Máximo miraba alternativamente a Eugenio y a la condesa de un modo harto significativo para ahuyentar al intruso.
—¡Ah!, querida, espero que pongas a ese tipo de patitas en la calle.
Esta frase era una traducción clara e inteligente de las miradas del joven impertinentemente orgulloso al que la condesa había dado el nombre de Máximo, y al que consultaba el rostro con aquella intención sumisa que revela todos los secretos de una mujer sin que ella se dé cuenta. Rastignac sintió un odio violento hacia aquel joven.
Ante todo, el hermoso pelo rubio y bien rizado de Máximo le hicieron darse cuenta de cuán horrible era el suyo. Además, Máximo llevaba unas botas finas y limpias, en tanto que las suyas, a pesar del cuidado que había puesto al ir por la calle, estaban un poco sucias de barro. En fin, Máximo llevaba una levita que le ceñía elegantemente el talle y le daba el aspecto de una mujer linda, mientras que Eugenio llevaba un corriente traje negro. El inteligente hijo de la Charente advirtió la superioridad que el vestir daba a aquel dandy, alto y esbelto, de ojos claros, tez pálida, uno de esos hombres capaces de arruinar a los huérfanos. Sin aguardar la respuesta de Eugenio, la señora de Restaud dirigióse rápidamente hacia el salón, haciendo flotar los pliegues de su peinador, que se enrollaban y desenrollaban de modo que le daba el aspecto de una mariposa; y Máximo la siguió. Eugenio, furioso, siguió a Máximo y a la condesa. Estos tres personajes se encontraron, pues, en presencia unos de otros, en el centro del gran salón. El estudiante sabía que iba a molestar a aquel odioso Máximo; pero aun con riesgo de disgustar a la señora de Restaud, quiso molestar al dandy. De pronto, recordando haber visto a aquel joven en el baile de la señora de Beauséant, adivinó lo que era Máximo para la señora de Restaud; y con aquella audacia juvenil que hace cometer grandes tonterías u obtener grandes éxitos, díjose a sí mismo: «He aquí mi rival; voy a triunfar sobre él.» ¡Imprudente! Ignoraba que el conde Máximo de Trailles se dejaba insultar, disparaba primero y mataba a su contrincante. El joven conde se dejó caer en una poltrona, al lado de la chimenea, cogió las tenazas y removió el hogar con un movimiento tan violento, que el bello rostro de Anastasia reflejó un súbito enojo. La joven volvióse hacia Eugenio y le dirigió una de esas miradas fríamente interrogativas que dicen: ¿Por qué no os vais?, de un modo tan perfecto, que las personas bien educadas saben hacer en seguida esas frases que habría que llamar frases de salida.
Eugenio asumió un aire agradable y dijo:
—Señora, tenía prisa por veros para…
Se interrumpió. Una puerta se abrió. El señor que conducía el tílburi apareció de pronto, sin sombrero, no saludó a la condesa, y tendió la mano a Máximo, diciéndole: «Buenos días», con una expresión fraternal que sorprendió singularmente a Eugenio.
—El señor de Restaud —dijo la condesa al estudiante, indicándole a su marido.
Eugenio se inclinó profundamente.
—El caballero —prosiguió, presentando a Eugenio al conde de Restaud— es el señor de Rastignac, pariente de la señora vizcondesa de Beauséant por los Marcillac, y a quien tuve el placer de encontrar en su último baile.
¡
Pariente de la señora vizcondesa de Beauséant por los Marcillac
! Estas palabras, que la condesa pronunció casi enfáticamente, por la especie de orgullo que un ama de casa experimenta al querer demostrar que en su casa sólo recibe a gente distinguida, tuvieron un efecto mágico. El conde abandonó su aire fríamente ceremonioso y saludó al estudiante.
—Encantado, caballero —dijo—, de conocerle.
