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Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (18 page)

BOOK: Piratas de Skaith
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Las corrientes, muy rápidas a lo largo de la costa, dejaban libre una parte del mar en la que apenas flotaban unas placas congeladas. Una flotilla de kayacs, procedente de las orillas del mar de hielo, avanzó.

«Matad». Pidió Stark, sin soltar la ametralladora por si le hacía falta.

Los perros gruñeron.

Los remeros de los kayacs titubearon, remando al azar. Sin embargo, murieron muy pocos; y no lo hicieron deprisa.

«Cerebros resisten Miedo. No fácil, como los otros».

«Los Isleños Blancos ignoran el miedo». Explicó Morn. «Están locos. Han muerto a centenares bajo nuestras murallas. Ahora, como saben lo hambrientos que estamos, se limitan a esperar. ¡Mirad!»

Iubar resultaba visible: una península adosada a las montañas; cubierta de nieve desde los picos hasta el borde del agua.

«Esos campos», les explicó Morn, «deberían ser verdes, y todo el mar estar libre de los hielos. Pero la Diosa nos ha aprisionado y no deja que los navíos salgan del puerto. Aunque consiguiéramos soltar los barcos e intentásemos atravesar los hielos como hemos hecho con vosotros, los Isleños nos hundirían, llevándose un barco detrás de otro». Señaló con un brazo. «Allí está vuestro destino».

Stark distinguió una plaza fuerte y un puerto. Un castillo, que el restallar de las olas había cubierto de escarcha, dominaba las murallas. El único torreón, erguido sobre la roca, no tenía almenas. No había necesidad de defender aquella inviolable altura.

No lejos del castillo, una isla emergía del agua sobre unas alturas heladas que no parecían acantilados.

«Shallafonh» describió Morn. «Nuestra ciudad. Saqueada, como Iubar. Y condenada a muerte, como Iubar».

El puerto quedaba a un lado del castillo, como un brazo cuyo puño fuese una torreta. Una segunda torreta se veía frente a la anterior, en el extremo de un muelle fortificado. Las dos torrecillas permanecían armadas y vigiladas y unos portones podían cerrar el estrecho paso. Las tranquilas aguas del interior estaban cubiertas de hielo. Pero habían abierto un canal para que el barco de Stark llegase al muelle real.

«No sigáis», les ordenó Morn a los Fallarins. Les alegró, pues la Diosa les había dejado sin fuerzas.

Los Ssussminh tomaron de nuevo las cuerdas flotantes. Llevaron al barco hasta el puerto. En su surco, se fue formando una ligera capa de hielo. Amarraron junto a otro navío; Stark pensó que aquél podría pertenecer a Sanghalaine. Todo el muelle estaba ocupado por barcos inmóviles, cubiertos de escarcha. El puerto permanecía silencioso.

«Así que», continuó Morn, «también vosotros estáis encerrados, aunque todavía ignoro la razón».

Stark miró a Gerrith; pero la mujer se mantuvo al margen.

La vela fue plegada como un ala lasa. Hombres y mujeres se sentaron, todavía a la defensiva, incapaces de comprender que el viaje había terminado.

El gran portón de la torre del castillo se abrió. Una mujer vestida de marrón apareció por ella. Stark supo que debía ser Sanghalaine, y que iba acompañada. Pero toda su atención se concentraba en Gerrith.

Gerrith había cambiado. Parecía más alta. La fatiga y la incertidumbre del viaje habían desaparecido. Subió a la plataforma, descendió al muelle y nadie se atrevió a ofrecerle ayuda. Stark se dispuso a seguirla, pero se quedó quieto. Sobre los peldaños de la torre, Sanghalaine y sus cortesanos esperaban.

Gerrith miró a su alrededor; observó la bruma y el cielo gris. Pareció despedir un halo de gloria. Se retiró el capuchón y sus cabellos brillaron con luz propia. Una Hija del Sol, reluciendo en un lugar lleno de muerte. Un puñal atravesó el corazón de Stark.

Gerrith habló. En las crueles piedras retumbó su voz fuerte y dulce.

