Authors: Laura Gallego García
Jack se irguió, atento, con el corazón latiéndole con fuerza. Ydeon clavó en él una mirada cargada de gravedad.
—Éste es el mensaje que me dio para ti: «Nuestra estirpe vive a través de ti, Yandrak. Y eso quiere decir que no hemos muerto, y que no lo haremos mientras haya un solo dragón surcando los cielos de Idhún. Pero estarás condenado a librar la última guerra por todos nosotros; de ti depende elegir las batallas correctas. No tengas miedo, no dudes. Hay algo aun más poderoso que el instinto, y es el corazón. Ahí es donde está nuestra fuerza. Úsala bien, y serás libre. Y contigo, todos nosotros».
La voz de Ydeon se extinguió. Jack no dijo nada. Contemplaba las llamas con expresión pétrea y un extraño brillo en la mirada.
—No entendí sus palabras —prosiguió el gigante—, pero me las hizo repetir hasta asegurarse de que me las aprendía de memoria. No las he olvidado.
Jack se levantó con brusquedad y salió de la estancia. Todos pudieron apreciar que tenía los ojos húmedos.
—¿Qué le pasa?
Shail movió la cabeza y sonrió.
—Creo que no tenía un buen concepto de los dragones en el fondo —dijo—, a pesar de ser uno de ellos, y eso era algo que le estaba haciendo mucho daño. Tú le has devuelto la fe en su raza. Te doy las gracias por ello.
—Pero, ¿cómo lo sabía? —dijo entonces una voz ronca, desde el fondo de la sala—. ¿Cómo sabía ese dragón todo lo que iba a pasar?
Los dos se volvieron, un poco sorprendidos. Era Alexander el que acababa de hablar. Había salido de su mutismo habitual para mirar al gigante con gesto serio.
—No lo sé —repuso Ydeon—. Y lo cierto es que durante mucho tiempo dudé de sus palabras, sobre todo cuando la espada escapó a mi percepción. Pensé que había sido destruida...
—Aún recuerdo la cara que puso Jack la primera vez que vio a Domivat —dijo Alexander, pensativo—. Nunca imaginé que lo hubiera estado esperando desde siempre; aunque, después de todo, es lo que suele suceder con casi todas las armas legendarias.
Shail lo miró fijamente.
—¿Y tú? —le dijo—. ¿Estás bien?
Alexander desvió la mirada, pero luego alzó la cabeza de nuevo y se volvió hacia el gigante.
—¿Puede una espada forjada para luchar por la justicia ser empuñada por alguien innoble..., por un criminal, tal vez? —quiso saber.
—Depende de la espada.
Siguiendo un impulso, Alexander se levantó de un salto y desenvainó a Sumlaris. Los ojos de Ydeon brillaron con interés. —¿También forjaste tú a Sumlaris? —preguntó Shail.
—No —respondió él, examinándola más de cerca—. Ésta no es mía. Pero reconozco la factura. Maese Galdis de Namre. Solía forjar espadas para los caballeros de Nurgon hace cien años. Buenas espadas, sin duda. Estaba tan bien considerado que hasta consiguió colarles algunas espadas mágicas, a pesar de que los caballeros no son amigos de utilizar objetos encantados. Pero el propio Galdis había sido caballero...
»Ah, pero esta espada no ha desplegado aún toda su capacidad —añadió de pronto, estudiando su filo con aire experto—. Está medio dormida.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Alexander.
—Quiere decir que tú también estás medio dormido, o, para ser más exactos, que todavía no has llegado a ser todo lo buen caballero que puedes llegar a ser. Es decir, que aún tienes que desarrollar todas las cualidades que la propia espada considera imprescindibles para que te conviertas en su dueño perfecto. Pero las tienes, y la espada lo sabe; de lo contrario, hace tiempo que habrías notado que no eres de su agrado.
Alexander se sentó de nuevo, impresionado, y contempló el filo de su espada en silencio. Shail se quedó mirándolo un momento y después se volvió de nuevo hacia Ydeon.
—Ahora me toca a mí —dijo, sonriendo—. Yo también tengo una consulta.
—¿Sobre tu pierna?
El mago asintió.
—Hace un par de días que me está dando problemas. Temo que mi magia no baste para mantenerla en su sitio.
Ydeon examinó la pierna artificial que Shail le mostraba, frunciendo el ceño.
—Puede que tu magia fluctúe —dijo después.
—¿Y eso qué significa?
—Que la propia pierna se cansa de estar viva. Verás, la magia de los hechiceros no es estable, porque es una magia prestada, no nacieron con ella. Por eso, cuando la usan mucho, se gastan y tienen que descansar hasta que se recuperan. El poder de un mago no es inagotable.
»Esto no es un problema en el caso de las espadas legendarias, porque por lo general estas pasan mucho tiempo dormidas; todo el tiempo que su dueño no las está empuñando, para ser más exactos. El tiempo que permanecen en la vaina.
»Tu pierna no puede permitirse ese lujo. Porque, si lo hace, se desprenderá del resto del cuerpo.
—Sí, eso lo entiendo —asintió Shail—. Por eso llevo el medallón de piedra minca.
