Parque Jurásico (51 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
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Extendió la mano para aferraría:

—Sí. Estoy aquí.

—¿Ya tiene esa maldita corriente? —Era Muldoon. Había algo extraño en su voz, algo hueco.

—No —dijo Wu. Sonrió, contento de saber que Muldoon estaba vivo.

—Creo que Arnold logró llegar al cobertizo —anunció Muldoon—. Después de eso, no sé más.

—¿Dónde está usted? —preguntó Wu.

—Estoy atascado.

—¿Qué?

—Atascado en un maldito caño. Y soy muy popular en estos momentos.

«Atascado en un caño se ajustaba más a la realidad», pensó Muldoon; había una pila de caños de drenaje acumulados detrás del centro de visitantes, y Muldoon se deslizó de espaldas en el más próximo, arrastrándose a gatas como un pobre infeliz. Caños de un metro de luz, que le iban muy ajustados, pero los velocirraptores no podían atacarle.

No, al menos, después de haberle volado la pata a uno, cuando el ruidoso hijo de puta se acercó demasiado al caño. El raptor se había ido aullando, y los demás se mostraban ahora respetuosos. Lo único que Muldoon lamentaba era no haber esperado hasta ver el hocico al final del tubo, antes de haber oprimido el disparador.

Pero todavía podía tener la oportunidad, porque había tres o cuatro ahí fuera, gruñendo y aullando alrededor de él.

—Sí, muy popular —repitió por radio.

—¿Arnold tiene radio? —preguntó Wu.

—No lo creo —respondió Muldoon—. No se mueva de su sitio. Espere hasta que vuelva la corriente.

Muldoon no sabía cómo era el otro lado del caño; se había metido de espaldas demasiado deprisa, y no podía verlo ahora. Sólo podía albergar la esperanza de que el otro extremo no estuviese abierto: no le agradaba la idea de que uno de esos desgraciados le diera un mordisco en sus cuartos traseros.

Arnold retrocedió hacia el comienzo de la pasarela: el velocirraptor estaba a tres metros apenas, acercándosele con cautela, aproximándose hacia la penumbra. Arnold podía oír el clic de las letales garras sobre el metal.

Pero marchaba con lentitud. Sabía que el animal podía ver bien, pero el enrejado de la pasarela, los olores mecánicos no familiares lo volvían cauteloso. Esa preocupación era su única oportunidad, pensó: si pudiera llegar a la escalera, y después bajar hasta el piso de abajo…

Porque estaba seguro de que los velocirraptores no podían ir por escaleras. Por cierto que no podían por escaleras estrechas, empinadas.

Echó una mirada por encima del hombro: la escalera estaba sólo a unos metros de distancia. Unos pocos pasos más…

¡Había llegado! Al extender la mano hacia atrás pudo palpar la barandilla. Empezó a bajar a tientas por los escalones casi verticales. Los pies tocaron hormigón horizontal. El raptor gruñó en señal de frustración, seis metros por encima de él, en la pasarela.

—¡Qué lástima, amiguito! —se burló Arnold. Se volvió. Ahora estaba muy cerca del generador auxiliar. Unos pasos más tan sólo, y lo vería, incluso con esa luz mortecina…

Hubo un golpe sordo detrás de él.

Arnold se volvió.

El velocirraptor estaba allí erguido en el suelo de hormigón, gruñendo.

Había bajado de un salto.

Rápidamente, Arnold buscó un arma pero, de pronto, sintió que le ponían violentamente de espaldas contra el hormigón. Algo pesado le oprimía el pecho. Le resultaba imposible respirar, y se dio cuenta de que el animal estaba encima de él, sintió las grandes garras escarbando en la carne de su pecho, olió el aliento fétido que provenía de la cabeza que se movía sobre él, y abrió la boca para gritar.

Ellie sostenía la radio en sus manos, escuchando. Otros dos trabajadores costarricenses habían llegado al pabellón: parecían saber que ahí estaban seguros. Pero no habían llegado otros en los últimos minutos. Y fuera todo estaba más silencioso. A través de la radio, Muldoon preguntó:

—¿Cuánto tiempo hace que ha ido?

—Cuatro, cinco minutos —respondió Wu.

—Arnold ya debía de haberlo hecho, para estos momentos —dijo Muldoon—. Si es que va a hacerlo. ¿Se le ocurre alguna idea a usted?

—No.

—¿Tenemos noticias de Gennaro?

Gennaro apretó el botón:

—Estoy aquí.

—¿Dónde diablos está usted? —gruñó Muldoon.

—Estoy yendo hacia el edificio de mantenimiento. Deséenme suerte.

Gennaro se agachó entre el follaje, escuchando.

Directamente delante vio el sendero bordeado por plantas cultivadas, que llevaba hacia el centro de visitantes. Sabía que el cobertizo de mantenimiento estaba en alguna parte, hacia el este. Oyó el trinar de pájaros en los árboles. Soplaba una suave brisa. Uno de los velocirraptores rugió, pero se encontraba a cierta distancia; Gennaro lo oyó hacia su izquierda. Se puso en marcha, saliendo del sendero, y se zambulló en el follaje.

