Authors: Laura Gallego García
El shek dio un par de vueltas sobre ellos, pero no descendió. Los yan aguardaron, inquietos. Goser le gritó otra vez, pero la serpiente no le prestó atención.
Algo se acercaba desde el norte, nueve sombras que volaban hacia ellos. Los yan se miraron unos a otros: si eran más sheks, estaban perdidos.
El shek dejó escapar un nuevo chillido, un chillido que les heló la sangre en las venas, porque estaba teñido de un odio oscuro e insondable y, a la vez, de una salvaje alegría. Y, olvidándose de los yan rebeldes, se lanzó de cabeza hacia las nueve figuras que se acercaban desde el horizonte.
Goser recuperó sus dos hachas y contempló la escena con interés. Después, montó de un salto sobre uno de los torkas, rompió las cinchas de un hachazo y lo espoleó con violencia. El animal, sobresaltado, salió corriendo.
Momentos después, el líder de los rebeldes yan contemplaba una escena sobrecogedora.
Nueve dragones acosaban al shek, atacándolo por todas partes, hostigándolo con fuego, garras y dientes. La criatura debería dar media vuelta y escapar, porque no tenía la más remota posibilidad de salir con vida de allí. Y parecía que se esforzaba por huir de la batalla; pero algo le empujaba a rizar su larguísimo cuerpo y a acometer a los dragones, una y otra vez, con siniestro entusiasmo.
Montado sobre su torka, que ya había cerrado los ojos y se había desplomado sobre la arena, adormilado, Goser contempló la absurda y trágica muerte del shek, pero no la lamentó. En realidad, sus ojos de fuego estaban centrados en los dragones, y los contemplaban con fervor y emoción. Al dragón negro que realizaba piruetas imposibles, a la dragona roja que combatía con ferocidad; a los dos dragones anaranjados, que parecían gemelos y peleaban a la par; a un hermoso dragón de tonos ocres, pequeño, pero ligero, que volaba como una flecha en torno al shek. Había más, pero Goser dejó de enumerarlos. Eran todos tan bellos... eran perfectos.
Cuando el cadáver del shek cayó con estrépito al suelo, levantando una nube de arena, Goser no se movió, aunque su torka abrió los ojos, sobresaltado. Los dragones prosiguieron su vuelo, pero empezaban a descender, y Goser supo que aterrizarían en el oasis. Espoleó al torka, que se negó a moverse. El líder yan no se rindió. Volvió a clavar los talones en los flancos del animal, emitiendo su potente grito de guerra, y el lagarto salió disparado, muerto de miedo.
El oasis era suyo. Los yan saquearon la caravana que descansaba allí y se apropiaron de las armas que transportaba, fabricadas en Nandelt, que ya nunca llegarían a manos de la gente de Sussh, el shek que gobernaba Kash-Tar. Goser, sin embargo, no participó en el reparto. No pensaba desprenderse de sus hachas y, por otra parte, la caravana ya no le interesaba. Lo único verdaderamente importante eran los nueve dragones que habían aterrizado junto a la laguna.
No se sorprendió cuando vio salir de ellos a nueve personas, que el hechizo ilusorio se desvanecía y que los dragones recuperaban su verdadero aspecto: máquinas de madera construidas por los humanos. Había oído hablar de los dragones artificiales, y de los rumores que decían que los hombres de Nandelt enviarían algunas de esas máquinas para ayudar a los rebeldes de Kash-Tar. No obstante, no pudo evitar que la decepción se adueñase de su corazón. Por un momento había llegado a soñar que era cierto, y que los Señores de Awinor habían regresado.
Goser se limitó a observar de lejos a los recién llegados, hasta que alguien reparó en su presencia. Era un humano alto y fornido, con una larga barba de color castaño. Caminó hasta él, y Goser abandonó la sombra de los árboles para salirle al encuentro. Suponía que aquel humano sería el líder de la expedición. Goser era bastante alto para ser un yan, gente por lo general de baja estatura.
