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Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (11 page)

BOOK: Piratas de Skaith
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Pero la brisa no se detuvo. Se convirtió en viento.

El barco se agitó.

El patrón gritó. La tripulación y los remeros se despertaron.

El viento les empujaba como una mano enorme y decidida.

Vieron una estela en el agua: de una milla de larga, recta como una saeta de crestas blancas. La vieron con terror, pues se dirigía sólo hacia ellos, evitando las barcas.

El navío aumentó la velocidad. Su grueso mástil chirrió por el esfuerzo. Golpes de agua blanquecina comenzaron a atravesar la proa. Patrón y tripulantes imploraron a Nuestra Madre el Mar y se apresuraron a plegar la vela.

El viento se transformó en látigos y azotes, y les obligó a salir del puente, refugiándose en la hedionda cala. Los remeros luchaban contra los remos y caían de los bancos. Como un ser demente, el barco se agitaba a toda velocidad sobre las aguas, levantando surtidores de agua blanca y ahogando el orgullo de su espíritu protector.

Los pescadores, sentados en las pequeñas embarcaciones de un mar en calma, miraban la nave almirante huyendo a la deriva llevada por un viento inexplicable. Vieron la terrible marca que la seguía, y cómo el mar quedaba tranquilo tras su paso. Invocaron sonoramente a Nuestra Madre el Mar y se preguntaron entre ellos no menos sonoramente. Cuando recogieron las redes, soltando lo pescado como ofrenda, se acercaron a fuerza de remos a la costa más próxima.

Sobre el acantilado que dominaba el puerto, Halk y Gerrith estudiaban el mar. El viento les agitaba la ropa y revolvía sus cabellos. A su izquierda, los Fallarins seguían cantando hipnótica y autoritariamente, aleteando de modo cadencioso.

El barco apareció. Había contorneado el promontorio, con la vela hinchada, en medio de un surco de olas nevadas.

Enfiló hacia el puerto y Halk, furioso, exclamó:

—¡Si no van con cuidado se aplastarán contra el dique!

Abajo, en el pueblo, alguien gritó. De las casas salió gente a la carrera. Gentes cansadas y sucias, aunque llevasen joyas de perlas marinas. De pie, en las escaleras del muelle, miraron al barco. Sus agudas voces parecían gritos de pájaros marinos expulsados de sus nidos.

El viento giró ligeramente y envió al barco hasta una dársena, sano y salvo.

Los Fallarins dejaron de cantar. Cerraron las alas. El viento se detuvo. El barco derivó apaciblemente. Algunos golpes de remo lo acercaron a las amarras del fondeadero.

Los aldeanos descendieron a la carrera. Los hombres se apresuraron a recoger los cabos. Amarraron el barco.

—Ahora —dijo Halk.

Y el grupo descendió por la grieta, abandonando las monturas. Los Perros del Norte les precedían. Llegaron al último peldaño, el que daba a las calles de la aldea y avanzaron entre las casuchas que apestaban a guano, peces podridos y a otras muchas cosas aún menos atractivas.

Antes de que llegaran al muelle, los aldeanos olvidaron el barco y el raro viento. En medio de una ululante confusión, huyeron y se ocultaron, lejos de los terribles perros, de los hombres alados, de los seres inhumanos, de los hombres de las capas y las espadas centelleantes.

Nadie impidió a los recién llegados subir a bordo.

Largaron amarras y sacaron el barco a aguas libres. Penosamente, pues ninguno había navegado antes. El patrón y los tripulantes, con los ojos fuera de las órbitas, les miraron desde el muelle o desde el agua donde se habían refugiado.

Gerrith se dirigió a los Fallarins.

—Hacia el sur, señores, tan deprisa como puedan soplar los vientos —susurró. Su rostro tenía la blancura de los huesos al descubierto—. Stark casi ha llegado al mar.

13

El río se hizo más ancho para dividirse en varios ramales que corrían entre islotes llenos de barro. Encontraron más aldeas y embarcaciones. Stark y Ashton consiguieron permanecer en el brazo central observando por dónde viajaba la mayoría del tráfico fluvial. Se alejaron cuanto pudieron de las otras embarcaciones y nadie les prestó mayor atención. Pero, a mediodía, el río estaba atestado de gente; decidieron abordar uno de los islotes y esperar a que llegase una hora más tranquila.

—Debe haber una ciudad un poco más adelante —razonó Ashton—. Probablemente, en la desembocadura del río. Nos va a hacer falta un barco de verdad. Este tronco hueco no nos servirá de nada en el momento que lleguemos a la costa.

Cuando el Viejo Sol se hubo puesto, volvieron a reanudar su marcha envueltos en la breve oscuridad que precedía la aparición de la primera de las Tres Reinas. La corriente marrón oscura, en la que las estrellas se reflejaban débilmente, avanzaba con suavidad.

Aquí y allá encontraron barcas con linternas. Los hombres pescaban lo que podían encontrar. Las aldeas se distribuían a lo largo de la ribera y en algunos islotes un poco más anchos que la mayoría. El humo de las chimeneas de las cocinas flotaba como cintas sobre el río. Escucharon voces y los gritos de los animales nocturnos.

