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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero (8 page)

BOOK: Pedernal y Acero
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—Tenemos que encontrar ropas nuevas para ti; las que llevabas de cuero blando están destrozadas. Me he acostumbrado a verte con el atuendo de los Hombres de las Llanuras; te sienta mejor que el de un acomodado ciudadano gordinflón.

Al ser más alto que Kitiara, Tanis disfrutaba de una visión más amplia del mercado y, en respuesta a su comentario, la agarró por el brazo y la condujo entre la muchedumbre.

—He visto el sitio indicado —dijo. El semielfo se detuvo ante una carreta grande, abierta por la parte trasera pero con un artilugio en forma de concha que cubría el asiento del conductor. Por lo pesado que parecía el vehículo, Kitiara dedujo que precisaría cuatro mulas que tiraran de él. De pie en lo alto de la carreta, festoneada con cintas, estaba un Enano de las Colinas que lucía una barba de color castaño herrumbroso, cuyos rizos le llegaban hasta la hebilla del cinturón. Vestía unas ropas de tono verde bosque, con aspecto de estar hechas y teñidas con métodos caseros, y unas botas de piel que debían de haber pateado caminos durante décadas.

* * *

Tanis y Kitiara esperaron a que el enano atendiera a otro cliente, una mujer de voz chillona que no acababa de decidirse entre un adorno para el cabello, hecho de platino y perlas, y un peine de concha.

—¿Qué edad le calculas a este enano? —preguntó Kitiara a Tanis.

—Flint tiene alrededor de los ciento cincuenta —comentó el semielfo tras pensarlo un momento—, y este enano parece más joven que él. Diría que ronda los cien años. Unos diez años mayor que yo.

—¿Quieres decir que estoy pasando el tiempo con alguien que ya era viejo cuando nací yo? —protestó Kitiara.

—En cómputos humanos, sí —murmuró Tanis.

La mercenaria resopló.

—¿Te importa? —dijo él.

—No —admitió Kit entre risas—. Sería distinto si fuéramos a casarnos o algo así.

Por fin, la otra cliente se marchó con el peine y el adorno para el cabello, y el enano se acercó sin prisa a Tanis y Kitiara, abriéndose paso entre las mercancías con cuidado; no se bajó de la carreta.

—¿Qué queréis? —preguntó al semielfo y a la espadachina.

A Kitiara le molestó la brusquedad del vendedor, pero Tanis, acostumbrado a los modos rudos de Flint, se limitó a sonreír. El mal carácter no era, precisamente, insólito entre los Enanos de las Colinas.

—Buscamos ropa para mí, y una daga para la señora —contestó el semielfo.

El enano dirigió una mirada significativa al atuendo que llevaba, demasiado grande para él.

—Así que piensas dejar la compañía de cómicos ambulantes, ¿no?

Kitiara se encrespó; Tanis la cogió del brazo para contenerla y le dio a entender con un gesto que pasara por alto la pulla. La mejor forma de fastidiar a un Enano de las Colinas —o por lo menos a Flint Fireforge— era simular no hacer caso de su disposición taciturna.

—¿Comercias con los Hombres de las Llanuras? —le preguntó el semielfo.

—Hago tratos con todo el mundo —replicó, malhumorado, el enano—. Y todos intentan aprovecharse de mí: Hombres de las Llanuras, gnomos, e incluso otros enanos. Pensarías que soy un ricachón por el modo en que tratan de engañarme.

—Busco unas polainas y una camisa de cuero blando —lo interrumpió Tanis.

—Con flecos, supongo —añadió el enano—. Todo el mundo quiere flecos. Pamplinas inútiles. A ver, dime, ¿para qué sirven unos flecos?

Tanis sonrió afable, en tanto que Kitiara estaba que echaba chispas, ceñudo el gesto y los ojos llameantes.

—Lo de los flecos no estaría mal —dijo el semielfo—, pero tampoco son necesarios… —hizo una pausa significativa— si
no
los tienes.

