—¿Dónde está Wode? Ese perezoso…
—Se marchó con la camarera hace una hora —lo interrumpió Kit—. O mejor dicho, esa vaca rubia se marchó y el chico fue tras ella.
—Fogoso tras el rastro de una hembra —comentó, satisfecho, Caven—. Buen chico. Eso me recuerda… —Maniobró con cuidado para pasar por encima del enano, y estuvo a punto de irse de bruces cuando el ebrio individuo hipó y giró sobre su costado. Todo en la sala apestaba a rancio: comida, cerveza y aire—. Me voy contigo —repitió—. A El Dragón Enmascarado.
—Tanis está allí. Dudo que haya sitio para tres.
—Entonces dile que se largue —insistió, obstinado, Mackid—. Puedo aplastar a cualquier elfo en cualquier momento.
—Semielfo —corrigió Kitiara—. Y no estés tan seguro de eso.
Caven movió las manos en un gesto magnánimo que le hizo perder el equilibrio.
—Dile que se pierda, y después te vienes conmigo. —Guiñó un ojo—. Seré generoso y te perdonaré la deuda. —Se agarró a la jamba de la puerta para recuperar la estabilidad.
Kitiara miró al hombre; sus ojos tenían una expresión escéptica, pero estaban más despejados que los de la mayoría en la sala. Caven Mackid era un espléndido ejemplar masculino, pero no exactamente irresistible en su estado actual; además, ella no se había cansado todavía del semielfo.
—Me marcho, Mackid. —Se dio media vuelta y subió los tres escalones que llevaban a la calle.
Estaba lloviendo. Los adoquines, tras la larga época de tiempo seco, estaban tan resbaladizos como si tuvieran aceite. Kitiara puso una mano en la pared de El Orgo Filiz y caminó deprisa calle adelante, pendiente de los pasos que daba e intentando hacer caso omiso de sus ropas cada vez más empapadas. Detrás, oyó el ahogado juramento de Caven cuando salió a la calle y al desapacible tiempo.
—¡Kitiara! —chilló. Pero la mujer no se detuvo y siguió caminando bajo la lluvia, que empapaba su rizoso cabello y le resbalaba por la cara.
A esas horas de la noche no quedaba prácticamente nadie deambulando por las calles de Haven, salvo unos pocos borrachines y alguno que otro guardia aburrido. Kitiara giró a la izquierda bruscamente y se encontró en un callejón lateral, desierto y sin alumbrado; iba, más o menos, en la dirección de Los Siete Centauros, y el piso era de tierra, en lugar de adoquines. Caven apareció a cierta distancia de la mujer.
—¿Kitiara? —Escudriñó las sombras con los ojos entrecerrados.
—Déjalo ya, Mackid —espetó ella mientras redoblaba la velocidad de sus pasos.
En ese momento retumbó un trueno, y la llovizna dio paso a un repentino aguacero. Kitiara soltó una exclamación y buscó refugio en un portal. Caven se reunió con ella unos instantes después.
El portal era amplio, resguardado, y estaba seco. Unas puertas dobles conducían a lo que parecía ser una especie de almacén. Caven se quedó parado entre Kitiara y la calle, con aire de expectación. La mujer tiritó; su falda corta y la ligera blusa, aunque le proporcionaban libertad de movimientos y atraía las miradas de los hombres, no eran las ropas más adecuadas para un chaparrón que dejaba helados hasta los huesos.
Estaba empapada. Caven, por su parte, iba protegido por la capa de gruesa lana.
—¿Llevas esa capa incluso en el buen tiempo, Mackid? —preguntó mientras señalaba la abrigada prenda.
—Nunca viene mal —contestó él, sonriendo.
De pronto, el hombre ya no le parecía tan poco deseable a Kitiara. Ofrecía un aspecto
cálido, y
la mercenaria se encontró ansiando el calor de su cuerpo tanto como su admirable físico. Se estremeció con otro escalofrío.
—Déjame tu capa, soldado —ordenó.
