo muy bien qué sucedió aquellos días. Confieso que pasaba el día encerrado en la biblioteca y no estaba muy al tanto de lo que ocurría en el Oráculo.

—A lo largo de todos estos años —le explicó Shail a Jack— Ymur ha estado rescatando los restos de los libros y documentos que desaparecieron con la destrucción del Oráculo. Entre esos libros tienen que estar, en alguna parte, los Registros del Gran Oráculo, una especie de diario donde el abad anotaba todo lo que sucedía aquí. Si encontráramos esos documentos, tal vez su contenido arrojara algo más de luz sobre lo que vino a hacer Ashran al Gran Oráculo, y lo que le pasó en la Sala de los Oyentes.

Jack asintió.

—Bien —dijo—. Yo he venido para ayudaros en lo que haga falta, y eso voy a hacer. Sin embargo... me gustaría, antes que nada, hablar con Alexander.

Shail adoptó una expresión dubitativa.

—No está lo que se dice muy bien —dijo—. No quiere hablar con nadie y no sale de la cueva. Si no fuera porque los gigantes le dejan comida en la entrada, creo que hasta habría muerto de inanición.

—Conmigo sí que va a hablar —replicó Jack, con firmeza—. Nos enfrentamos a algo muy grave, peor incluso que la invasión shek y el imperio de Ashran, y no hay tiempo para lamentaciones ni autocompasión. Voy a sacarlo de esa cueva aunque sea a rastras.

Los nidos de pájaros haai podían encontrarse a lo largo y ancho de toda la Llanura Celeste, pero había una zona donde las agujas rocosas sobre las que se levantaban eran mucho más numerosas. Allí, el paisaje era más agreste y accidentado, y el horizonte mostraba un aspecto extraño, como si estuviese erizado de púas. Y sobre cada una de aquellas formaciones rocosas, un pájaro haai había construido su nido.

Allí, donde habitaba la colonia de pájaros haai más numerosa de todo Idhún, los celestes habían erigido Haai-Sil, la ciudad de los criadores de aves.

En Haai-Sil, los edificios eran pequeños y estrechos, puesto que tenían que construirse en los escasos espacios que quedaban entre las agujas de roca. Las calles no eran tan anchas ni estaban tan limpias como en la capital, aunque los celestes se esforzaban mucho por adecentarlas; pero, con cientos de nidos de pájaro situados a una veintena de metros por encima de sus cabezas, resultaba difícil mantener pulcra la ciudad. Las calles se limpiaban todas las mañanas y todas las noches, antes del segundo atardecer. Y, no obstante, nunca faltaba gente que se encargase de aquella tarea. Normalmente eran los muchachos más jóvenes, aquellos que entraban como aprendices de los criadores más experimentados. Nadie se había quejado nunca: al fin y al cabo, también los criadores habían sido aprendices en su día, y habían tenido que contribuir en las tareas de limpieza. Si, después de un par de años ocupándose de ello, los jóvenes no odiaban a los pájaros haai con todas sus fuerzas, es que habían aprendido a amarlos, y aquel era un paso imprescindible para todo aspirante a criador.

En Celestia, los cuidadores de pájaros haai estaban muy bien considerados, pero no tanto como los entrenadores, ni como los criadores, el máximo grado al que podía aspirar un aprendiz. Los haai no solo eran los animales de compañía más queridos por los celestes, sino que también constituían su principal medio de transporte. Celestia no era una tierra muy amplia, pero tampoco estaba muy poblada. Los celestes eran una raza escasa en Idhún en comparación con los humanos, los feéricos o los varu, por ejemplo, y sus ciudades habían sido edificadas a mucha distancia unas de otras. Habían empezado a domesticar pájaros haai muchos siglos atrás, para mantener una comunicación regular entre las cuatro ciudades principales de Celestia, y con el tiempo, otras razas idhunitas habían comenzado a apreciar lo práctico de aquel sistema. Los celestes enviaban pájaros a casi todo el continente, y entre las casas reales de Nandelt, antes de la dominación shek, había estado de moda disponer de un haai, con su correspondiente jinete celeste, para desplazamientos rápidos y mensajes urgentes.

Pero no era esta la razón por la cual los celestes se preocupaban tanto de sus aves. Habrían seguido cuidándolas con igual mimo aunque no les hubiera sido posible montarlas ni adiestrarlas.

Zaisei lo sabía muy bien. Ella había nacido en Haai-Sil, aunque la vida había terminado por alejarla de su ciudad natal. Pero allí estaban sus raíces y lo que quedaba de su familia. Por eso, cuando el cortejo de la Venerable Gaedalu se detuvo en la ciudad de los criadores de aves, lo que para todas las sacerdotisas no fue más que una escala en el camino, para Zaisei supuso un reencuentro con el pasado.

