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Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (7 page)

BOOK: Piratas de Skaith
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—Nos llaman los Nithis, el Pueblo de la Landa —dijo uno de los hombres como respuesta a la pregunta de Ashton.

Como Norverann, el hombre parecía hecho de sólida y resistente madera. Sus ojos, marrones y secretos, su boca cuadrada de labios anchos y fuertes dientes, daban una impresión de parentesco con cosas elementales y desconocidas... Tierra, raíces, aguas y tinieblas subterráneas.

—¿Comerciáis con el pueblo de la jungla? —preguntó Stark.

El hombre sonrió tranquilamente.

—Un comercio que deja poco beneficio —replicó.

—¿Los coméis?

El tono de Stark daba la sensación de que aquello le parecía natural.

El hombre se encogió de hombros.

—Adoran al Viejo Sol. Nosotros, se los dedicamos a la Diosa.

—En ese caso, debéis conocer un camino que conduzca a la jungla.

—Sí —replicó el hombre—. Ahora, dormid.

Se fue con los otros, llevándose los objetos de oro. Los costados de la tienda se estremecían movidos por el viento. Las voces de la gente que había fuera parecían lejanas y extrañas.

Ashton sacudió la cabeza.

—La Vieja Madre Skaith está llena de sorpresas. Y son raramente agradables. El muchacho, el Esposo, que se irá con la Hija cuando cumpla dieciocho años, a menos que se lo exijan antes, se diría que se trata de un sacrificio ritual.

—El muchacho parece que lo considera un placer —comentó Stark—. Si no tienes más hambre, duerme.

Ashton se cubrió con una manta remendada y guardó silencio.

Stark miró la parte superior de la tienda que ondeaba con el viento. Pensaba en Gerrith. Esperaba que estuviera lejos de Irnan. Esperaba que estuviera a salvo.

Pensó en muchas cosas y sintió que el furor crecía en él tan intensamente que se convirtió en una fiebre, un martilleo. La sombra verde se enrojeció ante sus ojos. Pero, puesto que la rabia era inútil, la dominó. Y, puesto que el sueño era necesario, durmió.

Se despertó lanzando un alarido animal; entre sus manos, a punto de romperse, encontró el cuello de un hombre.

8

Tranquila, la voz de Ashton dijo:

—Eric, no está armado.

Medio atontado por la falta de riego, el rostro del hombre que miraba a Stark tenía los ojos y la boca desencajados por el miedo. Su cuerpo, tenso, intentaba acomodarse a la terrible presa a la que no había podido resistir. Las reacciones de los Nithis eran lentas, más del mundo vegetal que del animal.

Con un gruñido, Stark lo soltó.

—Estabas sobre mí —explicó.

El hombre aspiró y se palpó el cuello.

—Tenía curiosidad —resopló— por ver a un hombre venido de otro mundo. Y estás en mi cama. —Miró a Ashton—. ¿También él viene de otro mundo?

—Sí.

—Pero no os parecéis.

—¿Se parecen todos los hombres de Skaith?

Frotándose el cuello, el hombre reflexionó.

Stark escuchó fuera una música suave y melancólica. Las voces sonaban cercanas y concisas. Olía a cocina.

—No —replicó el hombre—. Claro que no, pero eso no tiene nada que ver con los extranjeros. —Era joven, ligero, con los ojos marrones y secretos que Stark empezaba a temer—. Soy Ceidrin, hermano del Esposo. Os debo conducir al festín.

Irguiendo la espalda, salió de la tienda sin comprobar si le seguían.

El Viejo Sol se ponía con su habitual furor senil, envuelto en rayos de cobre fundido con estrías amarillas. Unos doscientos hombres y mujeres, y un centenar de niños, se habían reunido en el espacio abierto entre las tiendas y la amenazante Morada del Invierno. Miraban al Viejo Sol. Sobre un pilar de roca erosionado, ardía una hoguera. Cethlin estaba en pie, junto a las llamas. Detrás de él, Norverann sujetaba una copa de oro. Ya no se oía la música. Tras un silencio intenso, volvió el sonido: tamboriles, flautas y dos instrumentos de varias cuerdas. En aquella ocasión la música no fue melancólica. Sonó estridente, dura y agresiva.

