Authors: Leigh Brackett
Inmensas nubes negras se cruzaron sobre el rostro del Viejo Sol. La claridad disminuyó. La nieve voló en los lejanos picos.
Kell de Marg tembló y salió del balcón.
No habló hasta que dejaron el corredor y alcanzaron un lugar en el que las llamas de las lamparillas se mantenían rectas y no había corrientes de aire. Incluso allí, no dejó de envolverse en la capa.
Despidió a la servidora y habló con el adivino.
—¿Cuánto tiempo?
—Lo ignoro, Hija de Skaith. Sólo puedo decir que el fin se acerca y que la Madre te ofrece una elección.
Kell de Marg sabía cuál era aquella elección. Pero obligó al adivino a decírsela, por si su sabiduría era superior a la suya propia.
—Debemos volver al exterior y buscar otro lugar, o quedarnos aquí y disponernos a morir. Puede tardar varias generaciones, pero la decisión no puede demorarse. Cuando la Diosa de la Sombra reafirme su poder, no habrá posibilidad de elección.
Kell de Marg se apretó la capa todavía más alrededor del cuerpo. Pero no por ello dejó de tener frío.
Al otro lado de las Llamas Brujas, bajo el paso del Hombre Tendido, el Señor del Hierro de Thyra consultaba con sus propios augures. Estaba asistido únicamente por su Primer Aprendiz, en la forja dedicada al Herrero Strayer. Aquel horno se encontraba sumido profundamente en el interior del alto flanco del monte en ruinas donde los hombres de Thyra, a costa de un duro esfuerzo, extraían el fuego.
Tomó del horno un pequeño cazo de metal fundido y, mientras el aprendiz salmodiaba las palabras rituales, lanzó el contenido de la cazoleta a un barreño de hierro lleno de arena fina y agua fría. Se elevó una intensa humareda de vapor y se escuchó un siseo. Cuando se acalló, el aprendiz tiró el agua que quedaba y el Señor del Hierro contempló la figura dibujada en la arena.
La observó atentamente, cruzó las manos sobre el enorme pectoral de hierro, con la forma del Martillo de Strayer, e inclinó la cabeza.
—¡La misma! El metal carece de poder. La fuerza divina de Strayer nos ha abandonado.
—¿Queréis probar otra vez, Señor del Fuego?
—Es inútil. Mira. Mira las pequeñas marcas brillantes que se dirigen al sur. Siempre al sur. Pero aquí, en el norte, el metal parece retorcido y oscuro.
—¿Debemos abandonar Thyra? —susurró el aprendiz.
—Podemos quedarnos —dijo el Señor del Fuego—. La elección depende de nosotros. Pero Strayer se ha marchado antes que nosotros. Su esencia es el calor y el fuego de las forjas. Strayer ha huido ante la Dama del Hielo.
Al sur de Thyra, en las lindes de las Tierras Oscuras, el Pueblo de las Torres se preparaba para el invierno.
El verano, la estación bendita, había sido anormalmente corto y frío. Los recolectores de líquenes habían regresado de modo obligado mucho antes, con una pobre cosecha. Y las hierbas más robustas no habían germinado. El pueblo se enfrentó antes a rudos inviernos en su campamento fortificado, donde las torres en ruinas formaban un amplio círculo en cuyo centro se encontraba un monumento sin rostro. Pero pensaban que nunca el invierno había llegado tan pronto, y con vientos tan terribles. También sabían que su ganado nunca estuvo tan delgado, ni sus silos tan poco abastecidos.
Hargoth, el Rey de la Cosecha, y sus sacerdotes brujos ocuparon su puesto habitual. Todos eran hombres delgados y grises. Máscaras grises protegían del frío sus estrechas facciones. Hargoth, que veneraba a la Diosa Oscura pero que también celebraba sacrificios en honor al Viejo Sol, habló con su Dama. Cuando acabó, mantuvo silencio durante mucho rato. Al fin, dijo:
—Lanzaré los dados del Hijo de la Primavera.
