Read Pedernal y Acero Online

Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero (16 page)

BOOK: Pedernal y Acero
12.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Espera! —llamó de nuevo Kai-lid, que se levantó presurosa del catre y corrió descalza sobre el suelo de piedra. Cuando llegó a la boca de la cueva, el unicornio había desaparecido.

Reinaba un profundo silencio. Kai-lid no oyó el trapaleo de cascos, ni atisbo sombra alguna internándose entre los árboles. La escena estaba envuelta en la niebla.

Entonces, de repente, se encontró de regreso en el catre; la manta estaba tirada en el suelo, y ella tiritaba con el relente de la madrugada.

* * *

—Fue un sueño —insistió Xanthar unos minutos más tarde, cuando la joven terminó de contarle lo ocurrido.

—No —porfió—. Fue real.

Se encontraban en su lugar predilecto para hablar: dos ramas, una sobre la otra, del sicómoro muerto.

—Si volaras muy alto, todavía podrías divisarla —dijo la hechicera, malhumorada—. Eres muy terco.

—Según cuenta la leyenda, si un unicornio quiere ser visto, lo será. Si no, por mucho empeño y voluntad que se ponga, no servirá de nada. De todas formas, nunca he oído que un unicornio se aventure fuera del Bosque Oscuro.

—Mi cueva está muy cerca de la floresta. —Alzó más la voz a medida que hablaba—. Eres muy obstinado. Te digo que era mi madre.

Xanthar erizó las plumas y se agitó en la rama.

—¿Desde cuándo es un unicornio tu madre? Además, me dijiste que había muerto.

—Cuando era una niña me contó que procedía de una región al norte de Haven. Pudo haberse referido al Bosque Oscuro.

El búho resopló con fastidio.

—Me extraña —rezongó.

Pero Kai-lid continuó, exaltada por su historia.

—Siempre creí que era un unicornio que había adoptado forma humana, que se había enamorado de mi padre, se había casado con él, y lo había acompañado a Kern. Cuando la situación se volvió insoportable, volvió su forma de unicornio y regresó a su tierra. Nunca se lo dije a nadie, pero ella conocería lo que guardaba mi corazón.

—Todo eso no es más que romanticismo disparatado, Kai-lid. Un sueño causado por algo que comiste ayer en Haven y que te sentó mal.

—Vi a mi madre.

La conversación giró sobre el mismo tema hasta que ambos, búho y hechicera, se hartaron. Los dos permanecieron callados, sumidos en un silencio empecinado al principio y después perdidos en sus propios pensamientos, simplemente. Por fin, cuando el cielo empezaba a clarear por el este, Xanthar volvió a hablar, como si no hubiese habido interrupción alguna.

—¿Crees que tu padre atacará desde el sur?

Kai-lid dudó un instante, pero después asintió con la cabeza, al igual que hizo el búho.

—Entonces, debemos actuar —dijo quedamente.

—¿Debemos? —preguntó ella, sentándose más erguida. La capucha resbaló a su espalda—. No puedes alejarte del Bosque Oscuro; perderías tu magia.

—Eso no lo sabemos con certeza. Las leyes del Bosque Oscuro pueden variar. Se dice que los viajeros que se internan mucho en la floresta descubren que sus armas han desaparecido… pero no aquí. Se dice que los fantasmas impiden que entren intrusos… pero no aquí. Tal vez pueda alejarme más de lo que pensábamos.

—Pero dijiste que…

—Tenemos que detener a Valdane.

—Aquí estamos a salvo.

El búho gigante guardó silencio un momento.

—Nadie está a salvo en ningún sitio —dijo después. Kai-lid recordó a la compañera de Xanthar, muerta, así como sus crías—. Eres su hija. No conseguirás esconderte de él si está dispuesto a encontrarte.

Kai-lid se volvió de espaldas al búho.

