—Lo apreciaba como a su propia vida —respondió la viuda.
—Ya veis cuán apasionado es el hombre —exclamó Vautrin—. Esa mujer sabe muy bien hacer cosquillas al alma.
El estudiante volvió a subir a su casa. Vautrin salió. Unos instantes más tarde, la señora Couture y Victorina subieron a un coche de alquiler que Silvia fue a buscarles. Poiret ofreció el brazo a la señorita Michonneau y ambos fueron a pasear al jardín Botánico durante dos hermosas horas del día.
¡Bien! Helos ahí como un matrimonio —dijo la obesa Silvia—. Hoy salen juntos por primera vez. Están tan delgados, que si frotan uno contra otro harán saltar chispas.
—Cuidado con el chal de la señorita Michonneau —dijo riendo la señora Vauquer—, porque prenderá como la yesca.
A las cuatro de la tarde, cuando regresó Goriot, vio, a la luz de dos lámparas humeantes, a Victorina, cuyos ojos estaban rojos. La señora Vauquer escuchaba el relato de la visita infructuosa hecha al señor Taillefer durante la mañana. Fastidiado al tener que recibir a su hija y a aquella vieja, Taillefer las había dejado llegar hasta él para caer una explicación con ellas.
—Querida señora mía —decía la señora Couture a la señora Vauquer—, figuraos que ni siquiera ha hecho sentarse a Victorina, que ha permanecido constantemente de pie. A mí me ha dicho, sin encolerizarse, fríamente, que nos ahorrásemos el trabajo de ir a su casa; que la señorita, sin decir su hija, perdía el tiempo al molestarle (una vez al año, ¡el monstruo!); que habiéndose casado con él la madre de Victorina sin fortuna, no tenía derecho a reclamar nada; en fin, las cosas más duras, que han hecho derramar un mar de lágrimas a esa pobre pequeña. La pequeña se arrojó entonces a los pies de su padre y le dijo con valentía que sólo insistía a causa de su madre, que obedecería su voluntad sin murmurar; pero que le suplicaba que leyese el testamento de la pobre difunta; entonces ha tomado la carta y se la ha presentado, diciendo las cosas más bellas del mundo y las mejor sentidas; no sé de donde las ha tomado; Dios se las dictaba, porque yo, de escucharla, lloraba como una bestia. ¿Sabéis lo que estaba haciendo ese monstruo de hombre? Pues se cortaba las uñas, cogió la carta que la pobre señora Taillefer había mojado con sus lágrimas y la arrojó a la chimenea, diciendo: «¡Está bien!». Quiso levantar a su hija, que le cogía las manos para besárselas, pero él las retiró. ¿No es esto un crimen? El imbécil de su hijo entró sin saludar a su hermana.
—Entonces, ¡son unos monstruos! —dijo papá Goriot.
—Y además —dijo la señora Couture sin hacer caso de la exclamación del buen hombre—, el padre y el hijo se fueron saludándome y rogándome les disculpara, porque tenían asuntos urgentes. He ahí nuestra visita. Por lo menos ha visto a su hija. No sé cómo puede renegar de ella, porque se parecen como dos gotas de agua.
Los huéspedes, internos y externos, llegaron los unos detrás de los otros, deseándose mutuamente buenos días, y diciéndose esas naderías que constituyen, en ciertas clases parisienses, un espíritu picaresco, en el cual la tontería entra como elemento principal, y cuyo mérito consiste particularmente en el gesto o en la pronunciación. Esta especie de argot varía continuamente. La broma que constituye su principio no tiene nunca un mes de existencia. Un acontecimiento político, un proceso en la audiencia, una canción de las calles, las farsas de un actor, todo sirve para mantener ese juego del ingenio que consiste sobre todo en tomar las ideas y las palabras como pelotas y enviárselas unos a otros. El reciente invento del Diorama, que llevaba la ilusión de la óptica a un grado mucho más elevado que en los Panoramas, había introducido en algunos estudios de pintura la manía de hablar en rama.
