—La búsqueda mágica te agota. Quizá yo pueda encontrarlos —dijo Xanthar en voz alta, volviendo de nuevo al lenguaje hablado. El búho agitó las alas, y Kai-lid tuvo que cerrar los ojos cuando un remolino de polvo y tierra se alzó en el claro—. Sube a bordo —la invitó, agachando una de las inmensas alas.
—Iré a recoger mis cosas.
Tras la pista del ettin
—De día. Hora de dormir.
—No. La dama soldado nos sigue. Amo decirlo..
—Mala suerte. Res duerme día.
—¡Ahora no!
—Hambre. ¿Comida pronto?
—Quizá.
—¿Soldados siguen?
—Si.
—Bien. Comer a ellos —anunció Res.
—¡No! —La cabeza izquierda del ettin se esforzó por recordar la palabra utilizada por el amo. Una palabra larga, y dicha hacía mucho tiempo…, casi una hora antes. El amo había obligado a la cabeza izquierda que repitiera la palabra, y la advertencia, muchas veces—. ¡Capturarla! —gritó por fin Lacua, al recordarlo—. No comer. No, no, no. —Sus legañosos ojos, semejantes a los de un cerdo, se estrecharon, en tanto que la mano izquierda del ettin blandía la maza con cada «no».
Res, la cabeza derecha, escupió con rabia. Después su cara se animó.
—Son cuatro —insistió—. Capturar uno, ¿comer…? —vaciló, confundido con la complicada aritmética—. ¿Comer resto?
—Capturar —repitió Lacua—. No comer. No, no, no.
—Uno, ¿eh? Sólo uno.
Lacua debatió la propuesta consigo mismo. El amo, con quien había hablado a través de la Piedra Parlante justo antes del amanecer, le había dicho que atrajera a la dama soldado a la montaña acordada del Bosque Oscuro, que la capturara y esperara. Pero Janusz había omitido darle instrucciones sobre sus compañeros. Tenía que capturar a la dama, había dicho el mago. Eso significaba… ¿qué? ¿Tenía que capturar también a los otros? ¿O no?
Lacua consideró las posibilidades. Que hubiera tantas, le daba dolor de cabeza, pero por fin tomó una decisión.
—Capturar chica, comer uno no-chica.
Las dos cabezas sonrieron, exhibiendo unos dientes cariados. El ettin continuó avanzando hacia el norte, con sus dos pares de ojillos bien abiertos para descubrir pequeñas piezas de caza, y poniendo gran cuidado en dejar muchas huellas, como le había ordenado el amo.
* * *
Horas más tarde, cuando el sol acababa de pasar el cénit, Tanis y sus compañeros llegaron al lugar donde el ettin había decidido si comerse o no a uno de ellos. Examinaron las huellas, que tenían una profundidad de casi tres dedos, las del pie derecho más grandes que las del izquierdo, y después el terreno inhóspito hacia el que se dirigían las pisadas.
—El Bosque Oscuro —susurró Caven.
Tanis asintió en silencio mientras escudriñaba la maleza del entorno. El paso de un tipo de bosque a otro no se producía de manera paulatina, suave. Por el contrario, era como si el dedo gélido de un dios enfurecido hubiese trazado una línea entre los árboles. Los de un lado tenían una apariencia normal, en tanto que los del otro estaban retorcidos o marchitos. Una brisa húmeda fluía de la espesura, erizando el vello de la nuca de los dos hombres. A pesar del suave viento que agitaba las agostadas hojas de los árboles, ningún sonido llegaba a sus oídos.
Wode jugueteaba nervioso con las crines de su caballo.
—Es el silencio del Abismo —dijo en voz queda. Kitiara le dio un golpe en el brazo para que se callara.
—Semielfo, tengo que admitir que jamás había visto un paisaje tan maligno en toda mi vida —comentó Mackid en un susurro apenas audible.
