Papá Goriot (15 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Papá Goriot
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«¿Quién hay, entonces ahí? —díjose Eugenio, comprendiendo algo tardíamente de que en París debía de haber pocas mujeres que no estuviesen ocupadas, y que la conquista de una de esas reinas resultaba costosísima—. ¡Diantre!, mi prima tendrá sin duda también su Máximo».

Subió la escalinata con la muerte en el alma. Halló junto a la puerta a unos criados muy serios. La fiesta a la cual había asistido habíase dado en los grandes apartamentos de recepción, situados en la planta baja del hotel de Beauséant. No habiendo tenido tiempo, entre la invitación y el baile, de hacer una visita a su prima, no había penetrado aún en los apartamentos de la señora de Beauséant; iba, pues, a ver por vez primera las maravillas de aquella elegancia personal que revela el alma y las costumbres de una mujer distinguida. Estudio tanto más importante cuanto que el salón de la señora de Restaud le proporcionaba un término de comparación.

A las cuatro y media, la vizcondesa estaba visible. Cinco minutos antes no habría recibido a su primo. Eugenio, que nada sabía de las etiquetas parisienses, fue conducido por una gran escalera llena de flores, de barandilla dorada, alfombra roja, al interior de la mansión de la señora de Beauséant, cuya biografía verbal él ignoraba, una de esas cambiantes historias que se cuentan todas las noches de oído a oído en los salones de París.

La vizcondesa mantenía desde hacía tres años relaciones con uno de los más famosos y ricos señores portugueses, el marqués de Ajuda-Pinto. Era una de esas relaciones inocentes que tanto atractivo tienen para las personas de tal modo relacionadas, que no pueden soportar un tercero. Así, el vizconde de Beauséant había dado él mismo el ejemplo al público respetando, quieras o no, aquella unión morganática. Las personas que, en los primeros días de esta amistad, fueron a ver a la vizcondesa a las dos, encontraron en su casa al marqués de Ajuda-Pinto. La señora de Beauséant, incapaz de cerrar su puerta, lo cual habría resultado muy inconveniente, recibía con tanta frialdad a las personas y miraba tan fijamente la cornisa, que cada cual comprendía cuánto la molestaba. Cuando se supo en París que se molestaba a la señora de Beauséant yendo a verla entre las dos y las cuatro, ella se encontró en la soledad más completa. Iba a los
Bouffons
o a la Ópera en compañía del señor de Beauséant y del señor de Ajuda-Pinto; pero como hombre que sabía vivir, el señor de Beauséant dejaba siempre a su mujer y al portugués después de haberlos instalado. El señor de Ajuda debía casarse. Se casaba con una señorita De Rochefide. En toda la alta sociedad, sólo una persona ignoraba aún esa boda, y esta persona era la señora de Beauséant. Algunas de sus amigas le habían hablado vagamente de ello; la señora de Beauséant habíase echado a reír, creyendo que sus amigas querían turbar una felicidad de la que sentían celos. Sin embargo, iban a publicarse las amonestaciones.