¿Le gusta vivir peligrosamente?

En verdad, no.

Era cierto, no le gustaba. Pero Gennaro creía tener un plan o, por lo menos, una posibilidad que podría resultar: si se mantenía al norte del complejo principal de edificios, se podría acercar al cobertizo de mantenimiento por detrás. Todos los raptores estaban probablemente alrededor de los demás edificios, hacia el sur. No había motivo alguno para que estuvieran en la jungla.

Al menos, tenía la esperanza de que no.

Se movió de la manera más silenciosa que le fue posible, desdichadamente consciente de que estaba haciendo mucho ruido. Se forzó a reducir la marcha, sintiendo que su corazón galopaba. La vegetación era muy densa: no le permitía ver a más de un metro ochenta, o dos metros, delante de él. Empezó a temer no encontrar el cobertizo de mantenimiento pero, en ese momento, vio el techo hacia su derecha, por encima de las palmeras.

Fue hacia él; pasó a su lado; encontró la puerta; la abrió y entró: estaba muy oscuro. Tropezó con algo.

Un zapato de hombre.

Frunció el entrecejo. Apuntaló la puerta para que quedara completamente abierta y penetró más profundamente en el edificio. Vio una pasarela directamente ante él. De pronto, se dio cuenta de que no sabía a dónde ir. Y había dejado la radio atrás.

—¡Maldición!

Podría haber una radio en alguna parte del edificio de mantenimiento. O bien, sencillamente buscaría el generador; probablemente estaba en alguna parte abajo, en el piso inferior. Encontró una escalera que llevaba hacia abajo.

En el nivel inferior estaba más oscuro y resultaba difícil ver algo. Gennaro avanzó a tientas entre las cañerías, manteniendo los brazos extendidos hacia arriba, para evitar golpearse la cabeza.

Oyó el gruñido de un animal y quedó paralizado. Escuchó, pero el sonido no se repitió. Avanzó con cautela. Algo le goteó sobre el hombro y el brazo desnudo: era caliente, como agua. Lo tocó en la oscuridad.

Pegajoso.

Lo olió.

Sangre.

Miró hacia arriba: el velocirraptor estaba encaramado sobre los caños, sólo unos metros por encima de su cabeza. Le goteaba sangre de las garras. Con una sensación de extraña despreocupación, Gennaro se preguntó si el animal estaría herido. Y empezó a correr, pero el velocirraptor le saltó sobre la espalda, empujándole al suelo.

Gennaro era fuerte: con esfuerzo, se quitó al animal de encima, lo sacudió de un golpe y rodó lejos de él sobre el hormigón. Cuando se volvió, vio que el raptor había caído sobre el costado, y yacía en el suelo jadeando.

Sí, estaba lesionado. En la pata, por alguna razón.

Mátalo.

Gennaro se puso en pie, ayudándose con las manos, buscando un arma. El animal todavía estaba jadeando sobre el hormigón. Frenéticamente, Gennaro buscó algo, cualquier cosa que pudiese usar como arma. Cuando se volvió, el velocirraptor se había ido, pero oyó resonar el gruñido en la oscuridad.

Gennaro giró sobre sí mismo, describiendo un círculo completo, palpando alrededor con las manos extendidas. Y entonces sintió un dolor agudo en la mano derecha.

Dientes.

Le estaba mordiendo.

El velocirraptor tiró bruscamente de la cabeza de Gennaro, y Donald Gennaro se vio levantado en vilo y cayó.

Acostado en la cama, bañado en sudor, Malcolm escuchaba mientras la radio chasqueaba.

—¿Hay algo? —preguntó—. ¿Reciben algo?

—Ni una palabra —dijo Wu.

—¡Demonios! —masculló Muldoon.

Hubo un momento de vacilación.

Malcolm suspiró:

—No puedo esperar a oír el nuevo plan.

—Lo que quisiera —dijo Muldoon— es hacer que todos fuesen al pabellón y se reagrupasen. Pero no veo cómo.

—Hay un jeep frente al centro de visitantes —intervino Wu—. Si yo lo llevase hasta donde está usted, ¿podría meterse en él?

—Quizá. Pero usted abandonaría la sala de control.

—No puedo hacer nada aquí, de todos modos.

—Nunca oí una verdad mayor: una sala de control sin electricidad no vale mucho como sala de control.

—Muy bien —aprobó Muldoon—. Lo intentaremos. Esto no tiene buen aspecto.

Tendido en su cama, Malcolm agregó:

—No, no tiene buen aspecto: tiene un aspecto desastroso.

—Los velocirraptores nos seguirán —opinó Wu.

—Todavía estamos en mejor posición —dijo Muldoon—. Vamos.

La radio se apagó con un ruido corto y seco. Malcolm cerró los ojos y respiró con lentitud, graduando sus fuerzas.

—Relájese —aconsejó Ellie—. Tómelo con calma, nada más.