Tanis asintió de nuevo con la cabeza, sumido en profundas reflexiones. Sin intercambiar una palabra más, los compañeros desmontaron y desenvainaron las espadas; incluso Wode asió un pequeño cuchillo que parecía darle cierta confianza.
—¡Los árboles sangran! —dijo de repente el muchacho, con voz estrangulada. Señaló con una mano temblorosa un pino.
Los otros tres miraron hacia donde el escudero apuntaba. Una expresión extraña cruzó fugaz el semblante de Caven.
—¡Por los dioses, Wode, no es momento de gastar bromas! —explotó. Apretó los puños y se encaminó hacia el adolescente. La mano de Tanis se plantó en su pecho y lo hizo retroceder.
—¿Ves sangre, Wode? —preguntó el semielfo.
La voz del chico era estridente; las manos le temblaban y el cuchillo se sacudía entre sus dedos. Subió de nuevo a su jaco y a punto estuvo de cortar las riendas.
—¿Es que estáis ciegos? ¿No lo veis? —gritó—. Sangre medio coagulada, que rezuma por la corteza en grandes cuajarones. —Dio un tirón de las riendas, pero para entonces Kitiara había llegado a su lado, y tras quitarle el cuchillo de la mano, tranquilizó al caballo.
Tanis echó otro vistazo al árbol en cuestión, que a sus ojos estaba sin marca alguna, salvo un churretón de lo que parecía savia. Tenía un tono rojizo, cierto, pero indiscutiblemente era savia, no sangre.
—¿Es sólo ese árbol, Wode, o hay más? —inquirió, utilizando el mismo tono que adoptaba para hablarle a un caballo nervioso.
—¿Es que crees a este cobarde…? —A Caven se le marcaban las venas del cuello.
—El chico ve
algo… —
lo interrumpió Tanis—. Tal vez no podamos fiarnos de nuestros sentidos. El Bosque Oscuro puede mostrarse distinto a los ojos de diferentes personas.
—El Bosque Oscuro —repitió Caven. Su mal humor se evaporó tan rápidamente como había surgido. Se mordió el labio inferior—. Quizá deberíamos esperar hasta mañana por la mañana para entrar ahí —sugirió—. No faltan muchas horas para que caiga la noche. Aunque ofrecieran diez veces quince piezas de acero por ese ettin en Haven, no merecería la pena deambular de noche por el Bosque Oscuro. Deberíamos ser razonables y esperar hasta mañana.
Tanis no dijo nada. De hecho, había pensado sugerir una táctica similar. Pero Kitiara resopló desdeñosa. La espadachina, impaciente, había esperado apoyando el peso, ora en un pie ora en otro, mientras los dos hombres examinaban las huellas del ettin y deducían la dirección tomada por la bestia a través del bosque.
—¡Vosotros tres podéis esconderos y perder más de la mitad del día, pero a mí no me asusta lo desconocido! —gritó—. Además, el rastro es fresco. La bestia no puede estar muy lejos. ¡Podemos capturarla y estar de camino a Haven a la caída de la noche!
Soltó el caballo de Wode, montó en
Obsidiana,
e hizo que la yegua enfilara hacia la espesura sin parar mientes en si alguno de ellos la seguía o no. Wode empezó a tirar de las riendas para que su caballo se alejara del perímetro del bosque. Los dos hombres no se movieron de donde estaban.
—No podemos dejarla entrar sola ahí, semielfo —dijo Caven con un tono poco convincente.
—No pensaba hacerlo —respondió Tanis, lacónico, mientras se dirigía hacia su caballo—. Eres libre de dar media vuelta, por supuesto.
Mackid enrojeció. Después gritó a Wode que se pusiera en marcha —en la dirección adecuada, se entiende—, montó en
Maléfico,
y espoleó al corcel, que sobrepasó a
Intrépido.
Asustado de quedarse a solas en un lugar tan espantoso, Wode entró en el Bosque Oscuro tras ellos.