—Me obligó a aceptar un matrimonio que yo no deseaba, esperando obtener el control del reino de Meir. —Su voz sonaba tensa—. Después, cuando Meir y yo nos enamoramos y le impedimos el paso a nuestras tierras, nos atacó. Mató a mi marido. ¿Acaso he de perdonar ese crimen?

—No te digo que perdones nada. Te digo que tienes que detenerlo. Sólo tú podrías hacerlo.

Kai-lid descendió de la rama a la que estaba encaramada a otra más baja, y después al suelo. Alzó la vista hacia el búho.

—No lo haré.

—Dijiste que escapaste gracias a que tu dama de compañía regresó al castillo.

—Basta. —La hechicera se había puesto pálida.

—Lida regresó —continuó Xanthar—. Me lo contaste tú misma, Kai-lid. Lida regresó; se puso tus ropas cuando comprendió que tu padre destruiría el castillo, y que sólo si encontraban un cuerpo que pensaran que era el de Dreena ten Valdane, dejarían de perseguirte.

La voz del búho era implacable. Kai-lid se tapó los oídos con las manos, pero el ave cambió al lenguaje mental.

Era tu amiga. Crecisteis juntas; su madre os crió a las dos. Y ella murió por ti. Ya seas Dreena ten Valdane o Kai-lid Entenaka, ¿vas a comportarte de una manera tan egoísta ahora?

La hechicera estalló en sollozos.

Recuerda aquella mañana, Kai-lid. Recuérdala, Dreena.

En contra de sus deseos, la hechicera evocó el día en que había huido del castillo con Lida. A mitad del túnel de escapada, la doncella había rehusado continuar alegando que tenía que regresar a recoger algo, y le había preguntado a Dreena si deseaba dejar su medallón de boda en el ataúd de Meir como una última ofrenda de amor.

Los recuerdos de aquel precipitado intercambio al filo del amanecer todavía acosaban a Kai-lid. El semblante sombrío de Lida, la resolución y el miedo alternándose en sus rasgos. La humedad de las piedras del corredor. El olor cargado del suelo de tierra. El sonido del goteo de agua. Y, por encima de todo, el retumbar de los tambores enemigos, acompañando los latidos de su corazón. Se había quitado el medallón y, tras besar la gema verde, lo puso en manos de Lida. Casi había adivinado lo que su fiel amiga tenía en mente, pero no protestó. Le dijo a Lida que se reuniera con ella en la cueva que había bajo el soto, al oeste del castillo. La doncella la abrazó y la besó mientras susurraba: «hermana mía». Después regresó corriendo por el túnel.

¿A cuántos más dejarás morir para mantenerte tú a salvo, Dreena?

Kai-lid gritó, volvió corriendo a la cueva, se escondió en las sombras y sollozó. Al cabo de un rato, el ruido de las garras de unas patas sobre la piedra le anunció que Xanthar se encontraba frente a la entrada. Su voz mental sonó más afectuosa:

Creo que es cierto ese sueño que has tenido, Kai-lid. Pero lo interpreto como la señal de que sólo tú puedes detener a tu padre.
Hizo una pausa. Al no responderle Kai-lid, añadió:
Iré contigo.

—No puedes —susurró la hechicera.

No permitiré que vayas sola.

—¿Y que alguien más muera por mi causa, Xanthar? —inquirió con amargura.

Lo siento. No debí decir eso. La gente hace sus propias elecciones. Lida escogió quedarse en el castillo. Yo elijo acompañarte.
La voz mental de Xanthar sonó con un leve tono humorístico.
Debería agregar que también prefiero regresar aquí, sano y salvo, para continuar imponiendo mi mezquina presencia a mis nietos.

Kai-lid permaneció sentada en el catre hasta que dejó de temblar. Se calzó las sandalias, se levantó y cerró la cortina de la entrada de la puerta, interponiendo el liviano tejido entre ella y el búho.

¿Qué haces?,
preguntó Xanthar.

—Tengo una idea.

Presintió la pregunta tácita del ave y respondió antes de que resonara en su cabeza.

—Los mercenarios. Quizá pueda persuadirlos para que vengan conmigo. Están entrenados para luchar.

