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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero (30 page)

BOOK: Pedernal y Acero
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Se encontraban en una mazmorra, pero distinta de cuantas había visto la espadachina. Esta prisión estaba construida con inmensas planchas de hielo, únicamente. Las paredes se alzaban decenas y decenas de metros, en una vertical ininterrumpida.

Alrededor del perímetro de la mazmorra, suspendidos de las paredes por medios que no eran visibles, colgaban media docena de cuerpos en diferentes grados de descomposición. Kitiara oyó vomitar a Lida. La espadachina reconoció las ropas de los cadáveres: las blancas parkas de los Bárbaros de Hielo. Volvió la vista hacia Janusz.

—Las gemas de hielo se originan en el glaciar —dijo con voz queda el envejecido hechicero—. Estoy seguro. Tan seguro como que los Bárbaros de Hielo saben dónde extraerlas. —Señaló con un ademán a los cuerpos putrefactos—. Así acaban los que rehúsan facilitarme la información que quiero. Creo que es un dato que deberías tener en cuenta, capitana.

Las paredes de la mazmorra eran resbaladizas, como si se las hubiese derretido y vuelto a congelar, pensó Kitiara. Por otro lado, el suelo parecía ser de lona gruesa. No había ninguna clase de almohadillado y, sin embargo, Lida y ella habían aterrizado sin sufrir el menor percance. La maga tenía la mirada prendida en los cadáveres, como si estuviera hipnotizada. Su semblante tenía un color azul ceniciento con la fría luz que irradiaban las paredes.

La espadachina se inclinó y sacudió la nieve pegada a su ropa. Para variar, ahora no tenía frío, a pesar de las paredes de hielo que se alzaban sobre ella hasta perderse de vista. Kitiara se acercó a uno de los cadáveres y alargó la mano hacia el hombre muerto.

—¿Qué crees que los sostiene? —le preguntó a Lida—. ¿Qué…?

—¡No lo toques! —gritó la maga mientras tendía la mano para frenar el movimiento de Kit; pero reaccionó demasiado tarde y estaba demasiado lejos de la espadachina para lograr su propósito.

Kitiara había rozado con las puntas de los dedos la pared de hielo. Estaba frío, sí, pero no demasiado…

Entonces frunció el entrecejo y tiró. Las yemas de los dedos de su mano derecha se habían quedado pegadas a la pared. A sus espaldas, en lo alto, oyó a Janusz prorrumpir en carcajadas.

Lida llegó junto a ella al instante.

—No toques la pared con la otra mano —advirtió mientras examinaba los dedos de Kit—. ¿Te duele?

La mercenaria sacudió la cabeza en un gesto de negación.

—¿Qué demonios es esto?

—Hielo —contestó Lida con un dejo irritado—. ¿Es que nunca has tocado con la lengua un metal helado durante el invierno? El mismo principio es válido en este caso. Te lo advertí. ¿Es que nunca atiendes a nadie, salvo a ti misma?

¡Esto era el colmo!

—No pienso quedarme aquí para aguantar los insultos de alguien como tú —espetó Kitiara.

—¿No? ¿Y adonde piensas ir, capitana Uth Matar?

Un tenue vaho se desprendía del muro congelado. Kitiara miró de hito en hito a Lida. Después se volvió hacia la pared, aferró la muñeca derecha con la mano izquierda y tiró.

—Necesito alguna clase de daga para soltarme.

Se tanteó los Bolsillos hasta encontrar el fragmento de esquisto que había recogido de la narria. Aunque el ángulo en que se veía forzada a maniobrar era difícil, la espadachina empezó a picar el hielo en torno a los dedos pegados, pero la gélida superficie permaneció inalterable. El hechicero rió de nuevo y luego barbotó unas cuantas palabras a Lida en otro lenguaje. Sonaba como el kernita antiguo. Kitiara había oído alguna vez hablar a los criados de Valdane en aquella lengua, cuando no querían que los mercenarios extranjeros supieran lo que decían.