La canoa llegó a un recodo. Súbitamente, no hubo nada. Ni pescadores, ni aldeas, ni luces, ni sonidos. Derivando en el silencio, Stark y Ashton quedaron sorprendidos e intrigados.

Un olor salino se mezcló con el del río. Stark no tardó en ver que la oscuridad que se extendía ante ellos estaba delimitada por una zona turbulenta, allí donde la impávida masa del mar se oponía a la corriente fluvial.

En el extremo del lecho de la jungla, una forma negra y extraña se recortaba contra las estrellas.

—No hay ninguna ciudad —dijo Ashton—. ¡Nada!

—Parece un templo —replicó Stark—. Quizá toda la zona sea sagrada.

Ashton juró.

—Contaba con encontrar un pueblo. ¡Eric, necesitamos un barco!

—Habrá en el templo... tal vez. Y, Simon... atento.

—¿Peligro?

—Skaith está lleno de peligros.

Stark colocó el largo cuchillo junto a la mano y se aseguró de poder sacar fácilmente el puñal que llevaba al cinto. Los olores pesados y húmedos de la jungla y el agua no detectaban más presencia que la suya. Sin embargo, bajo ellos, percibía, aun de forma subliminal, una débil fetidez que turbaba sus recuerdos y hacía que se le erizasen los pelillos de la nuca.

La corriente se iba haciendo cada vez más suave hasta reunirse con el mar, pero la turbulencia sacudió la canoa brutalmente. Remaron hacia la orilla.

—Luces —susurró Ashton.

La jungla parecía ahora menos espesa. Veían totalmente la inmensa estructura que ocupaba la punta de tierra. En la parte inferior del edificio se detectaban aberturas por la pálida luz que emanaba por ellas. En la alta cima, pináculos de vagos contornos colgaban precariamente, como los mástiles de un arbolado navío. Stark comprendió que una parte del templo se había derrumbado y pendía sobre el mar, sobre el agua blanca, espumante y rabiosa.

Miró las blancas aguas porque detectó formas que se movían en ellas, saltando y jugando. Y descubrió por qué estaba desierta la desembocadura del río.

Ashton escrutaba la orilla.

—Veo un embarcadero, Eric, y barcos. Dos barcos.

—No te preocupes por eso —replicó Stark—. Vamos a tierra.

Remó con tanta fuerza que, literalmente, la canoa se levantaba con cada palada.

Ashton no hizo preguntas. Se dedicó con entusiasmo a la tarea. La espuma les empapó hasta los huesos, llenando de agua el fondo de la barca. Por encima del embarcadero del templo, la orilla era baja y desnuda. Pero la jungla, cercana, les ofrecía refugio.

Si pudieran llegar a la orilla y correr...

La canoa se volcó tan brutalmente como si hubiera golpeado contra una roca.

Bajo el agua, las tinieblas eran totales. El río parecía lleno de agitación y removido por cuerpos poderosos. Stark ascendió a la superficie y vio el rostro de Ashton a menos de tres metros. Sacando el cuchillo del cinto, se abalanzó hacia él.

Con un grito estrangulado, Ashton desapareció.

Surgieron otras cabezas; formaron un círculo. Carecían de orejas, lisas como testas de foca, con narices afiladas y bocas de predador. Contemplaron a Stark con ojos tan nacarados como perlas. Los bestiales Hijos de Nuestra Madre el Mar rompieron a reír; lo hicieron como un eco atroz de su perdida humanidad.

Stark se hundió y nadó, ciega, furiosamente. Buscaba a Ashton y sabía que no lo encontraría. Stark era un nadador experto; pero eran más fuertes que él. Y muy numerosos. Y no podía alcanzarles con el cuchillo. En tres ocasiones, le permitieron subir a respirar y le dejaron ver a Ashton, lanzado fuera del agua, todavía con vida. Luego no vio nada más. Dedos palmeados le arrastraron bajo el agua. Perdió el cuchillo.

Una vez mató a un Hijo del Mar con las manos desnudas. En las líquidas tinieblas, intentó hacerlo de nuevo, agarrando cuerpos de liso pelaje que se deslizaban sin esfuerzo entre sus manos, hasta que los pulmones parecieron a punto de estallar y la oscuridad se volvió roja. No le dejaron subir a respirar.

Recobró el conocimiento, vomitando agua, sobre un suelo de piedra.

Durante un momento, no pudo ocuparse más que de insuflar aire a los pulmones. Cuando dejó de toser y pudo pensar de nuevo, vio que se encontraba en el muelle del templo. Ashton vomitaba a pocos metros. Un hombre con túnica azul le daba golpes en la espalda. Una docena de Hijos mutantes de Nuestra Madre el Mar se acuclillaban en el embarcadero. Chorreaban.

Otros hombres vestidos de azul acudieron desde el templo; algunos llevaban antorchas. La primera de las Tres Reinas estaba ya en el cielo, facilitando la suficiente claridad. Los hombres de azul, sacerdotes o monjes, poseían una característica común de anormalidad. Algo animal. Su andar era renqueante y sus rapadas cabezas mostraban curiosas formas.

