Pedernal y Acero (2 page)

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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Pedernal y Acero
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—Con la niebla, a los hombres les va a resultar difícil avanzar por este terreno irregular —dijo Caven pensativo—. Quizá los generales decidan esperar.

—¿Están listos los caballos? —preguntó Kitiara.

Por el tono de su voz Caven comprendió que las chanzas y los chismorreos habían terminado. El momento de la batalla estaba cerca.

—Maléfico y Obsidiana están ensillados y cargados —contestó—. Wode se está ocupando de ellos.

—Ya era hora de que tu escudero sirviera para algo.

—Aun así, es mi sobrino.

—¿Quién es ahora el blando? —lo azuzó la mujer mientras lo miraba de soslayo, y añadió antes de que él tuviera tiempo de contestarle—: Di a Wode que dé a Obsidiana una ración extra de avena y que espere con la yegua al comienzo de la trocha del oeste, —vaciló antes de proseguir—. Esta batalla me da mala espina, Caven —admitió—. No estoy convencida de que los generales de Valdane sepan llevarnos a la victoria. Ya han echado a perder el asedio, en mi opinión.

Mackid esperó hasta estar seguro de que Kitiara había terminado de hablar.

—¿Temes una derrota completa? —inquirió.

La respuesta de la mujer no fue directa. En cambio, acarició la empuñadura de su espada.

—Ve y habla con Wode —repitió—. Y suerte, amigo. Temo que hoy la vamos a necesitar.

En cuestión de segundos, Caven había desaparecido entre los árboles y la niebla. La claridad del amanecer aumentaba de manera constante.

—Por los dioses, ¿por qué no dan ya la señal de ataque? —musitó, irritada, Kitiara. Dio unos pasos hacia el campamento—. Ya hemos dejado pasar el momento más oportuno. ¿A qué están esperando?

Unas voces la hicieron detenerse y volver la cabeza; escudriñó en la niebla, colina abajo. ¿Voces? Frunció el entrecejo, y su mano buscó de nuevo la empuñadura de la espada. El manto brumoso se había recogido alrededor de la base del castillo de Meir y había subido por los muros de granito hasta una altura superior a la talla de un hombre. Daba la sensación de que la construcción estuviera flotando, lo que —tuvo que admitir Kitiara— sería una considerable ventaja táctica. ¿Era la niebla producto de la magia? ¿Acaso la viuda de Meir disponía de ciertos trucos? Era de sobra conocido el hecho de que Dreena practicaba las artes arcanas, si bien su habilidad era sólo moderada. El hechicero de Valdane, Janusz, la había instruido desde que era una niña.

«Dreena debe saber que no está preparada para competir con el mago —se dijo Kitiara para sus adentros—. El conoce todos los conjuros que puede ejecutar.»

Otra vez las voces. Y, de nuevo, llegaban de la base del castillo. Eran susurros. ¿Estarían sus defensores preparando un ataque? Kitiara echó un vistazo al campamento. No había tiempo para ir en busca de Caven u otros refuerzos, y no tenía sentido dar una alarma innecesaria. Quizá lo que oía eran los murmullos de sus propios soldados, repetidos como un eco espeluznante por los muros del castillo.

—Esta niebla infernal… —susurró Kitiara. Desenvainó la espada y, aprovechando la cobertura de la maleza y la bruma, se encaminó sigilosa hacia el sonido. Apenas veía nada, ni siquiera sus propios pies, pero siguió avanzando despacio.

Las voces parecían venir ahora de la izquierda. De repente, el granito gris del castillo surgió ante Kitiara como la inmensa tumba de algún dios prehistórico. A despecho de sí misma, un ahogado sonido de sobresalto escapó de su garganta. Divisó la silueta de un arbusto que crecía junto al muro y se metió detrás con premura.

—¿Quién anda ahí? —Era la voz de una mujer, un timbre imperioso, acostumbrado a dar órdenes.