Sin embargo, aquel humano le sacaba por lo menos dos cabezas. No obstante, ahora que estaban uno frente al otro, nadie podría haber dicho cuál de los dos resultaba más impresionante: si el imponente semibárbaro, de barba trenzada y ojos bicolores, o el rebelde yan, con sus dos hachas cruzadas a la espalda y los brazos ante el pecho, mostrando una piel cubierta de tatuajes rojos. Goser clavó en el extranjero su mirada de fuego.
—Hola —saludó este, con una amplia sonrisa—. Me temo que nos hemos perdido. Vamos en dirección a Bombak, Bumbak o algo parecido. —Se rascó la cabeza con aire desconcertado—. Todo el desierto parece igual. En fin, parece que os hemos librado de un apuro, ¿no? Espero que no haya más serpientes por aquí. No es que no nos apetezca un poco de acción, pero estamos algo cansados... y los dragones han perdido mucha magia. Qué oportuno que estuviese aquí este sitio. A propósito, me llamo Rando.
—YosoyGoserElSolQueQuemaALasSerpientes.
Rando parpadeó, desconcertado.
—¿Disculpa? No te he entendido, hablas demasiado rápido. ¡Y tienes un nombre muy largo!
Alguien lo apartó con impaciencia.
—Lárgate de aquí, antes de que digas algo de lo que luego tenga que arrepentirme.
Goser se encontró con unos hermosos ojos rojizos, semejantes a los ojos de un yan, pero de un tono más apagado.
—SaludosGoser —dijo ella—. Sibuscasallíderdenuestraflotanote-molestesenhablarconél. MinombreesKimaralaSemiyan.
Goser asintió.
—LaQueHaVistoLaLuzEnLaOscuridad. Heoídohablardeti. Mestiza. Dicenqueseteconcedióeldondelamagia. Perohacetiempoque-nadietehavistoenKashTar. Poresotambiéndicenquehabíasabando-nadoatupueblo.
Kimara apretó los puños.
—Nuncaosabandoné —replicó—. MefuiaNandeltparaaprender-ausarmipoder.
—¿Yaprendiste?
—Nodemasiado. Elmétododeenseñanzadeloshumanosmepare-ciódemasiadolento. Asíquemecanséydecidíregresar. Losdragones-quevienenconmigopelearánporlalibertaddeKashTar.
Goser sonrió.
—Notefaltaráacciónaquísemiyan. Hasvenidoallugarcorrecto. Eres-bienvenidaentrenosotros.
Lentamente, se retiró el paño de la cara y le mostró sus rasgos, un rostro enmarcado por una enmarañada melena de trenzas negras. Kimara ya se había fijado en sus brazos tatuados, pero lo que no esperaba era que sus mejillas y su frente ostentaran también tres brillantes espirales rojas, a imitación de los tres soles de Idhún. Y entre ellos, sus grandes ojos rojizos brillaban con el poder del fuego del desierto.
Kimara, impresionada, descubrió también su propio rostro. Los dos se miraron largamente.
—BienvenidaacasaKimara —dijo Goser.
Ydeon recibió visita aquella tarde. Como no esperaba a nadie, en realidad, no salió a recibirlos, ni los oyó llegar, hasta que alguien le llamó la atención desde la entrada de su fragua, gritando para hacerse oír por encima del sonido del martillo. El gigante se volvió, intrigado. Eran tres humanos: a uno lo conocía, a los otros dos, no.
—¡Buenas tardes! —saludó Shail, sonriendo—. He venido a cumplir mi promesa.
Ydeon dejó el martillo y se rascó la cabeza.
—¿De qué promesa...? —empezó, pero enmudeció de pronto al fijarse en el muchacho que había entrado con el mago y que miraba a su alrededor con curiosidad. Shail lo señaló con un gesto grandilocuente:
—He aquí a Jack, también conocido como Yandrak. El último dragón.
El joven y el gigante cruzaron una larga mirada. En los últimos tiempos, pocas personas habían logrado intimidar a Jack y, sin embargo, Ydeon inspiraba en él un profundo respeto, incluso desde antes de conocerlo, desde que Christian le había hablado de él. Aquel era el forjador de armas legendarias, el creador de Domivat, la espada de fuego. Mucho tiempo atrás, en la sala de armas de Limbhad, se había fijado en aquella espada. Le habían dicho que era peligrosa y, no obstante, eso solo había hecho que la deseara aún más. Jamás habría imaginado que llegaría a conocer a la persona que la forjó.