—Al fin sé por qué me ha traído aquí mi camino.

Sanghalaine descendió los escalones. Los cortesanos no se movieron: pero, en doble fila, mujeres vestidas con túnicas marrones y rostros cubiertos por velos la siguieron. Avanzaron por el muelle y se detuvieron ante Gerrith. Todas las túnicas marrones se inclinaron en señal de reverencia. Sanghalaine extendió las manos.

Gerrith las tomó. Inmóviles, sujetándose las manos, las dos mujeres se miraron. Luego, dieron la vuelta, al igual que la oscura columna de faldones marrones agitados por el viento.

Y Stark recordó. De nuevo se hallaba en Thyra, en la Casa del Señor del Hierro. Hargoth, Rey de la Cosecha, loco de rabia, se volvió hacia Gerrith, a quien soñaba con sacrificar.

—Has profetizado para mí, Hija del Sol —dijo—. Ahora yo lo haré para ti. Tu cuerpo alimentará al Viejo Sol, aunque no será nuestra ofrenda de despedida.

Stark saltó al muelle para seguir a Gerrith. Morn le cerró el paso.

«Va por su propia voluntad, Hombre Oscuro».

—¿Al sacrificio? ¿Por eso la esperaba Sanghalaine?

Los perros se situaron junto a Stark. Pero los Ssussminh les cerraban el paso. Iban armados y los perros nada podían contra sus cerebros. Stark descubrió arqueros con la librea de Sanghalaine en las murallas inferiores del castillo. Dispuestos a disparar.

«Os mataremos a todos si llega el caso, concluyó Morn. Pero eso no cambiará las cosas».

Junto a la dama de Iubar, Gerrith subió las escaleras y penetró en la torre fría y gris.

20

Se encontraban en una sala gélida, de muros de piedra cubiertos con tapicerías. Un fuego de hulla ardía en el hogar. Sanghalaine y las mujeres de velos marrones, una Orden de la que ella misma era la Gran Sacerdotisa, permanecieron toda la noche junto a Gerrith. Finalmente, dejaron a la Sabia Hija de Irnan con sus compañeros.

Gerrith llevaba un traje largo del mismo color que sus cabellos, los cuales flotaban libremente sobre sus hombros, más brillantes que el propio fuego mientras, sentada a una mesa, inclinaba la cabeza por encima de la copa de agua clara que le había dado la Orden.

Halk, Alderyk, Pedrallon y Sabak se hallaban junto a la mesa, esperando a que hablase. Simon Ashton se mantenía un poco aparte. Stark se encontraba al otro lado de la habitación, tan lejos como podía de Gerrith. Por su cara, se habría podido afirmar que, de haber tenido a Gerrith al alcance de la mano, la habría estrangulado.

Cuando la mujer habló, con su voz de profetisa, la escuchó, como los demás. Pero Ashton le miró con inquietud.

—La gente del norte ha empezado la Segunda Migración —explicó—. Los Fallarins han abandonado el Lugar de los Vientos.

El brusco aleteo de Alderyk dobló la llama de las velas.

—Se dirigen al sur, a Yurunna —continuó Gerrith—. Los Ochars que sobreviven, han hecho lo mismo. En Yurunna, la mayor parte de las tribus se disponen a partir, pues las devastadas cosechas no podrán alimentarles este invierno.

Los azules ojos de Sabak permanecían intensamente atentos por encima del velo tribal.

—Más allá de las Montañas Crueles, Las Llamas Brujas han sido selladas para siempre. Ésa es la decisión de la Hija de Skaith y su pueblo. Los navíos de Penkawr-Che, creo que han fracasado en el asalto a los Hijos, han abandonado el planeta. Los Harsenyi se han dispersado por los caminos del sur. Las forjas de Thyra están apagadas y su pueblo en camino. Hargoth, el Rey de la Cosecha, guía a su Pueblo de las Torres hacia el sur. En Izvand, los hombres de ojos de lobo piensan en tierras fértiles. Otros hombres, cuyos nombres ignoro, abandonan la zona a causa del hambre. Habrá muchos combates; pero las ciudades estados se protegerán tras las murallas. Sólo Irnan será abandonada por el hambre. Veo humo por encima de los tejados. Su pueblo podrá refugiarse en otras ciudades estado.