Lida miró en silencio al que antaño había sido su tutor, y que todavía no había descubierto su verdadera identidad. Después se volvió hacia Kitiara.

—Déjame a mí.

Era evidente que la maga podría trabajar mejor con las dos manos que Kitiara con una, de manera que la mercenaria le tendió el trozo de esquisto.

—Cierra los ojos —instruyó Lida. Kit, sorprendida por su propia docilidad, siguió las órdenes de la maga.

Lida se acercó más a la espadachina y habló suavemente. Parecía estar ofreciendo plegarias a alguien…, algún dios. Kit escuchó el roce de una tela y comprendió que la maga rebuscaba en un bolsillo de su túnica. Una leve bocanada de aire tibio acarició la mejilla izquierda de la espadachina, contrastando con el frío que emitía la pared. Sintió que algo duro le daba un golpecito en cada dedo, pero no abrió los párpados. Acto seguido tiró de la mano y el hielo bajo sus dedos se movió. Fue como si el hielo se licuara y se volviera a congelar en un segundo; pero sus dedos siguieron pegados al muro.

—Creía que tu magia estaba debilitada —susurró Kitiara.

—Janusz ha retirado el hechizo que la anulaba —contestó Lida con tono normal—. Dice que aquí no soy una amenaza, aun contando con mis poderes habituales. —Tragó saliva, respiró hondo, y prosiguió—: Quédate quieta. Cuando sientas que el hielo se estremece, tira de golpe. Asegúrate de no tocar con la otra mano, o cualquier otra parte del cuerpo que no esté cubierta. Creo que esto funcionará, aunque no lo he hecho nunca.

La hechicera musitó otras palabras mágicas. Kit abrió los ojos de repente, al penetrar en su mente el sentido de la última frase de Lida.

—¿Que crees…?

—¡Tira!

Kit lo hizo. Sintió una fugaz punzada de dolor, y al punto su mano quedaba libre. Miró la pared. Cinco hoyos pequeños se marcaban en el hielo. Mientras los contemplaba, la humedad se tornó hielo de nuevo. Se examinó la mano. Las yemas de los dedos estaban pálidas y azuladas, pero ilesas.

—Buen trabajo —admitió de mala gana.

—Oh, sí —comentó Janusz desde arriba—. Un truco insignificante, apropiado para un espectáculo de feria. Podría enseñarte mucho más, Lida.

—Eso era lo que te propuso en el campamento de los minotauros, cuando yo me marché, ¿no? —le preguntó Kitiara—. Te pidió que te unieses a él y tú rehusaste, ¿verdad?

—No soy una traidora —espetó la maga—. No coopero con el enemigo.

De repente, alguien apartó a Janusz de un empellón y un nuevo semblante, desfigurado por la cólera, asomó por la abertura.

—¡Kitiara Uth Matar! —bramó Valdane. El cabello rojo le rodeaba la cabeza como una corona.

El rostro de Lida sufrió una convulsión, y la joven retrocedió un paso de manera involuntaria.

—¿Qué temes, maga? —le preguntó Kitiara en un penetrante susurro—. En el peor de los casos, acabarás como la consorte de un hechicero poderoso. No corres verdadero peligro. —La espadachina dirigió las siguientes palabras a Valdane—: ¿Tan débil eres que tienes que esconderte tras las faldas de tu mago, Valdane?

La pulla pareció hacer efecto en el cabecilla.

—Consigues que sea fácil odiarte, capitana. Pero te he traído aquí por una razón específica.

—Para recuperar las gemas de hielo —dijo Kitiara—. No las tengo…

—Mátala —ordenó Valdane a Janusz.

—… pero sé dónde están —concluyó la espadachina.

Sonriente, Kit sostuvo la mirada de Valdane. Despacio, casi en contra de su voluntad, el cabecilla esbozó también una sonrisa. En sus ojos había un brillo de crueldad; en los de la mujer, obstinación.