—Ustedes saben de lo que aquí se trata en realidad —dijo Malcolm—. Todo este intento por controlar… Estamos hablando de actitudes occidentales que tienen quinientos años de antigüedad. Comenzaron en la época en la que Florencia, en Italia, era la ciudad más importante del mundo. La idea básica de la ciencia, que había una nueva manera de contemplar la realidad, que era objetiva, que no dependía de creencias o nacionalidades, que era racional, era una idea fresca y emocionante en aquel entonces, ofrecía promesas y esperanza para el futuro, y borraba de un plumazo el antiguo sistema medieval, que tenía centenares de años de antigüedad. El mundo medieval de la política feudal, de los dogmas religiosos y de las odiosas supersticiones, cayó ante la ciencia. Pero, en honor a la verdad, eso se debía a que el mundo medieval realmente ya no funcionaba: no funcionaba en lo económico, no lo hacía en lo intelectual y no encajaba en el nuevo mundo que llegaba.

Malcolm tosió.

—Pero ahora —continuó— es la ciencia el sistema de creencias que tiene centenares de años de antigüedad. Y, al igual que el sistema medieval que la precedió, la ciencia está empezando a mostrarse inadecuada con el mundo. La ciencia ha obtenido tanto poder que sus límites prácticos comienzan a ser evidentes; debido a la ciencia, principalmente, miles de millones de nosotros vivimos en un mundo pequeño, muy apretados e intercomunicándonos. Pero la ciencia no puede ayudarnos a decidir qué hacer con ese mundo, o cómo vivir. La ciencia puede elaborar un reactor nuclear, pero no nos puede decir que no lo construyamos. La ciencia puede fabricar plaguicidas, pero no nos puede decir que no los usemos. Y nuestro mundo empieza a estar contaminado en áreas fundamentales, el aire, el agua y la tierra, como consecuencia de la ingobernable ciencia. —Suspiró—. Todo esto es obvio para cualquiera.

Se produjo un silencio. Malcolm yacía con los ojos cerrados, la respiración laboriosa. Nadie habló, y a Ellie le pareció que finalmente se había quedado dormido. Entonces, se volvió a sentar de forma abrupta:

—Al mismo tiempo, la gran justificación intelectual de la ciencia desapareció. Incluso desde Newton y Descartes, la ciencia nos brindó explícitamente la visión de un control total. La ciencia afirmó tener el poder de, a la larga, conocerlo todo, a través de su comprensión de las leyes naturales. Pero, en el siglo XX, esa afirmación se hizo pedazos, más allá de toda posible reparación: primero, el principio de incertidumbre de Heisenberg fijó límites a lo que podemos saber sobre el mundo subatómico. «Oh, está bien —decimos—, ninguno de nosotros vive en un mundo subatómico. Eso no establece diferencia práctica alguna en nuestro paso por la vida». Después, el teorema de Gódel fijó límites similares a la matemática, el lenguaje formal de la ciencia: los matemáticos solían creer que su lenguaje gozaba de alguna exactitud intrínseca especial, que provenía de las leyes de la lógica. Ahora sabemos que lo que llamamos «razón» es sólo un juego arbitrario. No es algo especial, de la forma en que pensábamos que era.

»Y ahora la teoría del caos demuestra que lo imprevisible está dentro de nuestras vidas diarias. Que es algo tan mundano como la tormenta que no podemos predecir. Y así, la gran visión de la ciencia, que ya tiene centenares de años de antigüedad —el sueño del control total— ha muerto en nuestro siglo. Y con ello gran parte de la justificación, lo racional de la ciencia al hacer lo que hace. Y sólo nos queda el escucharla. La ciencia siempre ha dicho que ahora no podemos saberlo todo, más que lo conoceremos algún día. Pero ya vemos que esto no es cierto. Que sólo es una loca jactancia. Como la de los locos, los mal encaminados, como el niño que salta desde lo alto de un edificio sólo porque cree que puede volar.

—Eso es algo muy extremado —comento Hammond, meneando la cabeza.

—Estamos siendo testigos del final de una era científica. La ciencia, al igual que otros sistemas pasados de moda, se destruye a sí misma. A medida que gana en poder, se demuestra incapaz de manejar ese poder. Porque ahora las cosas van demasiado deprisa. Hace cincuenta años, todo el mundo estaba loco con eso de la bomba atómica. Eso era poder. Nadie podía imaginarse algo más. Sin embargo, apenas una década después de la bomba, empezamos a tener poder genético. Y el poder genético es con mucho más potente que el poder atómico. Y se encontrará en manos de todos. Estará en las herramientas de los hortelanos del patio de atrás. Para los experimentos de los colegiales. En laboratorios baratos para terroristas y dictadores. Y esto forzará a todo el mundo a hacerse idéntica pregunta —«¿Qué debería hacer con mi poder?»—, que es precisamente la misma pregunta que la ciencia afirma no saber responder.

—¿Entonces, qué sucederá? —preguntó Ellie.

Malcolm se encogió de hombros.

—Un cambio.

—¿Qué clase de cambio?

—Todos los cambios importantes son como la muerte —repuso—. No puedes mirar al otro lado hasta que te encuentras allí.

Y cerró los ojos.

—El pobre hombre… —comentó Hammond, sacudiendo la cabeza.

Malcolm suspiró.

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