—Y tú mismo dijiste que a veces este tipo de amuletos fallan. Es por esta razón. Ahora estás usando tu magia permanentemente, incluso cuando duermes, y eso te agota, aunque no te des cuenta. Por eso, la piedra minca, que acumula parte de tu energía mágica para que la uses cuando no estás consciente, cada vez obtiene menos poder. Te estás gastando, Shail.
El mago se dejó caer sobre su asiento, anonadado.
—¿Y qué puedo hacer entonces? —murmuró.
Ydeon sacudió la cabeza.
—Puedes obtener otra fuente de poder. O puedes dotar a tu pierna de una energía mayor e inagotable, superior a la que puede conseguir de tu propia magia. Ya hablamos de esto en una ocasión y creo que no lo has olvidado.
—No —reconoció Shail en voz baja.
—Piénsalo —concluyó el gigante.
—No tengo mucho tiempo para pensarlo —repuso el mago—, puesto que mañana partiremos con el primer amanecer. En realidad solo estamos de paso.
Tenían intención de entrevistarse con Gaedalu, en Celestia o en Gantadd, allá donde se encontrase, y con Ha-Din, en Awa. Ambos habían estado presentes en la Primera Profecía y habían conocido a Manua, la Oyente del Gran Oráculo. Quizá pudieran darles una pista sobre su paradero.
—Bien —dijo Ydeon—. Entonces, tienes toda una noche para pensarlo.
—No te lo tomes al pie de la letra —dijo Alexander.
Jack no respondió. Seguía contemplando los brillos cambiantes de la caldera de lava, con expresión seria.
Era ya muy tarde, y los tres se habían acomodado en sus respectivos jergones, en la sala principal, donde Ydeon les había cedido espacio para pasar la noche. Se habían envuelto en pieles y habían apagado las antorchas, de modo que sólo el suave resplandor del pozo de lava iluminaba la estancia. No obstante, ninguno de ellos podía dormir.
—El hecho de que los dragones ya hubieran previsto todo esto y prepararan una espada para ti no significa que estés obligado a vengarlos a todos, ni nada por el estilo —prosiguió Alexander—. No creo que Domivat quisiera descargar esa responsabilidad sobre tus hombros.
—Pero, indirectamente, lo ha hecho —replicó Jack—. No sé si he de vengarlos, pero ellos quieren que haga algo. Y un dragón capaz de prever todo lo que iba a pasar, un dragón que sabía que su raza iba a ser exterminada un par de siglos antes de que eso sucediera, debía de saber también qué sucedería si acabábamos con Ashran. ¿Por qué, entonces, no dijo nada al respecto; por qué no trató de impedir todo lo que ha pasado? Y, lo más importante...: ¿cómo lo sabía?
—He estado pensando en ello —dijo Shail a media voz—. Esta mañana, Ydeon dijo algo muy extraño cuando te vio, Jack. ¿Lo recuerdas?: «Pensaba que todos los dragones tenían tres ojos».
—Sí —asintió el joven—. Pero no sé a qué venía eso.
—Bueno, a mí me ha recordado a una antigua leyenda sobre dragones que puede que lo explique. Cuenta que una vez existió un dragón que se enamoró de las lunas.
—¿De las lunas?
Shail asintió.
—Dicen que pasaba las noches en vela, contemplando las lunas, y, por tanto, dormía durante el día. Los dragones son criaturas diurnas, por lo que su comportamiento no dejaba de llamar la atención entre los suyos, y pronto corrió el rumor de que estaba loco.
»Sin embargo, a aquel dragón no le importaba lo que dijeran los demás. Seguía alzando la mirada hacia el cielo cuajado de estrellas, noche tras noche, bebiendo de la luz de las lunas, aprendiéndose sus formas y matices de memoria... y así, pronto empezó a hacerse preguntas. Se preguntaba si era cierto que los dioses vivían en las lunas, y por qué lo harían; y por qué los dragones y las otras criaturas habitaban en Idhún, en lugar de hacerlo allí arriba, y si algún día su raza podría volar hasta Erea para reunirse con ellos.
»Formuló aquellas mismas preguntas a otros miembros de su clan, pero ningún dragón le dio una respuesta satisfactoria. Los dragones estaban en Idhún para cuidar de las seis razas y luchar contra la séptima, pero nadie sabía si los dioses regresarían algún día para ayudarlos, o si ellos debían acudir a su encuentro... por lo que una noche, una noche en que las tres lunas brillaban llenas y estaban más hermosas que nunca, el dragón decidió que él mismo iría a preguntar a los dioses si todo aquello tenía un sentido.
»De modo que alzó el vuelo y se elevó hacia las lunas. Voló toda la noche. Subió, y subió, todo lo que pudo, hasta que el primer amanecer lo sorprendió y desdibujó los contornos de las lunas en el cielo, hasta hacerlas invisibles. Pero el dragón no se rindió, y siguió elevándose, con fe inquebrantable.