Ahora caminaba por las estrechas y retorcidas calles de Haai-Sil, portando con habilidad la sombrilla que todos, nativos y visitantes, debían llevar como precaución cuando recorrían la ciudad. Lo que para la gente de fuera era una incomodidad, para los celestes de Haai-Sil se había convertido en un gesto cotidiano. Todas las familias cultivaban en sus casas, en un jardín interior protegido por una cúpula, brotes de plantas mandim; y nunca salían a la calle sin una de sus enormes hojas acampanadas, que utilizaban como sombrillas. Zaisei sonrió al recordar el gesto horrorizado de las sacerdotisas cuando les habían entregado las sombrillas a la entrada de la ciudad, y les habían explicado para qué servían. Al final no había sido para tanto, puesto que, en el trayecto hasta la casa donde iban a alojarse, solo dos de las sombrillas se habían ensuciado.

Zaisei se había asegurado de que las novicias y sacerdotisas estaban instaladas, y de que en la habitación de Gaedalu había un baño lo bastante grande como para que ella se sintiera cómoda, y después había salido de la casa sin dar explicaciones.

Cuando llegó a su destino se detuvo, sin aliento, y contempló, con emoción apenas contenida, la casa que la había visto crecer en sus primeros años de vida.

No era la casa de una familia, y nunca lo había sido. Su padre era adiestrador de pájaros haai cuando conoció a su madre. Para entonces ya tenía a gente a su cargo, de modo que el hogar de Zaisei había sido en realidad una escuela, donde aprendices de distintos niveles vivían bajo el mismo techo.

A Zaisei le habían gustado los pájaros haai desde niña, pero nunca había llegado a unirse a los grupos de limpieza. Porque entonces los sheks habían invadido Idhún, y su madre la había enviado al Oráculo para protegerla.

Zaisei sonrió para sí al contemplar la casa, y los nidos de los pájaros, que eran la pasión de su padre. Para muchos, Do-Yin no era más que un inofensivo criador de pájaros.

Para algunos pocos, que sabían la verdad, Do-Yin era uno de los más activos miembros de la lucha contra el imperio de los sheks. Jamás pelearía en un campo de batalla, pero había conseguido algo que muchos criadores habían tratado de lograr antes que él, a lo largo de los siglos, sin éxito: obtener pájaros mensajeros, aves que entregaban mensajes en un destino concreto sin necesidad de que los guiara un jinete.

Así, el correo interno de los frentes armados de la lucha contra Ashran había sido indetectable para los sheks. Si ya solían ignorar a los celestes por considerarlos inofensivos, todavía sospechaban menos de los pájaros, bestias sin inteligencia racional, cuyas mentes, demasiado simples, eran incapaces de detectar.

Zaisei no se molestó en entrar en la casa. Sabía que no encontraría allí a su padre. Aún no se había puesto el último de los soles, y era a aquella hora, al filo del tercer atardecer, cuando los pájaros regresaban a sus nidos, y Do-Yin subía a saludarlos.

Todavía sosteniendo la sombrilla, Zaisei levitó lentamente hasta alcanzar una altura de varios metros. Siguió subiendo, poco a poco, hasta que los nidos de los haai se hicieron visibles.

Era un espectáculo bellísimo. Los pájaros gorjeaban y se llamaban unos a otros, planeaban sobre los nidos, arrullaban y se acomodaban para dormir, mientras los últimos rayos de sol arrancaban de su plumaje dorado reflejos anaranjados. Zaisei saludó al más cercano, una hembra amistosa que estaba sentada sobre su nido y parecía cansada.

—Una larga puesta, ¿eh? —sonrió la celeste—. Apuesto a que nacerán hermosos y sanos.

Tiritó de pronto. Allí arriba hacía frío; se había levantado un viento desagradable que hacía revolotear los bajos de su túnica. Miró a su alrededor, y vio a lo lejos una figura que levitaba de uno a otro nido. También llevaba una sombrilla, pero estaba tan concentrado en su labor que no se había dado cuenta de que se le había ladeado. Colgaba de su costado una enorme bolsa llena de frutos koa, un manjar para los haai. Zaisei sonrió de nuevo y acudió a su encuentro.

Do-Yin tardó un poco en percatarse de su presencia. Era un celeste pequeño y vivaracho, de nariz algo afilada, lo que, en opinión de muchos, le daba cierta semejanza a las aves que criaba.

—Buenas tardes, padre —saludó ella, sonriente—. Que las tres diosas velen tus sueños, y que el padre Yohavir mantenga puro el aire que respiras.

—¡Zaisei! —exclamó el criador de pájaros al reconocerla.

Hacía mucho que no se veían, por lo que el reencuentro fue emotivo. Sin embargo, Do-Yin no habló de descender al suelo, y Zaisei no se lo pidió. Sabía lo importante que era para él aquella visita diaria a los nidos, y no quiso interrumpirlo. Por el contrario, flotó junto a él, de nido en nido, y conversaron mientras él hacía su trabajo.