El rastro siguió siendo fácil de seguir, demasiado fácil, en opinión del semielfo. O la criatura era extraordinariamente estúpida para dejar unas señales tan obvias, o tenía una gran confianza en su habilidad para derrotar a quienquiera que la siguiese. Tanis ni siquiera tuvo que desmontar para ver las huellas de cinco dedos, tan grandes como su antebrazo.
Ramas rotas, así como agujas de pino aplastadas por unos pies inmensos, marcaban el camino. Aunque la senda avanzaba entre pinos de troncos retorcidos, en ocasiones era rocosa. Los árboles se agolpaban a su alrededor, y a veces sólo dejaban entre los troncos un espacio suficiente para que pasaran los caballos. Daba la impresión, pensó Tanis, de que los árboles intentaran coger a lo que quiera que los rozara al pasar. Apartó tal idea de su mente, masculló un juramento, y escudriñó los alrededores con cautela. En lo alto, muy por encima de sus cabezas, los árboles perennes se extendían creando un espeso dosel. Sobre la espesura parecía flotar una neblina; al menos, así lo percibían los ojos del semielfo. El aire de la tarde era húmedo y tenía una tonalidad gris amarillenta, y Tanis comprobó que no veía más allá de unos pocos metros.
Cabalgaron en silencio durante un rato, con el semielfo a la cabeza, seguido de un pensativo Caven, una deliberadamente impasible Kitiara, y, casi pisándole los cascos a
Obsidiana,
un reacio Wode. Cada dos por tres, el escudero miraba el tronco de un árbol con gesto asqueado y desviaba a su caballo para pasar lo más lejos posible de él. Caven parecía más nervioso por momentos. Hasta ahora, el semielfo no había atisbado nada extraño aparte de la neblina agarrada a la vegetación. Sin embargo, tenía la sensación de estar rodeado por seres vivientes —e intentaba no pensar en los rumores referidos a los seres espectrales—, que miraban con fijeza el punto de su garganta donde se percibía el latido del pulso. Intentó, sin éxito, atravesar la bruma con su visión nocturna.
—¿Anochece antes en el Bosque Oscuro? —susurró para sí mismo.
Tanis oyó una exclamación cuando Caven tiró de las riendas de
Maléfico
y
Obsidiana
chocó prácticamente con el irascible semental.
Maléfico
arremetió contra Kitiara y su montura; la mujer aguantó firmemente en la silla mientras
Obsidiana
se apartaba de un salto, luego enarboló el látigo y azotó al semental en el flanco.
Maléfico
reculó, soltando un resoplido, y se detuvo al tirar Caven de las riendas. Wode, a quien el semental de Mithas había atormentado largo tiempo, soltó una risita nerviosa. La sangre manaba por un corte irregular en la lustrosa piel del animal. Mackid abrió la boca, dispuesto a iniciar un altercado con Kitiara. Pero la espadachina se le adelantó, cortando de raíz su protesta.
—Si viajas conmigo, Mackid, mantén a raya a ese animal —siseó—, o lo mataré con mis propias manos, si es preciso. ¿Entendido, soldado?
Caven cerró la boca y asintió con un gesto. Kitiara respiró hondo, dispuesta sin duda a seguir sermoneando al mercenario, pero Tanis la interrumpió:
—Creía que eras inmune al miedo, Kit, pero ahora veo que lo disimulas mejor que el resto de nosotros, nada más.
—Yo… —empezó la mujer, clavándole una mirada afilada como cuchillos.
—Qué mal carácter —rezongó el semielfo. Después, haciendo caso omiso de Kitiara, que estaba enmudecida por la furia, Tanis se volvió hacia el muchacho—. ¿Todavía sangran los árboles, Wode?
El escudero se mordió el labio, miró de reojo un cercano retoño de arce, y asintió con un cabeceo. El semielfo se volvió entonces hacia Caven.
