Authors: Laura Gallego García
—Hola, Ankira —saludó—. ¿Nos has echado de menos?
Ella volvió hacia la celeste su rostro moreno y le dirigió una amplia sonrisa llena de dientes blanquísimos.
—Mucho —afirmó—. No he tenido nada que hacer en todo este tiempo.
Zaisei recorrió la distancia que la separaba de la niña y se sentó junto a ella en el diván. Le acarició el largo cabello, blanco con mechones rojos. Ankira era una limyati; pertenecía a una arcaica tribu de humanos de los márgenes del desierto de Kash-Tar, gente libre e independiente a la que no se podía encerrar en un Oráculo. Por eso había pocos sacerdotes limyati, pero aquella niña era una excepción.
Zaisei volvió la mirada hacia la entrada de la habitación, hacia el pasillo que se abría más allá, con su puerta cerrada.
—No se puede entrar —repitió Ankira al advertir su mirada—. La hermana Karale lo decidió poco después de que os fuerais.
—Es la primera vez en la historia de los Oráculos que esa puerta permanece cerrada —dijo la celeste, pensativa—. No sé qué significa. Quizá no deberíamos dar la espalda a los dioses. Tal vez deberíamos volver a abrirla.
Súbitamente, el rostro de la niña se transformó, convirtiéndose en una máscara del más profundo y absoluto terror. Se aferró a la ropa de Zaisei y la zarandeó con desesperación.
—¡No abras esa puerta! —chilló—. ¡Nunca abras esa puerta! ¿Me oyes?
Lloraba, y temblaba violentamente. Zaisei se sintió golpeada por la fuerza de su horror, un horror tan intenso que la hizo gemir de miedo a ella también. Casi había olvidado los primeros días, cuando la habían sacado de la sala de los Oyentes, los ojos desorbitados de terror, gritando con toda la fuerza de sus pulmones y pataleando furiosamente. Durante un tiempo, creyeron que había perdido el juicio. Pero Ankira se recuperó... hasta cierto punto. Los primeros días fue incapaz de dormir por las noches, y lloraba a menudo, gimiendo por lo bajo y susurrando «no quiero volver a entrar, no quiero volver a entrar, no me dejéis sola con ellos...». Zaisei había sentido su miedo, de la misma forma que percibía todos los demás sentimientos. Y, cuando las hermanas comentaban en voz baja que la niña había tenido suerte, pues no se había quedado sorda, como la hermana Eline, ni había perdido el juicio, como la hermana Ludalu, Zaisei movía la cabeza y pensaba que no estaba tan segura de que Ankira hubiese sido afortunada.
Y ahora, meses después, seguía pensando igual. El miedo se había instalado en el corazón de aquella niña y ya no lo abandonaría jamás. Y, aunque las sacerdotisas mayores pensaran que con el tiempo se calmaría, Zaisei sabía que no era así, y que el Oráculo había perdido a la Oyente más prometedora que había tenido jamás.
Acarició el cabello de la niña, tratando de calmarla.
—No voy a abrir esa puerta —le dijo en voz baja—. No te preocupes.
Ankira alzó hacia ella su carita bañada en lágrimas.
—¿Me prometes que no me obligarás a entrar de nuevo?
—No voy a obligarte a entrar. ¿Quién ha dicho semejante barbaridad?
—Algunas hermanas lo dicen. Dicen que, cuando las voces hablen más bajo, podré entrar en la sala otra vez y ver qué es lo que quieren. Como la hermana Eline se ha quedado sorda, y la hermana Ludalu no está bien de la cabeza, dicen que solo puedo hacerlo yo.
—¿Y las voces no se han callado?
Ankira negó con la cabeza.
—Suenan cada vez más fuertes, tanto que ya no se entiende lo que dicen. Por eso han cerrado esa puerta. Y taparon la puerta de la Sala de los Oyentes con muchos colchones de plumas, para que no se oyera tan fuerte. O por lo menos eso dicen. Yo no me atreví a acercarme.
