Tanis se detuvo al llegar a una bifurcación de la senda, esperando alguna señal que le indicara si ir por la izquierda o por la derecha. El camino de la izquierda se dirigía hacia el noroeste y terminaba en Haven al cabo de varios días de viaje. El de la derecha acababa en el barranco de la Rabia Blanca, apuntando, al otro lado del río, hacia el Bosque Oscuro. Abundaban los rumores acerca de las peligrosas criaturas, tanto vivas como otras que no encajaban en tal descripción, que habían hecho de la inhóspita floresta su hogar. No obstante, era escasa la información de primera mano que se tenía sobre el Bosque Oscuro; la gente que se aventuraba a entrar en él, rara vez salía.
En ese momento, otro grito lanzó al semielfo a toda carrera por el ramal de la izquierda. Tanis irrumpió en un claro abierto entre los robles y arces a tiempo de ver a un humano que, con un grito de satisfacción, hundía una espada larga en una descomunal bestia peluda. La víctima, cubierta con una coraza de color rojo sangre, se desplomó con un aullido. El arma de la criatura, una especie de maza provista con puntas en la cabeza y a la que algunos llamaban lucero del alba, cayó entre la maleza.
—¡Goblins! —exclamó el semielfo. Se frenó tan bruscamente que resbaló en la capa de vegetación descompuesta que alfombraba el claro.
Tres monstruos yacían inmóviles en el suelo. Otras tres criaturas, que sobrepasaban a Tanis en una cabeza, gruñían y rodeaban al esbelto humano. Enarbolaban lanzas, manejaban látigos y blandían mazas. Todos ostentaban los azulados hocicos de los guerreros goblins. Una de las bestias saltó hacia adelante; la débil luz de la menguante Solinari tiñó su rojiza piel con una pátina plateada.
El goblin arremetió con su maza contra la cabeza del humano, protegida por un yelmo. El hombre esquivó el golpe ágilmente, y los ojos del goblin relucieron amarillos bajo el casco. El aire estaba saturado de olor a sangre, plantas pisoteadas, barro y goblins sucios. Las criaturas apestaban a carroña y a cientos de batallas. El humano, un tipo esbelto y flexible, decapitó con un certero mandoble al goblin que lo había atacado, al tiempo que barbotaba un juramento, pero el puño de la criatura le dio un golpe de refilón al desplomarse, y la correa que sujetaba el yelmo se partió. La pieza protectora cayó, dejando a la vista un semblante pálido, enmarcado en un cabello negro, corto y rizoso.
—¿Una mujer? —preguntó Tanis en voz alta. El nuevo sonido atrajo la atención de los dos goblins restantes, que se volvieron para mirar al semielfo.
La mujer le lanzó una mirada colérica y se cambió la espada a la mano izquierda. Se enderezó el yelmo, pasando por alto la correa rota, y movió la punta de su arma de manera que abrió un surco en el brazo de uno de los monstruos.
—No seas tan engreído —espetó al goblin en Común—. Puedo acabar contigo en cualquier momento.
La criatura gruñó y retrocedió, pero su compañero siguió mirando fijamente al nuevo intruso que había aparecido en las sombras. Abandonó el combate con la humana y arremetió contra el semielfo.
—¡Turash koblani!
¡Matar!
Tanis se aprestó a la lucha mientras el goblin, secundado por su compinche, corría a través del claro. La mujer los seguía a pocos pasos.
—¡Turash koblani! —
El goblin blandió una espada manchada con lo que Tanis supuso era sangre… y probablemente sangre humana; un reguero oscuro resbalaba por la pierna desnuda de la mujer, que se había encaramado a una piedra al tiempo que lanzaba otro grito. Su maniobra la puso a la misma altura de los monstruos.
Tanis levantó el arco y sacó una flecha de la aljaba con la ágil destreza que era innata en los elfos qualinestis.
La humana enarboló su espada y ensayó una cuchillada letal a uno de los goblins.