Aunque hubiera venido para notificar esa boda a la vizcondesa, el apuesto portugués no se había atrevido aún a decir una palabra. ¿Por qué? Nada hay sin duda más difícil que notificarle a una mujer semejante ultimátum. Ciertos hombres se encuentran más a sus anchas, sobre el terreno, ante otro hombre que les amenaza con una espada, que ante una mujer que, después de haber espetado sus elegías durante dos horas, se hace la muerta y pide el frasco de sales. En aquel momento, pues, el señor de Ajuda-Pinto se hallaba sobre ascuas y quería salir, diciéndose que la señora de Beauséant se enteraría de la noticia, le escribiría y sería más cómodo efectuar aquel galante asesinato por correspondencia que de viva voz. Cuando el ayuda de cámara de la vizcondesa anunció al señor Eugenio de Rastignac, hizo estremecer de alegría al marqués de Ajuda-Pinto. Sabedlo bien, una mujer amante posee aún mayor ingenio para crearse dudas que para variar el placer. Cuando está a punto de ser abandonada, adivina rápidamente el sentido del menor gesto. Así, considerad que la señora de Beauséant sorprendió aquel estremecimiento involuntario, ligero, pero ingenuamente espantoso. Eugenio ignoraba que uno no debe presentarse nunca en la casa de nadie, en París, sin haberse hecho contar por los amigos de la casa la historia del marido, la de la mujer o de los hijos, con objeto de no cometer ninguna de aquellas torpezas de las que se dice pintorescamente en Polonia:
Uncid cinco bueyes a vuestro carro, sin duda para sacaros del mal paso en el que os habéis atascado
. Si estas desdichas de la conservación carecen aún de nombre en Francia, se les supone sin duda imposibles, debido a la enorme publicidad que obtienen las maledicencias. Después de haberse enfangado en casa de la señora Restaud, que ni siquiera le había dejado tiempo de volver a comenzar su oficio de boyero, presentóse en casa de Beauséant. Pero si había molestado horriblemente a la señora de Restaud y al señor de Trailles, ahora sacó de apuros al señor de Ajuda.

—Adiós —dijo el portugués, apresurándose a llegar hasta la puerta, cuando Eugenio entró en un saloncito de color gris y rosa, en el cual el lujo parecía ser únicamente elegancia.

—¿Pero esta noche —dijo la señora de Beauséant, volviendo la cabeza y lanzando una mirada al marqués—, no vamos a los
Bouffons
?

—No me es posible —dijo cogiendo el pomo de la puerta.

La señora de Beauséant se puso en pie, le llamó junto a sí, sin hacer el menor caso de Eugenio, el cual, de pie, aturdido por la refulgencia de una riqueza maravillosa, creía en la realidad de los cuentos árabes y no sabía dónde esconderse, hallándose en presencia de aquella mujer y sin ser advertido por ella. La vizcondesa había levantado el índice de la mano derecha, y con un lindo movimiento señalaba al marqués un lugar delante de ella. Hubo en aquel gesto tan violento despotismo de pasión, que el marqués dejó el pomo de la puerta y acudió al lado de la mujer. Eugenio miraba la escena con ojos no exentos de envidia.

«He ahí —se dijo— el hombre del cupé. Pero ¿es que para obtener en París la mirada de una mujer hay que tener caballos briosos y abundancia de libreas doradas?». El demonio del lujo le mordió en el corazón, la fiebre del lucro se adueñó de él, la sed del oro le secó la garganta. Poseía ciento treinta francos para su trimestre. Su padre, su madre, sus hermanas, su tía, no gastaban todos ellos juntos doscientos francos al mes. Esta rápida comparación entre su situación presente y el fin al cual era preciso llegar contribuyeron a dejarle estupefacto.

—¿Por qué —le dijo riendo la vizcondesa— no podéis venir a los Italianos?

—¡Negocios! He de comer en casa del embajador de Inglaterra.

—Dejaréis esos negocios.

Cuando un hombre engaña, se ve obligado invenciblemente a acumular mentiras sobre mentiras. El señor de Ajuda dijo entonces riendo:

—¿Lo exigís?

—Sí, por supuesto.

—He aquí lo que quería oír —respondió lanzando una de aquellas miradas que habría tranquilizado a cualquier otra mujer. Tomó la mano de la vizcondesa, la besó y partió.

Eugenio se pasó la mano por los cabellos y se dispuso a saludar, creyendo que la señora de Beauséant iba a pensar en él; de pronto, se precipitó hacia la galería, corrió hacia la ventana y miró al señor de Ajuda mientras él subía al coche; ella prestó oído atento a la orden, y oyó decir: «A la casa del señor de Rochefide». Estas palabras y la manera en que De Ajuda entró en el coche fueron el relámpago y el rayo para aquella mujer, que regresó al interior del aposento presa de mortales angustias. Las más horribles catástrofes en el gran mundo no son más que eso. La vizcondesa volvió al dormitorio, sentóse ante una mesa y tomó una hoja de papel.

