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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho soy dix-leso (5 page)

BOOK: Papelucho soy dix-leso
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—¡Tiren sus armas al suelo y levanten las manos! —la voz de mi teniente era de general de batalla en alta mar. Los gallos obedecieron y yo recogí los rifles. Los lolos topaban al techo con sus manos.

—¡Ahora salgan caminando hacia atrás! —manduqueó mi teni y los hizo salir del rancho. Sin dejar de apuntarles sacó del jeep unos cordeles y les amarró atrás las manos.

—¿Dónde están las llaves del jeep? Tú, Papelucho, echa los rifles al jeep.

Obedecí, mientras la lola escupía las llaves que tenía en la boca.

—Toma la bomba, Papelucho, y tenia en alto para dispararla cuando te lo ordene. Sube al auto…

—¡A su orden mi teniente! —dije hincándome en el asiento con la bomba levantada y mirando hacia atrás. Yo pensaba que los lolos-ladrones eran harto idiotas de creer que era bomba esa cuestión cualquiera que yo tenía en la mano.

Pero el teniente hizo partir el jeep y con voz de trueno gritó:

—¡Échense al suelo los dos! —y obedecieron al tiro.

Con mi brazo en alto amenazándolos con la porquería de bomba, partió el jeep a todo chifle y por poco me caigo.

Lo último que vi fue la vaca con su leche tibia que se acercaba a los lolos todavía tirados en el suelo.

Ibamos siguiendo la huella que dejó el jeep, cuando apareció un camino.

—No voy a seguir esta huella porque iremos a dar donde está la banda —contestó mi teni a mi pregunta de puro pensamiento. Es bastante adivino.

—Nos vamos al pueblo, por ahora… Puedes sentarte y dejar la bomba.

—La dejé. Pero mi brazo se había quedado perpetuo y sus lagartos duros no se podían doblar nunca jamás.

Bajo un arbolito, de repente frenó. Ipso flatus volví a tomar la bomba.

—Voy a sacarme "el problema" —dijo mi teni levantándose el pantalón y quitándose la venda—. Me aprieta demasiado…

Poco a poco apareció el brazo de reina de oro y también su pierna morada inflada como salchicha gigante. Tiró al suelo del jeep el famoso tesoro y comenzó a masajearse la rodilla, la canilla, la pantorrilla, etc. A medida que se masajeaba más gorda y más roja se le iba poniendo. Al pobre teni le dolía caballo, se le notaba en la cara.

Echó al suelo las piernas y trató de pararse, pero se sentó al tiro. Siguió haciéndole empeño, pero se caía sentado electrónicamente.

—Como que siga tan acalambrado, tendrás que manejar tú —me dijo—; no me obedecen los músculos.

Miró a todos lados y por fin dijo:

—Bájate y sube por mi lado. Yo me corro y tú tomas el volante. Yo te dirigiré.

Me dio como una risa en mi dentror ¡manejar de verdad era choriflai!

Se corrió él a mi asiento con la pierna más tiesa que un garrote. Yo me senté al volante y partí con un feroz salto, como una citroneta. Yo tenía harta práctica de chofer en autos parados, pero no andando… Lo malo era que apenitas veía. Porque los jeep están un poco mal hechos y uno ve el camino de lejos y todo lo que es cielo, pero queda tapado lo de cerca. Y entonces, sin querer le enchufaba en los hoyos y dale brinco y brinco, saltando los dos a un tiempo. Era un camino sin locomoción ni semáforos ni siquiera autos en pana ni perros reventados. Un camino solitario.

Mi teni se bajó el pantalón y se dejó en paz la pierna y trató de ayudarme a sujetar el volante que bailaba con nosotros de un lado a otro. Pero su cara se iba poniendo rara, como pálida y medio fallecida. Y soltó el volante.

Lo miré. Se había echado atrás y parecía de función. Me asusté al verlo y aceleré bien a fondo. Consolándome me decía: Mi teniente Albornoz no se queda muerto así no más. Estará un poquito desmayado solamente.

Y no lo miré nunca más, sino que me seguí discurseando que un teniente de tanto aguantar un dolor se puede desmayar por un rato, etc., hasta que por fin apareció el pueblo con su calle larga. Solté el acelerador y frené un poco. Había perros por ahí y una plaza con su parroquia y todo. Y justo ahí se me paró el motor. Saqué las llaves y de un salto me bajé.