—Te conozco lo bastante, Kitiara Uth Matar, para saber que no responderías a los mejores métodos de tortura de que disponemos. Eso es lo que hace de ti una mercenaria tan excepcional.

—Cuyo error causó la muerte de Dreena —intervino el hechicero airadamente, pero el cabecilla pasó por alto su comentario.

—Tal vez, capitana, podamos negociar un compromiso —propuso Valdane—. Puedo ofrecerte un poder casi ilimitado.

—Tan pronto como tengas las gemas de hielo, me matarás —argumentó Kitiara.

—Podríamos torturar a tu amiga, la antigua sirvienta de mi hija. Quizás eso te haría cambiar de opinión.

La mercenaria dirigió una fría mirada a la joven hechicera.

—No somos amigas —contestó—. Haz con ella lo que te plazca.

Valdane prorrumpió en carcajadas.

—Entonces ¿qué me dices de torturar a alguno de tus amantes? Mi hechicero me ha dicho que dos de ellos están en camino hacia el sur, acompañados por un semental negro y un búho gigante. ¿No es uno de esos hombres el padre de tu hijo? Sin duda, eso debe significar algo, incluso para alguien como tú.

—¿Pudiste localizarlos por medios mágicos? —intervino Lida, que parecía al borde de las lágrimas—. ¿Iba un búho gigante con ellos?

Janusz asintió con un gesto.

—Por desgracia para ti —dijo—. Kitiara y Caven dejaron atrás algunas cosas suyas cuando huyeron del campamento de Valdane. Ello me proporcionó un objeto personal para buscarlos. Sé más de tu vida en los últimos meses de lo que puedas imaginar, capitana.

Kitiara pensó deprisa. Era evidente que el mago creía que había escondido las gemas. Esa información le daba cierta ventaja… de momento. Necesitaba tiempo para desarrollar algún plan; y también precisaba refuerzos. Ojalá hubiese escondido las malditas piedras. Que ella supiera, ahora estarían tiradas en el calvero del Bosque Oscuro; o Tanis y Caven las transportaban a los dominios de Valdane sin saberlo.

—Mis amigos y yo trabajamos en equipo. Traen cierta información valiosa sobre las gemas —declaró con tono tranquilo—. Debes permitirles llegar aquí sanos y salvos si quieres que alcancemos un acuerdo, Valdane.

El cabecilla clavó en la mujer su mirada penetrante.

—Tal vez lo haga —dijo por último—. Después de todo, si estás mintiendo, puedo matarlos después. Y a ti también. Además, una semana o dos en la mazmorra puede pesar en tu ánimo, capitana.

Dicho esto se marchó. Kitiara escuchó las pisadas de los dos hombres alejándose por algún corredor superior.

16

Las Praderas de Arena

—Xanthar, ¿dónde estamos? —Al no recibir respuesta del búho gigante, Tanis se inclinó sobre su ala y repitió la pregunta en voz más alta.

El ave se enderezó con un sobresalto. Parpadeó bajo la cegadora luz del sol. Las plumas en torno a los ojos de Xanthar estaban pegajosas a causa del constante lagrimeo, que no había cesado durante la semana que llevaban volando hacia el sur.

Había pasado mucho tiempo desde que habían dejado atrás las montañas Kharolis, y hacía un día que habían entrado en unas vastas extensiones baldías. Ahora, a gran distancia bajo el semielfo y el búho, una arena dorada como trigo relucía con el sol inclemente y parecía rielar por el calor. El viento no dejaba de soplar, y unas columnas de polvo arremolinado se encumbraban hacia el cielo y después se desplomaban por su propio peso.

Estamos…

Tanis esperó pero el pájaro no continuó.

—¿Dónde estamos? —gritó otra vez.

En el sur. Muy lejos. Las Praderas de Arena, al oeste de Tarsis, o quizás al suroeste. No lo sé con exactitud, Kai-lid.

