El cuerpo de la mujer acusó la violencia del impacto; Kit dio un respingo al chocar contra el duro suelo del claro, pero no gritó. Su mano fue hacia la espada, pero Tanis la aferró por las muñecas y, doblándole los brazos a la altura de los hombros, la sujetó con todas sus fuerzas. Entrelazó sus piernas con las de ella, e inmovilizó a la orgullosa mujer, que le escupía insultos a la cara.
Entonces Tanis se quedó quieto, mirándola fijamente. De improviso tomó conciencia de las formas del cuerpo apretado contra el suyo. Cuando la mujer alzó la vista hacia el semielfo, su expresión de cólera se tornó poco a poco en otra divertida.
—¿Y bien? —dijo, al tiempo que arqueaba una ceja.
—¿Sí? —Él se echó un poco hacia atrás.
—Bueno, aquí estamos. —Su sonrisa ambigua lo atrapó.
Tanis aspiró hondo, llenándose los pulmones con aquel penetrante aroma almizclado. Kitiara alzó las dos cejas en un gesto burlón y dirigió una mirada intencionada a los músculos que se marcaban en el pecho del hombre. Sus ojos lo retaban. Tanis masculló un juramento elfo; la sonrisa de Kitiara se ensanchó. Él se mantuvo inmóvil. No podía salir nada bueno de una relación entre una humana y un elfo; lo sabía muy bien.
De pronto deseó haber comprobado si la tal Kitiara Uth Matar contaba con alguna arma oculta, aparte de las convencionales. Pero ya no tenía remedio.
* * *
Más tarde, aquella noche, mientras Tanis dormía en el petate de Kitiara, la espadachina se apartó sigilosa del semielfo y cogió su mochila de viaje, que estaba entre las mantas y la hoguera. Tras comprobar de nuevo que el semielfo estaba dormido, Kitiara metió la mano en la bolsa, apartando prendas de repuesto y provisiones para llegar a la trabilla que levantaba el doble fondo. Casi conteniendo la respiración, alzó la pieza de lona endurecida por un lado y se asomó al interior. Una luz violeta alumbró el claro; sus dedos se movieron sobre la fuente del fulgor.
—… ocho, nueve —musitó—. Están todas. —Suspiró y esbozó una suave sonrisa de satisfacción, pero sus ojos relucían.
Peligro compartido
—De modo que, cuando mis hermanastros nacieron, cuidé de Raistlin y Caramon. Mi madre… no podía —concluyó Kitiara. Esas dos palabras encubrían mucho: los frecuentes trances y la enfermedad de su madre; las semanas tras semanas que pasaba en cama mientras que Kitiara, con alguna ayuda de su padrastro, atendía a los gemelos.
»
Cuando cumplieron seis años y Raistlin fue admitido en la escuela de magia, me marche de Solace. De eso hace mucho tiempo; siete… no, diez años. —El tono de su voz seguía siendo indiferente, coloquial.
—¿Es éste tu primer viaje de vuelta a Solace? —preguntó Tanis mientras guiaba a su montura,
Intrépido,
un caballo castrado de estampa recia y pesada osamenta, alrededor de un afloramiento rocoso, haciendo que siguiera por la senda de tierra. Se quitó la banda de cuero atada a la frente y con la otra mano se enjugó el sudor. Luego volvió a colocarse la cinta. El calor estival era opresivo, incluso en aquel sendero umbroso.
—He regresado de vez en cuando. —Kitiara se encogió de hombros—. Estuve allí cuando mi madre murió, y en otras cuantas ocasiones. Les llevo regalos y dinero a los gemelos siempre que tengo.
—No parece que estés… —Tanis se interrumpió.
—¿Qué, semielfo? —Kitiara lo observó atenta. Al ver que él no pensaba decir nada más, se acercó sonriente y empezó a darle golpecitos con el puño hasta que el semielfo hizo una mueca.
