—Semielfo —repitió—, mira atrás.
Tanis y Caven volvieron la cabeza. Mackid masculló un juramento.
—El sendero —musitó Tanis.
—¡Ha desaparecido! —añadió Caven, innecesariamente.
Wode gimió. Era cierto. Los árboles se habían cerrado tras ellos como una falange de soldados. Los dos hombres desenvainaron sus espadas; el muchacho aferró su cuchillo con nerviosismo.
En ese momento, el ocaso dio paso a la noche en un abrir y cerrar de ojos. Un instante antes, podían verse unos a otros y a los atormentados árboles, y, al siguiente, todo cuando atisbaban era una profunda negrura.
—¿Tío Caven? —llegó la voz trémula de Wode desde la oscuridad.
—Estoy aquí.
Mackid no se había movido del mismo sitio, comprendió Kitiara.
—Al menos podemos oírnos. —Era la voz de Tanis.
—No estamos solos —dijo Kitiara de improviso.
El aire empezó a relucir, y Kitiara atisbo los rostros de sus compañeros a la luz reflejada. El brillante fulgor se concretó en un par de globos oculares. Debajo de los ojos, se formaron dos manos esqueléticas, perfiladas con un fuego verde.
—Tanis —repitió Kitiara. Tenía la boca seca, pero su mano estaba firme.
—Lo veo, Kit. —El semielfo desmontó y se acercó despacio a la espadachina.
—¿Qué es? —preguntó Caven.
—Un wichtlin.
—¿Qué es eso?
Tanis miró a Kitiara. La mujer se había puesto el yelmo. A pesar de que
Obsidiana
se agitaba inquieta, casi al borde del pánico, la mercenaria estaba sentada derecha y firme en la yegua, sujetando las riendas con una mano, y aferrando la espada en la otra. Tenía el semblante pálido, pero un suave rubor le teñía los pómulos. Tanis comprendió que Kitiara estaba ahora en su elemento.
El wichtlin perfilado en fuego no había hecho movimiento alguno hacia la espadachina, pero su mirada no se había apartado de ella. La mujer se la sostenía con firmeza.
—Los wichtlins son espectros de elfos, muertos vivientes —explicó Tanis a Caven en un susurro.
—¡Por los dioses! —exclamó Mackid—. ¿Y sólo son ojos y manos, nada más? ¿Cómo se lucha contra ellos?
—Son algo más: los restos de esqueletos putrefactos —dijo el semielfo—. Da gracias que no lo ves.
Se oía el castañeteo de los dientes de Wode.
—¿Y eran elfos qualinestis?
—Silvanestis —corrigió Tanis—. Algunos elfos silvanestis que siguen el camino del mal en vida y son reclamados por Chemosh al morir.
—¡El señor de los muertos vivientes!
—Sí. Y se convierten en wichtlins.
Caven tardó unos segundos en asimilar la información.
—¿Qué hacen los wichtlins? —preguntó finalmente.
Mientras Caven hablaba, la criatura empezó a moverse. Se aproximó a Kitiara, quien, sin perder los nervios, hizo que
Obsidiana
retrocediera la misma distancia. Fue la espadachina quien respondió a la pregunta de Mackid.
—Un wichtlin vaga por el mundo en busca de almas que entregar a Chemosh. Puede matar con su solo roce —explicó, mientras hacía que la yegua retrocediera otro paso.
—¿Puede una espada acabar con él?
—Ahora lo veremos —respondió Kit suavemente.
No bien acababa de hablar, arremetió con un movimiento fulgurante. Su arma centelleó en el aire, y golpeó entre las manos y los ojos de la criatura.
Obsidiana
relinchó y salió del camino de un salto. El wichtlin, sin sufrir daño alguno, planeó en dirección a la espadachina, que siguió blandiendo su espada contra él.
—¡Semielfo! —gritó—. ¡Por los dioses, dime cómo puedo matarlo!
Tanis sintió que el pánico lo dominaba cuando el wichtlin fintó una y otra vez contra Kitiara, conduciéndola más lejos del camino y de sus compañeros.
—Magia —respondió Tanis—. Sólo con magia.
—¡No tengo magia, pero a ver qué tal aguanta la carga de esta bestia! —gritó Caven mientras espoleaba a
Maléfico.
El gigantesco caballo se encabritó y después cargó contra el wichtlin; los enormes cascos levantaron rociadas de chinas a su paso.
La maligna criatura desapareció antes de que jinete y montura la alcanzaran. Desconcertado, Caven sofrenó al semental y giró en el camino.
—¿Dónde…?
—¡Mackid! ¡A tu espalda! —Era Kitiara.
Caven se volvió para encontrarse a escasos centímetros del wichtlin. La mano izquierda, con un fuego verde visible en cada articulación de los dedos, se tendió hacia el mercenario.
—¡Caven! —gritó otra vez Kitiara—. ¡No dejes que…!
Pero era demasiado tarde. La criatura rozó el brazo de Mackid, y el soldado se quedó petrificado, con una expresión de naciente terror perfilada en su barbudo rostro.
