Pedernal y Acero (7 page)

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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Pedernal y Acero
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—¿Arenas movedizas? —Kitiara miró en derredor.

—Sí, arenas movedizas. —Tanis señaló la charca negra que había a sus pies.

La espadachina observó el oscilante globo de luces cambiantes.

—¿Atacará? —inquirió en un susurro.

—Tal vez. No dejes que te roce siquiera. Recibirías una descarga que podría matarte en el acto.

Kitiara desmontó; llevaba la espada en la mano derecha, y la daga en la izquierda.

—Ésa debe de ser la criatura que mató a Jarlburg y a los demás —dijo—. Probablemente llegó hasta el borde del pantano, cerca de Meddow, y los atrajo hacia el interior. —Tanis movió la cabeza en un gesto de conformidad—. ¿Qué come una quimera? —quiso saber la mujer.

—Miedo.

Por su expresión, Kitiara creyó que Tanis le estaba tomando el pelo, pero el semielfo continuó:

—Tengo entendido que una persona asustada emite un halo. Ciertas criaturas pueden percibirlo; en lugar de matar a sus víctimas de inmediato, rozándolas, por ejemplo, el fuego fatuo prefiere que sus presas mueran lentamente porque absorbe el miedo y lo almacena como alimento.

En ese momento, la luz pulsante de la esfera empezó a aumentar de intensidad, lenta pero constantemente, hasta que su brillo permitió al semielfo y a la mercenaria ver los desechos en torno a la negra charca de arenas movedizas. Bajo la espeluznante luz, atisbaron calaveras, espadas y bolsas de dinero.

—¿Un tesoro? —señaló Kitiara.

—Es probable que se lo arrojaran sus víctimas con la esperanza de comprar su clemencia.

Las ramas bajas de los árboles, que colgaban sobre el estanque, estaban desnudas de hojas, evidencia de los esfuerzos desesperados de unas manos por aferrarse a cualquier cosa que frenara la acción succionadora de las arenas movedizas.

El rostro de Kitiara brillaba por la transpiración, como sin duda ocurría también con el suyo, comprendió Tanis. La quimera relucía con más intensidad y el cambio de tonalidades se producía con mayor rapidez.

—¡Kit, se está alimentando de nuestro miedo! ¡Piensa en otra cosa! —advirtió el semielfo.

—Solace —musitó la mercenaria, cerrando los ojos.

—Muy bien —la animó Tanis—. Los vallenwoods… Piensa en ellos.

—Por donde quiera que he ido, la gente me preguntaba qué se sentía viviendo en unas casas construidas entre las ramas de los inmensos vallenwoods de Solace —dijo Kit.

—Y las pasarelas de cuerda tendidas de árbol a árbol.

—Podrías pasarte toda la vida sin necesidad de poner los pies en el suelo.

—Aunque no es ése el caso de un enano —comentó Tanis—. Flint Fireforge es dueño de una de las pocas casas construidas al pie de los árboles. Rara vez sube a las pasarelas, salvo para ir a la posada de Otik

La luz perdió intensidad, después aumentó, y luego volvió a disminuir.

Entonces, se apagó. De pronto, la única fuente de iluminación era el tenue resplandor de Solinari. Tanis desmontó de
Intrépido
y de inmediato se colgó el arco a un hombro.

—¡Va a atacar! —Dio una palmada en la grupa del caballo y Kitiara hizo otro tanto con
Obsidiana.

Los dos animales salieron al galope por el sendero, en direcciones opuestas. El semielfo y la espadachina se colocaron espalda contra espalda, aguardando. Tanis oyó que Kitiara susurraba para sí misma: «Solace, Solace».

—Los vallenwoods —repitió él—. Recuerda los vallenwoods.

De improviso la noche estalló a su alrededor. Hubo una explosión tan brillante que cegó momentáneamente al semielfo. Cuando se aclaró su visión, contempló una bola de fuego azul que se precipitaba contra ellos. Agarró a Kitiara por el brazo y la arrastró consigo al suelo del sendero; la criatura, semejante a un cometa verde pálido, zumbó por encima de sus cabezas. A su paso, el cabello de Tanis chisporroteó. Kitiara lanzó un juramento.