—Aunque hace años que no ves a tus hermanos, no pareces tener mucha prisa en volver —dijo por último Tanis—. Llevamos más de un mes viajando, y no has hecho nada por acelerar la marcha. De hecho —añadió profundizando en el tema—, fuiste tú quien insistió en que persiguiéramos al horax.
El horax, un monstruo de casi dos metros de largo, con aspecto de insecto, había irrumpido una mañana en el campamento, hacía más de dos semanas, y, tras revolver sus pertenencias, había huido con la mochila de Kitiara. La criatura, de corta alzada y con unas placas semejantes a una coraza que la protegían desde las mandíbulas hasta la parte posterior, tenía doce patas y poseía una velocidad y ferocidad temibles.
La primera sospecha que tuvo Kitiara fue que el mago de Valdane había enviado al horax tras ella para recuperar las joyas de hielo. Pero desechó esa posibilidad cuando la criatura carnívora, después de deambular un poco, se limitó a regresar a su colonia subterránea. Ella y el semielfo habían atacado aprovechando el relente de la madrugada, que aletargaba y hacía más lentos los movimientos de la criatura y de varios congéneres que la acompañaban.
La persecución del horax los había conducido de vuelta hacia el suroeste, en el interior de los bosques de Qualinesti, la tierra natal de Tanis, pero todavía muy lejos de la ruta planeada para llegar a Solace. La expedición había durado la mitad del mes que había transcurrido desde la inicial escaramuza de Tanis y Kitiara con los goblins. Ahora, con la mochila ya restituida a su lugar, detrás de la silla de montar de Kitiara, se encontraban a varios kilómetros de Haven.
—Sigo opinando que te habría sido más fácil conseguir una mochila nueva —insistió Tanis—. Ésa tiene el aspecto de haber pasado por una guerra civil.
—Bueno, así ha sido —rezongó Kitiara, a la defensiva.
—Entonces ¿por qué estabas tan empeñada en recuperarla? —La miraba inquisitivo, pero su expresión era apacible.
—Ya te dije que eso no era de tu incumbencia —replicó encrespada.
Tanis desestimó su protesta con un ademán, como si espantara a una de las moscas que volaban en el cálido aire.
—Arriesgué mi vida por ello, Kit.
Kitiara golpeó con el puño el pomo de la silla de montar, en un gesto irritado.
—Tengo que discutir un asunto de negocios con Raistlin —repuso acalorada—. Parte de… los datos… están en la mochila.
—Eso explica tu empeño en perseguir al horax, pero no aclara por qué tienes tan poca prisa en reunirte con tu hermano ahora —insistió, pertinaz, Tanis.
«¡Por los dioses, qué entrometido es este semielfo!», se dijo para sus adentros Kitiara.
—Todavía estoy elaborando el plan —contestó de mal humor—. Pudiste continuar sin mí, semielfo. No era tu batalla. Podrías haberte ido para reunirte con tu amigo enano en Solace.
—Como si yo fuese capaz de abandonar a una mujer y dejar que se enfrentara sola a un monstruo carnívoro.
Kitiara desenvainó una daga y, antes de que Tanis tuviese tiempo de respirar, se encontraba mirando la afilada punta del arma. No pareció impresionarle mucho su rapidez fulminante, cosa que encolerizó aún más a la espadachina.
—Semielfo —dijo por fin Kitiara, escupiendo cada palabra—, ¡no necesito que ningún hombre me proteja!
Inopinadamente, Tanis sonrió. Después echó atrás la cabeza y prorrumpió en carcajadas.
—Por supuesto, Kit. Por supuesto.
Kitiara enfundó la daga, echando todavía chispas. Cabalgaron durante más de un kilómetro sin decir una palabra. Por fin Tanis, con aire de disculpa, rompió el silencio.
—¿Puedo ayudarte? Con el plan, me refiero.
—¡Lo dudo mucho! —resopló, desdeñosa, la mercenaria.