Tan pronto como la parálisis se apoderó de Caven, el wichtlin pareció perder interés en su víctima. Se volvió hacia Tanis, que sostenía presta la espada a pesar de que era evidente que el arma resultaba tan ineficaz como una pluma contra ese monstruo. El wichtlin prendió su mirada impasible en el semielfo, se aproximó, y atacó. Instantes después, Tanis también estaba inmovilizado. Wode intentó darse a la fuga, pero el ser se desvaneció sólo para reaparecer directamente frente al escudero, quien, junto con su jaco, se precipitó contra la criatura y quedó paralizado al instante.
Aquello dejaba a Kitiara sola con el wichtlin. La espadachina desenvainó su daga y se preparó para saltar de la grupa de
Obsidiana,
que tenía las patas enredadas hasta el corvejón en una maraña de plantas rastreras.
La yegua relinchó aterrada, y Kitiara, que empezaba a desmontar, se interrumpió y giró en mitad de la maniobra, con sólo uno de los pies en el estribo; bajó la vista.
Unas manos esqueléticas, docenas de ellas, se extendían desde las plantas, a través del suelo. Sujetaban a la espantada yegua, que seguía relinchando presa del terror de tal modo, que Kitiara pensó que se había vuelto loca. El wichtlin avanzó despacio hacia ella. Las manos esqueléticas se tendieron para agarrarla cuando cayera de la grupa de
Obsidiana.
La yegua sufrió una convulsión, un paroxismo de muerte, y Kitiara evitó la caída sólo porque soltó la daga y se aferró con ambas manos a la yegua agonizante.
Entonces una voz sonó en la noche.
—¡Idiandin melisi don! ¡Idiandin melisi don!
¡Desapareced!
Kitiara se precipitó sobre las manos expectantes.
Pero se desvanecieron antes de que el cuerpo de la espadachina cayera en el suelo húmedo, junto a su montura. Kitiara yació inmóvil un momento, buscando con la mirada al wichtlin. También había desaparecido.
—¡Obsidiana! —
Se sentó despacio, tendió una mano y acarició el flanco del animal muerto.
Mientras acariciaba a su vieja compañera, la yegua se convirtió en polvo bajo sus dedos. Un instante después, incluso este último vestigio de
Obsidiana
había desaparecido. Kit se puso de pie, atisbo su daga entre las plantas, y la recogió. Giró sobre sí misma despacio, dispuesta para hacer frente a cualquier cosa que la desafiara. ¿Dónde estaba la persona que había hablado? Las palabras pronunciadas eran indiscutiblemente mágicas, pero ¿quien las había articulado era su salvador o un nuevo atacante?
No oyó nada. Caven y
Maléfico,
paralizados en mitad de un salto, semejaban la estatua de la plaza de un pueblo. Wode y su jaco estaban igualmente petrificados, en un cómico remedo de la postura de Caven. Tanis, a pie, había sido sorprendido cuando iniciaba una arremetida, con su espada apuntando directamente a… nada.
Intrépido
permanecía imperturbable cerca del semielfo. Por las apariencias, el caballo era el único ser vivo, aparte de ella, que había a la vista. No se veía señal alguna de quienquiera que fuera el que había pronunciado las frases mágicas en medio de la noche.
Janusz el hechicero
Janusz respiró profundamente para que cesaran los temblores que lo sacudían y se apartó del cuenco en el que había llevado a cabo la búsqueda mágica. El rostro de Kitiara se borró en la superficie del agua.
Por el momento, la mujer estaba a salvo; él se había ocupado de que fuera así. Las manos tanteantes habían regresado a sus propietarios, en el Abismo. El wichtlin se arrastraba ahora, inofensivo, por el fondo de la bahía de la Montaña de Hielo. Tendría que buscar en aquellas gélidas profundidades durante un tiempo antes de hallar seres vivos cuyas almas reclamar para su amo.
El despliegue mágico que había permitido al mago tanto buscar como hablar, lo había dejado agotado, con las manos temblorosas y un zumbido en los oídos. Por un instante, temió perder el conocimiento. Pero había sido necesario. El mago había estado en un tris de perder a Kitiara Uth Matar.
Y Kitiara Uth Matar era la única persona que podía decirle dónde estaban las nueve gemas de hielo.
Janusz conservaba sólo dos de estas joyas, una de las cuales llevaba el ettin, y dio las gracias a Morgion por el golpe de suerte que lo había llevado a guardar en su bolsillo las dos gemas púrpuras elfas, en el campamento del castillo de Meir.