—Bien, señor Poiret —dijo el empleado del Museo—, ¿cómo va esa
saludrama
? —Y luego, sin esperar la respuesta:— Señoras, estáis muy tristes —dijo a la señora Couture y a Victorina.
—¿Vamos a comer? —exclamó Horacio Bianchon, estudiante de medicina, amigo de Rastignac—. Mi pequeño estómago se me ha bajado
usque ad talones
.
—¡Hace hoy un gran
friorama
! —dijo Vautrin—. Haceos un poco más allá, papá Goriot. ¡Qué demonio! Os lleváis todo el calor de la estufa.
—He aquí su excelencia el marqués de Rastignac, doctor en derecho torcido —exclamó Bianchon cogiendo a Eugenio por el cuello y estrechándole de manera que le ahogaba.
La señorita Michonneau entró suavemente, saludó a los invitados sin decir nada y fue a colocarse junto a las tres mujeres.
—Ese viejo murciélago me hace estremecer siempre de frío —dijo en voz baja Bianchon a Vautrin, señalando a la señorita Michonneau.
—¿El señor la ha conocido? —preguntó Vautrin.
—¿Quién no la ha encontrado? —respondió Bianchon—. Palabra de honor, esa solterona pálida me hace el efecto de esos largos gusanos que acaban royendo una viga.
—Es lo que es, joven —dijo el cuarentón peinando sus patillas, y canturreó—:
Y rosa, ha vivido lo que viven las rosas. El espacio de una mañana
.
—¡Ah, ah! He aquí una magnífica
soparama
—dijo Poiret viendo a Cristóbal que entraba teniendo en la mano respetuosamente la sopa.
—Perdonadme, señor —dijo la señora Vauquer—, es una sopa de coles.
Todos los jóvenes se echaron a reír.
—¿Alguien ha visto la niebla de esta mañana? —preguntó el empleado.
—Era —dijo Bianchon— una niebla frenética y sin ejemplo, una niebla lúgubre, melancólica, verde, una niebla Goriot.
—
Goriorama
—dijo el pintor—, porque no se veía nada.
Sentado en el extremo de la mesa, cerca de la puerta por la cual se servía la comida, papá Goriot levantó la cabeza oliendo un trozo de pan que tenía bajo su servilleta, por una vieja costumbre comercial que reaparecía algunas veces.
—Bueno —le dijo en tono agrio la señora Vauquer con voz que dominó el ruido de las cucharas, de los platos y de las voces—. ¿Es que no encontráis bueno el pan?
—Al contrario, señora —respondió—, está hecho con harina de Étampes, de primera calidad.
—¿Cómo lo conocéis? —interrogó Eugenio.
—Por la blancura, por el sabor.
—Por el sabor de la nariz, puesto que lo estáis oliendo —dijo la señora Vauquer—. Os volvéis tan ahorrativo, que acabaréis encontrando el medio de alimentaros oliendo el aire de la cocina.
—Tomad entonces una patente de invención —exclamó el empleado del Museo—; haréis una buena fortuna.
—Dejadle, pues; hace esto para persuadirnos de que ha sido fabricante de fideos —dijo el pintor.
El pobre papá Goriot, al ver que todos se reían de él, miraba a los huéspedes con aire estúpido. Cristóbal llevóse el plato del buen hombre, creyendo que había terminado la sopa; de suerte que cuando Goriot, después de haber levantado su sombrero, cogió la cuchara y dio un golpe encima de la mesa, todos los comensales se echaron a reír.
—Bien, señorita —dijo Vautrin a Victorina—, vos no coméis nada.
—La señorita —dijo Rastignac, que se encontraba cerca de Bianchon— podría intentar un proceso sobre la cuestión de los alimentos, puesto que no come. ¡Eh, eh!, mirad cómo examina papá Goriot a la señorita Victorina.
