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Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (20 page)

BOOK: Piratas de Skaith
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—No os preocupéis por ella —les dijo a los Errantes—. La drogaron en Tregad y desde entonces carece de razón. Me llamo Wendor. Bienvenidos a nuestra ciudad. ¡Acercaos para protegeros del frío!

Pero la mujer de la plataforma abrió los ojos.

—Todo empezó aquí, en Irnan —se lamentó. Los muros devolvieron un raro eco—. Los irnanianos fueron los primeros en cometer traición. Querían que los navíos se los llevaran. Todo ha pasado por su culpa. Su Mujer Sabia predijo que un Hombre Oscuro vendría de las estrellas y destruiría a los Señores Protectores. —Su voz se fue haciendo más fuerte, resonando en las callejas que desembocaban en la plaza—. Yo estaba aquí —aulló—. Aquí, en este planeta.

Vi al Hombre Oscuro atado, en esta misma plataforma, con Yarrod, el traidor, y Halk, el renegado. Vi morir a Yarrod. ¡Cómo desgarramos su carne cuando nos arrojaron el cuerpo! Vi a Gerrith, la hija de Gerrith, desnuda y atada en el puesto que ocupó el traidor. Vi encadenados a los Nobles de Irnan. Y luego llovieron las flechas.

Se levantó y abrió los brazos. Wendor, en el umbral de una casa, bebía lentamente. Los Errantes se estremecieron, pero querían oír más.

—Las flechas volaron desde aquellas ventanas. ¡Allí y allí! Mataron al Heraldo Mordach. Los irnanianos aniquilaron a los Heraldos, soldados y Errantes... ¡Errantes! ¡Lo hicimos nosotros, los Hijos de los Señores Protectores! ¡Las flechas silbaban y las calles se convirtieron en un pantano... de sangre! ¡Nos mataron y liberaron al Hombre Oscuro para que quemase la Ciudadela!

Su voz era un aullido ronco, semejante al grito de una rapaz.

Se calló para recuperar el aliento.

—Los irnanianos están vencidos y el Hombre Oscuro, probablemente, muerto —exclamo uno de los Errantes—. Entremos a calentarnos, mujer, lejos de este viento helado.

Les miró con ojos locos.

—El Hombre Oscuro nos dispersó por Tregad...

—Con la ayuda —indicó Wendor cínicamente— del ejército de Delvor. —Se dirigió a los Errantes—. Baya siente algo especial por el Hombre Oscuro. En Skeg, le traicionó a los Heraldos, pero sobrevivió. Intentó traicionarle de nuevo, pero la hizo prisionera y la trajo casi hasta Irnan. —Se rió—. Creo que está enamorada de él.

—¡Dadme una piedra! —aulló Baya—. ¡Con una sola piedra mataré a ese gusano!

—Entrad —pidió Wendor—. Se callará cuando no haya nadie que la escuche.

Arrastrando los pies, los Errantes atravesaron la plaza y entraron en la casa.

—Dices que soy un gusano —bramó Wendor—... fui yo quien te recogió, medio loca, cuando pasó lo de Tregad. ¡Gusano, tú! Me da igual lo que hagas. Quema la ciudad si quieres, y arrójate a la hoguera. Ya he permanecido aquí mucho tiempo. Mañana me voy.

Desapareció en el interior.

Baya contempló la ciudad, sonrió y, en voz alta, dijo:

—Quemarla. Claro. Para eso he venido.

Con los brazos apretados alrededor del cuerpo, descendió por los escalones. Sintió la mordedura del viento.

En la sala, el ambiente era más agradable. Wendor había destrozado los muebles para encender una hoguera. Por un rincón se veía una barrica de vino, reventada, y los Errantes se apresuraron a tomar una copa. Otros, en cambio, arrancaron los cortinajes para taparse.

—Los muy cerdos sólo han dejado lo que no se pudieron llevar —explicó Wendor—. Los vestidos viejos y el vino. Servíos todo el que queráis. —Bruscamente, apartó a Baya del fuego, donde la joven encendía una improvisada antorcha—. Suelta. Todavía no hemos acabado del todo con la ciudad.

La golpeó hasta comprobar que le había entendido.

Baya erró complacida por las habitaciones abandonadas, por los pasillos fríos y vacíos, que habían sido en otro tiempo felices hogares. Encontró mucha ropa y se vistió con ella. Gritó desafíos obscenos a los desnudos muros que le devolvieron el eco del nombre de Stark.