Shail le había dicho, por el camino, que Ydeon también había expresado su deseo de conocerlo a él. Por eso, Jack sentía que estaba viviendo un momento importante, solemne. Sostuvo con valentía la inquisitiva mirada del gigante, hasta que este habló.
—Pensaba que todos los dragones teníais tres ojos —comentó.
Jack no supo muy bien cómo tomarse esta afirmación. Supuso que sería una muestra del peculiar sentido del humor de los gigantes.
—Tú forjaste a Domivat —le dijo.
Ydeon asintió.
—Hace mucho tiempo. Tú no habías nacido entonces. Y, sin embargo, esta espada se forjó para ti.
Jack se mostró desconcertado.
—¿Cómo pudo forjarse para mí, si aún no había nacido?
Ydeon rió entre dientes.
—Sácala —le pidió.
Jack extrajo a Domivat de la vaina. Los tres observaron, maravillados, las llamas que lamían su filo.
—Qué hermosa es —dijo Ydeon, y todos percibieron claramente el temblor de su voz, y vieron las lágrimas en sus ojos rojizos.
Jack le tendió la espada, solícito.
—¿Quieres cogerla?
Pero Ydeon retrocedió, sacudiendo la cabeza.
—Nadie en el mundo puede empuñarla, salvo tú. Ni siquiera yo.
—Entonces, ¿cómo pudiste forjarla? —preguntó Jack, desconcertado.
—Es una larga historia.
—En tal caso —intervino Shail—, agradecería que nos la contaras cuando estemos acomodados junto al fuego, si no es molestia.
—Hace tiempo —empezó el gigante, mientras sus tres visitantes bebían con cuidado de sus respectivos cuencos de sopa caliente—, dos siglos, tal vez tres, un dragón vino a visitarme. Era demasiado grande para entrar hasta el fondo de mi caverna, de modo que se quedó en los túneles exteriores y me llamó desde allí.
»Por supuesto, yo nunca había visto un dragón, porque los dragones no solían sobrevolar Nanhai. Lo primero que se me ocurrió al verle fue que se había perdido. Pero me preguntó si yo era Ydeon, el forjador de espadas. Le dije que sí. Me dijo que debía forjar una espada para él, y... ¿quién se atreve a contradecir a un dragón?
—¿Ni siquiera un gigante? —sonrió Jack.
—Ni siquiera un gigante, muchacho. «Señor», le dije, «¿cómo voy a forjar una espada para vos? Con todos mis respetos... ¿cómo vais a empuñarla?». El dragón me dijo entonces que la espada no estaba destinada a ser empuñada por él. «En un futuro», dijo, «nacerá un niño humano que poseerá el poder del dragón. Estará destinado a hacer grandes cosas, pero para entonces yo ya no existiré, y nadie de mi estirpe será capaz de ayudarlo. Esa espada será para él. Será la espada que guíe su camino y que le ayude en su misión con la fuerza de todos los dragones que viven hoy en el mundo».
»Como comprenderéis, me pareció que su encargo estaba fuera de mi alcance. Mis trabajos eran valorados en todo el continente, pero jamás se me había pasado por la cabeza que podría llegar a hacer algo que fuese digno de los mismísimos dragones. Aun así, le pregunté cómo debía forjar esa espada tan singular, y le dije que, si pretendía que fuese mágica, íbamos a necesitar a un hechicero para que le otorgase su poder. «No será necesario», contestó él. «Y, ¿quién la dotará del poder del que habláis, pues?», pregunté. «Yo mismo», respondió el dragón.
