Panteón (39 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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Observó a Christian, pensativa. El joven seguía trabajando en el hexágono que rodeaba el manantial, bajo el intenso frío, y bajo la atenta mirada del otro shek, que lo contemplaba con un mal disimulado desprecio. Aquel era Kirtash, el híbrido, el traidor. Shizuko se preguntó por qué estaba ahora con ellos. Ya debía saber que, en cuanto hubiese cumplido su tarea, lo matarían, a no ser que Gerde ordenase lo contrario (si es que realmente era ella la Séptima diosa: Shizuko aún tenía dudas al respecto, y si había accedido a llevar a cabo aquel plan era más por curiosidad que porque se sintiera realmente obligada a hacerlo). Y, si lo sabía, ¿por qué corría el riesgo?

Shizuko no podía dejar de admitir que aquel chico la intrigaba. Le gustaba tenerlo cerca, porque era muy semejante a ella, la única persona de su entorno que podía comprenderla. Pero, por otro lado, su presencia le inspiraba temor y rechazo. No solo porque veía en él un reflejo de lo que ella misma había llegado a ser, sino porque en su interior había algo que Shizuko encontraba extraño y diferente, y que no le gustaba.

Christian regresó del manantial para situarse de nuevo junto a ella.

«¿Cuánto tiempo más vamos a tener que esperar?», preguntó Shizuko.

Christian se encogió de hombros.

«No lo sé, pero no debe de faltar mucho ya».

El otro shek se quedó mirándolos fijamente desde el otro lado del manantial. El vaho empañaba su imagen, pero ambos entendieron muy bien el sentido de la mirada.

«No les gusta vernos juntos», comentó Shizuko, sin temor a que el otro shek captase sus pensamientos, puesto que la conversación entre Christian y ella era privada.

«Es normal», sonrió él. «Pero creo que lo entienden».

«Sí», asintió ella. «Y por eso tienen miedo».

Christian se volvió hacia Shizuko, con expresión hermética. Los dos cruzaron una larga mirada. Junto al manantial, el shek siseó, molesto, y se perdió por los estrechos senderos del bosque nevado.

Cuando Christian volvió, a altas horas de la madrugada, Victoria estaba en su cama, profundamente dormida. No obstante, no se había introducido entre las sábanas. Seguía vestida y se había tapado con la manta que ya era de ella. El joven se quedó mirándola, en silencio. Y Victoria debió de percibir aquella mirada, puesto que abrió los ojos y lo miró. Le sonrió, aún entre las brumas del sueño.

—Hola —susurró—. ¿Qué hora es?

—Muy tarde, supongo —respondió él, en el mismo tono de voz—. ¿Me has estado esperando todo el día?

Victoria asintió, aún sonriendo. Christian comprendió que se sentía tan feliz de estar junto a él, que no le importaba haberle aguardado tanto tiempo.

—Te he traído un regalo —le dijo.

La sonrisa de Victoria se hizo más amplia. Christian encendió la lámpara de la mesilla de noche y le tendió un objeto, que Victoria sostuvo entre sus manos como si fuera el tesoro más valioso del mundo.

—Es un libro...

—No exactamente. Ábrelo.

Victoria obedeció, y descubrió entonces que las páginas estaban en blanco. Lo miró con mayor atención. En realidad era un cuaderno, aunque tenía muchas páginas, y las pastas eran duras e imitaban el estilo de los libros antiguos.

—Sé que te gusta escribir —dijo Christian—. Solías llevar un diario cuando vivías con tu abuela.

Victoria se preguntó cómo lo sabía él. Nunca se lo había contado a nadie. Entonces recordó que hubo una época en que el shek la había estado espiando desde las sombras. Se preguntó cuántas cosas más habría averiguado entonces, y recordó la carpeta que descansaba en el estudio, y que aún no se había atrevido a mirar.

