Authors: Laura Gallego García
—Sufriréis mucho los dos —dijo Do-Yin—. Especialmente tú. Los sentimientos de los humanos son intensos y violentos, porque tienden a reprimirlos. Se sentirá incómodo cuando quiera ocultarte algo y no pueda. Y, por otra parte, tú tendrás que decirle con palabras cosas que son obvias para cualquiera que posea la empatía de un celeste.
—Lo sé —asintió Zaisei—. Pero estamos aprendiendo los dos.
Do-Yin sonrió.
—Eso es bueno, hija. Si existe un lazo, deseo de corazón que sea lo bastante fuerte como para resistir las dificultades que puedan deshacerlo con el tiempo. En cuanto a lo de abandonar el Oráculo, tú sabes cuáles son las opciones. Si tenéis hijos varones, no podrás regresar allí, a no ser que te separes de ellos, o que te los lleves contigo al Oráculo de Nanhai, si es que vuelve a estar activo algún día, y los instruyan allí como sacerdotes de los Tres Soles. Si tienes hijas, podrías llevártelas contigo a Gantadd. Como hizo tu madre contigo. En cualquier caso, si deseas estar junto a tu mago, tendrías que plantearte dejar el Oráculo.
Zaisei se retorció las manos.
—Lo haría, si fuera necesario. Pero no quiero dejar sola a la Madre Venerable. Ha cuidado de mí desde que era muy pequeña, desde que mamá murió. Y últimamente está muy extraña...
Su padre no dijo nada. Zaisei se movió para situarse detrás de una de las agujas de piedra, tratando de resguardarse del viento, que era cada vez más intenso.
—Los Oráculos no están pasando por un buen momento —prosiguió Zaisei—.
Ya
te he contado lo que les ha sucedido a los Oyentes.
—Sí —asintió Do-Yin, sombrío; había percibido con claridad los sentimientos de angustia que habían llenado el corazón de su hija al hablar del tema—. Doy gracias a los Seis porque nada parecido sucedió en los tiempos en que tu madre vivía en el Oráculo.
—Sucedieron cosas importantes en aquellos tiempos —susurró Zaisei—. Ella escuchó la Primera Profecía.
Do-Yin la miró, muy serio.
—¿Gaedalu te lo ha contado? Habría sido mejor que no lo hiciera. Nunca quise que te implicaras en esto, hija, y el hecho de que tu madre fuera una Oyente del Oráculo de Gantadd en aquella época no te obliga a ti a sentirte responsable por todo lo que está pasando.
Zaisei inclinó la cabeza, sin tratar de negarlo.
—Pero hubo otra profecía —dijo entonces—. Dos años después de la primera, poco después de la conjunción astral, poco después de que el dragón y el unicornio fueran enviados a otro mundo. La segunda profecía hablaba también de un shek.
—Eso he oído decir —asintió el criador de aves.
—Entonces yo era muy pequeña, y no recuerdo nada de todo aquello. Y mi madre no tuvo ocasión de explicármelo. Tampoco he podido acceder a las anotaciones que los Oyentes hicieron en su día, y Gaedalu no ha querido responder a mis preguntas al respecto. No le gusta hablar de la Segunda Profecía; de hecho, a veces actúa como si fuera falsa, o como si la hubiésemos interpretado mal. Por eso, padre, necesito saber... si mi madre también escuchó esa Segunda Profecía, la que hablaba de Kirtash... Y si te dijo algo sobre ella.
Do-Yin negó con la cabeza.
—Tu madre no escuchó esa Segunda Profecía, Zaisei. —Ella abrió la boca para decir algo, pero el celeste le indicó con un gesto que no había terminado de hablar—. No lo hizo, porque alguien se lo impidió. Alguien escuchó la profecía en su lugar.
Zaisei lo miró con asombro, percibiendo el intenso dolor que provocaban en él aquellos recuerdos, pero no pudo decir nada, porque en aquel momento una violenta ráfaga de aire le arrebató la sombrilla de entre las manos.