—¿Tienes frío? —inquirió sonriente. Se acercó a ella, pero sin llegar a rozarla. La mujer sintió el ardor de él—. Puedo hacer algo más que prestarte mi capa para darte calor, Kit —musitó. Sus oscuros ojos resaltaban con la palidez de su semblante.
Kitiara se recostó en la dura pared de piedra del portal. La piedra estaba helada. Fuera, en la calle, la lluvia seguía cayendo.
Suspiró temblorosa y después asintió con la cabeza. Caven la rodeó con sus brazos.
La hechicera y su amigo
Unos ardientes ojos azules observaban el refugio de Kitiara y Caven desde un portal, al otro lado de la calle. El embozo de una capa voluminosa, que en la oscuridad tenía un color gris pizarra, ocultaba los rasgos de la mujer.
Kai-lid Entenaka había seguido a Kitiara Uth Matar desde que la espadachina y los tres hombres habían salido del espectáculo de los músicos, a primera hora de la noche. Kai-lid no advertía el frío y la humedad; su túnica, engrosada por medios mágicos, la protegía de las inclemencias del tiempo. Sus dedos acariciaron el cordón de seda ceñido a la cintura. Podía ejecutar un hechizo luminoso para ver qué se traía entre manos la pareja resguardada en el portal, pero Kai-lid no necesitaba luz para saber lo que estaba ocurriendo en las sombras. La asaltaron los recuerdos de momentos similares vividos con su esposo. Desde que su matrimonio había terminado había procurado mantener alejados dichos recuerdos, pero regresaban de vez en cuando, en contra de su voluntad, y casi siempre por las noches.
Sacudió la cabeza suavemente para librarse de aquellos pensamientos importunos.
—¿Y qué pasa con el semielfo, capitana Uth Matar? —susurró para sí misma.
Kai-lid aguardó pacientemente hasta que la lluvia amainó y las dos figuras, tras arreglarse las ropas y atusarse los cabellos empapados, salieron del oscuro portal. Arrebujados los dos en la capa del hombre, se alejaron presurosos en la noche. La hechicera esperó hasta que se perdieron de vista, y después cruzó la calleja. Sus dedos tantearon el piso de piedra del portal; las baldosas guardaban todavía el calor de los cuerpos, pero Kai-lid no descubrió ningún otro vestigio de la presencia de la pareja. Estaba a punto de darse por vencida cuando su mano empujó algo pequeño y duro que rodó por el suelo. Ahora sí entonó un hechizo luminoso, y un pálido fulgor verde alumbró el portal y los delicados rasgos de la mujer, del color cálido de la madera de roble. Encontró un botón oscuro que se había metido en una pequeña grieta del suelo, en un rincón. Parecía estar hecho de carey, pues a pesar del desgaste del uso se apreciaban todavía las estrías del caparazón del animal.
El botón era un objeto pequeño, pero, si había pertenecido a Kitiara Uth Matar o al hombre, sería suficiente para los propósitos de la hechicera. Cerró los dedos sobre él y después echó a andar calle adelante, para perderse en la oscuridad. Se mantuvo al abrigo de las sombras, y no se cruzó con nadie.
La negrura de la noche habría obligado a ir más despacio a cualquier mujer normal, pero la magia de Kai-lid la ayudó a encontrar el camino; dejó atrás la ciudad y enfiló por una senda que conducía al noreste de Haven. No se molestó en escudriñar la maleza que la rodeaba. Aunque Kai-lid no era una gran hechicera, disponía de recursos que la salvaguardaban si se presentaba la ocasión. La lluvia no representaba inconveniente alguno; el dosel del bosque, extendido muy alto sobre su cabeza, actuaba como un escudo eficaz.
A medida que avanzaba, la senda se tornó más pedregosa, más angosta, y la tierra menos aplastada por el constante paso de transeúntes. Conducía al Bosque Oscuro, y raro era el hombre o la mujer que se aventuraba muy lejos en aquella dirección.
La cercanía de la floresta y su tenebrosa reputación hacían perfecta su existencia ermitaña, desde el punto de vista de Kai-lid Entenaka. Una vez por semana recorría los tres kilómetros que separaban su cueva de Haven, casi siempre para vender las hierbas que recogía o cambiarlas por productos que precisaba. Sus necesidades no eran muchas.