Ashton respiraba de nuevo. El hombre dejó de golpearle la espalda y se volvió hacia Stark. Sus ojos, como los de los Hijos, eran perlas lechosas y sus dedos engarfiados también estaban palmeados.

—Sois de otro mundo —adivinó—. Habéis robado nuestro templo.

—Nosotros no —afirmó Stark—. Fueron otros hombres.

Sentía los miembros pesados, el cuerpo como una concha vacía. Sin embargo, se recuperó al mirar a Ashton.

—¿Por qué no nos han matado los Hijos?

—Todos los que llegan aquí pertenecen a la Madre y deben ser compartidos con ella. Como lo seréis vosotros.

Su alocución resultaba difícil de entender a causa de la forma de sus labios y dientes. Sonrió, con una desazonadora sonrisa. Brillaron dientes de acero.

—¿Quieres huir, hombre de otro mundo? Inténtalo. Puedes elegir entre el agua y la tierra. ¿Qué prefieres?

Situados entre Stark y el río, los chorreantes Hijos se reían. Varios monjes llevaban bajo los hábitos tubos largos y delgados de marfil tallado. Los tubos apuntaban a Stark. En marfil, madera o metal, tallada o no, una cerbatana siempre era una cerbatana y sus malditos y diminutos dardos generalmente estaban emponzoñados.

—Es una droga que no es peligrosa —dijo el del hábito azul—. Permaneceréis vivos y conscientes cuando los Hijos os compartan... para que la Madre sienta mayor placer.

Stark evaluó las oportunidades de escapar sin daños de cuarenta monjes y las consideró mínimas. En todo caso, no podría llevarse a Ashton. Si escapaba, tal vez pudiera volver para liberar a su padre adoptivo. Pero, si él mismo era alcanzado por una flecha envenenada, no podría ayudarle de ninguna forma.

Se quedó en su sitio y no protestó cuando un monje sin orejas y con el rostro de un hombre acudió para atarle las manos.

—¿Qué sois? —le preguntó al sacerdote—. ¿Híbridos? ¿Deshechos genéticos? La sangre de los Hijos corre por vuestras venas.

Con fiera humildad, el otro le respondió:

—Somos los que la Madre ha elegido especialmente para ser sus servidores. Somos los que, nacidos en el mar, debemos vivir en la tierra para guardar el templo de la Madre.

En otras palabras, consideró Stark, los raros nacimientos en que la mutación resultó incompleta.

—¿Ha sido saqueado el templo?

—Por hombres que, como tú, no eran de Skaith. Vinieron del cielo en medio de un enorme estrépito y terribles rayos. No pudimos combatir contra ellos.

—Habríais muerto de intentarlo. Sé de sacerdotes a los que les pasó lo mismo.

—¿De qué habría servido? —preguntó el monje. Su mirada fue de Stark a Ashton, que estaba de pie y atado—. Sólo sois dos. Pero quizá seáis un indicio, una señal de la Madre diciéndonos que enviará más.

—Esos hombres también son nuestros enemigos. Quisieron matarnos. Si nos ayudáis a llegar a Andapell, en el sur, encontraremos el modo de castigarles y, quizá, incluso de que devuelvan lo que os robaron —ofreció Stark.

El sacerdote le miró con total desprecio. Acto seguido, estudió el cielo, juzgó el tiempo que faltaba para el alba y les dijo a sus compañeros:

—Adelante con los preparativos. El festín será al amanecer.

El camino que conducía al templo era largo y fácil de subir, incluso para hombres maniatados. La inmensidad de la estructura se hizo evidente. Su imponente masa se recortaba en la claridad de las Tres Reinas, que dejaban ver fantásticos pináculos esculpidos. Las formas representadas eran las de serpentinos cuerpos marinos.

El templo poseía numerosas alas subterráneas. Stark y Ashton fueron conducidos a una sala de piedra donde ardían muchas antorchas. Allí, los monjes les drogaron con unos bastoncillos acerados que sumergieron en un líquido claro y que luego les inocularon bajo la piel. La resistencia de Stark fue muy breve. Se mantuvo consciente; veía, oía. Pero se sentía tan manso como un cordero.

La noche no era desagradable, ni la situación parecía alarmante. Los extraños hombres vestidos de azul les trataban con bondad, incluso con deferencia, aunque algunas de las plegarias resultaran muy largas. Stark, entonces, se amodorró. No le interesaba demasiado lo que pasaba.

Stark y Ashton fueron bañados en pilones encastrados llenos de agua de mar, caliente y fría. Los laterales de las bañeras estaban admirablemente esculpidos y las abluciones fueron muy ceremoniosas. Cuando acabaron, secaron a los dos hombres con toallas de seda. Les frotaron el cuerpo con aceites y perfumes, algunos de rarísimo olor. Luego, les ataviaron con ropas de seda y fueron conducidos a una sala iluminada con antorchas. Les hicieron sentar en cojines mullidos y les dieron de comer. Una comida muy curiosa, compuesta por varios platos distintos, cada uno de ellos con especias y sabores diferentes.

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