—¿Quién, padre? —pudo preguntar al fin, alzando un poco más la voz, para hacerse oír por encima del silbido del viento.
Do-Yin no contestó. Se había quedado quieto, con la vista clavada en el horizonte. Zaisei siguió la dirección de su mirada y vio un grupo de formas oscuras que se acercaban volando desde el norte.
—No son pájaros —dijo.
—No, hija. Si no fuera porque parece imposible, diría que se trata de dragones.
Zaisei comprendió.
—
Son
dragones. Debe de ser un grupo de los Nuevos Dragones, los dragones artificiales. Los he visto volar. Parecen muy reales.
—Sin embargo, no es eso lo más sorprendente. Mira allí.
El celeste señaló un punto más lejano, algo que parecía perseguir a los dragones y que avanzaba lentamente hacia Haai-Sil. Algo alargado, como una gigantesca columna de colores cambiantes, que parecía, sin embargo, doblarse y ondularse.
—¿Qué es eso? —susurró Zaisei, horrorizada y fascinada a la vez.
—No lo sé, pero viene hacia aquí, y a los pájaros no les gusta.
Fue entonces cuando Zaisei se dio cuenta de que los haai gemían suavemente, aterrorizados. Nunca los había escuchado emitir aquel sonido, y no lo consideró una buena señal.
—Los dragones llegarán primero —dijo—. Si vienen de Rhyrr tendrán que detenerse aquí para renovar su magia. Voy a recibirlos cuando aterricen: tal vez ellos sepan qué está pasando.
—¡Alexander! —llamó Shail desde la entrada de la cueva—. ¿Estás ahí?
Era una pregunta retórica, por supuesto: sabía que estaba allí dentro. Pero, por si todavía le quedaba alguna duda, el habitante de la caverna le respondió con un gruñido malhumorado.
—¡Soy Shail! —insistió el mago—. ¡He vuelto, como te prometí! ¡Y he traído conmigo a Jack!
—¡Lárgate de una vez! —gritó Alexander desde dentro—. ¡Estoy harto de que me tortures con mentiras y con falsas esperanzas!
Shail se volvió hacia Jack con un suspiro.
—Ya lo has oído.
El chico movió la cabeza en señal de desaprobación.
—Déjamelo a mí.
Sin dudarlo, se metió dentro de la cueva. Cuando la luz que procedía de fuera ya no pudo iluminar sus pasos, desenvainó a Domivat, que resplandeció en la oscuridad. Miró a su alrededor, inquieto, pero el techo era lo bastante alto como para que su esencia de dragón no se sintiera constreñida.
—¡Alsan! —gritó.
Lo descubrió en un rincón, mirándolo con desconfianza a la luz de la llama de la espada.
—¿Quién eres? —gruñó—. ¿Y qué quieres?
—Soy Jack. Y lo que quiero es sacarte de aquí.
—Mientes. Jack está muerto. Además, él nunca me llamaba Alsan.
—Soy Jack, y estoy vivo. Y te llamo como me da la gana.
Clavó a Domivat en el suelo. La espada fundió instantáneamente toda la nieve a su alrededor, pero Alexander no tuvo tiempo de fijarse en el fenómeno, porque Jack se acuclilló ante él.
—¿No me reconoces?
Alexander le enseñó los dientes con un gruñido.
—Está bien, se me ha agotado la paciencia —suspiró Jack.
Lo agarró del pelo y tiró de él para obligarlo a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos. A la luz de Domivat, el fuego de la mirada del dragón poseía una fuerza antigua y poderosa que hizo que Alexander se encogiera sobre sí mismo, intimidado.
—Vas a venir conmigo ahí fuera —le dijo, lentamente, pero con firmeza—. Vas a salir de aquí y le vas a plantar cara al mundo, y vas a dejar de esconderte detrás de esta máscara de autocompasión, detrás de ese nombre prestado. Yo también llevo dentro algo que da mucho miedo, créeme. Y también he hecho cosas terribles, obligado por algo que escapaba a mi control y a mi voluntad. Pero eso no cambia el hecho de que sigo siendo Jack.