Los lanzó tres veces; otras tres; incluso tres veces más.
Sólo los ojos y la boca de Hargoth resultaban visibles bajo la máscara, adornada con símbolos estilizados del maíz en una región donde el maíz no crecía desde hacía un milenio. Los ojos de Hargoth brillaban con la luz de la locura ocasionada por las tinieblas invernales. El viento disolvía el vapor que le salía de la boca.
—Señalan el sur —insistió—. Tres veces, tres veces más y otras tres veces. Al sur se encuentran la vida y el Viejo Sol. Aquí, sólo la muerte y el reino de la Diosa. Debemos elegir.
Alzó los ojos hacia el cielo agresivo y lejano.
—¿Dónde está el Liberador, el hombre nacido en las estrellas que debía conducirnos a un mundo mejor?
—Era un falso profeta —respondió uno de los sacerdotes. Había seguido a Stark y a Hargoth hasta Thyra y sobrevivido al periplo—. Los navíos han salido de Skaith. Las rutas estelares, como siempre, siguen cerradas.
Hargoth avanzó hacia las Torres donde se encontraba su pueblo. Se detuvo ante el monumento y les habló:
—Las rutas permanecen cerradas para nosotros; pero quizá se abran para nuestros hijos, o para los hijos de nuestros hijos. Cualquier vida es preferible a la muerte.
Volvió a lanzar los dados. Y, de nuevo, marcaron el sur.
Alderyk el Fallarin, asomado sobre una roca, contemplaba el paisaje con intenso malestar.
Acostumbrado de toda la vida al desierto septentrional, puro y frío, encontraba difícil respirar el aire de las tierras bajas. La lujuriante vegetación le parecía tan inútil como repugnante. Los arbustos crecían uno sobre otro, de tal modo que las plantas quedaban sofocadas y se pudrían antes de alcanzar la madurez. Una fetidez verde y dulzona invadía constantemente su olfato. Y, cuando su pelaje oscuro y liso no quedaba empapado por los súbitos aguaceros, chorreaba descorazonado a causa de su propio sudor.
Y, después de lo pasado, ante él, extendiéndose hasta el otro extremo del mundo, se veía aquel horror en movimiento al que llamaban mar.
A su lado, su amigo Vaybars le dijo:
—Me parece que nos equivocamos cuando decidimos seguir a la Mujer Sabia.
Alderyk gruñó y se rascó el cuello. Echaba en falta el collarín de oro que entregó a Penkawr-Che como parte del rescate de Vaybars.
—Al menos —respondió—, hacemos algo de lo que queríamos hacer al venir al sur. Estamos aprendiendo muchas cosas sobre este infecto mundo en el que vivimos.
Con un solo error, el mercenario les había guiado correctamente. Intentó traicionarles llevándoles a una ciudad en la que sabía que se hallaban tropas suficientes como para vencerles. Gerd puso fin a aquel proyecto y los perros le enseñaron al hombre la locura que era intentar engañar a una jauría de telépatas. No renovó sus intentos de traición.
Les condujo por caminos agrestes y relativamente poco frecuentados. Sólo encontraron vagabundos o campesinos armados que se encerraban en sus pueblos y les miraban al pasar, sin hacer nada que les molestase salvo exigir precios de escándalo por lo que les vendían por encima de las empalizadas.
Incluso así, el grupo no habría podido seguir sin los perros. Bandas de mercenarios patrullaban la región en su busca. Más de una vez tuvieron que ocultarse en un bosque para ver pasar a un grupo montado, o se apartaron del camino porque los perros advirtieron que detectaban hombres ante ellos. Durante toda una larga noche jugaron al gato y al ratón con un grupo montado en los desfiladeros de unas colinas de la jungla: hombres a los que no llegaron a ver y a los que evitaron sólo gracias a los perros.
