Authors: Laura Gallego García
—¿No podías dormir?
Assher tembló de pies a cabeza.
—No, señora. Lamento haberos molestado; ya me iba.
—No molestas —sonrió ella—. Tampoco yo podía dormir.
El joven szish se volvió para mirarla. Bajo la luz de las lunas le pareció todavía más hermosa. Sin embargo, su sonrisa era extraña, y su mirada tenía un punto de amargura.
—A... admiraba vuestra vivienda, señora. Es un árbol magnífico.
—¿Verdad que sí? —ronroneó ella—. Estoy muy orgullosa de él; y, no obstante, espero poder abandonarlo pronto. Eso serían buenas noticias.
Assher no supo qué decir. No entendía las palabras de Gerde, pero no lo dijo, por miedo a parecer estúpido.
—Pero los días pasan —suspiró el hada—, y la señal que estamos aguardando no llega.
—¿Qué clase de señal? —se atrevió a preguntar Assher.
—Un mensaje —fue la respuesta—. Un mensaje que nos confirme que hay una salida. Si nos cierran esa salida, mi joven serpiente, no tendremos más remedio que dar la vuelta y luchar. Y ellos no tendrán tanta piedad como los dragones.
Assher la miró, atónito. Jamás había oído decir que los dragones, sus enemigos ancestrales, fueran benevolentes. Gerde advirtió sus dudas y explicó:
—Los dragones expulsaron de Idhún a todas las serpientes. Mataron a muchas, es cierto, y los szish fueron los que sufrieron más. Pero la raza shek sobrevivió, porque ellos se sobrepusieron a su odio y se conformaron con desterrarlos. No los exterminaron.
»Ashran sí lo hizo. Aniquiló a todos los dragones, y no tuvo piedad. Quizá pensaba que con eso nuestros enemigos se darían por vencidos y reconocerían por fin nuestro derecho a existir en Idhún. Pero para ellos había dejado de ser un juego, Assher.
Assher escuchaba con atención, entendiendo solo a medias. Gerde lo miró y sonrió.
—¿Sabías que Ashran tuvo en sus manos la vida del último dragón, y lo dejó escapar?
Otra revelación sorprendente.
—Era un sangrecaliente —dijo, desdeñoso—. No podía esperarse más de él.
La sonrisa de Gerde se hizo más amplia.
—Tenía miedo, Assher. Al principio creyó que matándolos a todos daría por terminado este juego sangriento. Pero hubo uno que sobrevivió, uno solo; y los Seis se esforzaron mucho por mantenerlo con vida. Ashran temió que, si lo mataba, los Seis se enfurecerían e intervendrían personalmente. Creyó que, manteniendo con vida a Yandrak, les hacía creer que el juego no había terminado. Que, mientras un solo dragón permaneciese vivo en el mundo, los dioses considerarían que aún tenían una posibilidad de vencer. Lamentablemente, los Seis hacían bien apostando por aquel dragón, que acabó siendo la perdición de Ashran. Y los dioses no han aguardado a que el juego termine. Aún hay sheks en el mundo, aún queda un dragón. Pero eso ya no les importa. Detectaron al enemigo y han venido a buscarlo. No tardarán en encontrarlo.
»Nunca juegues con dioses creadores, Assher. No saben perder.
Assher no dijo nada. Por un momento creyó que ella estaba perdiendo el juicio, pero apartó aquellos pensamientos de su mente.
Permanecieron en silencio un rato, hasta que Gerde se giró con brusquedad y lo miró fijamente.
—Assher —le dijo, con dulzura—. Mi elegido. ¿Me amas?
El muchacho se quedó con la boca seca.
—Yo... —tragó saliva, con esfuerzo.
—Puedes hablar con franqueza, mi joven serpiente. No espero menos de ti.
—Yo... yo... —tartamudeó Assher—. Pe-perdonad mi atrevimiento, señora, pero... sí, os amo.