Es una posibilidad. ¿Podrás encontrarlos por medios mágicos?

—Tal vez. Necesito silencio, Xanthar.

Más que oírlo, la hechicera notó el asenso del ave. Una sombra se proyectó sobre la cortina cuando Xanthar se apostó de guardia a la puerta.

El cuenco que cogió la hechicera tenía el aspecto de una escudilla normal por la parte exterior: madera de arce que había sido pulida hasta tener brillo. Pero en la cara interior relucía el oro batido. En el mismo centro, otra marca rompía el diseño del repujado: la figura de una flor de
edelweiss
grabada en el metal.

Se inclinó, cogió un chal de seda púrpura de una bolsa de cuero que estaba debajo de la mesa, y sacó un jarro de un nicho abierto en la pared de piedra de la cueva. El líquido que vertió del recipiente parecía agua, pero procedía de un arroyo cercano, un afluente que desembocaba en el río de la Rabia Blanca, al oeste de Haven.

—Un arroyo nacido en la periferia del Bosque Oscuro —musitó Kai-lid reverentemente.

Vertió agua en el cuenco y observó el dibujo del
edelweiss
ondear, y después recuperar los perfiles definidos cuando el líquido se aquietó.

—Con la quietud llega la claridad —entonó las palabras rituales que el propio Janusz le había enseñado años atrás.

Movió los esbeltos dedos en el aire y después se cubrió con el chal, del color de las uvas rojas, echándolo sobre su cabeza y sobre el cuenco. Sujetó los bordes de la prenda con los pulgares, en tanto que seguía moviendo el resto de los dedos a la par que tejía el conjuro. Cerró los ojos, concentrándose.

—Klarwcdder kerben. Annwalder kerben —
murmuró—.
Katyroze warn, Emlryroze sersen.
Muéstrame. Muéstrame.

Abrió los ojos y esperó. Al principio no ocurrió nada, pero después el agua empezó a enturbiarse, a removerse y a cambiar, como si reflejara un banco de nubes tormentosas; el mismo color gris azulado brillaba en sus ojos. Soltó el chal; los extremos de la prenda cayeron en torno a su cabeza, pero formaron una cubierta sobre el cuenco. Con la mano izquierda sacó del bolsillo el botón de carey que había encontrado en el portal de Haven.

—Busco al dueño de este objeto —susurró—.
Wilcrag meddow, jonthinandru.
Muéstrame.

A su orden, el agua del cuenco se aclaró, sin que apareciera evidencia alguna del
edelweiss
bajo su superficie. En lugar de ello, mostraba un paisaje boscoso. Kai-lid contuvo una exclamación de alegría. Allí estaba el semielfo, montado en un caballo castrado de color castaño que avanzaba bajo la plomiza luz del alba, y tras él iban Kitiara Uth Matar y el otro mercenario, sobre caballos negros. Un adolescente soñoliento cerraba la marcha, dando mordiscos a un panecillo entre bostezo y bostezo. La pequeña banda sostenía una animada conversación, si bien el conjuro de búsqueda permitía a Kai-lid ver, pero no oír. Advirtió que el semielfo fruncía el entrecejo mientras apartaba unas plantas, hurgaba la tierra, y, en cuclillas, con los codos apoyados en las rodillas dobladas, examinaba el terreno.

Kai-lid observó la escena durante un rato con la esperanza de localizar con exactitud el paraje donde se encontraba el grupo. No en el Bosque Oscuro, por supuesto, pero era un terreno boscoso templado, sin lugar a dudas. Veía arces, robles, sicómoros y pinos, y arbustos de retoños de arce. La maleza, espesa y achaparrada, reveló a Kai-lid que los viajeros estaban próximos al borde de un bosque, donde la luz del sol penetraba con más facilidad y nutría las plantas cercanas al suelo.