Desde el momento
—escribía—
en que coméis en la casa de los Rochefide y no en la Embajada inglesa, me debéis una explicación; os espero
.

Después de haber corregido algunas letras desfiguradas por un temblor convulsivo de su mano, puso una C, que quería decir Clara de Borgoña, y tiró del cordón de la campanilla.

—Jaime —dijo a su ayuda de cámara, que acudió en seguida—, iréis a las siete y media a la casa del señor de Rochefide, y preguntaréis allí por el marqués de Ajuda. Si el marqués está allí, le haréis entregar esta nota sin pedir respuesta; si no está, regresaréis y me traeréis la carta.

—La señora vizcondesa tiene a alguien en el salón.

—¡Es verdad! —exclamó abriendo la puerta.

Eugenio empezaba a encontrarse muy violento, actitud que advirtió a la vizcondesa, la cual le dijo en un tono cuya emoción le removió las fibras del corazón:

—Perdón, caballero, tenía que escribir cuatro palabras, y ahora soy toda para vos.

No sabía ni lo que se decía, porque he aquí lo que estaba pensando: «¡Ah!, quiere casarse con la señorita de Rochefide. Pero ¿acaso es libre? Esta noche el noviazgo se romperá, o yo… Pero mañana ya no se hablará de este asunto».

—Querida prima… —dijo Eugenio.

—¿Cómo? —dijo la vizcondesa, lanzándole una mirada cuya impertinencia dejó helado al estudiante.

Eugenio comprendió aquella exclamación. Desde hacía tres horas había aprendido tantas cosas, que se hallaba en actitud de alerta.

—Señora —repuso sonrojándose. Vaciló y luego prosiguió—: perdonadme; tengo necesidad de tanta protección, que una pizca de parentesco no habría hecho mal a nadie.

La señora de Beauséant sonrió, pero con tristeza; sentía ya en el ambiente la desgracia que la amenazaba.

—Si conocierais la situación en que se encuentra mi familia —dijo Eugenio—, os agradaría desempeñar el papel de una de esas hadas fabulosas que se complacen en disipar los obstáculos que rodean a sus ahijados.

—Bien, primo mío —dijo ella riendo—, ¿en qué puedo seros útil?

—¿Acaso lo sé yo? Pertenecer a vos por un vínculo de parentesco que se pierde en la sombra constituye ya toda una fortuna. Vos me habéis turbado; ya ni sé lo que había venido a deciros. Sois la única persona que conozco en París. ¡Ah!, quería consultaros pidiéndoos que me aceptaseis como a un pobre niño que desea ser cosido a vuestras faldas y que sabría morir por vos.

—¿Mataríais a alguien por mí?

—Mataría a dos —dijo Eugenio.

—¡Niño! Sois un niño, sí —dijo la vizcondesa reprimiendo las lágrimas—. ¿Vos seríais capaz de amar sinceramente?

—¡Oh! —exclamó el joven moviendo la cabeza.

La vizcondesa se interesó vivamente por el estudiante a causa de la respuesta de ambicioso que había dado. El meridional se hallaba en su primer cálculo. Entre el gabinete azul de la señora Restaud y el salón rosa de la señora de Beauséant, él había hecho tres años de aquel Derecho parisiense del que no se habla nunca, aunque constituye una alta jurisprudencia social que, bien aprendida y bien practicada, conduce a todo.

—Vi a la señora de Restaud en vuestro baile —dijo Eugenio—, y esta mañana estuve en su casa.

—Debéis haberla molestado mucho —dijo sonriendo la señora de Beauséant.