Cuando lo hubo dicho se sintió mucho mejor; pero inmediatamente lo invadió el pánico a ver burla o desprecio en los ojos de ella. No se atrevió a levantar la cabeza, hasta que oyó a Gerde reír suavemente.
—Eso está bien, Assher. Pero, dime... ¿hasta qué punto me amas? ¿Morirías por mí?
El corazón del szish se aceleró. Alzó la cabeza y la contempló, extasiado.
—Sí, mi señora. Yo... lo haría sin dudar.
Ella sonrió y le acarició el rostro, con cierta ternura. Assher deseó besarla, pero no se atrevió. Gerde había dicho que aún era demasiado joven para ella, y no quería hacer algo que pudiera molestarla y apartar de su mente la idea de aceptarlo más adelante, cuando fuera más mayor.
—Ojalá no haya que llegar a eso —dijo el hada—. Pero a todos nos llega la hora. Y, sabes, yo no debería estar viva. Si estoy aquí ahora mismo es porque se me ha concedido una segunda oportunidad. Pero es una vida prestada, Assher, y tarde o temprano tendré que devolverla. No obstante, ¿habría alguien lo bastante loco o valiente como para morir por mi causa?
—Habrá alguien que os ame lo suficiente —susurró el szish—. Será un gran honor para mí ser esa persona, mi señora.
Gerde sonrió.
—¿Lo ves? Por eso eres mi elegido.
Se acercó más a él y depositó un suave beso en sus labios; fue apenas un roce, pero el corazón de Assher estuvo a punto de salírsele del pecho.
El momento fue bruscamente interrumpido. Gerde se separó de él y alzó la cabeza, interesada, como si hubiese escuchado algo. Lentamente, su boca se curvó en una suave sonrisa. Sus ojos relucieron.
—¿Qué sucede, mi...? —empezó Assher, pero calló al ver una sombra que se aproximaba rápidamente hacia ellos. Gerde se volvió hacia él, radiante de alegría.
—¡Tú también lo has notado! —dijo.
—Está empezando —asintió él.
Assher intentó que no se reflejase en su rostro lo que estaba sintiendo. Detestaba a aquel humano de aspecto siniestro. No era ningún secreto que pasaba muchas noches en el árbol de Gerde.
—Está empezando —convino ella—. Parece que Kirtash sigue siendo útil, al fin y al cabo.
Esta vez, Assher no pudo evitar torcer el gesto. Cuando era niño había sentido una admiración mal disimulada hacia Kirtash, el hijo de Ashran. Un humano, ciertamente, pero más poderoso y letal que cualquier szish. Después, Kirtash los había traicionado..., no sin antes, se decía, haber seducido a Gerde, o haber sido seducido por ella; los rumores no se ponían de acuerdo en esta cuestión. La idea de que Kirtash pudiese seguir en contacto con Gerde le revolvía el estómago de rabia y de celos. Porque aquel Yaren no era gran cosa, pero Kirtash...
«Todo eso no importa», se dijo Assher, mientras veía cómo Yaren y Gerde entraban juntos en el árbol. «Yo soy su elegido. Solo yo».
Abandonaron la caverna de Ydeon al día siguiente, a primeras horas de la mañana. Shail no se atrevió a pedirle al gigante que le quitara la pierna de nuevo, por lo que seguía arrastrando molestias, y su magia continuaba debilitándose poco a poco. Sabía que llegaría un momento en que tendría que probar lo que Ydeon había sugerido, y proponerle a Jack que exhalara su aliento de dragón sobre la pierna artificial. Pero aún no lo había hecho, entre otras cosas porque, después de conocer el origen de Domivat y el mensaje del último Visionario, el muchacho estaba serio y pensativo, y Shail no quería molestarlo. Además, había visto a Jack transformado en dragón y, aunque no quisiera admitirlo, lo cierto era que el recuerdo de la poderosa criatura todavía lo intimidaba.