Entré a la iglesia corriendo. No había nadie. Empujé una puerta y apareció un patio con su curita leyendo en una silla.

—Señor cura —le dije a mil por hora—. ¡Venga antes de que se muera!

Me miró por encima del anteojo con unos ojitos turbios lacrimógenos.

—¿Qué me dices? ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres?

Le expliqué bien confundido y creo que lo aturdí. Se agarró una oreja y con la otra mano me pescó del brazo y me acercó a él.

—Soy sordo —dijo sonriendo—. No te oí nada. ¿Traes alguna buena nueva?

Agarré vuelo y haciendo corneta con las manos le grité:

—¡Mala nueva! ¡Pésima! venga conmigo antes de que se muera mi teni…

Se sacó los lentes, los dobló y guardó en un estuche con esa calmita atroz que tienen los curas.

—Vamos a ver. Voy contigo. ¿Qué pasa?

Con la misma calmita tironeándolo yo, llegamos al jeep por fin. Al ver esa cara tan grande y tan pálida por fin se asustó, le tomó el pulso y comenzó a contar igual que en el box.

—Anda a la cocina y pídele a mi hermana una taza de café.

Corrí. También mis piernas estaban desmayadas con la fuerza que hice en los pedales del jeep, y claro, me caí. Me levanté para caerme de nuevo y me chorreaba la sangre por las rodillas.

La dejé correr por si me convidaban a mí también un poco de café. Porque tenía el cuerpo aquilatado y lagarteado.

La hermana del cura era el doble de vieja que él, pero no sorda y harto acelerada para calentar café, darme un poco y llevar una taza al jeep. Por cucharaditas se lo echó en la boca a mi teni que se chorreaba igual que la Ji cuando era chica. Pero por fin tragó y poco a poco fue abriendo los ojos.

En un minuto se había pelado la plaza y toda su gente hacía redondela al jeep: niñitos, perros, bicicletas, manicero, señoras con guagua y hasta un carabinero.

Ipso flatus se convirtió en general, despejó la cancha y enchufó al cura con preguntas. Pero él na' que ver, seguía contando el pulso de mi teni que había vuelto a cerrar los ojos.

Alguien me apuntó a mí:

—¡Ese mocoso venía manejando! —dijo acusándome con odio.

—Él lo mató. Ahí están las armas —dijo otro.

—Soy testigo de que ese cabro venía manejando y no tiene documentos —gritó otro con voz de enemigo.

El carabinero sacó libreta y apuntó el nombre y dirección del testigo. Yo me empecé a sentir un verdadero asesino. Si todos me acusaban ¿por qué no iba a tener culpa? Traté de pensar en otra cosa y no me resultó. Entonces sentí la mano que me apretaba el brazo, mientras el carabinero volvía a enchufar al cura con preguntas. Pero él no oía ni pío. Yo pensé que hasta un asesino se podía confesar con él… Pero de repente el cura soltó el pulso de mi teniente:

—El pulso está bueno, firme y regular —dijo al carabinero. Creo que es una simple fatiga.

—¿Es médico usted o cura? En todo caso quiero su informe.

El cura se rió y yo también porque yo sabía que no había oído nada. El carabinero sacó una cuestión y me puso una pulsera de hippie con cadena y todo.

—Vamos a la comisaría —ordenó—. Dame las lia ves del jeep…

Las busqué, pero no las tenía. ¿Dónde se habrían perdido?

—No las tengo, pero las tenía… —dije. El carabinero se puso otra pulsera amarrada a la mía. —Es malo ser mentiroso —dijo—; tendrás que encontrarlas.

—No es mentira —alegaba yo con romadizo a chorro mientras recorríamos la iglesia, el patio y la cocina. No aparecían. Entonces me acordé de San Antonio y le recé en mi dentror: —¡No quiero que me crean mentiroso! —le dije—. Aparéceme las llaves. ¿Qué te cuesta?

Volví al auto con el carabinero bastante furiondo.

—¿Hay teléfono aquí? —preguntaba a los curiosos. El cura ya no servía para dar noticias.

Fue entonces cuando una mamá mirona plantó el grito:

—¡Se me ahoga la niña!

Era una cabrita gorda y crespa, y del mismo color que la pierna de mi teni.

El carabinero la levantó y la tomó de los pies, patas arriba y la sacudió como si fuera alcancía. Y ella, como si fuera alcancía, vomitó y entre otras cosas también las llaves del jeep. Se llevó su buen reto por comellaves y se fue.