—¡Huuuuu-maaaa-noooos!

La fantasmagórica voz parecía rodearlos, menguando y creciendo e insinuándose en cada poro de su piel. Sin embargo, el fuego fatuo había regresado a su posición anterior, sobre las arenas movedizas. La criatura osciló en el aire, cambiando de color al compás de la respiración de los dos compañeros.

—¡Por Takhisis! —barbotó Kitiara—. ¡No me dijiste que esa cosa puede hablar!

—No lo sabía.

—Nooo tenéisss nüüngunaaa oportuuuunidaaaad, huuu-maaanosss. —
El fuego fatuo pasó de verde a azul, de azul a violeta, y por último a un blanco deslumbrante.

Tanis tragó saliva con esfuerzo y apretó más los dedos sobre la espada.

—Está vibrando más deprisa. Así es como debe de hacer los sonidos.

—Ossss… matareeeé… despaaaacioooo.

—¿Cómo podemos acabar con él? —susurró Kitiara.

—Una espada lo mataría, pero tendremos que hacerlo sin que nos toque.

La cosa se aproximó a ellos.

—Sentiréeeeis mucho dolorrrr, huuumaaanosss.

Tanis y Kitiara enarbolaron las espadas. Los dos empuñaban también sendas dagas.

—¿No lo mataría una flecha?

Tanis asintió con un cabeceo.

—Imaginad el dolorrr, huuumaaanosss. Pensad en vues-trasss muertesss.

—Tú eres el arquero, semielfo —dijo Kitiara—. La espada es mi arma. Te cubriré.

—Os faltaráaaa… elaireee, huuuumaaanosss. Os dominará el pánico. —
La cosa flotó más cerca—.
Semiiielffo. Tú morirásss primerooo, crrreo.

—Quiere ponerte nervioso, Tanis. Recuerda, tienes a Kitiara Uth Matar guardándote la espalda.

—Manténlo distraído —susurró el semielfo—. Cuando dispare, tírate al suelo.

Kitiara guardó silencio y se quedó inmóvil unos instantes. Luego se volvió de cara al fuego fatuo y afirmó los pies en el suelo.

—Muy bien, bestia —espetó.

—¿Sssssí? —
El sonido sibilante resonó en el musgo colgante y en la superficie de las arenas movedizas. Por el rabillo del ojo, Tanis vio una araña de pantano que salía de las sombras hacia la aplastada turba del camino.

—¡No te tenemos miedo, bestia! —La voz de Kitiara era arrogante.

Algo parecido a una risa siseante vibró a su alrededor.

—Mis sssentidosss me dicennn lo contrario, huuumanaaa. Vuessstro miedo me alimennnnta hiennn. Sssaborearé vuesss-trasss sabrosasss muertesss.

En ese momento, Tanis sacó una flecha de la aljaba y, con el mismo movimiento, agarró el arco. Se apartó veloz de Kitiara y del fuego fatuo, haciendo que la araña regresara gateando a las hierbas altas. Después encajó la flecha en el arco y la disparó. Kitiara ya se había agachado sobre una rodilla, y mantenía extendida la espada a la vez que trazaba círculos en el aire con la daga.

La flecha voló por el aire nocturno y arañó el borde de la bola luminosa. La cosa desapareció en medio de una pequeña explosión blanca.

Reinó el silencio.

Tanis y Kitiara se miraron.

—¿Ya está? —preguntó la mujer con incredulidad.

—No lo sé. No había luchado nunca contra estas criaturas. —Encajó otra flecha en el arco y se acercó a Kitiara, que continuaba alerta, recorriendo con la mirada el entorno.

De repente otra explosión sacudió el claro. Unas descargas púrpuras, azules y verdes sisearon sobre la hierba.

—¡Semiiielfffo!