—Soy Tanis.

Ah. Por supuesto. Tanthalas. El semielfo.

Tanis dejó que su mirada vagara sobre el terreno. Arena y más arena extendiéndose hasta el horizonte.

—¿Qué fue antes esta zona baldía? —preguntó.

Un océano, creo… hasta que el Cataclismo cambió la faz del mundo. Cuando los dioses castigaron a Krynn, algunas partes de Ansalon se inundaron. Aquí el mar se secó dejando solamente arena y grava. O eso es lo que decía mi abuelo.

¿Y dónde estaba Caven? Al principio el semielfo había divisado de vez en cuando al jinete, que parecía conducir a
Maléfico
manteniendo la misma marcha forzada que Xanthar imprimía a su vuelo. Pero hacía dos días que Tanis no había atisbado a Caven Mackid.

El semielfo había dejado de sentir inquietud por encontrarse a kilómetros sobre el suelo, sujeto al búho gigante sólo por el arnés de cuero. El vuelo de Xanthar era firme y constante. Desde que habían abandonado el Bosque Oscuro, el búho únicamente había hecho paradas cortas en las que el semielfo cocinaba algún pequeño animal de caza, reponía las reservas de agua, y aliviaba sus necesidades. Tanis podía dormir en la espalda de Xanthar durante el vuelo, pero, que él supiera, el búho gigante sólo echaba un sueño durante las breves paradas en el suelo.

Kai-lid.

—Soy Tanis —repitió el semielfo.

El búho sacudió la cabeza con gesto aturdido. Abrió al máximo los ojos y, cuando giró la cabeza, Tanis pudo ver que los iris del ave habían adquirido un tono apagado, terroso, y que las pupilas ya no reaccionaban a las variaciones de luz y sombras.

—Xanthar, ¿cómo están tus ojos?

A veces la luz pierde fuerza. Pero se pasa. No estoy acostumbrado a la claridad radiante del día.
Otra gota de un espeso líquido amarillo rezumó del ojo el ave.

—Deberíamos parar un rato para que descansaras.

No.

—Y darle a Caven la oportunidad de que nos pueda alcanzar.

Caven encontrará el camino. Mi familia lo escoltó hasta los límites meridionales del Bosque Oscuro. A partir de ahí, él sabe cómo orientarse por el sol y las estrellas. Sabe que nos dirigimos al sur, y nos seguirá hasta donde estas arenas cambiantes se lo permitan.

—¿Puedes comunicarte mentalmente con él?

Se encuentra demasiado lejos y no está familiarizado con la telepatía. Ni siquiera consigo establecer contacto con Kai-lid, y ella fue bien instruida por… un maestro.

—¿Crees que ella y Kitiara se encuentran bien? —El búho no respondió, pero sus músculos se tensaron—. Xanthar…

¿No ves algo allí, a la izquierda? Noto un cambio, pero la vista no me alcanza tan lejos.

Tanis oteó en la dirección que le señalaba.

—Sólo es una nube pequeña, Xanthar.

No. Es algo más que eso.

—Entonces ¿qué? ¿Magia?

Magia no. Una tormenta. Tenemos que encontrar algún refugio.

—Pero… —Las palabras del semielfo murieron en sus labios cuando Xanthar, sin previa advertencia, plegó las alas contra los costados y se lanzó en picado hacia el suelo.

Tienes que ser mis ojos ahora, semielfo.

Tanis sintió que resbalaba hacia atrás sobre el búho que caía a plomo. Cuando alcanzó el límite del arnés, su cabeza retrocedió con una brusca sacudida por la fuerza de la zambullida. La tierra les salía al encuentro a una velocidad vertiginosa.

—¡Xanthar! ¡Remóntate!

El búho gigante tomó una trayectoria horizontal de inmediato, a escasos metros del suelo, y sobrevoló el terreno en zigzag.

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