Bajó de volumen y los reunidos empezaron a salmodiar.

«El Viejo Sol desciende a las tinieblas; quizá nunca regrese. El Viejo Sol muere; quizá nunca renazca. Ojalá la mano de la Diosa lo destruya. Ojalá la paz de la Diosa se extienda sobre Skaith, sobre todos nosotros».

Cethlin tomó la copa de oro de manos de su madre.

En el preciso instante en que el disco de la estrella escarlata desaparecía bajo el horizonte, apagó el fuego que ardía en el pilar.

«El Viejo Sol ha muerto», salmodiaron los Nithis. «Nunca más se levantará. La Diosa nos concederá la paz de esta noche. No habrá un nuevo amanecer...»

Agua y cenizas humeantes chorreaban a lo largo del pilar.

Cuando el canto hubo terminado, Stark interrogó a Ceidrin.

—¿Lo hacéis todas las noches?

—Todas las que pasamos en la superficie.

—Casi todo el mundo ruega para que el Viejo Sol se levante de nuevo y haya un nuevo amanecer.

—La Diosa les castigará.

Stark se estremeció. Había percibido el aliento de la Diosa cuando Hargoth, el Rey de la Cosecha, y sus sacerdotes le enviaron a los carros de Amnir, el mercader de Komrey. Amnir, sus hombres y sus bestias fueron admitidos en la paz de la Diosa mientras el hielo brillaba en sus caras. Pero incluso Hargoth hizo sacrificios al Viejo Sol por temor a que la Oscura Trinidad conquistara Skaith antes de lo previsto. Los Nithis, aparentemente, estaban dotados de un instinto suicida desarrollado al máximo.

Se sentaron sobre el suelo, alrededor de anchas esteras de tela gruesa. Los pájaros amarillos se paseaban entre ellos a sus anchas. Entre hogueras de espinos, humeaban los calderos.

Ashton aspiró.

—Me pregunto lo que habrá en las marmitas.

—Sea lo que sea, cómelo —le advirtió Stark.

Ceidrin les hizo un gesto para que se sentasen entre Cethlin y Norverann. Sirvieron la comida en cuencos de piedra finamente tallada y en platos de hueso labrado que debían provenir de las junglas que se extendían al final de la landa. Les sirvieron un pan burdo, sin levadura, con un poco de tierra de Skaith, y un estofado de granos y legumbres con una ínfima cantidad de carne. Una carne blanca y fibrosa que seguía pegada a unos crujientes huesecillos. La mirada de Stark fue de su ración a los amistosos pájaros.

—Pedimos su perdón —dijo Norverann—, lo mismo que se lo pedimos al grano que cosechamos y a todas las cosas vivientes que arrancamos de la tierra. Lo comprenden. Saben que algún día se alimentarán de nosotros. —Hizo un gesto circular—. Por turnos, somos todos lo mismo.

—¿Y tu hijo? —preguntó Ashton—. Cuando llegue su hora, ¿empuñará tu mano el puñal que le traspase el corazón?

—Naturalmente —replicó Norverann.

Cethlin miró a Ashton con tranquila sorpresa.

—¿A quién más le cabría tal honor? —preguntó el muchacho.

Stark siguió comiendo. Los pájaros amarillos picoteaban a su alrededor mirándoles de soslayo; eran conscientes de su condición extranjera. Los músicos acabaron de comer y recogieron los instrumentos. Una mujer se levantó y empezó a cantar. Su voz sonaba como una flauta por encima de los murmullos de las conversaciones.

