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Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (15 page)

BOOK: Piratas de Skaith
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El panel interior estaba abierto. Daba a una pequeña crujía vacía.

«¿Hombres?»

«Sí». Gerd gruñó y las paredes metálicas devolvieron un eco cargado de amenazas.

«¿No matar?»

«Como Tarfs. No nos oyen».

«¿Muchos?»

«Uno y uno».

«¿Dónde?»

«Allí».

«Allí» era arriba.

El cerebro de Gerd reflexionó: «Gris, duro, no amistoso, no entendido, cosas oscuras, cosas brillantes». Era el lugar en el que se encontraban los hombres, un lugar que Gerd detectaba mentalmente.

«Hombres pensar mal, N´Chaka».

«Vigilad».

Con el aliento cortado, Ashton subió por la rampa, y se inclinó para recoger otra arma automática. Gerrith le seguía, con la cara brillante a causa de la transpiración. Pedrallon, a su lado, apenas sudaba. Sus brillantes ojos mostraban casi tanto salvajismo como los de los perros.

—Dos hombres viven todavía —comentó Stark—. Los perros no pueden tocarles.

—¿Sólo dos hombres? —preguntó Pedrallon.

—Armados. —Stark levantó el arma—. No hace falta que vengas.

—Debo hacerlo. Se trata de mi planeta.

Stark se encogió de hombros y miró a Gerrith.

—Quédate aquí.

—Como quieras —le respondió la mujer—. Pero éste no es el día de mi muerte... ni de la tuya.

Fuera, uno de los cañones había sido desactivado cortándole de un hachazo el cable que le proveía de energía. Los guerreros del desierto cruzaban el arroyo arrastrando al segundo. Lo camuflaron en las lindes de la jungla, para barrer la zona de aterrizaje en el caso de que volvieran los cazas. Los irnanianos se llevaron al tercero para colocarlo dentro del casco. Halk y Sabak habían recibido unas lecciones básicas sobre el manejo de cañones láser mientras Stark contó con el apoyo del caza armado durante su estancia en Irnan. Stark les dejó seguir adelante. Quedándose con Gerd y Grith, envió a los restantes nueve perros con Tuchvar. Tras hacer un gesto a Ashton y Pedrallon, les precedió por la crujía.

Más hombres no habrían servido de nada. Sólo tenían dos armas automáticas. En las estrechas crujías del navío, los espadachines constituirían más un estorbo que un apoyo. Stark habría preferido que Pedrallon no les acompañase; pero reconoció que tenía sus derechos.

Al final de la crujía, un panel redondo daba acceso al cuerpo central del navío.

Un navío pequeño según normas estelares. Sin embargo, visto desde allí, parecía inmenso. Stark miró hacia arriba, cada vez más arriba, hacia las salas que contenían los convencionales motores MRL; los pesados reactores que prestaban la energía necesaria; los pañoles de carga; los sistemas de supervivencia; las reservas de alimentos. Las paredes cilíndricas se unían en la punta, donde se encontraban los camarotes y la pasarela. En la parte más alta, junto a los sistemas de control, los ordenadores y la sala de navegación, se hallaba la sala de comunicaciones.

Los ventiladores rugían. Las paredes resonaban y aquello parecía una trampa. Con la cabeza baja, los perros gruñían levemente.

En vuelo, con gravedad cero, aquel pozo central era el eje horizontal del navío. Una rampa de metal, pulida por el uso, se extendía por el centro, con empuñaduras que permitían que los tripulantes ingrávidos avanzasen por ella cómodamente, tan ligeros como peces jugando en el agua. En su transitoria posición vertical, sometido a la fuerza gravitacional de un planeta, los montacargas subían hombres y mercancías hasta las entradas que sobresalían en cada nivel.

Stark no deseaba por nada del mundo meterse en uno de aquellos ascensores; pero no tenía elección. Subió, con Ashton, Pedrallon y los dos perros, al más cercano. La plataforma era ancha, rodeada por una pequeña barandilla. Gerd y Grith, temblorosos, se apretujaron contra Stark. Cuando pulsó el botón y la plataforma empezó a subir silenciosamente por los raíles de acero, sus cerebros se llenaron de miedo ante lo desconocido y el vacío que se abría bajo sus patas.

«¡Vigilad!»

«Vigilamos, N´Chaka».

La plataforma ascendió rápidamente, sobrepasando los niveles inferiores.

«¡N´Chaka! ¡Allí!»

«Allí» era una esclusa de acceso en la pared opuesta. Estaba abierta. Tenía un descansillo por encima del ascensor y por debajo del siguiente rellano. El montacargas debía pasar forzosamente ante él para que sus ocupantes pudieran alcanzar los niveles superiores. Una vieja expresión terrícola acudió a la mente de Stark: estaban en una ratonera.

—He oído a Gerd —dijo Ashton.

—¡Fuego!

Dispararon al unísono contra la abertura. Una ronca tormenta retumbó por el interior del navío. El metal que rodeaba la abertura quedó marcado por las cicatrices. La esclusa era una garganta negra llena de muerte. No apareció por ella ninguna cara. Ni un sólo disparo.