El propio conde Máximo de Trailles lanzó a Eugenio una mirada inquieta y de pronto abandonó su aire impertinente. Este golpe de varita, debido a la poderosa intervención de un apellido, abrió treinta casillas en el cerebro del meridional, y una súbita luz le hizo ver claro en el ambiente de la alta sociedad parisiense, aún tenebroso para él. La Casa Vauquer y papá Goriot estaban entonces muy lejos de su pensamiento.
—Yo creía que los Marcillac estaban extinguidos —dijo el conde de Restaud a Eugenio.
—Sí, señor —respondió—. El hermano de mi abuelo, el caballero de Rastignac, casó con la heredera de la familia de Marcillac. Sólo tuvo una hija, la cual se casó con el mariscal de Clarimbault, abuelo materno de la señora de Beauséant. Nosotros somos la rama menor, tanto más pobre cuanto que mi tío-abuelo, vicealmirante, lo perdió todo al servicio del rey. El gobierno revolucionario no ha querido admitir nuestros créditos en la liquidación que hizo de la compañía de las Indias.
—¿Acaso vuestro tío-abuelo no mandaba el Vengador antes del año 1789?
—Exacto.
—Entonces conoció a mi tío-abuelo, que mandaba el Warwick.
Máximo levantó ligeramente los hombros mirando a la señora de Restaud y pareció querer decirle: «Si empieza a hablar de marina, estamos listos». Anastasia comprendió la mirada del señor de Trailles. Con el admirable poder que poseen las mujeres, sonrió y dijo:
—Venid, Máximo; tengo que preguntaros una cosa. Caballeros, os dejamos que naveguéis a bordo del Warwick y del Vengador.
Se levantó e hizo una seña a Máximo, el cual la siguió a su gabinete. No bien aquella pareja
morganática
, linda expresión alemana que carece de equivalente en francés, había llegado hasta la puerta, cuando el conde interrumpió la conversación que sostenía con Eugenio.
—Anastasia, quedaos, cariño —exclamó con buen humor—; ya sabéis que…
—Ya vuelvo, ya vuelvo —le interrumpió—; sólo un momento para hacerle a Máximo un encargo.
Regresó en seguida. Como todas las mujeres que, obligadas a estudiar el carácter de sus maridos para poder conducirse a su antojo, saben reconocer hasta dónde pueden llegar para no perder una preciosa confianza, y que entonces no les contradicen nunca en las pequeñas cosas de la vida, la condesa había comprendido por las inflexiones de la voz del conde que no habría ninguna seguridad en permanecer en el gabinete. Estos contratiempos eran debidos a Eugenio.
Así, la condesa señaló al estudiante con una mirada y un gesto de despecho a Máximo, quien dijo con sorna al conde, a su mujer y a Eugenio:
—Oíd, veo que estáis muy ocupados y no quiero molestaros; adiós.
Y se marchó.
—Quedaos, Máximo —le gritó el conde.
—Venid a comer —dijo la condesa, que, dejando otra vez a Eugenio y al conde, siguió a Máximo al primer salón, donde estuvieron bastante rato juntos, creyendo que el señor de Restaud despediría a Eugenio.
Rastignac les oía reír, hablar y hacer pausas de vez en cuando; pero el malicioso estudiante conversaba con el señor de Restaud, le halagaba o le embarcaba en discusiones, con objeto de volver a ver a la condesa y saber cuáles eran sus relaciones con papá Goriot. Esta mujer, evidentemente enamorada de Máximo; esta mujer, dueña de su marido, relacionada misteriosamente con el viejo fabricante de fideos, le parecía todo un misterio. Quería penetrar este misterio, esperando de este modo reinar como soberano en aquella mujer tan eminentemente parisiense.
—Anastasia —dijo el conde, llamando de nuevo a su mujer.