—Llevo los asuntos de Flint, y no hay nadie más desorganizado que ese enano en todo lo referente a los negocios. Tal vez podría haceros algunas sugerencias a ti y a tu hermano.
—Gracias, pero no —fue todo cuando dijo Kitiara, tras dirigir una mirada a Tanis.
A él no pareció molestarle que la mujer rechazara su ofrecimiento de ayudarla. Los dos siguieron cabalgando amistosamente, uno junto al otro, durante casi una hora en la tranquila tarde. Cuando Kitiara volvió a hablar, no obstante, fue como si sólo hubiesen pasado unos breves momentos.
—Tampoco tú pareces tener mucha prisa por regresar a Solace —comentó—. ¿Qué me dices de ese enano amigo tuyo? ¿No estará preguntándose dónde andas?
El semielfo sacudió la cabeza en un gesto de negación.
—Flint sabe que fui a Qualinost a visitar a mi familia, y que puedo tardar en volver.
Kitiara tendió la mano, arrancó una hoja de plátano, un árbol semejante al arce, y la empezó a rasgar en tiras, con gesto ausente.
—¿Familia? ¿Tus padres?
Tanis vaciló antes de contestar.
—Mi madre está muerta. El hermano de su marido me crió.
—¿El hermano de su marido? —Kitiara lo miró desconcertada—. ¿No el hermano de tu padre? —Intentó encajar lo que ya le había contado con esta nueva información—. Pero dijiste que te habías educado en la corte del Orador de los Soles. —No podía ocultar que aquello la impresionaba; todo el mundo sabía que el Orador de los Soles era el dirigente de la nación qualinesti—. ¿Es que el hermano del Orador se casó con una humana? Creía que los humanos no habían pisado Qualinost desde hacía siglos.
—Si es que lo hicieron alguna vez —dijo, conciso—. Mi madre era elfa. Mi padre era humano.
Kitiara tiró de las riendas de
Obsidiana,
y la bien adiestrada yegua se frenó de inmediato.
—Muy bien, ahora sí que estoy hecha un lío —confesó la espadachina—. ¿El hermano del Orador es humano?
—¿Por qué no dejamos este asunto? —sugirió Tanis, mirando a otro lado.
—De acuerdo. Tus orígenes me traen sin cuidado, semielfo. —Kitiara espoleó a su montura, que inició un trote vivo.
Tanis se quedó quieto unos instantes, sumido en profundas reflexiones, mientras Kitiara se alejaba sin mirar atrás. Se advertía la tensión en la espalda de la mujer por la forma de cabalgar. Por fin, cuando hubo desaparecido en un recodo del camino, el semielfo la llamó. Kit esperó en su negra yegua a que el corcel castaño la alcanzara. Cuando llegó a su lado, el semielfo no la miró.
—Mi madre estaba casada con el hermano del Orador, que, en efecto, era elfo —comenzó, en un tono carente de inflexiones—. Fueron asaltados en el camino por una cuadrilla de humanos… asesinos y ladrones. Mataron al marido de mi madre, y ella fue violada por un humano. Murió al nacer yo. El Orador me educó junto a sus hijos.
—Ah. —Kitiara creyó oportuno no decir más.
Pero Tanis no había acabado. Parecía ansioso de contarlo todo y terminar de una vez con el asunto. Tenía tensa la mandíbula, y la expresión de sus ojos de color avellana era dura; las manos que sujetaban las riendas de
Intrépido
estaban crispadas y tenían los nudillos blancos.
—El que estaba detrás del ataque no era un humano —dijo—. Era el
otro
hermano del Orador.
Los ojos de Kitiara se abrieron por la sorpresa.
—Creía que los elfos estaban por encima de esas cosas —musitó—. El honor elfo, y todo lo demás, ya sabes.
La penetrante mirada de Tanis pareció atravesarla.