Al fin, llegaron al mar, y descubrieron una ciudad especialmente desagradable colgada de los acantilados, bajo el preciso lugar en que se encontraban los dos Fallarins. Minúsculas casas redondas, blanqueadas por los excrementos de un millón de pájaros hasta el punto de parecer bolas de guano, se agarraban a la roca desnuda de los dos lados de una estrecha grieta que subía desde un puertecillo a través de una sucesión de bajos escalones. Al pie de los escalones, al borde de la rada, había un pequeño albergue del que Alderyk apenas pudo distinguir el puntiagudo tejado. Pese a ello, no inspiraba confianza. Alderyk no sabía nada de las cosas del mar. Sin embargo, aquel puerto parecía lo bastante profundo y estaba protegido por un dique curvo. Sólo planteaba una seria dificultad: en el puerto no se veía un solo barco.
Alderyk desplegó las alas. Una brisa húmeda y lánguida provenía del mar. La atrapó con las alas y el viento le agitó el pelaje. Olía a sal y a peces. Era una brisa estúpida y perezosa; pero podía hablar. La acarició y la escuchó.
A su lado, Vaybars hizo lo mismo, igual que los otros cuatro Fallarins que se colgaban a su capricho a lo largo del despeñadero. La brisa, feliz por su compañía, les habló. Con palabras dulces, indolentes, escucharon el salpicar del agua contras los cascos huecos, el chasquido de las velas, el agitarse de las cuerdas.
A poca distancia, Halk miraba a los Fallarins y esperaba impaciente.
El resto del grupo, camuflado en los confines de la jungla que se extendía hasta casi el acantilado, descansaba los fatigados huesos. Salvo Tuchvar, que se ocupaba de los perros.
El calor tropical resultaba muy pesado para los Perros del Norte, que, además, carecían de alimentos adecuados. Tuchvar les acariciaba el áspero pelaje prometiéndoles que todo mejoraría en cuanto embarcasen. «Barco» era para ellos un concepto totalmente nuevo. Al mar lo vieron y oyeron al borde del acantilado; y no les gustó mucho.
Sentada junto a Halk, con los ojos cerrados, las manos cruzadas, estaba Gerrith. Quizá dormida. Quizá viendo cosas que se movían más allá de sus cerrados párpados.
Según la antigua tradición de su ciudad estado, Halk fue educado en la creencia de que la Mujer Sabia de Irnan era un oráculo infalible o, al menos, un oráculo que debía tomarse en serio. Creyó en la profecía del Hombre Oscuro hecha por la madre de Gerrith. Y, pese a sus dudas y la amargura de la desesperanza, la Ciudadela de los Señores Protectores había caído, el asedio sobre Irnan se había terminado y las rutas estelares estaban casi abiertas. Casi. Pero eso era lo peor de todo. La profecía había resultado falsa; una pérdida de tiempo, de sangre, de muertos. Al fin, aquella Gerrith había profetizado. No podía negar aquella predicción, pero tampoco creer en ella. Si el manto de la verdad cubría los hombros de Gerrith, si aún restaba una oportunidad de librar a Irnan de la tiranía de la Madre Skaith y sus Señores Protectores, Halk debía hacer cuanto estuviera en su mano para conseguirlo.
Sin embargo, Gerrith era una mujer enamorada. ¿Quién podía saber hasta qué punto el amor turbaba sus visiones?
Con la espada en las rodillas, Halk pulía la larga hoja con un pañuelo de seda. Pensaba en Breca, su escudera, muerta con una espada thyrana clavada en el pecho; y en el modo en que los thyranos la arrojaron a Los Que Viven Fuera, como una carroña que se echa a los perros hambrientos.
