Read Piratas de Skaith Online

Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (19 page)

BOOK: Piratas de Skaith
9.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El pueblo de las Islas Blancas, cuyos bancos se derretían, atacaron Iubar en oleadas sucesivas y desesperadas. Pero la entrada al puerto se mantuvo cerrada y los muros resistieron.

Al cuarto día, Stark, demacrado y con la mirada perdida, volvió de su incursión. Fue directamente al barco y envió un mensaje para reunir a los suyos.

Llegaron. Nadie se atrevió a hablarle salvo Halk que, mirándole a la cara, le dijo:

—Su muerte fue mejor que la de Breca.

Stark inclinó la cabeza y se dirigió a Ashton.

—¿Has oído algo por la radio?

—Todavía nada.

—Mejor será que esperes aquí, Simon. Voy a conferenciar con los Reyes y puede que no nos dejen ni abrir la boca.

Ashton se encogió de hombros y se sentó en su puesto habitual, con las dos ametralladoras al alcance de la mano.

Stark ordenó a los remeros que se pusieran en marcha. Pero, en el último minuto, Morn llegó al muelle.

«Te acompaño, Hombre Oscuro».

—¿Por qué?

«Porque no conoces a los Tres Reyes. Incluso ignoras sus nombres. No sabes nada ni de sus costumbres ni de su historia. Sin mí ni siquiera te harán caso».

Stark dudó. Pero, al fin, asintió con la cabeza. Morn subió a bordo. Los Perros del Norte gruñeron; Stark les obligó a callar. Los remos se hundieron y el barco se encaminó a la salida del puerto. Se abrieron los diques lo suficiente como para permitirles cruzar.

Mientras bogaban por alta mar, Morn habló. Simon Ashton le había enseñado a Stark muchas cosas: entre ellas, a escuchar. Y Stark así lo hizo.

Cuando los primeros kayacs de piel salieron a su encuentro, Stark gritó:

—¡Nos asilamos en la Paz de Gengan y la Isla Sagrada de los Reyes! ¡Malditos sean quienes nos rechacen!

A disgusto, los tripulantes de los kayacs soltaron las armas y dispusieron una escolta; mientras tanto, cuatro kayacs se adelantaron entre los hielos movedizos y a medio fundir.

Stark vio que un buen número de Isleños Blancos habían tenido que trasladar las tiendas a la orilla, donde pudieron encontrar terreno lo suficientemente alto. Los rayos del Viejo Sol, obtenidos a tan alto precio, incitaron a los Isleños a quitarse algo de ropa, por lo que descubrían sus desnudas cabezas. Sus cabellos, recogidos en un moño al estilo guerrero, para que no los pudieran agarrar los enemigos, eran de muchos colores. El viento les había curtido el rostro y todos mostraban una línea más pálida a partir de donde les cubrían los capuchones de pieles. Sus rostros tenían marcas de profundo salvajismo, con mandíbulas fuertes, pómulos marcados y ojos muy hundidos de expresión feroz. Stark se preguntó si serían capaces de sonreír.

Uno de los kayacs se puso en cabeza y Stark lo siguió hasta que alcanzaron un banco de hielo tan antiguo y espeso que el sol apenas le causaba daño.

«El resto del viaje debe hacerse a pie», explicó Morn. «Mira allí abajo». Stark vio la punta de un gigantesco iceberg brillando bajo el sol.

«Es la Isla Sagrada. Deja los perros y las armas. No los necesitarás. Lleva una escolta, pero de no más de cuatro hombres».

Llevó a Ashton, Alderyk, Halk y Pedrallon. Sabak se quedó al mando del navío y Tuchvar como responsable de los perros. A éste le costó mucho trabajo calmarlos. Percibían la violencia y los destellos rojos de la matanza que los rodeaban.

Los Isleños dejaron los kayacs en la orilla y siguieron a Stark. A pie, se movían con una ferocidad controlada, colocando los pies como los predadores antes de saltar. Pero no echaron nunca mano de las armas.

«Son guerreros», explicó Morn, leyendo los pensamientos de Stark. «Máquinas de matar. No saben hacer otra cosa. Todo niño que demuestra miedo o debilidad es arrojado a los perros de caza».