—Vamos, mi pobre Máximo —le dijo ella al joven—, hay que resignarse. Hasta esta noche…
—Espero, Nasia —le dijo al oído—, que os encargaréis de este jovenzuelo cuyos ojos brillaban como ascuas cuando vuestro peinador se entreabría. Os haría declaraciones, os comprometería y vos me obligaríais a darle muerte.
—¿Estáis loco, Máximo? —dijo—. ¿Esos estudiantillos no son, por el contrario, unos excelentes pararrayos? Por supuesto que haré que se pelee con Restaud.
Máximo se echó a reír y salió seguido de la condesa, la cual se puso a la ventana para verle subir al coche. Máximo hizo piafar a su caballo, agitó el látigo y se alejó. Anastasia no regresó hasta que el portal estuvo cerrado.
—Cariño —le dijo el conde al verla entrar—, las tierras en que vive la familia del señor no están lejos de Verteuil, en la Charente. El tío-abuelo del señor y mi abuelo se conocían.
—Encantada de pisar tierra conocida —dijo la condesa.
—Más de lo que creéis —dijo en voz baja Eugenio.
—¿Cómo? —inquirió ella vivamente.
—Pues —repuso el estudiante— acabo de ver salir de vuestra casa a un señor con el cual vivo, mi puerta frente a la de él, en la misma pensión; me refiero al señor Goriot.
Al oír este nombre, el conde, que estaba atizando el fuego, arrojó las tenazas a la lumbre, como si le hubieran quemado las manos, y se puso en pie.
La condesa palideció al ver la impaciencia de que daba muestras su marido; luego se sonrojó y pareció desconcertada; respondió con voz que quería ser natural:
—Es imposible conocer…
Se interrumpió, miró el piano, como si despertase en ella algún capricho, y dijo:
—¿Os gusta la música, caballero?
—Mucho —respondió Eugenio, que se sonrojó y tuvo la vaga idea de haber cometido una torpeza.
—¿Cantáis? —exclamó, yendo hacia su piano, cuyas teclas atacó vivamente, desde el do de abajo hasta el fa de arriba. ¡Rrrra!
—No, señora.
El conde de Restaud se paseaba de un lado para otro.
—Es una lástima, ya que con ello estáis desprovisto de un gran medio de éxito.
Ca-a-ro, ca-a-ro, ca-a-ro, non dubitare
—cantó la condesa.
Al pronunciar el nombre de papá Goriot, Eugenio había dado un golpe de varita mágica, pero cuyo efecto era inverso al que habían dado estas palabras: pariente de la señora de Beauséant. Se encontraba en la situación de un hombre introducido por condescendencia en casa de un aficionado a las curiosidades y que, tocando por descuido un armario lleno de figuras esculpidas, hace caer tres o cuatro cabezas mal pegadas.
Habría querido arrojarse a un precipicio. El rostro de la señora de Restaud estaba serio, frío, y sus ojos, indiferentes, rehuían los del torpe estudiante.
—Señora —dijo—, tenéis que hablar con el señor de Restaud; aceptad mis respetos y permitidme…
—Cada vez que vengáis a vernos —apresuróse a decir la condesa, interrumpiendo a Eugenio con un gesto—, estad seguro de que nos causaréis, tanto al señor de Restaud como a mí, el más vivo placer.
Eugenio hizo un profundo saludo a la pareja y salió seguido del señor de Restaud, quien, a pesar de sus instancias, le acompañó hasta la antecámara.
—Cada vez que ese señor se presente —dijo el conde a Mauricio—, ni la señora ni yo estaremos en casa.
Cuando Eugenio puso el pie en la escalinata se dio cuenta de que estaba lloviendo. «Vamos —se dijo—, he venido para cometer una torpeza cuya causa y alcance ignoro, y además voy a echar a perder mi traje y mi sombrero. Debería quedarme en un rincón estudiando mis libros de Derecho y no pensar más que en convertirme en un magistrado. ¿Puedo ir por el mundo, cuando para maniobrar en él convenientemente hace falta un montón de cabriolés, de botas lustradas, arreos indispensables, cadenas de oro, desde la mañana guantes de ante blancos que cuestan seis francos, y siempre guantes amarillos por la noche?».