La pulla hizo su efecto en el enano.

—¡Por supuesto que tengo! ¿Qué clase de baratillo piensas que dirijo, semielfo?

Kitiara libró su brazo de los dedos de Tanis con un brusco tirón y señaló al vendedor.

—Escucha, viejo enano, ¿es que quieres que nos gastemos nuestro dinero en otra parte? —El tono de voz dejaba patente la irritación que sentía.

El enano se volvió despacio hacia Kitiara y la miró de hito en hito desde lo alto de la carreta. Sus ojos tenían el mismo tono verde de sus ropas.

—Jovencita, me llamo Sonnus Molino de Hierro, no «viejo enano». ¿Eres tú la malcriada con aires de marimacho que necesita una daga?

Su mirada pasó por encima de la cabeza de Kitiara y se dirigió a la muchedumbre en general.

—Una espada no es bastante para esta moza atrevida. Nooooo. Necesita también una daga. ¿Y qué tal una maza y una pica? —Bajó la vista a su encrespada cliente—. ¿Con qué clase de gente te codeas? —Se agachó y añadió en un susurro—: ¿O es que las cosas se ponen un poquito quisquillosas de vez en cuando en las reuniones de costura de las señoras?

Tanis se acercó a Kitiara para hablarle al oído.

—Está disfrutando con esto —musitó.

La mirada de la mercenaria fue del semielfo a Sonnus Molino de Hierro, y frunció el entrecejo.

—Busco una daga porque la mía la perdí en unas arenas movedizas —dijo por último.

El enano dio un respingo.

—¿Qué? ¿Arenas movedizas? —exclamó, aunque enseguida recobró el dominio de sí mismo y volvió a su tono gruñón—. La querrás con montones de piedras preciosas e incrustaciones de perlas y cosas así, sin duda. Pamplinas innecesarias. La decoración puede estropear el equilibrio de un arma.

—Escucha —espetó la espadachina—, ¿tienes o no una daga para venderme?

—¡Por supuesto que tengo una daga! —gruñó el enano mientras se dirigía a zancadas a un baúl, lo abría, y lanzaba un envoltorio de cuero blando al semielfo—. También tengo vainas, pero ya veo por la funda que asoma bajo esa camisa corta tuya que no necesitas ninguna.

Tanis atrapó en el aire el paquete de cuero; era un traje completo al estilo de los Hombres de las Llanuras: suave piel de venado del color de madera de roble pulida, adornada con flecos en el canesú trasero de la camisa y bordados de cuentas en el dobladillo.

—¿Puedo probármelo en tu chamizo? —preguntó el semielfo, señalando el espacio cubierto de la carreta.

—Desde luego. No pensarías desnudarte en públi… ¡Eh! ¿Has dicho chamizo? —lo increpó el enano.

Mientras Tanis subía a la carreta se ganó una mirada virulenta por parte de Sonnus Molino de Hierro. El semielfo se encogió de hombros y se encaminó al habitáculo del enano. Sonnus cogió con brusquedad una bandeja en la que había dagas, retiró un montón de pañuelos de seda que habían caído sobre la bandeja, y regresó hacia donde aguardaba Kitiara.

—Conque «chamizo», ¿eh? —rezongó en voz baja—. Sólo por eso pagará el doble por las prendas de piel.

Mientras Tanis se cambiaba de ropa en el oscuro y abarrotado espacio cubierto, escuchó una voz nueva, de timbre agudo, mezclándose con la gruñona del enano.

—¡Bonitas dagas, Sonnus! Una vez me encontré una espada adornada con gemas, lo que fue una suerte, porque el propietario apareció cuando intentaba discurrir a quién devolvérsela y él estaba muy disgustado por haberla perdido. Sé que se alegró de que yo la encontrara, a pesar de que estaba demasiado alterado para sentirse agradecido, a decir verdad. Supongo que estaba muy preocupado y…

—¡Lárgate de aquí, condenada kender! —gritó el enano—. Y como robes
una sola cosa más
de esta carreta, te… ¡servirás de rancho a los minotauros!