De pie al borde de las arenas movedizas, Tanis giró sobre sus talones para enfrentarse a la nueva amenaza y disparó otra flecha. El proyectil salió sin precisión, y el fuego fatuo se lanzó en picado sobre el semielfo mientras emitía descargas de un color azul intenso.

—¡No dejes que te toque! —le gritó Kitiara.

Tanis saltó hacia un lado, y sintió el zumbido de la cosa al pasar junto a él.

En el mismo instante en que su cuerpo entró en contacto con la superficie negra y fría de las arenas movedizas, el semielfo comprendió que había hecho exactamente lo que el fuego fatuo quería que hiciese. Empezó a debatirse en el pringoso barro hasta que reparó en que con sus forcejeos lo único que conseguía era hundirse más en la mortífera arena. De hecho, estaba sumergido ya hasta la cintura, a un metro de distancia del borde de la charca.

Kitiara lanzó un grito de guerra, y Tanis la vio arremeter con su espada al fuego fatuo. Forcejeó de nuevo, pero sólo logró hundirse un poco más.

Se tumbó boca arriba en el barro. A su derecha, por encima de él, el combate continuaba fragoroso. En medio de chisporroteos verdes y púrpuras, el fuego fatuo atacaba y retrocedía, con la evidente esperanza de empujar a Kitiara hacia las arenas movedizas, pero la espadachina se resistía a entrar en el juego; mantenía su posición en el sendero, en medio de huesos esparcidos, armas y bolsas de monedas. Tanis la alentaba con gritos de ánimo; Kitiara esbozó una sonrisa lúgubre y siguió combatiendo.

El semielfo atisbo una rama por encima de su cabeza, silueteada por la luz de Solinari. Si pudiese alcanzarla… Se estiró, y sus dedos rozaron unos finos vástagos; intentó no pensar en las anteriores víctimas que habían tratado de escapar del mismo modo. Se estiró otra vez. Su mano derecha aferró una rama y tiró de ella; la rama se quebró entre sus dedos. La izquierda logró agarrar otra rama más gruesa y tiró hacia sí de ella. En esta ocasión, la madera aguantó sin romperse.

Por fin, Tanis consiguió quedar colgando con ambas manos de una rama no más gruesa que su dedo pulgar, y, aunque con eso no impedía seguir hundiéndose, al menos lo hacía más despacio. Tal vez ganara el tiempo necesario. Otras ramas más sólidas, que todavía tenían hojas, se balanceaban un palmo por encima de la que lo sostenía, pero esa pequeña distancia las situaba tan lejos de su alcance como si estuvieran a un kilómetro.

El fuego fatuo seguía luchando con tenacidad. La espadachina lo combatía con espada y daga, arremetiendo, fintando y acuchillando a la bamboleante bola de luz.

—¡Vamos, insignificante luciérnaga! —zahirió—. ¡He visto saltar chispas más fuertes de un yesquero!

—Por todos los dioses —susurró, asombrado, Tanis—. ¡No le tiene miedo!

El fuego fatuo centelleó furioso ante la pulla de la mujer. Cuando el resplandor perdió intensidad, también su tamaño se había reducido. Tanis comprendió la estratagema de Kitiara; si el fuego fatuo se alimentaba del miedo, tal vez se debilitaría al experimentar la emoción contraria. Mientras Kitiara reanudaba sus pullas, Tanis cambió la posición de sus manos sobre la rama.

La izquierda rozó algo peludo.

El semielfo alzó la vista y se quedó sin aliento. Una araña de pantano venenosa, más grande que su puño, estaba agazapada en la rama al lado de su mano. Intentó separarse un poco hacia la derecha; el movimiento hizo que se hundiera otro palmo en las arenas movedizas y, además, la criatura purpúrea se desplazó a lo largo de la rama, siguiendo su mano.

—¡Kit! —gritó.

La mujer miró hacia él y frunció el entrecejo; redobló sus esfuerzos contra el fuego fatuo, pero el pulsante ser se alejó flotando y se detuvo justo por encima de la rama donde colgaba el semielfo.

—¡Tu miedo lo hace crecer, Tanis! —chilló Kitiara—. ¡No lo alimentes!