—¿Y tú qué ves, Mackid? —Cuando el mercenario kernita se limitó a sacudir la cabeza por toda respuesta, Tanis añadió—: Os diré lo que veo yo. Veo una neblina, semejante a la bruma de los trópicos, que se cierra sobre nosotros.
—Si, como una mortaja —agregó Wode. Las palabras parecieron salir de su boca en contra de su voluntad.
—Así que Wode la ve también. ¿Y vosotros dos?
Kitiara barboteó algo sobre «viajar con un puñado de damiselas supersticiosas». Caven la miró arqueando una ceja, y después se dirigió a Tanis.
—Veo hombres alineados hasta donde me alcanza la vista en este condenado bosque —admitió en voz baja.
—¿Hombres? —Tanis miró en la dirección indicada por el mercenario, pero el semielfo no atisbo otra cosa que la niebla.
—Conozco
a esos hombres —dijo Caven. Tanis esperó paciente a que Mackid prosiguiera tras hacer una profunda inhalación—. Son hombres a quienes maté en batalla. Están todos, cada uno de ellos representado una y otra vez. Sus heridas aún sangran. Tienen miembros cercenados, se sujetan las entrañas para que no se les salgan. Sus ojos… —se atropello con las palabras—. Sus ojos son escarlatas, y me han estado esperando aquí desde que entramos en esta fronda siniestra.
Un gemido, seguido de un golpe, les hizo dar un salto a todos. Era Wode, que se había desmayado y yacía despatarrado junto a su caballo.
Kitiara no dejó de tomar el pelo al muchacho una vez que lograron hacerlo volver en sí. Incluso Tanis empezó a sentirse irritado con la espadachina, y Caven acabó por asignarle una nueva posición en la retaguardia.
—Es lo mejor para no tener que aguantar tus constantes quejas —comentó, cuando la mujer protestó.
Kitiara habría replicado, pero le asaltó un nuevo mareo, seguido de náuseas, haciéndola sentirse tan furiosa como enferma, y dejó que los demás se adelantaran sin haber dicho una palabra.
Era imposible, pensó, cuando los otros tres se pusieron delante, que todavía le durara la resaca de la juerga nocturna. Había estado luchando contra el agotamiento todo el día, y, en una ocasión, casi se había caído de la yegua al quedarse dormida en la silla. Había recobrado el equilibrio con un sobresalto, y había sacudido el rizoso cabello para disimular. Pero esta nueva oleada de náuseas, este repentino vértigo, resultaba más difícil de encubrir. ¡Sólo le faltaba desmayarse como Wode, después de haberse burlado de él!
Tiró de las riendas de su montura y dejó que los otros se alejaran un poco más. El grupo guardaba silencio, sin las chanzas habituales que Kitiara recordaba de otras incursiones con compañeros de aventuras. Sólo se oía el trapaleo de los cascos de los caballos, el crujido de la silla de Tanis cuando éste se inclinaba para observar las huellas del ettin, y su propia respiración trabajosa. Cuando los tres hombres se encontraron lo bastante lejos, Kitiara se bajó con cuidado de la yegua y vomitó a un lado del camino. Después, parpadeando para aclararse la visión, subió de nuevo a
Obsidiana
y reanudó la marcha al trote.
La noche empezaba a caer. Era como si algo que los estuviera vigilando hubiese decidido que había llegado el momento de apretar más el nudo corredizo. Todos habían envainado las espadas, pero sus manos no se apartaban de las empuñaduras.
—Semielfo —llamó Kitiara—, ¿puedes utilizar ahora tu visión nocturna?
—Lo he estado intentando —contestó Tanis—. Sólo distingo árboles, nada más. Ni animales pequeños, ni pájaros. Nada salvo la neblina.
Kitiara rezongó. Se giró sobre la silla al oír un repentino ruido a sus espaldas; se escuchó el suave roce de metal contra el cuero curtido de la vaina al desenfundar su espada.