El anciano olvidábase de comer para contemplar a la pobre joven, en los rasgos de la cual veíase un dolor verdadero, el dolor de la hija que ama al padre que no quiere reconocerla.
—Querido —dijo Eugenio en voz baja—, nos hemos equivocado acerca de papá Goriot. No es ni un imbécil ni un hombre sin nervios. Esta noche le he visto retorcer un plato de plata sobredorada, como si fuera cera, y en este momento el aspecto de su rostro revela sentimientos extraordinarios. Su vida me parece demasiado misteriosa para no valer la pena de ser estudiada. Sí, Bianchon, no estoy bromeando.
—Ese hombre es un caso clínico —dijo Bianchon—, de acuerdo; si quiere, lo diseco.
Al día siguiente, Rastignac se vistió muy elegantemente, y hacia las tres de la tarde fue a la casa de la señora Restaud, entregándose durante el camino a esas esperanzas aturdidamente locas que hacen que la vida de los jóvenes esté tan repleta de emociones; no calculan entonces ni los obstáculos ni los peligros, ven en todo el éxito, poetizan su existencia por el único juego de su imaginación, y se hacen desgraciados o tristes por la frustración de proyectos que no vivían aún más que en sus deseos desenfrenados; si no fueran ignorantes y tímidos, el mundo social sería imposible. Eugenio caminaba con mil precauciones para no ensuciarse de barro, pero caminaba pensando en lo que diría a la señora de Restaud, hacía acopio de ingenio, inventaba las respuestas de una conversación imaginaria, preparaba sus palabras, sus frases a lo Talleyrand, suponiendo pequeñas circunstancias favorables a la declaración sobre la cual fundaba su porvenir. El estudiante se manchó de barro y viose obligado a hacerse limpiar las botas y cepillar el pantalón en el Palacio Real. «Si yo fuera rico —díjose cambiando una pieza de treinta sueldos que había tomado para un caso de desgracia—, habría ido en coche, habría podido pensar cómodamente». En fin, llegó a la calle de Helder y preguntó por la condesa de Restaud. Con la sangre fría del hombre que está seguro de triunfar un día, recibió la mirada despectiva de las personas que le habían visto cruzar el patio a pie, sin haber oído el ruido de un carruaje junto a la puerta.
Esta mirada fue para él tanto más sensible cuanto que había comprendido ya su inferioridad al entrar en aquel patio, donde piafaba un hermoso caballo ricamente enganchado a uno de aquellos cabriolés que dan fe del lujo de una existencia disipadora y revelan la de todos los placeres parisienses. Se puso de mal humor. Los cajones abiertos de su cerebro, que contaba con encontrar llenos de inteligencia, se cerraron y volvióse estúpido. Aguardando la respuesta de la condesa, a la cual un ayuda de cámara iba a dar el nombre del visitante, Eugenio dirigióse hacia una ventana de la antecámara, apoyó el codo en una españoleta y miró maquinalmente hacia el patio. Hacíase larga la espera y se habría marchado si no hubiera estado dotado de aquella tenacidad meridional que engendra prodigios cuando procede en línea recta.
—Señor —dijo el ayuda de cámara—, la señora se encuentra en su gabinete y está muy ocupada; no me ha contestado; pero si el señor quiere pasar al salón, ya hay alguien.
Mientras admiraba el terrible poder de esos criados que, con una sola palabra, acusan o juzgan a sus dueños, Rastignac abrió deliberadamente la puerta por la cual había salido el ayuda de cámara, con la intención, sin duda, de hacer creer a aquellos insolentes criados que conocía a los seres de la casa; pero luego desembocó en una pieza en la que se encontraban lámparas, bufetes, un aparato para calentar toallas para el baño, y que a la vez conducía a un pasillo oscuro y a una escalera disimulada. Las risas ahogadas que oyó en la antecámara pusieron calma a su confusión.