Stark y Ashton dejaron de disparar.

«¿Muertos?»

«No. Correr. Pensar mal más tarde».

Dos hombres indemnes, armados, esperando una nueva oportunidad.

Stark apretó un botón rojo en los mandos del montacargas, que, al llegar a la plataforma, se detuvo.

Más allá de la escotilla, en la zona de camarotes, encontraron unos cuerpos: dos, en una de las crujías, donde habían intentado ocultarse; otros tres en un pequeño habitáculo donde la muerte interrumpió su comida.

Stark descubrió una escotilla vertical. Una escala adosada a la pared conducía hasta ella. Los perros no podrían trepar por allí; pero no había otra solución.

«¿Hombres? ¿Dónde?»

«¡Cerca!»

Stark subió por la escala. Los bancos de datos del control primario ocupaban la mayor parte de aquel nivel, con todos los terminales de los ordenadores y la sala de navegación. A su izquierda, en el lado opuesto de la pasarela, la sala de comunicaciones. Dos cuerpos camuflados estaban en ella. Uno de ellos caído sobre el equipo de radio.

«¡N´Chaka! ¡Peligro! ¡Allí!»

«Allí» era a su espalda. Rodó por tierra. El primer disparo le paso por encima. Escuchó el estrépito de objetos volando en pedazos y pensó: «¡Dios mío! ¡Han machacado la radio!»

Ashton había trepado por la escala siguiendo a Stark. Disparó desde el nivel del suelo. Algo explotó produciendo un ruido enorme. Stark disparó también desde el suelo, apuntando a dos siluetas desdibujadas por el humo.

Bruscamente, se hizo el silencio. El humo se disipó. Los dos hombres yacían tendidos en el puente. Gerd pensó: «Muertos».

Ashton acabó de subir y se reunió con él.

—¿La alcanzaron? ¿Funciona?

—No la han alcanzado.

Stark apartó el cadáver de la radio.

Simon Ashton se sentó. Encendió el transmisor interestelar, después la magnicassette y empezó a transmitir. Pedrallon entró y se quedó de pie a su lado. El skaithiano observaba a Ashton atentamente, aunque el terrícola hablaba en Lenguaje Universal, idioma que el príncipe no comprendía.

Ashton había meditado mucho aquellas palabras. El mensaje fue breve, acentuando la necesidad urgente de recibir un navío de apoyo. Habló de Penkawr-Che y sus pillajes.

—Emito desde uno de sus puestos, que tendremos que abandonar enseguida. Intentaremos contactar por radio con cualquier navío que llegue a Skaith. Si no lo conseguimos, que la nave aterrice en la landa que se extiende al sudoeste de Skeg y espere tanto tiempo como sea posible.

Empleó la señal codificada que significaba «prioridad absoluta». Cualquiera que recibiera el mensaje tendría la obligación de remitirlo a Pax inmediatamente. Pulsó a continuación el botón de transmisión automática y dejó que el cassette lo repitiera de forma continua. El mensaje se emitiría hasta que alguien detuviera el aparato.

—Es cuanto podemos hacer —dijo Ashton—. Recemos para que alguien lo escuche.

Pedrallon pensó en el vacío negro y terrible del espacio. Sin optimismo.

Stark disparó sobre los controles, dañándolos en la medida que deseaba. Un navío averiado y el mensaje emitido harían pensar a los saqueadores. Penkawr-Che quizá abandonase la idea de atacar la Morada de la Madre.

Stark fue a examinar los cuerpos de los dos hombres que no habían «escuchado» a los Perros del Norte. No se parecían en nada. Con el pie, Stark empujó a uno de ellos.

—Éste, por la mañana, estaba de guardia en el cañón central. Si no le hubieran reemplazado...

Se volvió hacia Ashton. Pensaba en los cazas, que ya habrían iniciado el camino de vuelta, a menos que el encargado de la radio hubiese muerto antes de poder avisarles. Pensaba en que a bordo de los cazas podrían viajar hombres tan insensibles como aquéllos a los cerebros de los perros.

—Diez minutos para buscar un transmisor portátil. Luego, nos vamos.

Lo encontraron en cinco, en un almacén de los niveles inferiores, donde, aparentemente, los tripulantes guardaban lo necesario para realizar sus incursiones. También encontraron cajones de armas, vacíos, pues las armas estaban siendo empleadas, tanques de oxígeno, trajes protectores para climas que no necesitaban escafandra y varios tipos de emisores-transmisores portátiles. Stark seleccionó dos radios en miniatura de carcasas muy resistentes, fáciles de transportar y que permitían comunicaciones suelo-órbita o suelo-suelo. También recogieron todas las municiones que pudieron llevarse.

Bajaron por el montacargas. A su alrededor, el navío silencioso semejaba una tumba de acero. Gerrith palmeó el brazo de Stark, sonrió y salió con él a la luz del sol.

En el cielo, no se oía ningún sonido de motores. Stark y los irnanianos se apresuraron a atravesar la llanura de piedrecillas. Los perros muertos fueron retirados y enterrados por Tuchvar. Bajo los árboles, más allá del arroyo, los hombres del desierto esperaban junto al cañón.