Zaisei no dijo nada. Recordó las noticias que Shail le había enviado sobre Karevan, la sobrecogedora visión de aquel tornado sobre Celestia, y se estremeció. Ankira la observó, pensativa.
—Tú no tienes curiosidad —dijo—. Nunca me has preguntado qué dicen las voces.
—No estoy segura de querer saberlo, Ankira —confesó ella.
—De todas formas da igual, porque nadie me ha creído. La hermana Karale leyó mis notas y quiso romperlas porque dijo que estaban equivocadas, pero las escondí. ¿Quieres verlas?
—¿Crees que es una buena idea?
—Yo no las he mirado desde que las escribí. Pero no me ha hecho falta, porque las voces suenan en mi cabeza —se golpeó la sien con más fuerza de la necesaria; Zaisei la cogió por las muñecas para evitar que se hiciera daño—. Quizá no sea tan horrible después de todo. Quiero decir, que a lo mejor escrito no da tanto miedo. Pero es que...
La sombra del horror volvió a cubrir su rostro, y los ecos de su miedo sacudieron de nuevo el corazón de Zaisei. La abrazó con fuerza.
—No hace falta que vuelvas a hablar de ello, si no quieres.
—Hace mucho que no hablo de esto con nadie —dijo Ankira, y dos lágrimas escaparon de sus ojos y rodaron por sus mejillas—. Pero no consigo olvidarlo. Y tú siempre sabes cómo me siento, así que sé que me creerás cuando lo veas.
—Supongo que sí —sonrió Zaisei—. Sé que tienes mucho miedo. Nada que pueda producir tanto miedo debería ser tomado a broma.
Ankira sonrió a su vez. Después miró a su alrededor, para asegurarse de que nadie la veía, y sacó un papel arrugado de los pliegues de su túnica. Estaba doblado varias veces, y la niña lo desdobló y lo alisó, poniendo mucho cuidado en que las letras no fueran visibles.
—Toma —susurró—. Pero no lo leas en voz alta.
Se echó sobre el diván, boca abajo, tapándose los ojos con las manos. Zaisei titubeó un instante, pero finalmente le dio la vuelta a la hoja y empezó a leer, y con cada línea el terror que Ankira le había transmitido se incrementó, alimentado por su propio miedo:
«Nopuedesescondertebasuranopuedesescaparsobrasdesperdicioscomoteatrevesaestaraquíbasurabasurabasura
vamosadestruirte
vamosadestruirteVAMOSADESTRUIRTEVAMOSADESTRUIRTE
VAMOSADESTRUIRTE
Gaedalu no se presentó en el comedor aquella noche, y Zaisei fue a verla después de la cena. La encontró probándose el atuendo habitual de los varu, aquellas correas que ceñían sus cuerpos cuando nadaban bajo el agua, y aquello la sorprendió.
—Madre, ¿vais a ir al mar? ¿A estas horas?
«No, Zaisei», sonrió ella. «Solo me estaba preparando».
—Preparando, ¿para qué?
«Mañana, con el primer amanecer, partiré en dirección a Dagledu».
—¿A Dagledu? —repitió Zaisei, consternada—. ¡Pero si acabáis de llegar!
Gaedalu respondió con un gesto de impaciencia.
«El Oráculo no es más que una escala en mi viaje, hija. Mi meta es la capital del Reino Oceánico. Los asuntos que me llevan allí son personales, sin embargo, por lo que no tienes por qué acompañarme, si no lo deseas. De hecho, preferiría que te quedases aquí. En el Oráculo estaréis seguras».
—Madre, no entiendo nada —murmuró ella, perpleja—. Habéis pasado mucho tiempo lejos de casa. El Oráculo está a vuestro cargo y ni siquiera habéis saludado a las sacerdotisas residentes a vuestro regreso. Además, están pasando cosas muy extrañas; la Sala de los Oyentes ha sido clausurada, y las sacerdotisas que trabajaban en ella están en un estado lamentable. Parece ser que la sordera de la hermana Eline es irreversible, y la hermana Ludalu sigue trastornada. Es incapaz de decir nada coherente. Las sacerdotisas cuidan de ella, pero no parece que vaya a recuperar la cordura. Parece muy desgraciada.