—¡Prepárate a morir, engendro de gully! —gritó, zahiriente.
Pero los goblins, que odiaban todo lo que fuera elfo, seguían más pendientes de Tanis, y se limitaron a contener las arremetidas de la humana sin poner en ello mucho entusiasmo. Se situaron de manera que continuaban teniendo a la vista a la agresiva mujer, en tanto que se concentraban en el semielfo.
—¡Huye, muchacha! —gritó Tanis—. ¡Ponte a salvo!
Ella le lanzó una mirada desdeñosa y arqueó una ceja en un gesto sarcástico. Después se echo a reír y cortó las corvas de uno de los goblins al mismo tiempo que Tanis disparaba su flecha, que acertó al otro en el pecho. Los dos monstruos se desplomaron en medio de aullidos; el semielfo tiró el arco y, con una certera cuchillada de su espada, remató al goblin herido por la mujer. Después se volvió hacia ella.
Tanis estaba preparado para cualquier reacción, menos con la que se encontró. La mujer barbotó una sarta de epítetos que habrían hecho enrojecer a un estibador del puerto de Caergoth. Sus ojos irradiaban un ardiente odio. Tanis jamás había oído invectiva semejante… al menos, no en boca de una mujer. Se quedó pasmado, con los ojos de color avellana desmesuradamente abiertos, y ella le dio un golpe con la parte plana de su espada que lo tiró patas arriba en el húmedo suelo. Había perdido su espada con el inesperado ataque de la mujer, y quedó tendido sobre la aljaba, con un montón de flechas rotas esparcidas alrededor; la humana estaba de pie sobre él, con un pie a cada lado de su cuerpo, blandiendo el arma a izquierda y derecha, cortando plantas y partiendo ramas con golpes furiosos. Aunque su talla era la media para una hembra humana, desde su posición, tumbado en el suelo, a Tanis le parecía que superaba los dos metros de altura y que era tan fuerte como un minotauro.
A pesar de ser sólo semielfo, Tanis era todavía lo bastante qualinesti para eludir un combate a muerte con una mujer, incluso contra una cuya destreza con la espada pondría a un espadachín normal por los suelos. Las mujeres qualinestis recibían instrucción en el uso del arco y la espada, pero en la práctica era más un adiestramiento ceremonial, y ningún varón qualinesti esperaba realmente cruzar las armas con una fémina de su raza. A la vista del cuerpo endurecido por la batalla de esta humana, sin embargo, Tanis sintió que las palmas de las manos se le humedecían por la aprensión. Bajo el cabello rojizo, unas gotitas de sudor resbalaron por su frente. El olor a hojas descompuestas se hizo más penetrante.
—¡Idiota! ¡Entrometido! —farfulló furiosa mientras decapitaba un arbusto de grosellas. Una lluvia de hojas cayó sobre Tanis—. ¡Tenía la situación bajo control, semielfo!
—Pero… —La mano de Tanis tanteó las hojas y se cerró sobre una flecha; cualquier clase de arma podía serle de utilidad si esa loca se dejaba llevar completamente por su condenado mal genio.
La hoja del arma, chorreante de sangre goblin, silbó a la derecha de la cabeza de Tanis y segó una florecilla; el acero alcanzó con precisión los escasos tres centímetros que medía el tallo, y Tanis se maravilló del control de la mujer.
—¿Cómo te atreves a fastidiarme la diversión? —bramó.
—¿Diversión? Eran seis contra… —dijo Tanis.
La hoja de la espada se detuvo sobre él, y el semielfo creyó que la mujer iba a hundírsela entre las costillas. Contuvo sus palabras de protesta y se puso tenso, dispuesto a rodar sobre sí mismo cuando se produjera el ataque.
Escudriñó la oscuridad, buscando algo con lo que dejarla fuera de combate. Su visión elfa, que percibía el calor emitido por seres y objetos, captó poco más que media docena de cadáveres goblins que se enfriaban con rapidez, dos de los cuales yacían a pocos pasos de distancia.
