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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (17 page)

BOOK: Papá Goriot
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Una vez hubo llegado a la calle Neuve-Sainte-Geneviève, subió rápidamente a su casa, bajó para dar diez francos al cochero, entró en aquel comedor nauseabundo, donde vio, como animales en un establo, a los dieciocho huéspedes cebándose. El espectáculo de estas miserias y el aspecto de esta sala le parecieron horribles. La transición era demasiado brusca y el contraste demasiado completo para no desarrollar con exceso en su ánimo el sentimiento de la ambición. Por un lado, las frescas y encantadoras imágenes de la naturaleza social más elegante, rostros jóvenes, vivos, enmarcados por las maravillas del arte y del lujo, aquellas cabezas apasionadas, llenas de poesía; por el otro, siniestros cuadros rodeados de fango, y rostros en los que las pasiones no habían dejado más que sus cuerdas y su mecanismo. Las enseñanzas que la cólera de una mujer abandonada había arrancado a la señora de Beauséant, sus capciosos ofrecimientos volvieron a su memoria, y la miseria hizo sus propios comentarios.

Rastignac decidió abrir dos zanjas paralelas para llegar a la fortuna, apoyarse en la ciencia y el amor, llegar a ser un sabio doctor y un hombre de moda. Era todavía muy niño. Las dos líneas eran asíntotas que jamás pueden encontrarse una con otra.

—Estáis muy serio, señor marqués —le dijo Vautrin, el cual le lanzó una de esas miradas por las cuales aquel hombre parecía iniciarse en los secretos más recónditos del corazón.

—Ya no estoy más dispuesto a aguantar las bromas de aquellos que me llaman señor marqués —respondió—. Aquí, para ser realmente marqués, hay que tener cien mil libras de renta, y cuando uno vive en Casa Vauquer, no es precisamente el favorito de la fortuna.

Vautrin miró a Rastignac con aire paternal y despectivo; luego dijo:

—Estáis de mal humor porque quizá no habréis tenido éxito cerca de la bella condesa de Restaud.

—Me ha cerrado la puerta por haberle dicho que su padre comía en nuestra mesa —exclamó Rastignac.

Todos los comensales se miraron unos a otros. Papá Goriot bajó los ojos y se volvió para secárselos.

—Me habéis echado tabaco en el ojo —dijo a su vecino.

—El que en lo sucesivo humille a papá Goriot tendrá que vérselas conmigo —dijo Eugenio mirando al vecino del antiguo fabricante de fideos—; vale más que todos nosotros. No hablo de las damas —dijo volviéndose hacia la señorita Taillefer.

Esta frase fue un desenlace. Eugenio la había pronunciado con un aire que impuso silencio a los huéspedes. Vautrin dijo con tono insolente:

—Para tomar a papá Goriot bajo vuestra protección es preciso saber manejar una espada y disparar una pistola.

—Así lo haré —dijo Eugenio.

—¿De modo que hoy habéis entrado en campaña?

—Quizá —respondió Rastignac—. Pero no debo dar cuenta a nadie de mis actos, dado que yo no trato de adivinar lo que otras personas hacen durante la noche.

Vautrin lanzó a Rastignac una mirada de reojo.

—Muchacho, cuando no se quiere ser víctima de las marionetas, hay que entrar en la barraca y no contentarse con mirar por los agujeros de los cortinajes. Basta de hablar —añadió al ver que Eugenio se estaba encolerizando—. Hablaremos en otro momento, cuando queráis.

Entonces reinó en la comida un ambiente triste y sombrío. Papá Goriot, absorto por el profundo dolor que le había causado la frase del estudiante, no comprendió que las disposiciones de los ánimos habían cambiado con respecto a él y que un joven en condiciones de imponer silencio a la persecución había asumido su defensa.

—Entonces —dijo la señora Vauquer en voz baja—, ¿el señor Goriot sería el padre de una condesa?

—Y de una baronesa —respondióle Rastignac.

—Yo le he observado la cabeza —dijo Bianchon a Rastignac— y he visto que sólo tiene un bulto: el de la paternidad; será un Padre Eterno.

Eugenio estaba demasiado preocupado para que la broma de Bianchon le hiciera reír. Quería aprovechar los consejos de la señora de Beauséant y se preguntaba cómo y dónde se procuraría el dinero. Quedóse pensativo, viendo las estepas del mundo que se desplegaban ante sus ojos a la vez vacías y llenas; todos le dejaron solo en el comedor cuando la comida estuvo terminada.

—¿Habéis visto, pues, a mi hija? —le dijo Goriot con voz emocionada.

Habiendo salido de su meditación, por las palabras que le dijo el buen hombre, Eugenio le cogió la mano, y mirándole con cierto aire de ternura le respondió:

—Sois un hombre bueno y digno. Hablaremos de vuestras hijas más tarde.