—Te lo he traído porque pensé que lo echarías de menos. Me refiero a lo de escribir. Puedes seguir tu diario en este cuaderno, o puedes usarlo para contar todo lo que nos ha pasado, tanto en la Tierra como en Idhún. Lo que más te apetezca.

Victoria estrechó el cuaderno contra su pecho. Christian podía haberle regalado cualquier otra cosa, y si le hubiera preguntado antes, probablemente lo último que se le hubiera ocurrido habría sido aquello. Y, sin embargo, ahora que lo tenía en sus manos, sentía que, de verdad, no había otro regalo que hubiese podido apreciar más. Pensó, por un momento, que Christian no solía darle lo que quería; pero sí lo que necesitaba.

—Muchas gracias —respondió—. Creo que lo usaré para poner por escrito todas nuestras aventuras. Para futuras generaciones —rió—, pero, sobre todo, para que no se me olvide a mí. Me vendrá bien para ordenar mis ideas. Si pongo por escrito todo lo que he aprendido en todo este tiempo, puede que hasta le encuentre algún sentido —bromeó.

Christian sonrió.

—Me alegro de que te guste.

La contempló mientras dejaba el cuaderno sobre la mesilla. Le apartó el cabello de la cara para verla mejor. Al sentir el contacto, Victoria alzó la mirada hacia él, con el corazón palpitándole con fuerza.

—Es tarde —dijo el shek tras una pausa—. Y yo no tenía intención de despertarte. Sigue durmiendo...

—Si vas a estar aquí prefiero quedarme despierta —respondió ella con rapidez—. Porque si me duermo, cuando me despierte no estarás conmigo, y no sé cuándo voy a volver a verte otra vez.

—Yo iba a dormir. Tú puedes quedarte despierta, si quieres.

Ella lo miró, desarmada.

—Ah..., en tal caso...

—Duérmete. Me quedaré contigo esta noche.

Victoria se tumbó de nuevo, algo reacia. Christian se acostó a su lado y rodeó su cintura con los brazos. Victoria lo sintió tras ella, tan cerca que notaba su aliento en la nuca. Respiró hondo, disfrutando del momento.

—Buenas noches —dijo en voz baja.

—Buenas noches, criatura —respondió él.

Cuando se despertó, acababa de amanecer, y Christian ya se había ido. Sin embargo, ella percibió algo de su esencia en la habitación. Palpó la almohada, a su lado, y sonrió al comprender que acababa de marcharse. De verdad había pasado la noche junto a ella.

Se incorporó, meditabunda. No entendía muy bien qué estaba ocurriendo, y no sabía si la relación entre ellos iba bien o se había enfriado. Tras los momentos íntimos que habían compartido dos noches atrás, Victoria había supuesto que estaban más unidos que nunca. Pero Christian seguía comportándose con ella de forma un tanto indiferente, y se pasaba la mayor parte del tiempo en Japón, con Shizuko.

Victoria no era tan ingenua como para no saber que Shizuko era importante para él, pero no quería sacar conclusiones precipitadas. Ella misma amaba a Jack intensamente, y eso no significaba que no sintiera nada por Christian. Y al contrario.

Sacudió la cabeza, tratando de apartar aquellos pensamientos de la cabeza.

Se dirigió a la cocina para hacerse el desayuno. Cuando abrió la alacena en busca de algo comestible, descubrió algo que no estaba allí el día anterior: dos botes, uno de cacao y otro de café. Además, se trataba de las marcas que ella solía tomar cuando vivía con su abuela. «¿Cómo los ha conseguido?», se preguntó, perpleja. «Y, más aún... ¿cómo lo ha sabido?».

Sonriendo, se estiró para despejarse y se preparó un poco de café con leche y una tostada. Después movió el sofá para colocarlo junto a la ventana, dejó su desayuno en una bandeja cerca de ella y fue a buscar el diario que le había regalado Christian y un bolígrafo del estudio. Se acomodó en el sofá, abrió el cuaderno, se quedó un momento pensativa y empezó a escribir.