El hechicero contempló la joya iridiscente que reposaba sobre un pedestal de alabastro, sobre su mesa. El cristal púrpura, del tamaño de un huevo pequeño, refulgía como si encerrara todo el conocimiento de Krynn ardiendo en su interior. El gnomo bobalicón que le había vendido las piedras se había lanzado a una tediosa retahíla de la historia de las gemas. El hechicero no había hecho caso a la mayor parte de la cháchara del hombrecillo, pero una cosa quedó grabada en la memoria de Janusz: el gnomo creía que la procedencia original de las piedras era el Muro de Hielo. Ahora, contemplando el orbe de color amatista, el mago no dudaba que su fría brillantez se había formado en los helados dominios del glaciar. Aquélla era la razón por la que había persuadido a Valdane para que huyera al punto más meridional de Ansalon. Habían venido al Muro de Hielo en busca de más gemas. Y, seducido por el poder de la gema de hielo, el sueño de Valdane se había hecho más grande, pasando de la apetencia de invadir un feudo vecino al ansia desmedida de dominar el mundo entero.
Janusz se obligó a apartar la vista de la joya, pero hacerlo le causó un dolor casi físico en los ojos, ya que la piedra parecía retener su mirada como si lo tuviera hechizado. Él mago había ordenado a docenas de esclavos ettins que buscaran incesantemente el lugar factible de albergar más joyas de hielo, porque, según le dijo a Valdane, las piedras podían guardar el secreto del poder definitivo para dominar todo Ansalon. A decir verdad, Janusz confiaba en que las carismáticas joyas hicieran mucho más por él que por Valdane; que, de algún modo, le descubrirían cómo anular el vínculo de sangre que lo sometía a la voluntad del cabecilla. Pero sabía que tal cosa ocurriría, si es que llegaba a suceder alguna vez, sólo en un futuro lejano, después de agotadores años de estudio.
El hechicero se estremeció; era mucho el riesgo que estaba corriendo al dejar que Res-Lacua llevara uno de los poderosos artefactos, pero era necesario si Janusz quería utilizar las piedras para teletransportar al ettin y a Kitiara hasta el Muro de Hielo. Aquél era uno de los misterios de las piedras que el mago había conseguido descubrir después de meses de estudio. Manejadas de forma correcta y con precaución, las gemas le permitían teletransportar objetos inanimados y seres vivos por igual desde el lugar donde estaba una joya hasta el emplazamiento de otra.
Cuando Kitiara hubiese llegado a la cima del monte Fiebre, en el Bosque Oscuro, el mago utilizaría la joya de hielo que tenía el ettin para traerlos a ambos a la guarida subterránea de hielo. Después, juró, interrogaría personalmente a la mercenaria y descubriría el escondrijo de las otras nueve piedras preciosas.
Janusz se obligó a enderezar la espalda y volvió la vista a la entrada de su aposento. El mago estaba sentado en un taburete hecho con el mismo hielo mágico del que se había valido para crear la guarida subterránea, y estaba forrado con un brocado semejante al que protegía las paredes y el suelo. A la derecha, un hilillo de vapor salía por el pico de una retorta situada sobre una llama. Docenas de recipientes cerrados con tapones ocupaban la mesa de trabajo.
Una ventana rompía la monotonía de las paredes del aposento, y mostraba un panorama del glaciar. La nieve caía arremolinada en torno a un afloramiento de hielo. Janusz miró a través de la ventana y masculló un juramento. Musitó un encantamiento, trazó una figura en el aire, y la escena invernal cambió para dar paso a otra con un castillo en cuyos torreones ondeaban estandartes negros y púrpura. La luz dorada del sol bañaba la escena, y el semblante del mago se tornó pensativo un instante.
Las paredes de los aposentos de Janusz eran, por supuesto, de hielo sólido. Pero la puerta era de una madera de roble igualmente sólida, reforzada con bandas metálicas; la había teletransportado mediante la joya de hielo a este maldito páramo congelado hacía varios meses.
—Tampoco es que importe mucho el tiempo en este lugar dejado de la mano de los dioses —rezongó Janusz—. Un año ó una vida entera, ¿qué diferencia hay?
Allí no había cambios de estaciones, no había el tímido rebrotar de una primavera joven después de que el achacoso invierno aflojara sus moribundas garras sobre la tierra. Su lirismo lo hizo sonreír. Era difícil perder las viejas costumbres. En el pasado, había sido un romántico empedernido.
Hubo un tiempo en que aquello tenía importancia. Se había sentido florecer con las estaciones, había sentido latir su corazón y regocijarse con la calidez de la tierra fértil y el nacimiento de los retoños verdes. Su romanticismo habría sido motivo de risa, considerando su canoso cabello y las arrugas que le surcaban las mejillas. Pero él había conocido el verdadero amor —había conocido a Dreena—, y entonces el mundo le había parecido joven y nuevo.
—¡Bah! —rezongó, y alejó de su mente el inútil pasado—. Mi corazón está tan helado como este glaciar.
Las paredes, el suelo y el techo eran sólidas planchas de hielo, pulidas hasta adquirir la tersura de un espejo. La mayor parte de la superficie helada estaba cubierta con lienzo fino, cuyo propósito era evitar que los moradores de la guarida subterránea se quedaran pegados al hielo del mismo modo que la piel se adhiere a un frígido metal en un día especialmente frío.
—Un día especialmente frío —repitió Janusz, que soltó una queda risa—. Aquí no hay un solo día que no encaje con esa descripción.