—Ahora —continuó Norverann—, quisiera saber qué clase de fuerzas amenazan el este de nuestro cuerpo.

Stark se lo explicó lo mejor que pudo.

—Creo que no causarán más daño que el ya producido por el aterrizaje de los dos navíos cuando llegaron. No tardarán en partir.

—De la landa. ¿Y de Skaith?

—También. Los Heraldos han expulsado a todos los navíos. Ninguno volverá.

—Está bien —respondió Norverann—. La Madre Skaith debe consagrarse a sus propios hijos.

—¿Tienes algún tipo de Visión?

—Yo, no. Mi hijo oyó hablar a la Diosa cuando soplaba el viento nocturno. Le ordenó que se preparase para los esponsales. Este invierno, o el próximo... creo que la espera no será larga.

Encendieron antorchas. Los restos del festín fueron retirados. La música parecía diferente. La gente empezó a levantarse, y caminó de un lado para otro entre las teas, disponiéndose a bailar.

Norverann se levantó y les dirigió amablemente la palabra.

—¿Estáis mejor? ¿Descansados? Muy bien. Ha llegado el momento de que os vayáis.

—Mi dama —dijo Stark—, creo que sería mejor que esperásemos a que amaneciera.

—Contaréis con un guía y las Tres Reinas os iluminarán el camino. Ceidrin...

A disgusto, el hombre protestó:

—Me perderé el baile.

—La que espera a estos dos hombres no puede aguardar. Ni puede confundírsela. ¡No lo olvides, Ceidrin!

En el momento en que el joven Esposo avanzaba para reunirse con los danzantes, Stark le sujetó por el hombro.

—Cethlin, tu madre me ha dicho que es a ti a quien tengo que preguntarle. ¿Quién nos reclama, y por qué?

—Si te lo dijera, podrías intentar escapar, ¿verdad? —Cethlin sonrió, soltándose—. Ve con mi hermano.

Ceidrin tomó una antorcha y llamó a otros dos hombres. Se dirigió Con ellos hacia la Casa del Invierno. Como no tenían otra elección, Stark y Ashton le dieron las gracias a Norverann por su hospitalidad y les siguieron.

Pasaron ante el espacio reservado para el baile. Cethlin tomó la mano de una joven de ojos desazonados. Sus largos cabellos se adornaban con guirnaldas. Lánguidas flautas y sutiles cuerdas animaron a los bailarines. Cethlin avanzó con su compañera, iniciando una danza laberíntica tan graciosa como siniestra. Dulces e insistentes, los tambores latían como corazones.

—¿Cómo acabará todo esto? —le preguntó Ashton a Ceidrin.

—La chica con las guirnaldas, que personifica al Verano, será conducida a lo más profundo del laberinto y allí se quedará hasta que sea vencida por el agotamiento.

—¿Morirá?

—No antes de varias noches —replicó Ceidrin—. Por lo menos, no me perderé eso. No es tan fácil librarse de la mala estación.

—¿Por qué —insistió Stark— tenéis tanta prisa por conseguir la paz de la Diosa?

Ceidrin le miró con total desprecio.

—Su reino es inevitable. Sólo queremos adelantar su llegada. Espero poder verlo algún día. Pero también espero, antes de que la Diosa me lleve, poder ver desde este elevado lugar la jungla negra y envilecida y muertos a todos los adoradores del Viejo Sol.

—Son muchos —le recordó Stark—. Todos hacen sacrificios al Viejo Sol para mantenerlo con vida. No creo que la Diosa reine pronto en Skaith. ¿Dónde nos llevas?

—Abajo —respondió Ceidrin—. A la jungla. Una vez allí, podéis hacer lo que mejor os parezca.

—Nos hacen falta armas.

—Salvo los cuchillos de la cocina y las hoces que usamos en la cosecha, no tenemos. Y ésas no os las daremos. Ni aunque quisiéramos os las podríamos dar —añadió.