»Los dioses lo vieron llegar y quisieron detenerlo, haciendo su viaje cada vez más penoso. Primero lo atacaron con frío, luego lo dejaron casi sin aire... pero el dragón seguía subiendo, y subiendo, y cuando la noche volvió a cubrir el mundo con su manto, las lunas estaban mucho más cerca y parecían mucho más grandes.
»Sin embargo, llegó un momento en que el dragón no pudo más. Agotado, cerró los ojos y empezó a caer.
»En Erea, los dioses discutían sobre si debían premiarlo por su perseverancia o castigarlo por su osadía. «Las dos cosas», dijo Irial, con una enigmática sonrisa.
»Cuando el dragón abrió los ojos, yacía sobre el suelo de Idhún, ileso. Los dioses le habían salvado la vida. Sin embargo, habían cambiado algo en él: ahora no tenía dos ojos, sino tres, como las tres lunas que tanto había amado. Los dioses habían abierto un tercer ojo en su frente, sobre los otros dos, y con él podía ver cosas que habían pasado, cosas que estaban pasando y cosas que iban a pasar.
»Regresó a Awinor y relató su aventura, y cuando los dragones vieron su tercer ojo y escucharon las cosas que decía, creyeron sin duda que aquello era obra de los dioses. Desde entonces fue tenido por sabio, y sus palabras fueron escuchadas y tenidas en gran consideración. No obstante, para él el tercer ojo no fue siempre un don, porque no podía controlar las cosas que veía, y lo peor de todo, no podía cambiarlas. Por eso, porque se limitaba a ver, lo llamaron el Visionario.
»Y cuenta la leyenda que, el mismo día de su muerte, eclosionaron los huevos de una pareja de dragones, y uno de los recién nacidos tenía un tercer ojo en mitad de la frente. Y así, siempre ha habido un Visionario entre los dragones, pues cuando muere uno, nace el siguiente, continuando con la estirpe de dragones sabios que ha regido los destinos de Awinor desde entonces. No obstante, nadie, excepto los otros dragones, ha visto nunca a uno de esos Visionarios; pues prefieren permanecer en sus cuevas, en la oscuridad, con sus tres ojos cerrados, contemplando las imágenes que su extraña percepción crea en su mente... y buscando la manera de cambiar el destino.
—Vaya —pudo decir Jack, después de un largo, largo silencio—.
¿Quieres decir que ese dragón... Domivat... pudo ser el Visionario de los dragones?
—Todo apunta a ello; y eso quiere decir que esa leyenda es mucho más que una leyenda.
—El Visionario —murmuró Alexander, impresionado—. Si es cierto, sabía ya que su raza iba a extinguirse...
—Pero no pudo hacer nada, excepto ayudar a crear una espada —suspiró Shail.
—Yo diría que eso ya fue mucho —opinó Alexander—, puesto que esa espada le ha salvado la vida a Jack en más de una ocasión.
—Estaba pensando —dijo Jack de pronto—, que si murió el día de la conjunción astral, como todos los demás dragones, ese día pudo haber nacido el siguiente Visionario. Pudo haber sido uno de mis hermanos. Pude haber sido yo —añadió, perplejo.
—Pero no eres tú —respondió Shail—. Sólo tienes dos ojos, de modo que me temo que la estirpe de los Visionarios murió con el último de ellos.
—O puede que no haya muerto del todo —murmuró Jack, contemplando su espada legendaria, que dormía en su vaina.
Assher se despertó sobresaltado. Había tenido una pesadilla, aunque en aquellos momentos los detalles le resultaban confusos. Respiró hondo y decidió salir a tomar un poco el aire.
Pasó por entre los cuerpos dormidos de los szish con los que compartía la tienda, procurando no despertarlos. Salió al exterior y se detuvo un momento bajo el cielo iluminado por las tres lunas. Después, echó a andar.
Era un simple paseo; pensaba dar una vuelta y regresar a la tienda, pero sus pasos lo llevaron cerca del árbol de Gerde.
El primer día, los szish le habían ofrecido una tienda para ella sola. Pero Gerde la había mirado con aprensión. Assher había oído por ahí que ella había dicho, al verla, que ya había ocupado tiempo atrás un habitáculo como aquél, y no sentía el menor deseo de repetir la experiencia. De modo que había hecho crecer un árbol.
Al principio, los hombres-serpiente se habían mostrado desconcertados. No imaginaban cómo era posible que alguien pudiera sentirse más cómodo en un árbol que en una tienda. Pero resultó que aquel árbol echó raíces, y creció sobremanera, y formó, entre sus ramas y en una oquedad de su tronco, amplios espacios cálidos y acogedores.
Y Gerde se había instalado allí. El tronco del árbol era casi tan amplio como una casa; sus raíces se extendían hasta muy lejos, y decían que emergían de la tierra para atrapar a los intrusos no deseados. Sus ramas, largas y frondosas, formaban un velo vegetal que ocultaba la vivienda casi por completo.
Assher se detuvo a una prudente distancia del árbol y lo contempló, todavía maravillado de la obra del hada.
La suponía durmiendo, en alguno de los recovecos vegetales de aquella vivienda viva, por lo que se sobresaltó cuando sintió junto a él un perfume floral y escuchó la voz de ella en su oído.