»Erea salió llena dos veces antes de que terminase la espada. La forjé con el material con el que fraguaba todas las espadas mágicas. Adorné su empuñadura con figuras de dragones, y utilicé para sus ojos rubíes de las cavernas más profundas. La espada era de tamaño humano, por lo que pasé muchos días y muchas noches inclinado junto al fuego, trazando todos los detalles del molde, con mucha paciencia y un cuidado infinito. Por una vez, lamenté ser un gigante, puesto que mis dedos eran demasiado grandes como para modelar todo lo que tenía en mente, a aquella escala.
»Durante todo aquel tiempo, el dragón estuvo durmiendo en una de las cavernas más grandes de la cordillera. No me apremió en ningún momento, ni acudió a mí para preguntarme cuándo la tendría terminada, ni para supervisar mi trabajo. Cuando por fin acabé la espada, acudí a verle.
»Se limitó a abrir un ojo y a mirarme con curiosidad. «¿Tienes la espada?», preguntó. «Sí, señor», contesté. «¿Y la vaina?», quiso saber. Confesé que no la había forjado todavía. «Mejor así», respondió, «porque ha de ser una vaina especial, que soporte cualquier tipo de fuego. Que no queme al tacto ni siquiera después de haberla dejado durante días y días entre las llamas».
»Esto no era tan sencillo. Consulté a otros gigantes, a lo largo y ancho de Nanhai, pero nadie había oído hablar de un material semejante. Fueron necesarios muchos meses de intenso trabajo y de probar con distintas aleaciones, hasta que por fin dimos con la fórmula adecuada. Si me pidieran que volviera a fundir algo semejante, no sabría hacerlo de nuevo. Creo que Karevan me inspiró aquel día, puesto que la vaina, una vez que se enfrió, no volvió a calentarse nunca más.
»De nuevo acudí al dragón y le presenté mi trabajo. Abrió los ojos. «Magnífico», dijo. «Déjamela». Le tendí la espada y la sostuvo entre sus garras, con el filo hacia arriba. Me dijo que me hiciera a un lado, y entonces exhaló su fuego sobre él, protegiendo la empuñadura para no fundirla. Siguió sometiéndola a su fuego implacablemente, durante toda la noche... y cuando por fin resopló, agotado, y apagó su llama... la espada ya no era una espada corriente. Tenía el halo de las espadas legendarias. «Ahora ya no puedes cogerla», me dijo entonces. «Si lo intentas, arderás como una tea. Por eso necesitábamos la vaina ignífuga». Le pregunté entonces si iba a ponerle un nombre a la espada. Es costumbre que las mejores espadas tengan uno, y se lo dije, porque no estaba muy seguro de que los dragones estuvieran al tanto de esta cuestión. La criatura se quedó contemplando la espada un largo rato, y después dijo que se llamaría Domivat. «¿Domivat?», repetí. «¿Qué significa?». «Nada en particular», respondió él. «Entonces, ¿qué clase de nombre es ése?», pregunté yo. El dragón se quedó mirándome, y después dijo, enseñando todos sus dientes en una sardónica sonrisa: «Domivat soy yo. Es mi nombre».
Jack lanzó una exclamación ahogada y contempló su espada con un nuevo respeto. Ydeon sonrió y prosiguió:
—«Esta espada lleva mi fuego» —dijo el dragón—. «Cuando yo muera, se llevará parte de mi espíritu. Por eso, en cierta manera, esta espada es parte de mí, o podría decirse, incluso, que soy yo». Medité sus palabras un buen rato, y después le pregunté qué sentido tenía forjar una espada que nadie podía empuñar. «Como ya te dije, algún día llegará alguien que sí pueda empuñarla, porque esta espada ha sido forjada para él», respondió el dragón. «Pero, entretanto, debes dejarla libre. Entrégala a los hombres de Nandelt y deja que hagan con ella lo que quieran, que la lleven de aquí a allá, que la guarden como mejor les parezca; no importa porque, tarde o temprano, la espada encontrará a su dueño». Me dolió la idea de abandonar aquella magnífica espada a su suerte, de no volver a verla nunca más. Pero el dragón me prometió que algún día, la espada regresaría a mí, por medio de aquel que estaba destinado a blandiría. «Y, cuando llegue ese momento», me dijo, «quiero que le des un mensaje de mi parte».