De repente, la hechicera vio que el semielfo se ponía tenso y se inclinaba, con la mirada prendida en algo que había en la tierra. Su actitud vigilante cambió a otra de acción. Se apartó de la senda a un sitio situado a la derecha, y hurgó algo en el suelo —¿una huella?— en tanto que los dos mercenarios esperaban subidos a los caballos y el escudero seguía masticando y tragando pan. El semielfo apuntó hacia su derecha, prácticamente en la dirección opuesta, de vuelta al camino por el que habían venido. Los mercenarios rebulleron en las sillas de montar, haciendo patente su impaciencia por las posturas de sus cuerpos, mientras el semielfo regresaba hasta su caballo. El grupo dio media vuelta.

—Van siguiendo algo —dijo Kai-lid. Observó unos segundos más y después movió la cabeza en un gesto de asentimiento—.
Mortmegh, mortrhyan, merhet.
Ponle fin.

El agua volvió a ser simple agua; el cuenco, un cuenco corriente; el
edelweiss
relució, como antes, en el fondo. La hechicera se quitó el chal púrpura y sintió los suaves pliegues sobre su cuello. Luego se frotó las sienes con unas manos repentinamente débiles. Su cabello negro se deslizó hacia adelante como seda, y el regocijo entró en liza con el agotamiento. Xanthar permanecía silencioso en la boca de la cueva; debía de saber por los ruidos que había terminado, pero también sabía que la búsqueda mágica la dejaba exhausta.

Por fin, la mujer levantó la cabeza, que había recostado sobre los brazos, y se acercó a la cortina para retirarla. Dos ojos naranjas la observaron preocupados.

—Los he encontrado —dijo quedamente.

—He estado pensando. Tal vez deberíamos olvidarnos de este asunto —dijo el búho. Se afiló el pico contra el granito de la boca de la cueva—. Después de todo, sólo fue un sueño.

—Fue real —lo contradijo Kai-lid, que añadió—: Vi a los dos mercenarios, al semielfo, y a un muchacho. Están rastreando algo.

—¿Dónde?

—Cerca de Haven, supongo —respondió mientras se encogía de hombros—. Pero ¿al norte o al sur? Tendré que vigilarlos, buscar señales de terreno que me ayuden a localizarlos. —Guardó silencio un momento, fruncido el entrecejo—. ¿Crees que podré… persuadir a esos cuatro de que se encarguen de semejante misión?

—Son mercenarios, al fin y al cabo. No tienes dinero. —El búho ladeó la cabeza—. ¿Qué puedes ofrecerles?

—No lo sé… todavía. —La mujer se recostó en la piedra del vano y recorrió el claro, su claro, con la mirada. Durante unos pocos meses le había proporcionado refugio y una seguridad que nunca había tenido. Y ahora tenía que abandonarlo.

—Tal vez me reconozcan —musitó.

—¿Como Dreena? Estás disfrazada.

—No, no como Dreena. Cuando comprendí lo que Lida había hecho, asumí gran parte de su apariencia para…, para honrar su memoria y dejar atrás a Dreena para siempre. Puede que reconozcan a Lida.

El búho le rozó suavemente el hombro con el pico, y Kai-lid entrelazó los dedos de una mano en las plumas sedosas del pecho del ave. Su voz le llegó acariciadora a la mente.

Siempre puedes adoptar otro disfraz.

Se apartaron, y la hechicera sacudió la cabeza.

—No. Quizá no sea tan mala idea el que reconozcan a Lida. Lo pensaré. Ante todo, tengo que descubrir dónde se encuentran y adonde van. —Se volvió para entrar en la cueva, pero el movimiento del búho la paró.

BOOK: Pedernal y Acero
12.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Twisted Summer by Morgan, Lucy V.
Red Equinox by Douglas Wynne
The Darkness of Bones by Sam Millar
A Far Horizon by Meira Chand
Unwrapping Her Italian Doc by Carol Marinelli
Hunt the Dragon by Don Mann
Sins of the Warrior by Linda Poitevin
Catch & Release by Blythe Woolston
Castle of Secrets by Amanda Grange