»Y, no obstante, quien más me preocupa es la pequeña Ankira. Está aterrorizada y...
«Me ocuparé de todo ello a mi regreso, Zaisei», cortó la Venerable. «Lo que tengo entre manos es sumamente importante, y cuanto antes finalice mi tarea, mejor».
—¿Sumamente importante? ¿Qué puede haber más importante que la seguridad de una niña?
Sus palabras habían sonado un poco duras, y Zaisei se arrepintió en seguida de haberlas pronunciado, porque el estado de ánimo de Gaedalu cambió súbitamente. La celeste percibió odio e ira en el corazón de la Madre Venerable pero, sobre todo, un dolor profundo e inconsolable.
«¿Qué puede haber más importante?», repitió Gaedalu. «La seguridad de todas las niñas del mundo. No pude proteger a mi hija, y lo menos que puedo hacer es tratar de proteger a las hijas de todas las demás. Sobre todo, ahora que sé cómo evitar que otras madres sufran lo mismo que yo, que otras hijas se queden huérfanas de madre... como te pasó a ti».
—¿Qué tienen que ver mi madre y vuestra hija con todo esto? —quiso saber Zaisei, desconcertada.
Gaedalu le obsequió con su característica risa gutural, pero en esta ocasión fue una risa amarga.
«Mi hija Deeva fue asesinada, Zaisei», le reveló. «Mi hija está muerta».
La celeste abrió los ojos al máximo, horrorizada, y se llevó las manos al pecho, con un suspiro.
—Lo siento mucho, Madre Venerable —murmuró—. No lo sabía.
Gaedalu la miró con ternura.
«Regresa a tu habitación y descansa, Zaisei», dijo. «Dagledu no está lejos; pronto volveré al Oráculo, pronto me tendréis de nuevo entre vosotras».
La celeste sacudió la cabeza.
—No, Venerable. Si habéis de marchar, yo iré con vos.
«¿No te fías de mí?».
—Temo por vos, Madre. Percibo mucho dolor y cólera en vuestro corazón, y quiero tratar de evitar que esos sentimientos se vuelvan contra vos y os hagan daño.
Gaedalu le dirigió una triste mirada.
«Me temo que ya es tarde para eso».
Zaisei apenas durmió aquella noche. Temía que Gaedalu se marchara sin avisarla. No obstante, antes del primer amanecer oyó unos suaves golpes en la puerta, y se incorporó, sobresaltada.
«Estoy lista, Zaisei», dijo la Madre en su mente.
La celeste respiró hondo y echó un vistazo por la ventana. El mar estaba en calma, y las tres lunas brillaban suavemente en el firmamento. No había vestigios del primer amanecer.
«¿Tan temprano?», se preguntó, un poco sorprendida.
Gaedalu captó aquel pensamiento.
«Es cierto, es muy temprano y querrás descansar. Sigue durmiendo, hija. Nos veremos a mi regreso».
—¡No, Madre! —exclamó Zaisei, levantándose de un salto—. Aguardadme en el muelle. Enseguida bajo.
Había olvidado que Gaedalu debía aprovechar la marea alta. Se dio prisa en vestirse y en llenar su bolsa con lo básico y una túnica limpia. Y, con un suspiro, abandonó la habitación. Sabía que el viaje a Dagledu iba a ser muy incómodo para ella, y todo su cuerpo suplicaba que regresase a su cama, que tanto había añorado en los últimos meses. Pero la joven no le hizo caso.
En silencio, recorrió los pasillos vacíos del Oráculo. Oyó a Ankira gimotear en sueños cuando pasó delante de las habitaciones de las novicias, y dudó un momento, pero finalmente apretó el paso.