Kitiara se metió más tras el arbusto y atisbo con cuidado por encima. Una mujer apareció entre la bruma, a escasos seis metros de distancia, pero no miraba en su dirección.

—¿Quién va? —repitió. Aguardó un instante y después giró sobre sus talones, de cara al castillo—. ¿Lida? —Su voz sonaba ahora tensa por un repentino temor.

Kitiara dio otro respingo, pero esta vez sin hacer ruido, cuando la mujer se volvió y la mercenaria vio su perfil primero, y acto seguido aquellos inconfundibles ojos de color turquesa. ¿Dreena ten Valdane fuera del castillo? Un tropel de ideas acudió a su mente mientras intentaba decidir qué hacer.

Resultaba evidente que Dreena estaba desorientada a causa de la niebla. ¿Por qué no utilizaba la magia para sondear el brumoso manto? Kit supo la respuesta de inmediato: si Dreena lo hacía, Janusz percibiría dónde se encontraba.

La mujer ya no vestía el atuendo rojo y azul que llevaba cuando se asomó a las almenas. En cambio, se cubría con unas prendas de un tejido vulgar y colores terrosos. Un jirón de niebla se enredó en torno a Dreena. Cuando se disipó, la mujer había desaparecido.

Kitiara dio un respingo y se incorporó a medias tras el arbusto. Se obligó a guardar silencio, a escuchar; captó el leve sonido de unos pies que avanzaban presurosos por una vereda húmeda. Después, nada. La mercenaria se irguió del todo, aunque mantuvo la espada presta. Sacudió la cabeza. No tenía sentido esperar más. Dreena se había marchado, y ella había perdido la ocasión de capturarla. Con esta niebla, la mujer podía estar en cualquier parte.

Kit masculló un juramento, envainó la espada y corrió de regreso al campamento. A cada paso que daba alejándose del castillo la niebla disminuía un palmo de altura, hasta que sólo le llegó a las rodillas, mientras pasaba veloz entre los árboles, dejaba atrás las tiendas, y remontaba la cuesta en dirección al puesto de mando de Valdane. Los soldados la miraban boquiabiertos al verla pasar; Kit reparó en que Lloiden estaba soltando otra perorata sobre la estupidez con que se estaba dirigiendo esta campaña.

No había guardias en ninguna de las dos tiendas. Kit hizo un alto para recobrar el aliento y su aire de seguridad antes de entrar en la de mayor tamaño, la que tenía el estandarte negro y púrpura.

En el interior hacía una temperatura cálida, en contraste con el frío y la humedad del exterior, y los ocupantes del refugio lanzaron una mirada indignada a la intrusa. Valdane, un hombre pelirrojo de mediana edad, estaba diciendo algo al mago con voz cortante. Janusz parecía mucho más viejo que él, pero, según los rumores, era aproximadamente un año más joven. Kitiara hizo caso omiso de los dos generales que los acompañaban, y ellos hicieron otro tanto con ella, amedrentados como estaban ante la diatriba de Valdane.

—¡No atacaré hasta que sepamos con seguridad dónde se encuentra Dreena! —decía el cabecilla—. Janusz ha recurrido varias veces a sus habilidades mágicas para localizarla después de que se marchó de las almenas, pero no ha conseguido encontrarla. Sólo sabemos que está viva.
Tengo
que saber dónde se halla antes de correr el riesgo de lanzar un ataque. —Golpeó el poste central de la tienda para dar más énfasis a sus palabras. Los generales tragaron saliva con esfuerzo cuando el poste crujió y la cubierta de lona se tambaleó. Janusz pronunció una palabra y el grueso palo de álamo se inmovilizó. Los generales intercambiaron miradas intranquilas.

«Cobardes», pensó Kitiara. Debido a que su hermano menor era mago, se sentía mucho más tranquila con la hechicería que los supersticiosos habitantes de la región situada al noreste de Neraka.