Se levantó sin querer escuchar a papá Goriot y retiróse a su habitación, donde escribió a su madre la carta siguiente:

«Querida madre, mira si no tienes acaso una tercera teta que abrir para mí. Tengo que hacer pronto fortuna. Tengo necesidad de mil doscientos francos, y los necesito a toda costa. No digas nada de mi petición a mi padre; quizá se opondría a ella, y si yo no tuviese ese dinero, me hallaría presa de una desesperación que me obligaría a levantarme la tapa de los sesos. Tan pronto como te vea, te explicaré mis motivos, porque haría falta escribir volúmenes enteros para hacerte comprender la situación en que me encuentro. No he jugado, madre, no debo nada; pero si tú quieres conservar la vida que me has dado, tengo que encontrar esta suma. En fin, frecuento la casa de la vizcondesa de Beauséant, la cual me ha tomado bajo su protección. Debo ir al mundo y no tengo un céntimo para comprarme unos guantes. Sabré comer sólo pan, beber sólo agua, ayunaré, si es preciso; pero no puedo prescindir de unos utensilios con los cuales se labra aquí la viña. Se trata para mí de seguir mi camino o de quedarme atascado en el barro. Sé todas las esperanzas que habéis puesto en mí, y quiero realizarlas pronto. Mi buena madre, vende algunas de tus antiguas joyas, pronto te las sustituiré por otras. Conozco lo suficiente la situación de nuestra familia para saber apreciar tales sacrificios, y debes creer que no te pido que los hagas en vano; de lo contrario, yo sería un monstruo. No veas en mi ruego más que el grito de una imperiosa necesidad. Nuestro porvenir se halla por entero en este subsidio, con el cual debo abrir la campaña; porque esta vida de París es un perpetuo combate. Si, para completar la suma, no hay otra solución más que vender los encajes de mi tía, dile que ya le mandaré otros más bellos. Etcétera».

Escribió a cada una de sus hermanas pidiéndoles sus economías, y para arrancárselas sin que ellas hablasen en familia del sacrificio que no dejarían de hacerle con satisfacción, hizo vibrar las cuerdas del honor que tan tensas están y tan fuertemente resuenan en los corazones jóvenes. Sin embargo, cuando hubo escrito estas cartas, experimentó una trepidación involuntaria: palpitaba, se estremecía. El ambicioso joven conocía la nobleza inmaculada de aquellas almas sepultadas en la soledad, sabía qué penas causaría a sus hermanas, y también cuál sería su gozo; con qué placer hablarían en secreto de aquel hermano querido cuando estuvieran las dos solas. Su conciencia se irguió luminosa y le mostró a sus hermanas desplegando el genio malicioso de las jóvenes para enviarle a escondidas aquel dinero, ideando un primer engaño. «El corazón de una hermana es un diamante de pureza, un abismo de cariño», se dijo. Sentía vergüenza por haber escrito. ¡Cuán poderosos serían sus deseos, cuán puro sería el impulso de sus almas hacia el cielo! ¡Con qué placer se sacrificarían! ¡Cuánto sufriría su madre si no pudiese enviar toda la suma! Aquellos hermosos sentimientos, aquellos terribles sacrificios iban a servirle de peldaño para llegar hasta Delfina de Nucingen. Unas lágrimas, últimos granos de incienso arrojados en el altar sagrado de la familia, llenaron sus ojos. Se paseó con una agitación llena de desesperación. Papá Goriot, viéndole así a través de su puerta, que había permanecido entreabierta, entró y le dijo:

—¿Qué os ocurre, señor?

—¡Ah!, vecino, yo soy todavía hijo y hermano como vos sois padre. Tenéis razón en temer por la condesa Anastasia, que se encuentra en manos de un tal señor Máximo de Trailles, el cual la perderá.

Papá Goriot se retiró balbuciendo unas palabras cuyo sentido no comprendió Eugenio. Al día siguiente, Rastignac fue a echar sus cartas al correo. Vaciló hasta el último instante, pero las echó dentro del buzón, diciendo: «Lo conseguiré». Las palabras del jugador, del gran capitán, palabras fatalistas que pierden a un número mayor de hombres que el de los que salvan. Unos días más tarde, Eugenio fue a la casa de la señora de Restaud y no fue recibido por ella. Tres veces volvió y otras tres veces encontró la puerta cerrada, aunque se presentara en horas en las que el conde Máximo de Trailles no se encontraba allí. La vizcondesa había tenido razón. El estudiante ya no estudiaba. Iba a las clases para hacer acto de presencia y luego se marchaba. Habíase hecho el razonamiento que se hace la mayor parte de los estudiantes. Reservaba sus estudios para el momento de los exámenes; había decidido acumular sus matrículas de segundo y tercer año, luego el derecho en serio y de golpe en el último momento. De este nodo tenía quince meses libres para navegar por el océano de París., para entregarse a la trata de mujeres o pescar fortuna. Durante esta semana vio dos veces a la señora de Beauséant, a cuya casa sólo iba cuando salía el coche del marqués de Ajuda. Por unos días, aquella ilustre mujer, la figura más poética del barrio de San Germán, permaneció aún victoriosa, hizo que se suspendiera la boda de la señorita de Rochefide con el marqués de Ajuda-Pinto. Pero aquellos últimos días, que el temor de perder su felicidad hacía que fueran los más ardientes de todos, habían de precipitar la catástrofe. El marqués de Ajuda, de consuno con los Rochefide, había considerado aquella circunstancia como una coyuntura feliz: esperaban que la señora de Beauséant se acostumbraría a la idea de aquella boda y acabaría resignándose. A pesar de las santas promesas renovadas a diario, el señor de Ajuda representaba, pues, su comedia, y a la vizcondesa le gustaba ser engañada.