Gaedalu ya estaba en el muelle cuando ella llegó. El Oráculo disponía de una pequeña cápsula de navegación tirada por lamus, pequeños mamíferos marinos de grandes ojos almendrados, pelaje verdoso, hocico puntiagudo y largas aletas, que acudían siempre a la llamada telepática de los varu. En aquellos momentos Gaedalu estaba ya en el agua, alimentando a cinco lamus, que gorgoteaban a su alrededor, emocionados. Mientras los animales daban buena cuenta de la golosina, Gaedalu fue enganchándolos uno a uno a los arneses de la cápsula que aún reposaba en suelo firme.
«Coge la bolsa y métela en el bote», dijo Gaedalu, sin dejar de acariciar a los lamus.
Zaisei vio una bolsa impermeable sobre el muelle. La puso junto con sus cosas en el interior de la cápsula. Gaedalu se volvió hacia ella. El lamu más cercano atrapó limpiamente el último pescado que ella le ofrecía, en un movimiento que hizo que el bote se bamboleara un poco.
«¿Estás lista?».
Zaisei trepó por la pequeña escalera lateral para alcanzar la puerta que se abría en lo alto de la cápsula. Se deslizó hasta el interior y cerró la puerta sobre ella. Después se asomó al cristal de una de las ventanillas y le hizo una seña de asentimiento a Gaedalu.
La varu se hundió en el agua sin ruido. Enseguida, los cinco lamus tiraron a la vez, y la cápsula, con una sacudida, cayó al agua.
Momentos después, guiados por Gaedalu, que nadaba a la cabeza, los lamus surcaban velozmente la superficie del océano, arrastrando el vehículo tras de sí, mientras las tres lunas los observaban desde un cielo cuajado de estrellas.
El corazón de la serpiente
VICTORIA había regresado al piso de Christian porque estaba cansada de la noche de Limbhad, y porque sabía que sus ojos agradecerían trabajar a la luz del día. Había cogido algunos libros de la biblioteca, aquellos que le habían parecido más interesantes, y los había cargado en una mochila, dispuesta a proseguir con su investigación en un ambiente más agradable.
Sin embargo, el ático seguía estando vacío y frío... y, cuando Victoria comprobó que Christian seguía sin aparecer por su propia casa, un soplo helado hizo estremecer su corazón.
Procuró no pensar en ello. Depositó sobre una mesita los libros y el diario que él le había regalado; descubrió que había olvidado coger un bolígrafo, y entró en el estudio en busca de uno. Se detuvo junto al escritorio. Se preguntó si no sería mejor trabajar en aquella habitación, pero descartó la idea. Por alguna razón, sentía que aquel estudio, el lugar donde Christian había compuesto sus canciones, pero también donde había reunido información sobre todas sus víctimas, era un espacio privado, casi sagrado, aún más que su propia habitación.
Inspiró hondo. A pesar de la intimidad que habían compartido días atrás, el shek se mostraba tan frío y distante como si apenas la conociera... como si ya no sintiese nada por ella. Victoria sacudió la cabeza. Sabía que había algo secreto y misterioso que unía a Christian y a la mujer de Tokio, y lo conocía lo bastante como para comprender que se sentía fascinado por ella. No era eso lo que le preocupaba, en realidad, sino la posibilidad de que él hubiese decidido abandonarla... y, sobre todo, que hubiese estado jugando con ella. Sabía que los sentimientos de él habían sido sinceros tiempo atrás, pero... ¿qué debía pensar ahora? ¿Qué podía esperar de alguien que la llevaba hasta su cama e inmediatamente después se olvidaba de ella? En el fondo, Victoria temía que, tras su larga enfermedad, Christian hubiese perdido el interés por ella, tratándola como a una humana más... como lo que, durante un tiempo, había pensado que era. Y Victoria podía asumir que los sentimientos de él pudieran haberse enfriado, podía aceptar que estuviese con otra mujer... pero no soportaba la idea de que lo que habían compartido noches atrás pudiese haber sido un simple juego para él, un entretenimiento, algo que se utiliza para pasar el rato y después se olvida en un rincón.