La araña púrpura alargó una pata y acarició el dedo meñique de Tanis.

—Vallenwoods —musitó para sí el semielfo.

—Solace —añadió Kitiara—. Las pasarelas colgantes. Las patatas picantes y la cerveza de la posada El Último Hogar.

El fuego fatuo descendió un poco más; la araña venenosa plantó otra pata, y después una tercera, en la mano de Tanis. Las minúsculas garras que remataban las patas arañaron la piel del semielfo, que no osó mover un solo músculo; trató de no pensar en las ponzoñosas mandíbulas del animal, pero la luz y el color del fuego fatuo se incrementaron.

—Flint Fireforge —susurró Tanis desesperadamente—. Patatas picantes.

Kitiara dio un giro a la daga; ahora, sus dedos aferraban el arma por la hoja, en lugar del mango. El fuego fatuo permanecía inmóvil, a menos de un palmo de Tanis, volcada toda su atención, al parecer, en el semielfo. Kitiara estrechó los ojos y apuntó. Después, con un movimiento fluido, arrojó la daga al tiempo que gritaba:

—¡Suelta la rama, Tanis!

El semielfo se zambulló en las arenas movedizas, seguido por la araña.

La daga de Kitiara surcó la noche girando sobre sí misma y alcanzó al fuego fatuo justo en el centro.

La fuerza de la explosión creó una onda expansiva. En esta ocasión, la criatura desapareció de una vez por todas.

3

Una complicación

—Es sorprendente lo que un baño y ropas limpias pueden mejorar el aspecto de un hombre —hizo notar Kitiara al día siguiente mientras ella y Tanis recorrían el abarrotado mercado—. No te pareces mucho a la criatura viscosa que saqué de las arenas movedizas, semielfo.
Intrépido
casi no te conocía… una vez que lo alcanzamos, claro está.

El comentario arrancó una sonrisa a Tanis.

—Los caballos disponen de avena y afrecho en el establo y les vendrá bien una jornada de descanso. Hace un día espléndido, y tenemos el tesoro del fuego fatuo para gastar y tiempo libre para disfrutarlo. —Hizo una reverencia a la mujer—. ¿Puedo invitarte a comer, Kitiara Uth Matar?

Ella aceptó con un estudiado gesto aquiescente. Habían desayunado en su habitación de la posada Los Siete Centauros, pero ahora, a mediodía, sus estómagos gruñían.

—Debe de ser el resultado de semanas alimentándonos con esas infernales raciones de campaña elfas —comentó Kit, que se había detenido para admirar las mercancías de un vendedor: bandejas metálicas rebosantes de carne de venado que olía a gloria y estaba recién asada, acompañada con cebollas y huevos—. Comeré cualquier cosa que no sea
quithpa
elfo. Fruta seca, ¡bah! —Estaba a punto de pedir un plato de la carne asada cuando se fijó en un surtido de hojaldres rellenos de crema y bañados con un escarchado de fresa. Se quedó mirándolos como si estuviese hipnotizada—. Ah, qué difícil es decidir —musitó, alegre.

—Tomaremos un plato de venado y dos de esos dulces escarchados —indicó Tanis al vendedor mientras Kitiara vacilaba—. Si no, se te caerá la baba sobre toda la mercancía del pobre hombre —le dijo a la espadachina, que aceptó la broma con buen humor.

La conversación quedó relegada a un segundo término durante un tiempo, en favor de la comida, mientras el semielfo y la mercenaria recorrían despacio una de las calles del abarrotado mercado. Vestida con una falda corta de cuero, abierta por un costado, y una blusa de lino de color hueso, Kitiara atraía muchas miradas de los transeúntes, que ella aceptaba con indiferencia. Por su parte, Tanis llevaba un par de pantalones amplios, fruncidos, de color azul oscuro, así como una camisa de algodón a juego, ambas prendas prestadas por el corpulento posadero de Los Siete Centauros; la camisa ondeaba con los movimientos del semielfo, mucho más esbelto que su propietario. Kitiara lo miró con actitud crítica.

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