Kai-lid vivía a gusto cerca de los bosques; no representaba una amenaza para sus peculiares ocupantes, y tal circunstancia, en su opinión, garantizaba su seguridad. Cuando llegó por primera vez a la zona, los tenebrosos habitantes del bosque habían mantenido las distancias. Ella notaba su presencia, pero no se había dejado ver.
Naturalmente, los rumores —tanto los bien intencionados como los que sólo buscaban entrometerse— le llegaban a través de los habitantes de Haven con los que mantenía tratos comerciales.
—¡Están los espíritus de los caballeros que lucharon y murieron siglos antes del Cataclismo en ese bosque! —le contó el curtidor, cuando se enteró de que Kai-lid vivía allí—. Y otros seres, que no están vivos ni muertos, cuyos lamentos y aullidos pueden volver loca a una persona. ¡Trasládate a la ciudad, mujer!
Entretanto, sus dedos se movían veloces sobre una de las sandalias de Kai-lid, reparando una correa, pero sin dejar de parlotear. El hombre había seguido hablando sobre los habitantes del Bosque Oscuro. La hechicera no ponía en duda que mucho de lo que decía era cierto. A veces, cuando se internaba en la floresta en busca de hierbas y otras cosas útiles para su magia, le parecía que los árboles no estaban en la misma posición en que recordaba haberlos visto en anteriores ocasiones. De vez en cuando, el viento traía fragmentos de cantos extraños, como los lamentos fúnebres de los Hombres de las Llanuras. Y, algunas noches, el trapaleo de unos cascos cesaba de manera súbita, justo en el límite visual del hogar de Kai-lid.
—No me dan miedo los muertos. He visto comportamientos peores en los vivos —le había dicho al curtidor. Sus azules ojos se habían oscurecido hasta tornarse púrpura, y el hombre tuvo el suficiente sentido común de cambiar de tema.
Kai-lid sabía que el curtidor se habría espantado si hubiera sabido que ni siquiera se había molestado en poner una puerta a su hogar, una cueva cuya piedra granítica hacía juego con el tono de su túnica de lana. Sólo una cortina de seda de Qualinesti cubría la entrada y, por lo general, estaba retirada. Kai-lid amaba la sensación de sentirse al aire libre. Incluso en las pocas ocasiones en que el granizo y la nieve se descargaban en el área, dejaba que la naturaleza y sus manifestaciones penetraran sin restricciones.
Ahora, sin embargo, un sonido desusado llegó a los oídos de Kai-lid. Se detuvo y escudriñó la oscuridad que la envolvía. Nada. Dio unos cuantos pasos, y volvió a oírlo: un chasquido, como si unas mandíbulas se abrieran y cerraran. ¿Una hormiga gigante? No era fácil discernir lo que era realidad o ficción en las historias del Bosque Oscuro. Por ejemplo, se rumoreaba que había seres espectrales para impedir el paso de intrusos a la floresta; no obstante, Kai-lid iba y venía sin tropiezos.
Con una mano sobre los materiales para conjuros, la mujer amplió el radio del hechizo luminoso y echó un vistazo en derredor con más detenimiento. No vio nada digno de mención. Un sicómoro, una especie común en esta zona, que alcanzaba una altura cinco veces superior al edificio más grande de Haven, se erguía a un lado y proyectaba una sombra irregular en la mágica luz verde. Una abertura al pie mismo del enorme árbol ponía de manifiesto que esa parte del tronco estaba hueca; Kai-lid sabía que una familia de mapaches tenía allí su residencia. En el suelo húmedo crecían grandes helechos y las carnosas frondas se mecían al impulso de una brisa en la que Kai-lid no había reparado hasta el momento. El área estaba impregnada con los ricos aromas de tierra fértil, humedad y plantas, y la mujer no percibía ni el menor atisbo de amenaza. Entonces escuchó otro sonido: un sordo golpeteo, como el rápido palpitar de un corazón inmenso, pero cuyos latidos eran claramente audibles de manera individual. Y también el sordo siseo de aire, como el de una respiración profunda. Lo que quiera que produjera esos ruidos estaba relajado; resultaba evidente por la sucesión rítmica: inhalación, exhalación, pausa… inhalación, exhalación, pausa. Percibió un olor, un aroma polvoriento, como paja, pero no desagradable. Kai-lid captó un roce, como si algo se moviera —algo enorme— y después se repitió el golpeteo seco.