Los hombres siguieron haciendo caso omiso de ella, así que Kit levantó la voz y los interrumpió:

—Dreena ten Valdane ha escapado.

Los cuatro hombres se volvieron veloces hacia la mujer, que sintió curvarse la comisura de sus labios. En verdad era gracioso ver a unos señores generales moverse atrás y adelante como marionetas tiradas de hilos. Valdane la miró con los ojos entrecerrados, y Kit suprimió el esbozo de sonrisa.

—¿Mi hija ha abandonado el castillo? —preguntó el cabecilla.

—Hace unos instantes —contestó Kitiara con voz clara y sosteniéndole la mirada—. La vi yo misma.

—¿Estás segura? —insistió el mago—. He estado buscándola… —La mirada de Valdane lo hizo enmudecer.

—Tenemos que estar seguros —dijo uno de los generales, el de aspecto prepotente, mientras estrechaba los ojos y se frotaba la mejilla—. No sería mala cosa que hubiese escapado. Si Dreena ten Valdane muriese en combate, soliviantaría a los campesinos
meiris
y nos perjudicaría.

—Los campesinos querían a Meir, pero a su esposa la adoran —intervino el otro general—. Más vale que confirmemos lo que dice la capitana. —Su expresión daba a entender que él, al menos, no consideraba a Kitiara digna de crédito—. Sugiero que esperemos.

La mujer pasó por alto las palabras de los dos generales y se dirigió a Valdane.

—Estoy tan segura de que Dreena ha abandonado el castillo de Meir como que ahora me encuentro delante de ti. —Su mirada no vaciló.

El cabecilla se volvió hacia Janusz e hizo un gesto con la cabeza.

—Lanza el ataque —ordenó.

El mago hizo una breve reverencia y se marchó; los generales lo siguieron. Kitiara esperó en la tienda de Valdane hasta que el hechicero, con su ralo cabello blanco ondeando sobre el cuello de la negra túnica, desapareció en el interior de su propia tienda; luego fue en pos de él. Cuando llegó, se situó junto a la solapa de la entrada, y la entreabrió un par de centímetros para vigilar al hechicero. El conocimiento es poder, le había repetido a menudo su padre mercenario; no la perjudicaría saber algo más sobre este misterioso mago.

Janusz se dirigió directamente hacia su catre y sacó un cofre que había debajo. Soltó un pellizco de polvo en el aire a la vez que susurraba:
«Rachelan»,
para anular un cierre mágico. Después levantó la pesada tapa, metió la mano y extrajo una caja de madera de sándalo en la que había talladas figuras de minotauros y de criaturas semejantes a morsas, con enormes colmillos.

Repitió el encantamiento, aunque con una leve diferencia en la entonación, y después abrió la caja. Una expresión de alivio se plasmó en su semblante.

—El poder de diez vidas para el hombre que desentrañe su secreto —susurró.

Kitiara sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Los dedos de Janusz sacaron dos… Dos ¿qué? «Gemas» sería la palabra evidente, pero las piedras eran algo más que gemas. Emitían un fulgor sobrenatural. Una vez, mientras viajaba por el litoral meridional del mar de Khurman, a unos trescientos kilómetros al sur de allí, Kitiara había visto un collar de amatistas que emitían un brillo violeta con la luz de las lámparas, pero que a la luz del día adquirían el tono azul purpúreo del más profundo océano. Aquellas piedras de Khurman, sin embargo, eran meros guijarros comparadas con éstas, que irradiaban el calor de la luz y el frío del invierno.

«Hielo —pensó la mujer—. Tienen el aspecto de relucientes óvalos de hielo púrpura, del tamaño de los huevos de un petirrojo.» Nunca había visto algo tan bello, y su respiración se aceleró.

El hechicero había dicho que poseían poder, y Kitiara sabía que no había mentido.