Tenían mucho de que hablar. Zaisei le puso al día de todo lo que había hecho en los últimos tiempos; de su trabajo como embajadora del Oráculo en tiempos de Ashran, de su relación con la Resistencia que había venido de otro mundo, de Yandrak, de Lunnaris, de lo sucedido en Nurgon y en la batalla de Awa. Y, aunque Do-Yin seguía examinando patas y alas, dando frutos koa o contando huevos, Zaisei sabía que en el fondo la estaba escuchando atentamente. Por fin, Do-Yin se volvió hacia ella y la miró con cierta severidad.

—Corriste un gran riesgo, Zaisei. Tu madre te llevó al Oráculo para que estuvieses a salvo, no para que participases en la guerra.

—Entonces era una niña; pero ahora ya soy adulta, y, por otro lado, las cosas sucedieron así, simplemente.

—Es por ese muchacho del que me has hablado, ¿verdad? El mago de la Resistencia.

Zaisei se sonrojó un poco.

—Existe un lazo, padre —confesó en voz baja.

Él la miró, con una sonrisa de grata sorpresa.

—¡Vaya! ¿Recíproco?

El rubor de Zaisei se hizo más intenso.

—Sí.

Do-Yin sacudió la cabeza, riendo entre dientes.

—Sí, está claro que ya no eres una niña. Me imagino que a Gaedalu no debe de haberle sentado demasiado bien. No querrá que abandones el Oráculo tan pronto.

—De eso quería hablarte. Mi madre dejó el Oráculo para formar una familia, pero luego regresó.

Do-Yin asintió. Aquello no tenía nada de particular. Los votos a los Seis no impedían las relaciones amorosas, pero en la mayoría de los casos estas debían ser a distancia. Alguien que sirviera en el Oráculo no podía tener a su familia consigo, puesto que en los Oráculos sólo podían vivir sacerdotes y sacerdotisas; en el de Raden sólo admitían a hombres, en el de Gantadd, sólo a mujeres. Y el Gran Oráculo, el único que era mixto y, por tanto, podía acoger entre sus paredes a una pareja formada por un sacerdote y una sacerdotisa, estaba situado en Nanhai, en el fin del mundo. Un lugar poco adecuado para formar una familia.

La madre de Zaisei había servido en Gantadd, un lugar donde no habrían acogido a Do-Yin, en primer lugar, por no ser sacerdote, y en segundo lugar, por ser un hombre. De todas formas, el criador de pájaros no habría sido feliz lejos de Haai-Sil, por lo que la única opción de la pareja había sido que ella abandonara el Oráculo durante un tiempo.

Esta era una práctica habitual entre los sacerdotes y sacerdotisas de los Seis. Su religión no les prohibía pedir permiso para dejar el Oráculo en cualquier momento, bien de forma temporal, bien definitiva, para mantener una relación o fundar una familia, sin dejar por ello de ser sacerdotes. Muchos ya no regresaban, sino que pasaban a trabajar en los templos locales. Pero otros sí volvían al Oráculo al cabo de los años, cuando los hijos eran ya mayores, o si el lazo que los unía a sus parejas se había debilitado, o si consideraban que iban a ser capaces de vivir lejos de su familia, visitándolos sólo de forma esporádica; y el Oráculo los recibía con los brazos abiertos. De modo que, si los padres de Zaisei se habían separado tiempo atrás, no se debía a la religión, sino a la distancia.

—Si quieres mantener tu relación con ese joven, tendrás que abandonar el Oráculo tarde o temprano —dijo Do-Yin—. Sobre todo si va para largo.

—No estoy segura —confesó ella—. Pasamos mucho tiempo separados.

—Pero lo echas de menos —adivinó él—. Y si queréis que bendigan vuestra unión y formar una familia...

—Es pronto para hablar de eso —se apresuró a contestar Zaisei—. La nuestra es... una relación difícil.

—¿Porque es un mago?

—No, padre —Zaisei alzó la cabeza para mirarlo fijamente, con seriedad—. Es porque no es un celeste. Es un joven humano.

Do-Yin entornó los ojos y no dijo nada. Volvió a centrarse en el nido que tenía ante sí. Zaisei estaba tranquila, sin embargo. Lo que un humano podría haber interpretado como una reacción de rechazo o desaprobación, la joven celeste lo había visto claramente como un gesto de preocupación. Do-Yin acogía la noticia con cierta cautela: puesto que existía un lazo, un sentimiento sincero entre ambos jóvenes, el celeste no tendría nada que objetar; no obstante, como todos los celestes sabían, especialmente los padres que tenían hijos en edad de buscar pareja, las relaciones con cualquier otra raza no celeste siempre eran complicadas. Los celestes eran especialmente sensibles y, al mismo tiempo, mucho más fuertes emocionalmente que los humanos. Porque los celestes estaban acostumbrados a conocer y aceptar los sentimientos propios y ajenos, mientras que los no celestes desconocían las emociones de la gente que los rodeaba y, al mismo tiempo, ocultaban las suyas propias, las disimulaban, creyéndose así más seguros. Y tenían tendencia a mentir sobre sus propios sentimientos, algo que no tenía sentido ante un celeste. Los no celestes no entendían que, al poner tantos muros en torno a su corazón, no lo protegían más, al contrario: lo hacían más vulnerable.

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