Se pusieron en marcha, pensativos y en silencio; les aguardaba un largo viaje hasta Gantadd.
Cuando Jack propuso que montaran sobre su lomo para ir más deprisa, tanto Shail como Alexander tuvieron sus dudas. Pero ambos habían montado anteriormente en pájaros haai, que parecían más delicados e inestables que el amplio lomo del dragón, por lo que terminaron accediendo.
Aquel día avanzaron mucho, pero al atardecer estalló una tormenta de nieve que los obligó a refugiarse en las montañas. Como al día siguiente no había amainado, no tuvieron más remedio que proseguir a pie.
Los días siguientes transcurrieron de forma similar. Tuvieron que avanzar a pie cada vez que estallaba una tormenta y les impedía viajar por el aire. Sin embargo, cuando por fin franquearon las montañas del este y alcanzaron el camino de la costa, que dejaba el mar a su izquierda y las montañas a la derecha, las tormentas amainaron y pudieron volar más a menudo.
A Alexander le estaba sentando bien el viaje. Ver a Jack vivo, y en pleno uso de sus poderes de dragón había devuelto la esperanza a su corazón. El plenilunio de Ilea los sorprendió a mitad de viaje, pero la luna verde, aunque obró algunos cambios en su fisonomía y en su carácter, no lo transformó por completo. Alexander no sabía qué haría la próxima vez que Erea estuviese llena, pero ya no parecía importarle tanto. Teniendo a Jack cerca, todo el mundo estaría a salvo. Ni siquiera la bestia que habitaba en su interior sería capaz de vencer al dragón.
Alexander sentía mucho respeto por aquel dragón. La última vez que había visto a Yandrak, este no era más que una cría recién salida del huevo. Y, aunque había contemplado al dragón dorado que Tanawe había creado para defender la fortaleza de Nurgon, tiempo atrás, no era lo mismo. Aquel era Jack. Yandrak.
Su
Yandrak. Aquella era la criatura que había rescatado el día de la conjunción astral, y ya había crecido, convirtiéndose en un soberbio y poderoso dragón joven. Volar sobre su lomo era una experiencia única que confirmaba que no había fracasado en su misión. Aquel dragón podía volar porque él lo había salvado tiempo atrás. Se obligaba a pensar en ello a menudo; era una idea que lo reconfortaba frente al sentimiento de culpa y los malos recuerdos.
Un día, sin embargo, sucedió algo que le hizo replantearse el concepto que tenía sobre los dragones.
Habían hallado refugio en una enorme grieta abierta en una pared rocosa. Como todas las noches, se habían envuelto en sus capas de pieles para dormir, en torno a los rescoldos una hoguera encendida con el fuego de Jack. De madrugada, no obstante, los despertó un estruendo que parecía proceder de las entrañas de la tierra, como un espantoso gemido procedente de mil gargantas de piedra. Los tres se levantaron, sobresaltados.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Alexander.
Nadie pudo contestar. De pronto, el suelo comenzó a temblar, las paredes de la cueva se estremecieron, y del techo se desprendieron algunos fragmentos de roca.
—¡Hay que salir de aquí! —gritó Jack.
Se apresuraron a recoger sus cosas y a arrastrarse fuera de la caverna. Apenas lo habían hecho cuando una enorme estalactita cayó tras ellos con estrépito.
Corrieron con todas sus fuerzas, alejándose de la caverna. El suelo retumbaba a sus pies, lo que hizo que Shail perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Jack se detuvo, indeciso.
—¿Qué está pasando? —preguntó Alexander.
—¡Es Karevan! —gritó Shail—. ¡Karevan está aquí!
Jack entornó los ojos. No había visto todavía los efectos que el dios de los gigantes estaba provocando a su paso por el mundo.