—¡Mago! —gritó Valdane desde su tienda. Janusz alzó la vista y sorprendió a Kitiara espiándolo a través de la abertura de la lona. Se guardó apresuradamente las dos piedras en un bolsillo de su túnica, y el extraño fulgor violeta desapareció como si las gemas no existieran.

—Vuelve a tu puesto, capitana… —Tembloroso de rabia, el mago casi era incapaz de hablar; las palabras sonaban estranguladas—. Y olvida lo que has visto aquí, a menos que quieras encontrarte de repente con cabeza de anguila.

Kitiara se alejó de la solapa de la tienda de manera ostentosa, pero unos segundos después estaba atisbando de nuevo por la ranura. El mago hacía una inhalación lenta y profunda, igual que la mercenaria había visto hacer a su hermano para aclarar la mente y volcar toda su atención en la ejecución de su arte. Acto seguido, Janusz se dio media vuelta y salió de la tienda, escasos segundos después de que Kitiara se hubiese agazapado tras la esquina del alojamiento del hechicero.

Este se dirigió hacia el claro que se abría entre los árboles de la ladera, un poco más abajo de las tiendas del campamento. Desde aquel punto tenía una buena vista del castillo. Sus manos se crisparon y, como si los dedos de Janusz tuviesen vida propia, iniciaron unos movimientos complicados que acompañaban a las palabras del conjuro.

—¡Ecanaba ladston, zhurack! —
entonó el mago.

Kitiara sintió un cosquilleo en la piel del rostro y apartó la vista. Oyó a Janusz continuar con su salmodia. ¿Acaso la estaba convirtiendo en una anguila? La mujer miró a su alrededor, buscando algo que reflejara las imágenes, un espejo o un charco de nieve derretida, para comprobar si seguía siendo Kitiara Uth Matar. Mientras buscaba, sin embargo, una vocecilla interior le recordó que el hechicero no había cerrado la caja. El súbito retumbar de un trueno la distrajo. Alzó la vista al cielo.

Unas nubes coalescentes se encumbraban como columnas sobre el castillo de Meir formando un frente tormentoso tan alto como una docena de fortalezas. Por el contrario, el cielo sobre el campamento de los mercenarios estaba despejado; los soldados abandonaron sus obligaciones y paralizados, boquiabiertos, contemplaron al mago que ejercía su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza para emplearlas contra su enemigo. En los parapetos, los ocupantes del castillo estaban igualmente paralizados, mirando a lo alto con creciente terror.

Los nubarrones se agitaban sobre sus cabezas; unos relámpagos amarillos, azules y rojos se descargaban entre los bullentes cúmulos. Los truenos retumbaban dentro de la cabeza de Kitiara, que se obligó a respirar, puesto que había contenido el aliento; las piernas no la sostenían, y tuvo que buscar apoyo en un árbol. Si hubiese tenido que defenderse ahora, habría caído con la misma facilidad con que se derriba un arbolillo. Pero ninguna fuerza atacante avanzaba contra los mercenarios.

Entonces, de manera repentina, las nubes se abrieron y dejaron caer una lluvia de fuego sobre los defensores del castillo.

Soldados, campesinos y nobles gritaron y buscaron frenética, fútilmente, una vía de escape del fuego líquido. Algunos se despojaron de las ropas, sólo para descubrir que el azufre se les adhería a la piel. Muchos, para evitar una muerte prolongada, se lanzaron a otra rápida arrojándose desde las murallas del castillo. Otros trataron en vano de defender la fortaleza disparando flechas contra el ejército sitiador, que esperaba a una distancia segura, fuera de peligro.

Impotentes contra el azufre, los partidarios de Meir perecían abrasados en el mismo sitio donde se encontraban. Los portones de madera del castillo reventaron; el piso alto de la construcción se desplomó. Una sección de las murallas se resquebrajó y se desmoronó. A través de la brecha, Kitiara vio que el agua de los abrevaderos hervía y burbujeaba; luego, también los abrevaderos reventaron.

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