«En lugar de saltar noblemente por la ventana, dejaba que la hicieran rodar por la escalera», decía la duquesa de Langeais, su mejor amiga. Sin embargo, aquellas últimas luces brillaron un tiempo suficiente para que la vizcondesa permaneciera en París y allí ayudara a su joven pariente, a quien profesaba una especie de afecto supersticioso. Eugenio se había mostrado para con ella lleno de interés y sensibilidad en una circunstancia en que las mujeres no ven compasión ni consuelo en ninguna de las miradas que se les dirigen. Si un hombre les dice entonces palabras amables, lo hace por especulación.

En su deseo de conocer perfectamente su tablero de ajedrez antes de intentar el abordaje de la casa de Nucingen, Rastignac quiso ponerse al corriente de la vida anterior de papá Goriot, y recogió informes ciertos, que pueden reducirse a los siguientes:

Juan Joaquín Goriot era, antes de la revolución, un simple obrero de una fábrica de fideos, hábil, ahorrador y lo suficientemente emprendedor como para haber adquirido los bienes de su dueño, a quien el azar hizo víctima del primer levantamiento de 1789. Habíase establecido en la calle de la Jussienne, cerca del Mercado del Trigo, y había tenido el buen sentido de aceptar la presidencia de su sección, con objeto de lograr que su comercio fuera protegido por los personajes más influyentes de aquella época peligrosa. Aquella sabiduría había sido el origen de su fortuna, que comenzó en los días de la escasez de alimentos, escasez falsa o verdadera, como consecuencia de la cual los cereales alcanzaron en París un precio enorme. El pueblo se mataba delante de las panaderías, mientras ciertas personas iban tranquilamente a buscar pasta para sopa. Durante aquel año, el ciudadano Goriot acumuló los capitales que más tarde le sirvieron para efectuar su comercio con toda la superioridad que confiere una gran cantidad de dinero a aquel que la posee. Le sucedió lo que les sucede a todos los hombres que no poseen más que una capacidad relativa. Su mediocridad le salvó. Por otra parte, no siendo conocida su fortuna hasta el momento en que ya no había peligro en ser rico, no excitó la envidia de nadie. El comercio de trigo parecía haber absorbido toda su inteligencia. Cuando se trataba de trigos, harinas, de grano, de saber su procedencia, de velar por su conservación, de prever el curso, de profetizar la abundancia o la escasez de las cosechas, de procurarse los cereales a bajo precio, de mandarlos traer de Sicilia o de Ucrania, Goriot no tenía rival. Al verle llevar sus negocios, explicar las leyes sobre la exportación e importación de los granos, observar su inteligencia y advertir mis defectos, alguien le habría considerado capaz de ser ministro de Estado. Paciente, activo, enérgico, constante, rápido en sus expediciones, poseía una mirada de águila, se adelantaba a todo, todo lo preveía, todo lo sabía, todo lo ocultaba; diplomático para concebir, soldado para armar. Una vez se hallaba fuera de su especialidad, de su sencilla y oscura tienda, volvía a ser el obrero estúpido y grosero, el hombre incapaz de comprender un razonamiento, insensible a todos los placeres de la inteligencia, el hombre que se dormía en los espectáculos, uno de aquellos Dolibanes parisienses, que sólo conocían la estupidez. Estos caracteres se parecen casi todos. En casi todos ellos encontraríais un sentimiento sublime en el corazón. Dos sentimientos exclusivos habían llenado el corazón del fabricante de fideos, habían absorbido su humor, de la misma manera que el comercio de granos utilizaba toda la inteligencia de su cerebro. Su mujer, hija única de un rico granjero de la Brie, fue para él objeto de una admiración religiosa, de un amor sin límites. Goriot había admirado en ella una naturaleza a la vez frágil y fuerte, sensible y bella, que contrastaba vigorosamente con la suya. Si hay un sentimiento innato en el corazón del hombre, ¿no es acaso el orgullo de la protección ejercida en todo momento en favor de un ser débil? Añadid a ello el amor, ese reconocimiento vivo de todas las almas francas para el principio de sus placeres, y comprenderéis un sinfín de absurdos morales. Al cabo de siete años de una felicidad sin nubes, Goriot, desgraciadamente para él, perdió a su mujer: ésta comenzaba a asumir el mando sobre él, fuera de la esfera de los sentimientos. Quizá hubiera cultivado ella aquella naturaleza inerte, quizá hubiera echado en ella la inteligencia de las cosas del mundo y de la vida. En esta su nación, el sentimiento de la paternidad desarrollóse en Goriot hasta la sinrazón. Trasladó sus afectos, frustrados por la muerte, a sus dos hijas, las cuales, al principio, satisficieron plenamente todos sus sentimientos.

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