De repente le llegó una voz, no con sonidos, sino directamente a su mente, y Kai-lid supo quién acechaba en los árboles.
Soy un monstruo feroz y malvado que viene a comerte viva.
—Basta, Xanthar —respondió la mujer débilmente—. Estoy demasiado cansada para andar con juegos. Tengo que pensar, y he de hacerlo a solas. —El golpeteo, el siseo y los roces cesaron; el ser estaba inmóvil—. Y, por favor, no te enfurruñes.
La hechicera reanudó la marcha y siguió el recodo de la senda hasta divisar la boca de la cueva, con su cortina azul retirada, en un claro que se abría al frente. La sombra de un ave inmensa se recortaba en lo alto de otro sicómoro muerto; era evidente la actitud de desaire en todas y cada una de sus plumas. La hechicera hizo una pausa y contempló afectuosamente al ave.
Por fin, como la mujer sabía que ocurriría, la voz sin palabras resonó de nuevo en su cerebro.
Es la hora de tu clase de lenguaje mental, Kai-lid Entenaka. Llegas tarde. Estaba preocupado.
—Estaba en Haven, Xanthar —se disculpó la mujer.
Sabes que no me gusta que vayas sola a Haven,
se quejó la voz en su mente.
Debería acompañarte.
—Ya lo hemos discutido antes, Xanthar —dijo Kai-lid con tono tranquilo mientras cruzaba el claro y se paraba ante el sicómoro—. Tu magia disminuye si te alejas mucho del Bosque Oscuro. Además, los búhos gigantes duermen durante el día, ¿recuerdas? —Se advertía en su voz que contenía la risa a duras penas.
Pero Xanthar no había terminado todavía.
Y tú deberías recordar que puedo alejarme del bosque al menos hasta allí… Unas cuantas horas de sueño perdido no me matarán. Por lo que me has contado, ninguna ciudad es lugar seguro para ti. Podrías toparte con alguien de Kemen.
—Lo hice.
El búho, evidentemente, no estaba preparado para esta respuesta. Tras unos segundos de pasmo, se irguió cuanto le fue posible y batió las alas, que tenían una envergadura de seis metros, en el aire nocturno. El sicómoro muerto crujió y gimió, y unas ráfagas de viento despojaron del embozo a la hechicera e hicieron que sus cabellos ondearan contra su rostro. Un chillido penetrante hendió la noche, y Kai-lid, encogida sobre sí misma, aumentó la potencia del conjuro luminoso hasta que le fue posible divisar al búho.
—No me vieron, Xanthar —se apresuró a explicar—. Tuve cuidado.
A despecho de su agotamiento, sonrió al búho gigante. Por fin, Xanthar plegó las alas contra sus costados. Acomodó el pico dorado, tan largo como el brazo de Kai-lid, entre el mullido plumaje castaño claro del cuello. Su cara estaba moteada con tonos marrones, grises y negros, y tenía una mancha blanca sobre el ojo izquierdo que, en opinión de Kai-lid, le otorgaba un aire atractivamente desvergonzado. Plumas blancas y marrones salpicaban el tono cremoso del pecho de la criatura. Sus patas estaban también cubiertas de plumas, hasta las placas escamosas de color caoba de las garras, que terminaban en unas uñas enormes y mortíferas. Las alas de Xanthar eran de un tono caoba, y adquirían un matiz gris oscuro en las puntas. Volvió los ojos, del tamaño de platos y con inmensas pupilas negras como ébano, hacia la hechicera y la observó con una expresión mezcla de preocupación y enojo. Los dedos de las patas se abrían y cerraban sobre la rama del sicómoro, denotando su agitación.