Alexander no soportó más la intensidad de la mirada del dragón; el miedo y las dudas rompieron el débil equilibrio entre las dos partes de su espíritu que luchaban por el control de su ser. Con un feroz gruñido, se desasió del contacto de Jack, se revolvió y, cuando se giró de nuevo hacia él, estaba a medio transformar. Jack cayó hacia atrás, sorprendido, y por un momento se quedó allí, sentado sobre la nieve. Sin embargo, cuando la bestia se abalanzó sobre él, reaccionó y retrocedió un poco, con un brillo de decisión iluminando sus ojos verdes. Se puso en pie y un instante después estaba transformado en un dragón dorado. Se pegó al suelo y estiró su largo cuello hacia la bestia para responder a su gruñido con un poderoso rugido que hizo retumbar toda la cueva. La criatura se detuvo, un poco perpleja, pero trató de avanzar de nuevo. Jack, perdida ya la paciencia, dejó caer su larga cola sobre él, como si fuera un látigo, y lo arrojó al suelo de un solo golpe. Después lo retuvo ahí, mientras sus ojos relucían en la penumbra, y sus orificios nasales dejaban escapar un resoplido teñido de humo.
—Esta no es manera de recibir a los amigos, Alsan —lo riñó.
Lentamente, Alexander volvió a recuperar su aspecto humano. Cuando miró al dragón, confuso y desorientado, había lágrimas en sus ojos, Jack sonrió y volvió a transformarse ante él.
—¿Lo ves? —le dijo en voz baja—. Soy yo, Jack. El chico al que rescataste en Dinamarca. El mismo dragón al que salvaste de la conjunción astral. Sigo vivo.
—¿Pero... cómo es posible? —balbuceó Alexander—. Decían... que Kirtash te había matado.
—Qué más quisiera él —sonrió Jack—. No es tan fácil acabar con un dragón.
Ambos cruzaron una larga mirada.
—Me alegro de haberte encontrado por fin —dijo Jack.
—Y yo me alegro de que sigas vivo —repuso Alexander con voz ronca—. No te imaginas cuánto.
Los dos se fundieron en un fuerte abrazo.
Kimara divisó a lo lejos los nidos de Haai-Sil cuando su dragón ya empezaba a fallar.
Después de todo un día de vuelo, la magia de los dragones ya estaba perdiendo fuerza, por lo que debían parar a renovarla. Sacudió la cabeza, preocupada. El día anterior ya se habían detenido y el tornado por poco los había alcanzado. Avanzaba muy lentamente, pero sin pausa, y por eso los pilotos, que sí necesitaban descansar, habían estado a punto sufrir las consecuencias.
Y esas consecuencias eran terribles. Kimara había tratado de olvidarlo, pero los recuerdos de lo que había sucedido en Rhyrr la torturaban sin piedad. De los veinte dragones que habían partido de Thalis, ahora sólo quedaban nueve. Y, delante de todos ellos, volaba Ogadrak, con aquella despreocupación que era característica de su piloto, y que tanto exasperaba a Kimara. La joven se preguntaba cómo iban a ayudar a los rebeldes de Awinor ahora, qué diría Tanawe cuando se enterara y, sobre todo, que dirían las familias y los amigos de aquellos que habían caído. Kimara apenas había tenido ocasión de conocerlos, pero Rando sí; y por eso le resultaba tan irritante que actuara como si nada hubiese pasado. La noche anterior, cuando Vankian y ella había renovado la magia de los dragones, Kimara había descubierto que el mago tenía los ojos húmedos. Rando, en cambio, parecía tan tranquilo como siempre, y al preguntarle Kimara al respecto, se había encogido de hombros y había contestado:
—Sí, es una pena.
Kimara estalló.
—¿Cómo que una pena? ¡Esas personas han muerto, y a ti no parece importarte!