—Sí, soy un ignorante que llegará a tener en contra suya a todo el mundo si vos me negáis vuestra ayuda. Creo que es muy difícil encontrar en París a una mujer joven, bella, rica, elegante, que esté desocupada, y necesito una que me enseñe lo que vosotras, las mujeres, sabéis tan bien explicar: la vida. Encontraré en todas partes a un señor de Trailles. Venía, pues, a pediros la solución de un enigma y rogaros que me dijerais de qué naturaleza es la torpeza que he hecho. He hablado de un señor…

—La señora duquesa de Langeais —dijo Jaime cortando la palabra al estudiante, que hizo el gesto de un hombre fuertemente contrariado.

—Si queréis triunfar —dijo la condesa en voz baja—, ante todo no seáis tan demostrativo.

—Buenos días, querida —dijo levantándose y saliendo al encuentro de la duquesa, a la que estrechó las manos con la efusión que habría podido demostrar a una hermana y a la que la duquesa respondió con los más dulces mimos.

«He aquí a dos buenas amigas —pensó Rastignac—. Desde ahora tendré dos protectoras. Las dos mujeres deben tener los mismos afectos, y ésta se interesará sin duda por mí.».

—¿A qué feliz pensamiento debo el honor de verte, querida Antonia? —dijo la señora de Beauséant.

—He visto al señor de Ajuda-Pinto entrar en casa del señor de Rochefide y entonces he pensado que estabais sola.

La señora de Beauséant no se mordió los labios, no se sonrojó; su mirada siguió siendo la misma y su frente pareció iluminarse mientras la duquesa pronunciaba aquellas fatales palabras.

—Si yo hubiera sabido que estabais ocupada… —añadió la duquesa volviéndose hacia Eugenio.

—El señor es el señor Eugenio de Rastignac, uno de mis primos —dijo la vizcondesa—. ¿Habéis tenido noticias del general Montriveau? —dijo—. Sérizy me dijo ayer que ya no se le veía. ¿Le tenéis en vuestra casa hoy?

La duquesa, que pasaba por haber sido abandonada por el señor de Montriveau, de quien estaba perdidamente enamorada, sintió en el corazón lo acerado de esta pregunta, y se sonrojó al contestar:

—Ayer estaba en el Elíseo.

—De servicio —dijo la señora de Beauséant.

—Clara, vos sabéis sin duda —repuso la duquesa arrojando oleadas de malignidad por sus miradas— que mañana se proclaman las amonestaciones del señor de Ajuda Pinto y de la señorita de Rochefide.

El golpe era demasiado violento, la vizcondesa palideció y respondió riendo:

—Uno de esos rumores que divierten a los tontos. ¿Por qué el señor de Ajuda habría de llevar a la casa de los Rochefide uno de los apellidos más ilustres de Portugal? Los Rochefide son gente ennoblecida ayer.

—Pero Berta, según dicen, reunirá doscientas mil libras de renta.

—El señor de Ajuda es demasiado rico para efectuar estos cálculos.

—Pero, querida, la señorita de Rochefide es encantadora.

—¡Ah!

—En fin, él come hoy en su casa; las condiciones han sido fijadas. Me extraña mucho que estéis tan poco enterada.

—¿Qué tontería habéis hecho entonces? —dijo la señora de Beauséant—. Ese pobre niño hace tan poco tiempo que ha sido arrojado al mundo, que no comprende nada, querida Antonia, de lo que estamos diciendo. Sed buena para con él, y dejemos este asunto para mañana. Mañana, como podéis comprender, todo será sin duda oficial, y vos podréis ser seguramente oficiosa.

La duquesa lanzó a Eugenio una de esas miradas impertinentes que envuelven a un hombre de los pies a la cabeza, lo aplanan y le reducen al estado de cero.

—Señora, sin saberlo, he hundido un puñal en el corazón de la señora de Restaud. Sin saberlo, he ahí mí falta —dijo el estudiante, a quien su inteligencia había servido de algo y había descubierto las punzantes sátiras que encerraban las frases afectuosas de aquellas dos mujeres—. Vos continuáis viendo, y quizá teméis a las personas que están en el secreto del mal que os hacen, mientras que el que hiere ignorando la profundidad de su herida es considerado como un tonto que no sabe aprovecharse de nada y todos le desprecian.

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