—¿Robar? —La voz aflautada sonaba ofendida—. Sería incapaz de robar, Sonnus. ¿Qué culpa tengo si todo el mundo pierde cosas y soy tan afortunada que las encuen…?

—¡Basta! —bramó el enano—. ¡Fuera de aquí!

Tanis oyó un golpe que pudo ser causado por una kender al chocar contra el costado de la carreta. Mientras se quitaba la camisa de cuero, oyó la voz fría de Kitiara.

—¿Cuánto pides por esta daga, enano?

Sonnus dio un precio. La mercenaria regateó, y los dos acababan de llegar a un acuerdo cuando Tanis salió del habitáculo del enano.

—Me lo quedo —le dijo a Molino de Hierro—. Si el precio es justo.

—Bueno… —El enano se atusó la frondosa barba—. Creo que ese traje debe de ser el único de su clase que hay al oeste de Que-shu, que es donde lo conseguí; y me costó un buen puñado de monedas… La escasez incrementa el valor de una mercancía, me parece a mí.

—Salvo por el detalle de que nadie al oeste de Que-shu lo quiere, a no ser el semielfo —dijo Kitiara mientras manoseaba la bolsa en la que habían guardado las monedas que habían encontrado en la guarida del fuego fatuo—. Tendrás mucha suerte si consigues venderlo, enano. Quizá deberíamos mirar en otro sitio, Tanis.

El semielfo asintió con un cabeceo. Sonnus Molino de Hierro los contempló ceñudo.

—Cinco monedas de acero —ofertó.

—Tres —regatearon Tanis y Kitiara al unísono.

—Cuatro.

—¡Trato hecho!

La mercenaria pagó a Sonnus y enfundó en la vaina su nueva daga, que llevaba ojos de tigre incrustados en la empuñadura. Mientras ella y Tanis se metían entre la muchedumbre, oyeron al enano recibir a un nuevo cliente con un «bueno, ¿y tú que quieres?».

Kitiara pasó junto a una kender, una criatura que le llegaba a la cintura, y que llevaba el largo cabello castaño recogido en el copete característico de su raza.

—Ésa es la kender que intentó robar al enano —comentó la espadachina a Tanis.

—¡Robar! —exclamó la aludida—. Jamás robo nada. Tengo una suerte increíble para encontrar cosas, eso sí. ¿O es que no creéis que ciertas personas nacen con buena estrella? Todas mis hermanas y yo la tenemos, pero yo… —Los ojos castaños, semejantes a los de una cierva, brillaban con inocencia. Seguía con su cháchara cuando un trío de adolescentes pasó entre Kitiara y la kender abriéndose paso a empujones. La criatura de aspecto infantil se perdió de vista, y su vocecilla aguda quedó ahogada en el bullicio del mercado.

Tanis y Kitiara continuaron avanzando entre los transeúntes. El estrépito reinante era poco menos que ensordecedor. Un vendedor de tapices discutía con un comerciante de calzado; ambos se acusaban de extender sus mercancías en el terreno del otro. Docenas de vendedores intentaban superar con su voz la de los demás para atraer la atención de los posibles compradores sobre sus mercancías.

Un ilusionista embobaba a la multitud. Un malabarista sostenía en equilibrio sobre su cabeza una botella en tanto que daba vueltas a unos bastones ardientes. Una adivina, cubierta con velos, ofrecía predecir el futuro a quienes tuvieran el dinero suficiente —y la credulidad suficiente— para pagarle por sus servicios. Un gnomo vendía címbalos y arpas eólicas, unas cajas planas con cuerdas que sonaban con el viento, no tocándolas con los dedos. Dos humanos, un hombre y una mujer que estaban sentados en una suave loma herbosa que se alzaba sobre el mercado, tañían un par de guitarras triangulares de tres cuerdas.