No había tenido ocasión y, además, después de haberse enfrentado a Yohavir, había considerado que ya tenía bastante. Pero se volvió y alzó la mirada hacia lo alto, tratando de mantenerse erguido mientras la tierra temblaba con violencia a sus pies. Y vio la cordillera sacudiéndose y estremeciéndose, los grandes bloques de piedra desprendiéndose y rebotando por la falda de la montaña, con un sonido ensordecedor. Cuando una de las piedras cayó cerca de ellos, haciéndose pedazos con violencia, Jack no se lo pensó más. Se transformó en dragón y, batiendo las alas suavemente para mantener el equilibrio, gritó:
—¡Vamos, subid a mi lomo!
Los dos humanos le obedecieron. Jack cogió impulso y se elevó en el aire. Tuvo que sortear otra roca que caía, y cuando ya estaba a una distancia considerable del suelo, se oyó un ruido atronador, como si el mundo se hubiese partido en dos, y Shail gritó:
—¡Cuidado, cuidado! ¡A tu espalda!
Jack se volvió y vio, horrorizado, que un nuevo movimiento sísmico había provocado un enorme alud de nieve que bajaba bramando por la montaña. Batió las alas con todas sus fuerzas para alejarse de allí, pero seguía estando demasiado cerca de la cordillera. Oyó entonces que Shail pronunciaba las palabras de un hechizo, y se sintió súbitamente propulsado hacia adelante. Cuando recuperó su velocidad normal, ya estaban lejos de la montaña, sobrevolando el mar.
Aterrizaron un poco más lejos, sobre los acantilados.
Shail tenía mal aspecto. Parecía agotado, y se sujetaba el lugar donde su pierna artificial se unía al resto de su cuerpo, con evidente dolor. Jack y Alexander lo miraron, preocupados.
—Estoy bien —murmuró el mago, con una débil sonrisa—. Sólo necesito recuperar las fuerzas. Cuando mi nivel de magia suba un poco más, la pierna volverá a estabilizarse.
Jack también estaba cansado, por lo que decidieron quedarse allí. Sin embargo, cuando subió la marea y las olas comenzaron a salpicar la parte superior del acantilado, comprendieron que tendrían que alejarse del mar y volver a buscar refugio en la cordillera. Afortunadamente, las montañas más cercanas parecían estables.
—Karevan se mueve con mucha lentitud —dijo Shail—. Por el momento, estamos a salvo.
Encendieron una hoguera al abrigo de una pared rocosa y se sentaron a descansar. Pasaron un buen rato hablando de dioses, de lo que habían visto y vivido cada uno por su parte, de lo que podían hacer en el caso de que aquellas titánicas fuerzas de la naturaleza decidiesen reunirse todas en el mismo lugar, preguntándose si había alguna manera de evitarlo. Jack dijo que tenía un plan, pero no quiso compartirlo con sus amigos. De todas formas, estaban demasiado cansados como para discutir.
—Yo haré la guardia —se ofreció Jack, al ver bostezar a Shail—. No creo que pueda dormir esta noche y, de todas formas, no falta mucho para el primer amanecer.
Nadie le contradijo.
Apenas un rato más tarde, Shail se despertó de nuevo por culpa de su pierna artificial. Ahogando un gemido, se incorporó y se levantó el bajo de la túnica para verla. Pero no llegó a completar el gesto.
Se había dado cuenta de que Jack no estaba.
Alexander dormía profundamente, pero el joven dragón se había esfumado. Inquieto, Shail se preguntó si aquello tenía algo que ver con el plan del que no quería hablarles. Despertó a Alexander y le puso al corriente de la situación. Sin una palabra, los dos abandonaron el campamento en silencio y fueron en busca de Jack.
Lo alcanzaron un poco más lejos. El muchacho estaba medio oculto tras un risco, oteando algo que había más allá, a la luz de las lunas. Los dos se reunieron con él.
—¿Qué pasa? —preguntó Alexander en voz baja.