Cuando se encontró a la puerta de la calle, el conductor de un coche de alquiler, que sin duda acababa de llevar a unos recién casados y quería robar a su dueño efectuando unas carreras de contrabando, hizo una seña a Eugenio al verle sin paraguas, con traje negro, chaleco blanco, guantes amarillos y botas lustradas. Eugenio se hallaba bajo el imperio de una de esas rabias sordas que impelen a un joven a hundirse más y más en el abismo en el que ha entrado, como si esperase encontrar en él una feliz salida. Con un movimiento de cabeza asintió a la petición del cochero. Sin tener más que veintidós sueldos en el bolsillo, montó en el coche, en que unos granos de flores de vallar daban fe del paso de los recién casados.
—¿Adónde va el señor? —preguntó el cochero, que ya no llevaba sus guantes blancos.
«Demonios —se dijo Eugenio—, puesto que me arruino, que esto me sirva de algo».
—Llevadme al hotel de Beauséant —añadió en voz alta.
—¿Cuál? —dijo el cochero.
Palabra sublime, que dejó perplejo a Eugenio. Aquel elegante inédito ignoraba que había dos hoteles de Beauséant, no sabía cuán rico era en parientes que no se preocupaban de él.
—El vizconde de Beauséant, calle…
—De Grenelle —dijo el cochero interrumpiéndole—. Ya veis, existe también el hotel del conde y del marqués le Beauséant, calle de Saint-Dominique.
—Ya lo sé —repuso Eugenio con tono desabrido.
«Todo el mundo, pues, se burla de mí —se dijo, arrojando el sombrero sobre los cojines de delante—. He aquí una escapada que va a costarme cara. Pero por lo menos voy a hacer mi visita a mi supuesta prima de un modo aristocrático. Papá Goriot me cuesta ya por lo menos diez francos, el viejo malvado. A fe mía, voy a contar mí aventura a la señora de Beauséant; quizá la haré reír. Sin duda ella sabrá el misterio de las relaciones criminales entre ese viejo ratón sin rabo y esa bella mujer. Es mejor para mí agradar a mi prima que tropezarme con esa mujer inmoral que me da la impresión de resultar muy cara. Si el nombre de la hermosa vizcondesa es tan poderoso, ¿de qué peso no habrá de ser su persona? Vayamos derechos a lo alto. Cuando uno busca algo en el cielo, debe apuntar hacia Dios».
Estas palabras son la fórmula breve de los mil y un pensamientos entre los cuales flotaba. Recobró algo de seguridad al ver caer la lluvia. Se dijo que si iba a gastar dos de las preciosas piezas de cien sueldos que le quedaban, serían felizmente empleadas en la conservación de su traje, de sus botas y de su sombrero.
No oyó sin un movimiento de hilaridad al cochero que gritaba: «¡La puerta, por favor!». Un portero rojo y dorado hizo chirriar sobre sus goznes la puerta del hotel, y Rastignac vio con dulce satisfacción cómo su coche pasaba bajo el porche, dando la vuelta al patio y deteniéndose bajo la marquesina de la escalinata. El cochero, de gran hopalanda verde con borde azul, fue a desplegar el estribo. Al apearse del coche Eugenio oyó unas risas ahogadas que provenían del peristilo. Tres o cuatro criados habían bromeado ya acerca de aquel carruaje de novia vulgar. Su risa iluminó al estudiante en el momento en que comparó este coche con uno de los coupés más elegantes de París, tirado por dos briosos caballos que mordían el freno y que un cochero elegantemente vestido retenía por la brida como si hubieran querido escapar. En el barrio de San Germán, aguardaba el lujo de un gran señor, un carruaje de más de treinta mil francos.