—Ocho —lo corrigió por fin la mujer—. Eran ocho goblins contra uno. Para mí, una proporción casi nivelada. Se te pasaron por alto los dos que hay junto al río. —Hizo una pausa—. Aunque estoy segura de que los escuchaste. —Una sonrisa ambigua asomó a su rostro por primera vez, y Tanis notó que el momento de peligro había pasado.
—Ocho goblins —repitió, tragando saliva con esfuerzo.
—No soy una aficionada, semielfo. Hace más de media década que trabajo como mercenaria.
Tanis se preguntó cuántos enemigos habrían escuchado ese tono acariciante mientras se desangraban hasta morir.
Pero, al seguir hablando, la voz de la mujer adquirió de nuevo un tono duro, como recordando una vieja ofensa.
—Y, cuando llegue el día en que sea incapaz de zurrar a ocho goblins sin la ayuda de un semihombre o semielfo semidesnudo, ¡me retiraré gustosa del oficio! —despotricó.
Luego levantó la espada en un simulacro burlón de saludo a Tanis, limpió la sangre de la hoja en las polainas de flecos de él, y enfundó el arma en la desgastada vaina. Con gesto insolente, recorrió con la mirada el cuerpo tendido del semielfo. Las puntiagudas orejas de Tanis, el rasgo más notorio de su herencia elfa, asomaban entre el cabello cobrizo, que le llegaba a los hombros. Los oscuros ojos de la mujer repararon también en las anchas espaldas y el musculoso torso que delataban su ascendencia humana, y su sonrisa se ensanchó. Un ardiente cosquilleo recorrió el cuerpo de Tanis; después se estremeció al sentir la humedad del suelo en la piel.
La mujer le tendió una mano.
—Kitiara Uth Matar —se presentó—. Oriunda de Solace, pero mis horizontes se han ampliado últimamente. He estado al servicio de numerosos señores, pero eso es algo que sólo a mí me concierne. —Arqueó la ceja en un gesto burlón y retrocedió un paso, con el brazo extendido hacia él—. Vamos, semielfo. ¡Levántate! ¿Es que tienes miedo de una mujer? —De nuevo sus labios se curvaron en aquella peculiar sonrisa ambigua.
Tras alguna vacilación, Tanis tendió la mano para coger la de ella, pero Kitiara la adelantó más en el último momento y lo aferró por el antebrazo. Él, por su parte, acabó agarrándola casi a la altura del codo. Dando un paso atrás, la mujer tiró hacia arriba y levantó al semielfo a pesar de su peso superior.
—Me llamo Tanthalas —dijo él mientras dejaba que lo incorporara hasta quedarse sentado—. También de Solace, recientemente.
—Tanthalas —repitió ella—. Un nombre qualinesti.
—Me crié allí. La mayoría de los humanos me llaman Tanis.
—Tanis, entonces.
Él le devolvió la sonrisa en lo que esperaba fuera un gesto solapado que ocultara su intención. De improviso le apretó con más fuerza el brazo y la atrajo hacia sí. Los ojos de Kitiara se abrieron por la sorpresa, y empezó a caer hacia adelante; Tanis se preparó para el impacto del cuerpo de la mujer contra el suyo. Le daría unos azotes; se lo merecía… La pondría boca abajo y la azotaría hasta que pidiera perdón. Le divertía la idea.
Pero Kitiara se recobró enseguida de la sorpresa inicial. Adivinando las intenciones de su oponente, aprovechó el impulso en contra de él. Con su brazo derecho aún atrapado entre los dedos de Tanis, se arrojó hacia adelante e inició una vuelta de campana.
El semielfo no aflojó su agarre, por lo que la voltereta se interrumpió a mitad de camino; Kitiara cayó sobre su espalda y dejó escapar el aire con fuerza.