Sabak, ardiente, preguntó:

—¿Podemos llevárnoslo?

—No —respondió Stark—. Es demasiado pesado y tenemos mucha prisa.

Alguien cortó el cable de la energía. Con los ojos enrojecidos, Tuchvar volvió junto con los perros supervivientes. Formaron filas y Larg condujo el grupo hacia la jungla.

El trayecto de vuelta al mar tomó más tiempo que el de ida, pues tuvieron que pasar varias horas de total inmovilidad bajo los árboles para escapar de las furiosas incursiones de los cazas. Finalmente, el gruñido de los motores se detuvo. Stark concluyó que habían abandonado las pesquisas para dedicarse a tareas más urgentes: la reparación del navío o el transvase del botín a otra de las naves.

Larg volvió a su aldea. El grupo llegó a la rada durante la segunda noche. Los Tarfs montaban guardia tranquilamente. Stark y sus compañeros abordaron el buque.

Con el pelaje manchado por el sudor, los Fallarins escucharon su relato. Alderyk, impaciente, recalcó:

—De modo que la tarea estaba justificada. Pero ahora, dejemos este lugar. Los vientos de la jungla son lentos y estúpidos. No nos reconfortan.

A fuerza de remos, el barco llegó a mar abierto. Cuando izaron la vela, los hombres alados la hincharon con una alegre brisa.

Navegaron hacia el sur, en parte a causa de la visión de Gerrith, pero también porque no podían hacer otra cosa. Al norte, sólo había enemigos. Al sur, por lo que decía Gerrith, encontrarían ayuda y esperanza. Pero brumas blancas les envolvían y la mujer no veía claro. En la blancura siempre había una mancha de sangre.

—Iremos a Iubar —ordenó Stark—. La dama Sanghalaine nos dará noticias del Blanco Sur, aunque no nos dé otra cosa.

Pensó en que quizá la dama Sanghalaine no se sentiría muy contenta por tener que recibirles, pues sólo por su insistencia embarcó en el «Arkeshti» y el tesoro de Iubar engrosó los bolsillos de Penkawr-Che. Pero lo primero, era llegar a Iubar.

Viajaron por aguas nuevas, bajo cielos nuevos, tan extraños para los habitantes del norte como para los que habían nacido en otros mundos.

Avanzaban, como el Viejo Sol, hacia la primavera austral, dejando el invierno a sus espaldas.

Pero no había primavera.

18

Al principio, fueron amenazados por navíos que, procedentes de Cereleng, buscaban al príncipe evadido. Cuando las velas se acercaban demasiado, los Fallarins enviaban vientos amenazadores, bruscas ráfagas que desgarraban las velas y arrancaban los mástiles. Tras algún tiempo, los viajeros no vieron más velas que las pertenecientes a los barcos de los pescadores. Como no tenían nada que dar a cambio de las mercancías, las robaban con ayuda de los perros; pero sólo tomaban las cantidades necesarias para mantenerse con vida. La región era rica. El robo de modestas cantidades de frutas y peces no era grave, ni siquiera para los más pobres.

Sin embargo, a medida que avanzaban por la curva del último cinturón verde de la Madre Skaith, el Cinturón Fértil, la riqueza fue disminuyendo. El aire dulce e indolente se fue haciendo más vivo. El mar lechoso se ensombreció. A lo largo de la costa, los árboles, en lugar de estar en flor o cubiertos de frutos, se mostraban ennegrecidos por heladas sin precedentes. Vieron granjas abandonadas junto a vergeles devastados y campos helados cubiertos de cosechas muertas. Los bosques también daban muestra de sufrimiento. Pasaron ante largas extensiones de árboles desnudos. Cuando las florestas dieron paso a colinas llenas de espesura y sabanas, los viajeros pudieron observar las saqueadas aldeas. A menudo, en la orilla, se veían los residuos abandonados por los Hijos del Mar. En el interior, las humaredas traicionaban el incendio de otras villas.

No desembarcaban sino con todas las precauciones. El Viejo Sol se ocultaba cada vez más detrás de las nubes oscuras. Los Perros del Norte, con renovado vigor, olisqueaban el viento que soplaba del Blanco Sur hacia ellos.

«¡Nieve, N´Chaka! ¡Nieve!»

Vieron una inmensa horda que se dirigía hacia el norte.

Algunos viajaban por tierra; ciudades enteras puestas en marcha con hombres y niños, o bandas aisladas que seguían la costa desordenadamente. Otros, navegaban, solos o en escuadras cuyos cascos coloreados tachonaban el gris océano. Todos tenían una cosa en común.

El Hambre.

—Mi Dama el Hielo ha llegado muy pronto —indicó Gerrith—. Ved cómo su Hija camina junto a toda esa gente, como una fiel hermana. El invierno ha sido largo y no quiere partir. No tienen víveres y huyen hacia el norte, hacia las tierras fértiles. —Sonrió tristemente—. Te dije que la Diosa actuaría este mismo invierno. Había olvidado que las estaciones transcurren al revés en esta zona de Skaith; lleva actuando durante todos los meses que han sido nuestro verano.

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