El carabinero me hizo trepar al jeep y sentarme entre él y mi teni. Pero lo malo es que él no sabía manejar y dale brinco y más brinco y el motor se le paraba. Entre tanto salto se despertó mi teni y poco a poco se desesmayó y le volvió el color.

—¡Papelucho! —me dijo con voz suave—. ¿Estás bien? ¿Qué pasó?

—No mucho —alcancé a decir, cuando el carabinero por fin partió y dijo:

—Ya está en buenas manos mi teniente. Vamos a la comisaría donde lo atenderán bien.

El carabinero ya no parecía odiarme sino que me preguntó: —¿Es tu papá el teniente?

Y me dieron tentaciones de mentir y decirle que sí, puramente por ver su cara. Pero contesté: "Casi, porque en este momento es igual que si fuera…".

En la comisaría nos trataron como reyes y a mi teni lo ayudaron entre dos a entrar y lo sentaron en un sillón con frazada y todo. Nos dieron rico almuerzo y fruta y hasta un trago de cerveza. La cara de mi teni se volvió la de antes, o sea con la pura nariz machucada y lo demás muy bien. 

—Quiero hacer la denuncia —dijo al comisario con voz bien entera.

—Yo haré el informe —contestó muy ronco el comisario y se largó a escribir en un libróte tremendo de grande. Era como un dictado de colegio y resultaba harto entretenido oír toda la historia desde que chocamos con grúa y todo. Lo único distinto era que "el problema", o sea el pan de oro, se llamaba prueba N° I, el revólver era la N° 2 y la escopeta y el rifle la 3 y la 4. Me arrepentí de haberle pegado el cacho a la vaca porque habría sido la prueba N° 5.

—Es urgente ir a ese rancho con refuerzos y detener a los de la banda —dijo mi teni cuando acabó de dictar.

—Papelucho puede servirnos de guía —dijo el comisario—. Mi teniente no está como para otro viaje.

Me sentí liviano con esto que tuvieran confianza en mí. Me habría gustado tocar una trompeta o algo así.

—¿Eres capaz de guiarnos? —me preguntaron—. ¿No tienes miedo? —y me dieron un chicle.

—Soy capaz de guiarlos —dije bien serio— y tampoco tengo mi, mi, mi —hasta ahí no más llegué porque el chicle se me pegó para siempre entre los dientes.

Una camioneta verde con dos rifles cruzados pintados en la puerta, nos esperaba. Atrás subieron cuatro carabineros armados y adelante dos jefes, y entre ellos me hicieron sentarme a mí.

—Tú serás el monitor —me dijo mi teniente Albornoz al despedirse—. Tú conoces el camino y las huellas del jeep en que vinimos. ¡Buena suerte!

No me cayó muy bien lo de monitor, porque ni tengo la mayor idea lo que es, pero creo que mi teni no me estaría insultando, así que dije "sí" con la cabeza.

Y partimos. Este sargento manejaba caballo, pero conversaban poco.

El camino era largo, pero menos solo que al venir, porque nos cruzamos con un entierro con tres coronas y un tractor. Pero yo me moría de ganas de preguntar cosas y averiguar de asaltos, de huellas vegitales, de espionaje y demases. Y no me atrevía por no parecer leso.

Cuando llegamos al arbolito con la frenada del jeep, reconocí el camino porque me acordaba de la cantora rota que estaba ahí tirada. Y al pasarla yo venía aquilatado del brazo con la bomba y mi teni adivino, en ese mismo momento me dijo que dejara la bomba y me sentara. Y ahí mismo estaba el desvío por el que habíamos salido al camino.

Yo miraba el camino con violencia para no perder la huella. Porque a cada rato me daba la cuestión de que "a lo mejor te vas por otro con tu famosa dix-lesa". Y me discutía conmigo cataclípticamente. Fue entonces cuando divisamos la humareda.

—Parece un incendio —dijo el jefe—. No es tiempo de quemar rastrojo…

—¡Es el rancho! —chillé yo—. Está ardiendo telescópicamente. Esta es la huella en el pasto…

Mi sargento aceleró a todo riñón y me caí sentado encima del jefe.

El humo empezó a llegar todo lacrimógeno y a medida que nos acercábamos el calor de las llamas nos hacía toser. Volaban las cenizas. Las llamas se agrandaban y viceversa.

BOOK: Papelucho soy dix-leso
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