X

El último Visionario

La caravana se deslizaba indolentemente sobre las arenas de Kash-Tar, bajo el calor abrasador de los tres soles. Los carros, tirados por torkas, enormes lagartos del desierto, avanzaban con lentitud. Los torkas, perezosos por naturaleza, no tenían prisa, y sus amos no los fustigaban. Eran conductores experimentados y sabían que, si los hacían correr, acabarían por detenerse, agotados, cerrarían los ojos y no habría quien pudiera ponerlos en marcha de nuevo. Los viajes de las caravanas eran lentos y exasperantes; pero el torka era el mejor animal de tiro que tenían en Kash-Tar: fuerte, dócil y resistente. Los mercaderes más veteranos solían decir que los torkas eran un regalo de Aldun para que los yan aprendieran a través de ellos la paciencia que su dios no les había otorgado al crearlos.

Por fin avistaron a lo lejos la silueta de los árboles del oasis. Los torkas aceleraron la marcha sin necesidad de ser fustigados: sabían que, cuando llegaran, podrían dejarse caer a la sombra, cerrar los ojos y dormir durante mucho, mucho tiempo.

Sin embargo, ninguno de los torkas se atrevió a adelantar al carro que guiaba la caravana. Sabían muy bien lo que sucedería si lo hacían.

En los límites del oasis les aguardaba un grupo de hombres-serpiente armados. Un control rutinario. Los mercaderes llevaban años pasando por ellos, y se habían acostumbrado. Y, aunque se sabía que las tierras del norte se habían librado del yugo de las serpientes, en Kash-Tar todo seguía más o menos como siempre.

Más o menos.

El guía detuvo su carro junto al que parecía el capitán de la patrulla. El lagarto dejó escapar un agudo sonido gutural, frustrado, pero se detuvo, obediente.

—Sssaludosss, mercader —dijo el capitán.

—Saludos —respondió él.

Sabía lo que le iban a preguntar, y tenía las respuestas preparadas. No obstante, también sabía que no debía darlas todas a la vez, y que debía contestar a las preguntas una por una. Los szish habían adoptado la costumbre de no dejar hablar a los yan mucho rato seguido, porque no los entendían. Los habitantes del desierto solían hablar con tal rapidez que no separaban las palabras. Con ellos, lo mejor que se podía hacer era formularles preguntas a las que pudieran dar respuestas cortas y sencillas.

La rutina se repitió, una vez más.

—Nombre.

—Kit-BakdeNin.

—Origen.

—Lumbak.

—Dessstino.

—Dyan.

—Mercancía.

—TelasdelospueblosnómadasyartesaníalimyatiparaCelestia. Abaloriosycosasparecidas.

—¿Qué classse de «cosssasss parecidassss»? —quiso saber el szish, frunciendo el ceño.

La voz del mercader yan quedaba ahogada por el paño que cubría su rostro, y solo sus ojos, rojizos y ardientes como carbones encendidos, podían darle alguna pista acerca de su estado de ánimo. Y aquellos ojos se clavaban en él con un descaro que habría debido hacerle sospechar. No obstante, al capitán szish nunca le habían caído bien los yan, los más sangrecaliente de todas las razas sangrecaliente. Y había oído hablar de Kit-Bak de Nin, un respetado mercader que nunca había dado problemas a las serpientes.

Sin embargo...

—Cosasdemujeres —respondió velozmente el yan—. Adornossencillosybaratos. Paraelpelolasmuñecaslostobillos. Nadaimportante.

—¿Y por qué razón te molessstasss en comerciar con ellosss, puesss? —quiso saber el capitán.

Otro de los torkas lanzó un quejido lastimero. Los preliminares se estaban alargando demasiado.

—Sonbaratos. Ymuchasmujereslosencuentranbonitos. MujeresquenopuedencomprarlasjoyasdeRaheld.

El szish lo observó con cierta desconfianza. El yan le devolvió una mirada serena.