Algunas bestias con pelaje de leopardo se recortaron sobre el banco de hielo, caminando con infinita agilidad sobre unos miembros cortos y fuertes, cuyas largas garras podían, de un solo golpe, destripar a un hombre. Los Isleños las vigilaban y, de vez en cuando, apartaban a aquéllas que se sentían atraídas por la carne humana.

El brillante pico del iceberg se fue acercando. Stark distinguió la base ancha y maciza, una verdadera isla de hielo. Las claras pendientes estaban marcadas por curiosas manchas oscuras, colocadas en hileras regulares unas encima de otras.

«Ahí se sientan sus reyes», le contó Morn.

Ante un estandarte fijado a una larga lanza de marfil marino finamente labrado, vieron a cuatro hombres. El estandarte brillaba bajo el sol como si fuera de oro. Mostraba una testa que tenía la forma de una cabeza humana, aunque mayor de lo normal. La expresión del rostro denotaba una dignidad dulce y triste.

Bajo el estandarte, los Cuatro Reyes de las Islas Blancas miraban fijamente a los extraños con ojos de lobo.

Delbane y Darik, Astrane y Aud: los Hijos de Gengan.

Cuatro grupitos separados formaban, sin duda, las guardias de honor de los Cuatro Reyes. Y, desde las paredes del iceberg, los reyes muertos también les observaban, de pie en sus nichos funerarios; sellados en el hielo y conservados intactos por el perpetuo frío. Stark no pudo contarlos; y las filas llegarían hasta la parte alta del iceberg, constelando las pendientes.

Arroyuelos de agua se derramaban ya por los acantilados de hielo y Stark se preguntó lo que sería de la Isla Sagrada cuando las tribus avanzasen hacia el norte.

«La dejarán aquí», respondo Morn, «bajo la protección de la Diosa. No se llevarán con ellos mas que la Cabeza de Gengan».

Avanzó un heraldo. Iba vestido como los otros Isleños, pero llevaba una vara de marfil marino rematada con una copia reducida de la Cabeza, también de oro.

—Queréis hablar con los Cuatro Reyes, pero, ¿quiénes sois? A éste, le conocemos, pues su pueblo es nuestro secular enemigo, —señaló a Morn con la vara—. Pero los demás nos resultáis desconocidos. Con su ayuda, habéis venido del norte y matado a muchos de los nuestros con armas que no conocíamos. ¿Qué motivo Podrían tener los Cuatro Reyes para concederos audiencia?

—Porque —replicó Stark— quieren reconquistar las tierras de sus ancestros, de donde fueron expulsados, y nosotros podemos ayudarles.

El heraldo volvió junto al estandarte y habló con los reyes. Volvió.

—Venid —pidió.

Cuando hubieron avanzado, les dijo:

—Deteneos ahí.

Frente a ellos vieron cuatro rostros homicidas, bajo diademas de marfil con magníficas incrustaciones de perlas. La mirada de los ojillos brillantes era como una puñalada. Parecían almas forjadas sin saber nada del amor, de la risa, de la misericordia o la bondad. A Stark se le erizó el cabello de la nuca; y N´Chaka reprimió un grito de desafío.

Los cuatro pares de ojos examinaron a Ashton; se entretuvieron curiosos en Alderyk; pasaron por Pedrallon, envuelto en ropa; y luego sobre la enorme estatura de Halk. Al fin, se detuvieron en Stark, reconociendo quizá algo que había en su rostro moreno y sus ojos claros y fríos.

—Avanzamos hacia el norte, hacia el sol —empezó Delbane, el mayor de los Reyes. Stark encontró en aquel hombre lo mismo que descubriera en el Alto Norte: locura nacida de una larga estancia en el frío y las tinieblas—. Esperamos hacerlo desde hace generaciones y nos hemos preparado. La Diosa nos ha dicho que ha llegado el momento. Es nuestro destino. ¿Cómo podéis ayudarnos?