—Señor, el salón es por aquí —le dijo el ayuda de cámara con aquel falso respeto que parece una burla más.
Eugenio volvió sobre sus pasos con tal precipitación que tropezó con una bañera, pero tuvo la suerte de retener su sombrero, evitando que se le cayera en el baño. En aquel momento abrióse una puerta al fondo del largo corredor iluminado por una pequeña lámpara. Rastignac oyó al mismo tiempo la voz de la señora Restaud, la de papá Goriot y el rumor de un beso. Volvió a entrar en el comedor, lo cruzó, siguió al ayuda de cámara y volvió a entrar en un primer salón, donde permaneció de pie ante la ventana, y se dio cuenta de que ésta daba al patio. Quería ver si aquel papá Goriot era realmente el padre de ella. El corazón le latía aceleradamente y acordóse de las reflexiones de Vautrin. El ayuda de cámara aguardaba a Eugenio a la puerta del salón, pero de pronto salió un joven elegante, que dijo con impaciencia: «Me voy, Mauricio. Le diréis a la señora condesa que la he estado esperando media hora». Este impertinente, que sin duda tenía derecho a serlo, tarareó una tonada italiana, mientras se dirigía hacia la ventana junto a la cual se hallaba Eugenio, tanto para ver la cara del estudiante como para mirar hacia el patio.
—Será mejor que el señor conde aguarde aún un instante; la señora ha terminado —dijo Mauricio volviendo a la antesala.
En aquel momento, papá Goriot aparecía junto a la puerta cochera por la salida de la escalera pequeña. El buen hombre sacaba su paraguas y se disponía a abrirlo, sin fijarse en que el portal estaba abierto para dar paso a un joven que conducía un tílburi. Papá Goriot sólo tuvo el tiempo suficiente para echarse hacia atrás y evitar ser aplastado. El tafetán del paraguas había asustado al caballo, que se apartó un poco, precipitándose hacia la escalinata. El joven volvió la cabeza con aire de cólera, miró a papá Goriot, y antes de salir le dirigió un saludo que reflejaba la consideración forzada que uno tributa a los usureros de los cuales tiene necesidad, o ese respeto necesario exigido por un hombre corrompido, pero del que uno más tarde se avergüenza. Papá Goriot respondió con un saludo amistoso, lleno de bondad. Todo ello sucedió con la rapidez del relámpago. Demasiado abstraído para darse cuenta de que no estaba solo, Eugenio oyó de pronto la voz de la condesa.
—¡Ah, Máximo, ya os marchabais! —dijo con acento de reproche, en el que se mezclaba un poco de despecho.
La condesa no había prestado atención a la entrada del tílburi. Rastignac volvióse de pronto y vio a la condesa coquetamente vestida con un peinador de cachemira blanco, peinada negligentemente, como las mujeres de París por la mañana; embalsamaba el aire, sin duda había tomado un baño, y su belleza, más flexible, por así decir, parecía más voluptuosa; sus ojos estaban húmedos. Los ojos de los jóvenes lo ven todo: sus mentes se unen a las irradiaciones de la mujer tal como una planta aspira en el aire sustancias que le son propias. Eugenio sintió, pues, el frescor de las manos de aquella mujer sin tener necesidad de tocarlas. Veía, a través de la cachemira, los matices rosados del busto que el peinador, ligeramente entreabierto, dejaba a veces al desnudo, y sobre el cual se paseaba su mirada. Los recursos del corsé resultaban innecesarios para la condesa; sólo el cinturón marcaba su flexible talle, su cuello invitaba al amor, sus pies aparecían lindos en sus zapatillas. Cuando Máximo tomó aquella mano para besarla, Eugenio vio entonces a Máximo, y la condesa vio a Eugenio.
—¡Ah!, sois vos, señor de Rastignac; me alegro mucho de veros —dijo con un aire al cual saben obedecer las personas inteligentes.