—Bien —asintió por fin—. Podéisss quedarosss hasssta el primer amanecer.

Se volvió e hizo señas a los guardias para que abrieran el portón. Los dos contemplaron, en silencio, cómo la caravana se ponía lentamente en marcha hasta alcanzar la muralla.

—Acomodaosss como podáisss —dijo el hombre-serpiente—. No hay mucho esspacio en torno a la laguna. Tenemosss ya otra caravana dessscanssando en el oasssisss...

Se interrumpió, porque tuvo la sensación, completamente irracional, de que el mercader sonreía de forma siniestra por debajo de la tela que ocultaba su rostro.

—Losé —se limitó a decir.

Y, veloz como un relámpago, introdujo las manos bajo sus holgadas ropas y extrajo dos enormes hachas de debajo de la capa. Con un rápido y enérgico movimiento, mientras lanzaba el grito de guerra de los yan, dejó caer las hachas sobre el cuerpo del capitán, trazándole una enorme y sangrienta equis en el pecho. El szish cayó hacia atrás, muerto antes de tocar el suelo, y el yan, ejecutando un impresionante salto desde el pescante, cayó en medio de la patrulla de los hombres-serpiente. Junto a él aparecieron varios guerreros más, emergiendo de los carros de la caravana, empuñando diferentes armas y profiriendo gritos salvajes.

—¡Rebeldessss! ¡Rebeldessss! —alertaron los szish.

Se apresuraron a defenderse, y pronto los límites del oasis se convirtieron en un campo de batalla. Pero no había quien parase al yan de las dos hachas. Rotaba sobre sí mismo como una centella infernal, descargando sus armas, masacrando a sus contrarios, tiñendo de rojo las arenas del desierto. Uno de los szish fue lo bastante hábil como para retroceder cuando saltaba hacia él, y el impulso del salto dejó al descubierto los brazos morenos del jefe yan, tatuados con espirales rojas. El hombre-serpiente conocía esa marca.

—¡Gosssser! —exclamó, con una nota de terror reverencial en su voz.

Aquella palabra fue la última que pronunció.

Más szish habían acudido a apoyar a sus compañeros, pero los yan eran imparables, y las dos hachas de Goser, su mortífero líder, bailaban teñidas en fría sangre de serpiente.

De pronto, sin embargo, la temperatura del ambiente pareció descender un poco, y una sombra cubrió a los combatientes.

—¡Shek! —gritó Goser con voz potente.

Los yan sacaron sus ballestas y apuntaron a la gran serpiente alada que los sobrevolaba. Sabían que aquellas armas eran ridículas para luchar contra los sheks, pero Goser no se amilanó. Con un nuevo grito de guerra, lanzó al aire una de sus hachas, con toda la fuerza de la que fue capaz. El arma dio un par de vueltas sobre sí misma y llegó a alcanzar una de las alas del shek, produciéndole un pequeño desgarrón. La serpiente chilló, más molesta que dolorida, y descendió en picado hacia él.

El hacha cayó otra vez al suelo y fue a hundirse en la arena, cerca de Goser. Pero él no le prestó atención. Ya enarbolaba su otra hacha con ambas manos y aguardaba al shek, que bajaba entre una lluvia de flechas con la boca abierta, enseñando los colmillos.

Cuando estuvo lo bastante cerca, Goser lanzó el hacha, y en esta ocasión alcanzó el escurridizo cuerpo de la serpiente, que volvió a emitir un chillido de sorpresa y remontó el vuelo. Con un ágil quiebro se deshizo del hacha, que se había quedado incrustada en sus escamas, sin llegar a causarle verdadero daño. Goser le dedicó un grito desafiante, pero su gente ya se había guarecido bajo los carros y disparaba desde allí. No tenían la menor intención de imitar el coraje suicida de su líder, y él tampoco lo esperaba. Los yan eran gente que sabía cuidar de sí misma mejor que de los demás.

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