Halk se mordió los labios, pero se mantuvo en silencio.

—La marea meridional de la Migración disminuirá a medida que los supervivientes encuentren mejores tierras. El condado de Pedrallon y sus vecinos podrá acoger a la mayor parte de los refugiados. Sin embargo, su modo de vivir, cambiará mucho. Pero no hay ayuda allí para nuestra causa. Aquí, desde el Blanco Sur, subirán nuestros ejércitos, como había predicho. Sanghalaine, por sus propias visiones, sabe que en Skaith no hay lugar para su pueblo, ni para los Ssussminh. Las naves estelares son su única esperanza.

Con una voz tan cortante como un cuchillo, Stark dijo:

—No serviré a Sanghalaine.

—Es inútil. Cuando lo que debe ser ocurra, alíate con los Reyes de las Islas Blancas. Serán tu armada. Y tú les guiarás.

—¿Por qué?

La pregunta era doble. La mujer así lo entendió.

—Porque eres el Hombre Oscuro de la profecía. Lo quieras o no, es tu destino y el hilo de ese destino conduce a Ged Darod, donde librarás el último combate contra Ferdias y los Heraldos. —Gerrith alzó una mano para impedirle hablar—. Sé que la profecía no te importa. No viniste a Skaith más que para salvar a Simon Ashton. El navío que reclamaste, vendrá; pero los Señores Protectores tienen ahora un modo de rechazarlo: la cosa de otro mundo que Pedrallon dejó en sus manos.

—El transmisor —susurró Pedrallon.

Gerrith asintió.

—Apresúrate con el ejército, Stark. Si no, los Señores Protectores despedirán el navío, o lo destruirán, y quedarás prisionero en Skaith para siempre.

—También nosotros tenemos transmisores —recordó Ashton. La mujer sacudió la cabeza.

—Os veo marchando en silencio hacia Ged Darod, sin nada de otro mundo entre las manos.

—¿Ni siquiera las ametralladoras?

—Ni siquiera.

Ashton miró a Stark. Pero Stark no veía más que a Gerrith.

—Los Reyes de las Islas Blancas, ¿combatirán? —preguntó Halk—. ¿Por qué habrían de ayudarnos?

—Porque quieren recuperar las que fueron sus tierras.

—¿Dónde están esas tierras?

—Donde ahora se encuentra Ged Darod.

Un largo silencio. Gerrith miraba hacia el agua clara continuamente. Luego, suspiró y se levantó.

—No veo nada más. —Les observó con grave sonrisa—. Habéis sido leales compañeros. Hemos combatido muy bien estando juntos. Veréis el fin de los combates. Ahora, idos. No olvidéis que el descanso será corto. La Diosa ya reina en Iubar.

Todos se inclinaron ante ella. Salvo Alderyk, que la saludó como rey. Después salieron, seguidos por Simon Ashton.

Stark se quedó.

No se acercó a Gerrith, como si se diera miedo a sí mismo.

—¿Nada te apartará de esta ignominia? —preguntó.

Su voz parecía un doloroso grito.

Gerrith le miró con amor y ternura. Le miraba desde muy lejos, desde un lugar secreto donde él no podía penetrar. Un lugar que odiaba con toda su alma.

—Es mi destino —le respondió suavemente—. Mi deber, mi gran honor. Es lo que me faltaba por hacer. Por eso no seguí a los demás en el navío estelar. Por eso mi ruta conducía al sur, a la bruma blanca, donde, sin embargo, no veía más que sangre. Mi sangre, ahora lo sé.

—¿Y Sanghalaine sostendrá el cuchillo?

—Es su tarea. La ofrenda de mi cuerpo al Viejo Sol salvará numerosas vidas y mi planeta quedará libre. No me traiciones, Stark. Que lo que voy a hacer no sea en vano por tu cólera. Libera Skaith. Es tu obligación. Hazlo por mí.