—Habéis perdido los barcos de Iubar —respondió Stark. La calidez del Viejo Sol en el rostro parecía tibia sangre derramada—. Vuestro pueblo tendrá que viajar por tierra, al menos al principio, puesto que vuestras embarcaciones no pueden hacerse a la mar. No sabéis nada del mundo exterior; el norte está lleno de pueblos hostiles. Si partís solos, nunca veréis las tierras a las que anheláis llegar.

Aud, el más joven de los Reyes, saltó como si quisiera clavar sus dientes de carnívoro en la garganta de Stark. Pero empezó a discurrir, machacando el hielo con los pies y abriendo sus brazos.

—¡Desde hace generaciones! ¡Ya lo habéis oído, hermanos enemigos! Innumerables años de espera hasta que por fin nos sentimos preparados. ¿Ves esa cabeza de oro? Es la Cabeza de Gengan, nuestro señor y rey durante la Migración. Era un sabio, un hombre pacífico. Nosotros éramos un pueblo pacífico. No llevábamos armas, ni teníamos ejército; nuestro piadoso y altanero pacifismo nos hacía sentirnos orgullosos.

«Pero, cuando el poder de los pueblos armados bajo los que nos cobijábamos disminuyó, cuando las hordas salvajes que habían sido contenidas se lanzaron contra nosotros con todas sus armas, no pudimos hacer otra cosa que huir.

«Huimos, a lo largo de toda la curvatura de Nuestra Madre Skaith. Y finalmente, los supervivientes fueron acorralados en el Blanco Sur, en un lugar tan cruel, tan estéril, que nadie era capaz de reclamarlo. Allí nos detuvimos y aprendimos a sobrevivir. Los cuatro Hijos de Gengan se convirtieron en reyes de la cuarta parte de nuestro pueblo. Y desde entonces, cada uno ha estado en guerra con los otros tres. Sólo los más feroces y afortunados sobreviven; y, si viven mucho tiempo, son ofrecidos a la Diosa. Ahora, estamos preparados. Ahora, vamos a recuperar lo que fue nuestro y a vivir de nuevo bajo el sol. —Aud dejó de hablar y miró a los extranjeros con desprecio—. Si un niño llora por la mordedura del frío, lo matamos, para que una semilla tan débil no pueda reproducirse. ¿Cómo van a servirnos de algo unas criaturas tan débiles como vosotros?

—Estas débiles criaturas han matado a muchos de los vuestros —replicó Stark, sonriendo cruelmente.

Una sombra rojiza se albergó en los pómulos de Aud. Sus ojos ardieron. Stark pasó delante de él y les habló a los demás Reyes.

—¿Sabéis dónde encontrar vuestras tierras perdidas?

Cada uno de los Reyes sacó de entre las pieles una placa de oro taladrada de tal modo que la podían llevar colgada del cuello mediante una cuerdecilla de cuero. Cada placa exhibía un mapa idéntico, profundamente grabado. Aunque la escala fuese falsa, Stark pudo identificar los contornos de costas y mares: el verdadero emplazamiento de Skeg y la llanura de Ged Darod, en el noroeste.

Colocó un dedo en la placa de Delbane.

—Aquí —dijo.

Los Reyes resoplaron sorprendidos.

—Si eres un extranjero, ¿cómo puedes saberlo? —le preguntó Aud.

—A veces, los extranjeros saben algunas cosas. Por ejemplo, puedo deciros que en ese lugar se alza una ciudad grande y poderosa. La ciudad de los Heraldos. Deberéis conquistarla antes de poder recuperar vuestras tierras. —Se volvió; con un dedo, señaló los bancos de hielo—. Sois guerreros; desconocéis el miedo. Pero no habéis podido cruzar las murallas de Iubar. Ged Darod es cien veces más fuerte. Con esas lanzas de punta de hueso, ¿cómo esperáis vencer las defensas de Ged Darod?

Los Reyes le escrutaron con sus ojillos pequeños, furiosos y crueles, sumidos en una carne endurecida por eternidades de vientos implacables.

—¿Qué nos prueba que esa ciudad existe? —quiso saber Darik.

—Morn estuvo en ella. Dejad que os la enseñe.