Rando había vuelto hacia ella su mirada bicolor:
—Esas personas eran pilotos de los Nuevos Dragones. Acudían a Awinor a luchar y sabían que podían morir. De lo contrario, no serían pilotos de dragones y tampoco estarían en nuestro grupo. Cuando uno está dispuesto a morir por algo, es que la vida no le importa gran cosa, así que, ¿para qué llorarle? En mi caso, si algún día caigo, preferiría que nadie derramara una lágrima por mí. Preferiría que la gente riera y dijese: «Ahí se va Rando, y el muy canalla ha vivido la vida al máximo y al límite. Brindemos por Rando, que se carcajeó de su propia muerte y estuvo de buen humor hasta el final».
Kimara se quedó perpleja ante la franqueza del piloto, pero murmujeó:
—Ya, bueno, pero resulta que no todos piensan igual que tú.
No habían hablado más de ello, pero Kimara seguía estando molesta.
Volvió a la realidad al ver que Ogadrak iniciaba una maniobra de descenso, y que el resto de dragones lo seguían. Dudó un momento, pero entonces recordó que probablemente el alcalde de Rhyrr no había tenido tiempo de avisar en Haai-Sil de lo que se avecinaba. Tal vez ya fuera tarde pero, en cualquier caso, debían hacer algo.
Fue difícil encontrar un lugar donde aterrizar, puesto que el terreno de Haai-Sil, erizado de altas formaciones rocosas con forma de aguja, no dejaba muchos espacios libres. Al final, la flota halló una pequeña explanada a las afueras de la ciudad. Cuando Kimara bajó de un salto de su dragona, los otros pilotos se habían reunido ya en torno a un grupo de celestes que habían acudido a recibirlos. Kimara reconoció entre ellos a Zaisei. Se preguntó qué haría ella en Haai-Sil, y entonces recordó que la Madre Venerable había estado en Rhyrr hasta apenas unos días antes.
Zaisei también la había visto.
—¡Kimara! —exclamó—. ¿Qué es lo que pasa más al norte? ¿Qué es ese tornado que se acerca?
La semiyan sacudió la cabeza.
—No lo sé, pero ha arrasado Rhyrr y ha destruido más de la mitad de nuestra flota. Nos hemos detenido porque hemos de renovar la magia de los dragones y para avisaros, pero en unas horas continuaremos nuestro viaje hacia Awinor, y os aconsejamos que hagáis lo mismo y que evacuéis la población cuanto antes.
Zaisei palideció.
—¡Pero no podemos irnos! Los pájaros...
—Lleváoslos con vosotros —zanjó Kimara—. Usadlos de montura para escapar de aquí. Si os dais prisa, tal vez el huracán no os alcance.
—Pero, ¿y los nidos, los huevos, los polluelos...? —preguntó Zaisei, angustiada.
Kimara negó con la cabeza. Los celestes del grupo callaron, pálidos, con los ojos muy abiertos y con una clara expresión temerosa en sus rostros, habitualmente apacibles. Sin duda ya habían captado los sentimientos de terror e impotencia que anidaban en los corazones de los pilotos.
Era ya noche cerrada cuando Jack y Shail regresaron al Oráculo. Los seguía Alexander, aún aturdido, temblando bajo la capa de pieles que le habían proporcionado. Al verlo a la luz de la tarde habían descubierto que su larga estancia en el reino helado de Nanhai le había hecho perder dos dedos de la mano izquierda. A él, sin embargo, no parecía haberle afectado este hecho; por lo visto, al verlos congelados se había limitado a cortárselos con su propia espada.
En opinión de Shail, si los gigantes no lo hubiesen encontrado tiempo atrás, Alexander no habría sobrevivido. Ahora iba detrás de sus amigos, avanzando torpemente sobre la nieve, sin tener todavía muy claro lo que estaba pasando.
En las ruinas del Oráculo reinaban la calma y el silencio. Todos se habían ido ya a dormir, salvo Ymur, que se había acomodado junto a la hoguera y leía atentamente un libro. Junto a él había un ajado canastillo lleno de viejos volúmenes y antiguos legajos que, sin duda, tenía intención de estudiar a continuación.