Los vendedores pregonaban chales, perfumes y ropas finas, todo lo cual Kitiara pasaba por alto; y espadas, armaduras y sillas de montar, ante las que la mercenaria se paraba para admirarlas.

—Me gustaría encontrar algo para mis hermanos —dijo—. Un arma para Caramon. Es guerrero, como yo. Y un juego de pañuelos de seda para Raistlin, creo. Le vendrán bien para ciertos hechizos.

—Quizá compre algún regalo para Flint —secundó Tanis—. Lo que más le gustaría sería cerveza, estoy seguro, pero no me apetece llevar un pichel de cerveza de Haven desde aquí hasta Solace.

—¿No es hora de comer? —preguntó Kitiara, a quien había llamado la atención las voces de un hombre que movía un caldero de sopa, que aromatizaba el aire con su olor a salvia, albahaca y hojas de laurel.

Tanis la condujo cortésmente a un banco que había cerca del puesto del vendedor de sopa.

—Guarda el sitio —le dijo—. Yo la compraré; todavía me quedan unas monedas.

—Tenemos que repartir el botín del fuego fatuo —comentó Kitiara.

—Después de comer.

Regresó poco después con una bandeja de madera sobre la que llevaba dos cuencos de sopa humeante y gruesas rebanadas de pan blanco rociadas con semillas de sésamo tostadas. Comieron en silencio un rato, saboreando el compacto pan y la sabrosa sopa. Tanis se sacudió con cuidado las semillas de sésamo que le habían caído sobre su camisa nueva; su gesto indujo a Kitiara a llevarse la mano a la cadera, donde la funda sostenía… nada.

—¡Tanis, mi daga ha desaparecido! ¡La kender! Los dos se levantaron de un salto y fueron en distintas direcciones.

Tanis avanzó tan deprisa como le fue posible por las abarrotadas calles que se formaban entre los puestos, mirando a derecha e izquierda, pero no vio señal alguna de la kender de ojos castaños. Regresó hasta la carreta de Sonnus Molino de Hierro. El enano estaba encaramado a la parte trasera del vehículo, con las cortas piernas colgando por el borde. Sonnus sostenía una jarra de cerveza y masticaba un bocadillo, sin hacer el más mínimo caso a varios posibles clientes. Tanis percibió olor a pescado, ajo y cerveza al acercarse y preguntarle por la kender. Tuvo que repetir la pregunta tres veces, levantando más la voz en cada ocasión, antes de que el enano se dignara bajar la vista hacia él y contestara.

—La última vez que vi a esa ratera se dirigía hacia allí —señaló Sonnus—. Guarda bien tu bolsa de dinero, semielfo. Drizzleneff Brincapuertas es muy rápida. —Hizo una pausa y luego reanudó sus rezongos—. Pero Drizzleneff no es peor que la mayoría de bribones con los que tengo que tratar. Al menos, un kender no es bribón
adrede.

Molino de Hierro miró a otro lado, dejando claro que daba por terminada la conversación. Sufrió un evidente sobresalto cuando, un momento después, Tanis se encaramó de un salto a la carreta, a su lado, y se puso de puntillas mientras oteaba en derredor buscando alguna señal de la kender entre la multitud.

Tampoco se veía mucho más desde lo alto del vehículo. Tenderetes y banderas eran meras vislumbres de lo que había tras la fila inmediata de puestos. La penetrante vista del semielfo atisbo enseguida a Kitiara, que avanzaba entre los asistentes al mercado y empujaba o dirigía miradas furibundas a cualquiera que se interpusiera en su camino. Tanis deseó que, por bien de la kender, fuera él quien encontrase primero a Drizzleneff Brincapuertas, en lugar de la espadachina.

Su deseo no se cumplió. Un grito al final de la calle donde estaba la carreta de Molino de Hierro, y un movimiento generalizado en la muchedumbre, cuando los paseantes se volvieron para contemplar el altercado, alertaron a Tanis. Se bajó de un salto y se abrió paso hasta el punto de conflicto.

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