Dirigieron a Morn una mirada enfurecida. Astrane se lo pidió:

—Enséñanosla.

Asintiendo, Morn recurrió a sus recuerdos. Al poco, en la mente de Stark se reconstruyeron los templos de tejados centelleantes de Ged Darod, las multitudes de sus calles, el bastión de la Ciudad Alta, el centro del poder de los Heraldos.

Los Reyes gruñeron y sacudieron la cabeza. Se negaban a traicionar su evolución.

—Somos fuertes —adujeron—. Fuertes guerreros.

—Sois salvajes —replicó Stark—. Hace siglos que permanecéis apartados del mundo. No podéis combatir con más armas que el valor... por numerosos que seáis. Y no lo sois. ¿Cuántos de los vuestros han muerto aquí... en vano?

Miró de nuevo los miserables campamentos de telas de piel. Los Cuatro Reyes de feroz mirada guardaron silencio. Finalmente, Delbane habló.

—Sin embargo, iremos hacía el norte. Pero puede que digas la verdad.

—Os hacen falta aliados. Muchos. Y también armas. Como punta de lanza de un ejército, seríais terribles. Iubar también se dirige al norte. Os necesitáis los unos a los otros. Id a Iubar. Por vuestro propio interés.

Sopló un viento tibio. Arroyos de agua lavaban la cara de los reyes muertos de ojos helados, que seguían montando guardia en las laderas del iceberg.

Súbitamente, Aud empezó a lanzar imprecaciones, golpeándose el pecho con los puños.

Delbane le hizo callar y se dirigió a Stark.

—¿Nos prometes barcos?

—Si partimos, sí.

Delbane inclinó la cabeza.

—Nosotros cuatro hemos de reunirnos en consejo.

22

Como Gerrith había profetizado, Irnan era una ciudad muerta. Debido al asedio, no había cosechado en sus campiñas otra cosa que cadáveres. Sus habitantes se habían dispersado entre las demás ciudades estado, esperando el final del invierno. La inmensa puerta se veía abierta. Nadie se quedó allí para oponerse a los Errantes cuando llegaron.

Pero apenas aparecieron un centenar; en su mayoría, rezagados de la gran derrota del ejército de los Errantes. El miedo, o las heridas, les forzaron a refugiarse en las colinas en lugar de volver a Ged Darod con el grueso de las tropas cuando los rayos celestes de los extranjeros les cerraron el camino de Irnan. Los rezagados fueron cada vez más numerosos. Huían.

Al llegar antes que de costumbre, el frío les asaltó como un enemigo furtivo. Sufrieron hambre y los ataques de las Bandas Salvajes. Temblaban a causa de la desnudez de sus cuerpos, su pintura corporal parecía desteñida, las oriflamas pendían mates. El viento helado les empujaba hacia el sur. No se detuvieron en Irnan más que para ver si quedaba algo por rapiñar.

Cruzaron el túnel de la muralla y penetraron en la gran plaza que había en su extremo. Descubrieron que la ciudad no estaba totalmente desierta.

En la plataforma que ocupaba el centro de la plaza encontraron a una mujer sentada en cuclillas. Según la costumbre, la plataforma servía para las ejecuciones públicas. Pero los postes en que se ataba a las víctimas yacían en el suelo. Los cabellos oscuros de la joven la cubrían como una capa, salvo cuando el viento se los levantaba, desvelando su cuerpo, pintado con espirales rosas y plata, ya borradas por el tiempo, las lluvias y los arañazos de las zarzas. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormida.

Una delgada nube de humo subía de una de las casas.

En la plaza apareció un hombre. Un hombre musculoso, vestido con un traje abandonado por algún mercader irnaniano. Su boca parecía indolente, los ojos inteligentes y burlones. Llevaba una copa de vino.

BOOK: Piratas de Skaith
9.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Jimmy by Malmborg, William
The Bully Book by Eric Kahn Gale
Bring Him Back by Scott Mariani
Into Darkness by Richard Fox
B. Alexander Howerton by The Wyrding Stone
Elusive Hope by Marylu Tyndall