—No es ninguna broma, Kitiara. La honradez significa mucho para mí. Mi madre y el hombre que
debió haber sido
mi padre perdieron la vida a causa de la infamia. —Enmudeció, y un súbito rubor le tiñó los pómulos.
Kitiara hizo un gesto de asentimiento para tranquilizarlo. Pero, para sus adentros, pensó: «No, Tanis no es la persona más indicada para ayudarme con las gemas púrpuras».
* * *
La aldea tenía tanto encanto como una cerveza rancia.
Tanis y Kitiara frenaron sus monturas. La población contaba con dos callejuelas cortas y angostas, flanqueadas por varias casuchas hechas con tablones grisáceos, algunas de las cuales sólo tenían una pieza, los techos de bálago y las ventanas cubiertas con hules aceitosos. Una casa, mayor que el resto, sobresalía del conjunto; su propietario había pintarrajeado las planchas exteriores con un fuerte color marrón, y los parduscos edificios restantes parecían muertos en contraste con el cálido tono tostado de la fachada. Una valla de estacas y una hilera doble de flores rodeaban el edificio, animando con sus brillantes colores la vista, que de otro modo habría sido deprimente. Los dos compañeros no vieron ningún residente.
Kitiara olisqueó el aire y señaló la puerta abierta de la casa marrón.
—Especias y levadura —dijo—. ¿Las hueles?
Tanis había desmontado y se encaminaba ya hacia el edificio.
—Tal vez el propietario nos venda un poco de pan —comentó.
El estómago de Kitiara dio una sonora respuesta afirmativa. La mujer siguió montada en
Obsidiana
mientras Tanis llegaba al porche de la casa marrón, llamaba a la jamba de la puerta abierta, aguardaba un momento, y después entraba a pesar de no haber recibido contestación alguna desde el interior. La aldea no tenía establo, ni una taberna donde el viajero pudiese tomar una jarra de cerveza, pero era muy semejante a otros pueblos por los que Kitiara había pasado a lo largo de los años. En estas pequeñas localidades, siempre había alguien dispuesto a proporcionar un refresco a los forasteros por el precio oportuno.
Sin embargo, esta población parecía desierta. Las puertas y contraventanas estaban cerradas a cal y canto.
—¿Hay alguien en casa? —llamó Kitiara. Esperó.
Obsidiana,
acostumbrada por igual al asedio o a la carga, permanecía inmóvil; la única señal de que era un animal vivo era el movimiento de su negra cola, con la que espantaba las numerosas moscas. Por fin crujió una tabla.
—¿A qué venís a Meddow? —preguntó una voz estridente de mujer, detrás de una puerta destartalada—. ¿Qué hace tu amigo en la confitería de Jarlburg? Aquí hay muchos hombres, y todos armados con espadas y mazas. Podemos defendernos. Largaos.
Kitiara contuvo una sonrisa. Defenderse… ¡Ja! Eran tan asustadizos como conejos. Se despojó del yelmo.
—Somos viajeros y vamos camino de Haven. Queremos comida y bebida, nada más. Y… —hizo una pausa significativa— podemos pagar.
Se produjo un nuevo silencio y después una mujer de mediana edad, vestida con una sencilla falda fruncida, un pañuelo a los hombros, y sandalias de cuero, apareció vacilante en el porche de la choza próxima al edificio marrón. Sus agrietadas manos sostenían un grueso ganchillo del que colgaba un trozo de calceta verde, que parecía ser parte de la espalda de un jersey de niño. Sus manos no dejaron de tejer un solo momento, haciendo lazadas con la hebra de lana; el extremo posterior del ganchillo subía y bajaba continuamente, como la cabeza de una lechuza curiosa. Kitiara advirtió el bulto del ovillo marcado en un bolsillo delantero de la falda de la campesina. Cada pocas lazadas, la mujer daba un tirón de la hebra, que hacía brincar el bulto del bolsillo y soltar varios círculos más de lana.