Tanis le soltó el brazo, rodó hacia la izquierda e, incorporándose de un salto, se lanzó sobre la mujer; pero ella adivinó su maniobra y dobló el brazo en ángulo recto, con el codo apoyado en el suelo y el puño apretado. Aguardó con expresión tranquila.
Tanis se desvió hacia un lado, y el puño lo alcanzó en el bajo vientre. Se quedó tendido, paralizado, intentando recobrar el aliento; Kitiara lo apartó de un empellón. Rodó ágilmente sobre su costado y se puso de pie. Luego se quitó el yelmo y examinó la correa rota con gesto irritado. Se sacudió las hojas y el barro pegados a sus piernas y sus brazos, y levantó una mano en un gesto de despedida, con expresión burlona.
—No me creas desagradecida, Tanthalas. Quizá la próxima damisela que corras a salvar necesite de verdad tu ayuda.
Lo contempló un momento, giró sobre sus talones y echó a andar. La palabra «petimetre» llegó a oídos de Tanis, seguida de una carcajada. Tan pronto como la mujer le hubo dado la espalda, sin embargo, el semielfo terminó con su fingido desmayo y se incorporó sin hacer ruido. Poniendo en práctica las técnicas de sigilo y acecho perfeccionadas a lo largo de años de convivencia con los qualinestis, duchos en moverse por los bosques, avanzó cautelosamente entre la húmeda vegetación, con movimientos casi inaudibles… al menos para el oído humano. Entonces saltó sobre Kitiara y chocó contra su hombro al tiempo que le rodeaba la cintura con los brazos y le hacía una zancadilla. Tiró hacia un lado.
En un momento tenía agarrada a Kitiara, aspirando su olor a sudor y otro aroma más profundo, almizcleño. Al instante siguiente, Tanis salía lanzado por el aire sobre la cabeza de la mujer, retorciéndose como un gato que se esfuerza por caer de patas. Soltó un gruñido al aterrizar en el suelo y arañarse el pecho con la tierra y las ramas. Kitiara contempló su torso desnudo con gesto apreciativo; no obstante, adoptó de inmediato una postura agazapada. Tanis hizo otro tanto. Empezaron a girar en círculo uno en torno al otro; eran dos sombras en la oscuridad que se hacían frente, ambos aguardando que su oponente bajara la guardia. Ninguno echó mano de la espada.
—Tanis, empiezas a hartarme —dijo Kitiara. Sus palabras eran lacónicas, pero su ágil cuerpo estaba en tensión.
«Qué magnífica mujer», se encontró pensando el semielfo; pero su mente enumeró los cadáveres de los goblins. Aunque admiraba a Kitiara, se preguntó si habría alguien capaz de domarla.
—¿Tan débil eres que te rebajas a atacar a alguien por la espalda? Un hombre
valiente
se habría enfrentado cara a cara —lo zahirió la mercenaria. Se abalanzó contra él, y el semielfo retrocedió de un salto.
Los dos reanudaron la maniobra de girar lentamente en círculo uno en torno al otro. Tanis percibió que la mujer respiraba más despacio y buscaba una postura equilibrada. Su visión nocturna le mostraba el filo borroso de su silueta, pero a Kitiara no parecía molestarle la oscuridad; sus ojos relucían. Tanis era incapaz de apartar la vista de su rostro. Le devolvió pulla por pulla. Semielfo y humana continuaron girando en círculo. Kitiara dio un traspié al pisar una rama, pero se recobró de inmediato.
—He de decirte, Tanis, que estoy
muy
acostumbrada a conseguir lo que quiero… o a quien quiero. —En su voz no había el menor rastro de cansancio. Su mirada era directa, firme.
En ese momento Kitiara se encontraba justo delante del cuerpo de uno de los goblins. Tanis hizo una finta, y la mujer intentó contraatacar, pero tropezó con el brazo extendido del goblin y, esta vez, no recuperó tan deprisa el equilibrio. Con un movimiento fulminante, Tanis le hizo una zancadilla y cayó sobre ella.