Pequeñas llamas bailaban en el hogar. La nieve rascaba las ventanas. Stark no pudo soportar durante más tiempo aquella mirada. Agachó la cabeza y Gerrith sonrió con distante cariño.

—Acuérdate con alegría del largo camino que juntos recorrimos. Yo lo recuerdo.

El corazón de Stark era como una piedra albergada en el pecho. No pudo hablar. La dejó, en silencio, como se sale de una morada en la que reina la muerte.

Sanghalaine esperaba fuera, con las mujeres de velo y túnicas marrones, su guardia de honor, junto a Morn. Su cuerpo gracioso resultaba atractivo: cintura delgada, caderas y senos voluptuosos. Sus cabellos eran negros; aunque sólo fuera posible apreciar de ellos una brillante mecha sobre la frente, donde no llevaba velo. No portaba joyas: todas ellas se encontraban en los cofres de Penkawr-Che. Su rostro mostraba las huellas de la inquietud. Sus ojos grises parecían un mar invernal alcanzado por un rayo de sol; profundos, oscuros y luminosos a la vez. Stark pensó que, en otras circunstancias, un hombre podría perderse en aquella mirada; la encontró bella. Pero, al acercarse, la mano de Morn se dirigió al puñal.

Sanghalaine sostuvo la mirada de Stark tranquilamente.

—Es nuestro mundo, no el tuyo —le dijo la dama—. Nuestras costumbres no son las tuyas.

—Cierto —replicó Stark—. Sin embargo, procura que no te vuelva a ver.

Se alejó.

Sanghalaine y sus mujeres entraron en la estancia de Gerrith.

—Es la hora —dijo la dama de Iubar.

—Estoy preparada —respondió Gerrith.

Avanzó por los resonantes corredores de la torre junto con la dama y las sacerdotisas. Con antorchas, las siguieron Morn y la guardia de honor. Una escalera de caracol conducía a la parte más alta de la torre. Alcanzaron las piedras lisas y heladas que ningún parapeto protegía. En el centro de la redonda plataforma, un ara, tapado con ricas telas que ocultaban los bloques de madera en que descansaba. Todavía estaba oscuro. La blanca bruma de la Diosa envolvía la torre y las antorchas iluminaban débilmente.

En silencio, Gerrith miró hacia el este.

Al fin, en la oscuridad y la bruma de hielo, apareció un destello cobrizo, muy bajo en el horizonte.

Sanghalaine extendió una mano hacia Morn.

—El cuchillo.

Morn se lo entregó, con las dos manos, inclinándose profundamente. En voz baja, las mujeres empezaron a salmodiar. Sanghalaine se quitó el velo del rostro.

Gerrith avanzó hasta el ara, víctima orgullosa y entregada.

Se tendió, vio brillar la hoja y cómo bajaba por el aire glacial y blanco.

Cuando el Viejo Sol se levantó, un fantasma de cobre en medio de la niebla, la gente de las Islas Blancas, perpleja, vio inmensas llamas en la cima de la torre.

Eric John Stark se fue solo, con su dolor y rabia, a las desoladas colinas. Y nadie, ni siquiera Simon Ashton, intentó ir en su busca. Pero los Perros del Norte aullaron sin cesar durante tres días: era su terrible réquiem por la Mujer Sabia de Irnan.

21

Atroz, pero cierto. El sacrificio fue eficaz.

Tras la llamarada de lo alto de la torre, la bruma, casi imperceptiblemente, se hizo menos espesa. A mediodía, la cara del Viejo Sol resultó claramente visible, tras una ausencia que la memoria no conseguía evaluar. La población se lanzó a la nieve para sentir la caricia de la estrella escarlata. Al poco, un viento tibio sopló del norte. Aquella misma tarde empezó el deshielo. Y siguió. Mientras los torrentes caían de las colinas y los hielos se derretían en el puerto, los habitantes de Iubar, con renovadas fuerzas, se dedicaron a la tarea de aparejar los navíos.

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