Stark les guió hasta Thyra. Cualquier otro hombre habría encontrado mejor camino para llegar a la Ciudadela. Él mismo, Halk, habría dado con ella si la profecía le hubiera designado como salvador de Irnan. ¿Por qué no a él, Halk, antes que a un extranjero, alguien desconocido, procedente de quién sabe qué planeta perdido en las estrellas? Aquello le atormentaba desde el principio, pues se debatía entre el deseo de que Stark triunfase y liberase Irnan y el ansia de verle fracasar por haber usurpado su puesto. Halk pensaba que Stark era responsable de la muerte de Breca. Deseó matarle cien veces. Y cien veces se contuvo por amor a Irnan.
Pero, en aquella ocasión, si la profecía era falsa y Stark volvía a fracasar, sólo la muerte de uno de ellos salvaría a Stark de la espada de Halk.
Gerd levantó la cabeza y gruñó. Había leído los pensamientos de Halk. El hombre le miró con ojos demoníacos y pensó: «Ni siquiera tú, perro del infierno. Si Stark pudo vencerte, también podré yo». Pasó el pulgar por el filo de la espada.
Alderyk se reunió con ellos, procedente del acantilado.
—He visto barcos —explicó—. Casi todos son pequeños, pero hay uno lo bastante grande como para que podamos embarcar.
—¿Dónde está?
—A lo lejos, con los demás. Les guía. Parece que cazan.
—Pescan.
—Bueno, pescan. Volverán al puerto por la noche.
—El nuestro debe volver inmediatamente —cortó Gerrith.
Abrió los ojos, miró a Alderyk y repitió:
—Inmediatamente.
—Somos muy pocos para llamar a las grandes tempestades —replicó Alderyk—, pero haremos lo que podamos.
Volvió al acantilado. Los seis Fallarins formaron un apretado grupo. Los Tarfs montaban guardia a su alrededor. Los Fallarins abrieron las alas, que brillaron al sol lanzando destellos rojos y ocres. Empezaron a cantar a la pequeña brisa suave e indolente que soplaba desde el mar.
Halk apenas escuchaba el cántico. Pero poseía autoridad, era insistente, y despertó en él un raro sentimiento pese a su poca imaginativa alma. No le gustaban los Fallarins, pues no le gustaban las cosas que le hacían pensar. Su apasionada dedicación a la causa de la emigración había sido puramente pragmática, basada en el odio hacia la esclavitud impuesta a su pueblo por los Heraldos y en la convicción de que la vida podría ser mejor en otra parte. Su anhelo por las rutas estelares no ocultaba ningún embelesamiento personal. Cuando pensaba en la acción física de transportarse a otro mundo, sentía repulsión.
No pudo evitar un estremecimiento cuando la brisa se hizo más fuerte.
En el mar, más allá del promontorio del sur, la flota de pescadores percibió el cambio. En primer término, ligero. Los hombres de las barcas, desperdigadas, arrastrando las redes, apenas lo notaron.
En el barco grande, el orgullo protector de la flota, los remeros roncaban en los bancos. El patrón y su segundo jugaban perezosamente a los dados bajo un tenderete plantado en el puente.
El barco había sido construido con dos fines: como navío de combate para defender la flota de los merodeadores y como navío de carga para transportar la pesca al mercado. Pero como suele ocurrir con la mayor parte de los compromisos, dejaba mucho que desear en ambas funciones. Sin embargo, flotaba. Tenía su propia yola y un soberbio mascarón de proa que se asemejaba a un espíritu protector, capaz de afrontar las olas con tanto ímpetu que la nave parecía equipada con un timón en la proa y otro en la popa.
La gran vela cuadrada, que flotaba como una sábana a causa de la pobre brisa, se hinchó. La verga giró. Las cuerdas, con un chasquido, se tensaron.
El patrón bebió un largo trago de una cantimplora y se preguntó si debía despertar a la tripulación para que se dedicase a la ingrata tarea de recoger la vela. Aquello implicaba izarla de nuevo más tarde, trabajo todavía más fastidioso. La brisa pararía. Si no lo hacía, ya daría la orden.