La masa ingente y antigua de la casa de piedra les absorbió, borrando tanto la música como a los danzarines que dibujaban un laberinto con sus pasos. En el interior, encontraron otra especie de laberinto, lleno de trampas y desvíos capaces de descorazonar a los intrusos. Ceidrin, portador de la única antorcha, les hizo salir de todas las trampas y les llevó por una red de cavernas, muy pobre en comparación con las magníficas cuevas de la Morada de la Madre, pero lo bastante grande para una gente que sólo anhelaba sobrevivir al invierno. Aunque Stark dudaba que el invierno fuera especialmente duro en aquella meseta. El santuario se debía, sin duda, más al rito que a la necesidad; el alimento, evidentemente, podía constituir un problema. La landa, incluso en verano, era estéril.

—En estas guaridas, además de lo que resulta evidente, ¿qué más hacéis? —interrogó Stark.

—Las flores y la hierba descansan. Nosotros también.

En algo parecido a una sala comunal, con un pequeño hogar y un techo tan bajo que Stark debió inclinarse para evitar las raíces nudosas que colgaban de él, Ceidrin abrió una de las grandes jarras de piedra colocadas a un lado, junto a baúles de grano y varías cisternas. La jarra estaba llena de cabezas de flores secas. El perfume concentrado y polvoriento que emanaba de ella bastaba para atontar a cualquiera.

—Vivas, nos dan su amistad; muertas, sueños. El invierno es oscuro y dulce.

Devotamente, volvió a taparlas y siguieron andando. Las cavernas estaban limpias y bien provistas. Sin embargo, Stark no envidiaba ni a los Nithis ni su vida tan adaptada.

Inclinados, atravesaron un corredor estrecho y se encontraron bruscamente en mitad de la noche, sobre una estrecha cornisa semejante al nido de un ave. La cornisa dominaba la jungla desde muy arriba; la selva se extendía, inmensa y tenebrosa, hasta donde llegaba la vista. La primera de las Tres Reinas acababa de levantarse. Les facilitaba la claridad suficiente como para que Stark pudiera ver el camino. Ashton también lo vio. Murmuró algo, quizá un juramento. O una plegaria. O las dos cosas.

Ceidrin apagó la antorcha y la dejó a un lado. Más que luz, necesitaba las dos manos. Empezó a descender.

Los acantilados estaban marcados por la erosión, dañados por las caídas de rocas podridas. El camino, a veces, era un sendero; en otras ocasiones, una escalera; de modo ocasional sólo asideros y apoyos precarios tallados en una pared cortada a pico. El aire cálido subía hasta ellos desde la jungla en turbulentas corrientes que atacaban a los hombres con intensidad cruel. Eventualmente, el sendero se introducía en el acantilado. Cuando llegaba el caso, el viento los seguía con ferocidad, impulsándolos hacia arriba como chispas de una fragua. En algunos lugares encontraron ingeniosos sistemas de cuerdas y poleas. Stark pensó que su función sería la de facilitar el ascenso de los hombres cargados con los botines obtenidos en las tierras bajas.

La inmensa pléyade lechosa subió al cielo. Su claridad se hizo más intensa. En la inmensidad sombría que había más abajo, algo brilló, se extendió y se convirtió en una serpiente de plata que se ondulaba por la oscuridad. Un río que corría hacia el mar.

Stark gritó para que le oyeran por encima del aullido del viento.

—¿A qué distancia está el mar?

Ceidrin sacudió la cabeza con arrogante desdén.

—Nunca lo hemos visto.

Stark tomó nota de la dirección, sabiendo que, más tarde, no podría ver el río.

La tercera Reina estaba en el cenit y la primera ya se había puesto cuando alcanzaron una gruta en el acantilado que se hallaba a sólo quince metros por encima de los árboles. En el interior de la gruta encontraron una cornisa y una estrecha chimenea, así como una polea que tenía un rollo de cuerda fabricada con fibras vegetales.

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