—¡Vencido, vencido, vencido! —exclamaba—. ¿Dónde está ahora tu fuerza, Hombre Oscuro? La Madre Skaith ha sido demasiado fuerte para ti. ¡Nosotros hemos sido demasiado fuertes para ti!

Falta de aliento, empezó a buscar algo de comida. Los irnanianos no habían dejado mucho. Sin embargo, encontró un trozo de carne ahumada olvidado en un armario; apenas estaba roído por las pequeñas criaturas que lo encontraron antes que ella. Después, encontró un queso. Comió y siguió su camino mientras devoraba, llevándose la comida en la falda levantada.

En una cocina, halló una piedra de encender y, en una oscura repisa, aceite de lámpara. Sonriente, reunió un montón de escombros, colgaduras y muebles. Lo roció de aceite. Luego empezó a soltar chispas.

Durante un momento, Baya se calentó, mirando cómo las llamas subían a invadir el techo de madera. Cuando las primeras cálidas chispas empezaron a caer sobre ella, salió a la calleja. De vuelta a la plaza, se volvió a subir en la plataforma. Comió mientras el humo ascendía por encima de los tejados: primero débilmente, pero no tardó en aumentar la fuerza del fuego, convirtiéndose la humareda en una negra columna que se recortaba cada vez más grande en el cielo.

El viento acudió en ayuda del fuego.

Cuando cayó la noche, Baya contempló las llamas. Seguía en el mismo lugar cuando Wendor y los otros, despertados del pesado sueño de la embriaguez a causa de la tos, salieron tambaleándose de la sala llena de humo. Una luz rojiza iluminaba la plaza. Las llamas rugían y bailaban sobre las techumbres.

Wendor subió a la plataforma. Tiró el resto de la carne a sus compañeros. Levantó a Baya y la llevó a las puertas de la ciudad. Mientras andaba, no dejó de pegarla. Pero ella, sonriendo, no apartaba la vista de las llamas.

Irnan ardió durante siete días. Kazimni de Irnan, cabalgando a la cabeza de doscientos guerreros, estaba demasiado lejos para verlo, aunque le hubiera gustado presenciarlo. Sus mercenarios y él mismo habían conocido dos veces la derrota; la primera, formando parte de la guarnición durante la revuelta; la segunda, como tropas de asalto durante el asedio. Las dos veces al servicio de los Heraldos. Conocía muy bien a Stark. Le había escoltado hasta Izvand. Una vez allí, vendió a Stark y a sus compañeros, por un buen precio, a Amnir de Komrey, quien debía revenderles a los Señores Protectores. Kazimni quedó estupefacto y lleno de admiración cuando Stark reapareció, vivo, para levantar el asedio de Irnan. Pero el Hombre Oscuro debía estar ya muerto y había cosas más urgentes que preocupaban a Kazimni. Entre otras, el hambre y cómo sobrevivir.

Provenían del este, de Izvand; habían atravesado las Tierras Estériles, saqueando lo que pudieron encontrar, con muy pobres beneficios. Franquearon la frontera bajo el hielo y la escarcha y avanzaron hacia Tregad. Pero las murallas de Tregad eran sólidas y sus defensores estaban bien entrenados. Kazimni se las ingenió para intentar buscar un punto vulnerable. Al no encontrarlo, condujo a sus hombres hacia Ged Darod.

—Con este tiempo —explicó—, los Heraldos nos necesitarán. Y, en todo caso, no pasaremos hambre.

Pero aquel invierno hubo muchos hambrientos en Izvand. Kazimni pensó en su bien amada ciudad sobre las orillas heladas del mar de Skorva y apretó la dura mandíbula. Si los sabios decían la verdad, si la Diosa había plantado su mano de hielo sobre Izvand, la ciudad estaría ya irremisiblemente condenada. Recordó a Stark hablándole de mundos mejores, bajo otro cielo, y recordó su respuesta:

—Nuestra tierra hace de nosotros lo que somos. En una tierra diferente, seríamos un pueblo diferente.

Durante la Gran Migración, los izvandianos eligieron vivir en las fronteras del invierno, en un clima semejante al de su tierra original, muy lejos, hacia el norte. Parecía que tendrían que emigrar de nuevo. Aquel pensamiento dominaba constantemente a Kazimni.

Sin embargo, podía hacerle frente. Si llegaba a pasar, muchas poblaciones serían arrojadas hacia el sur y correría mucha sangre en los combates que se celebrarían para hacerse con algo de tierra. Más valía salir de los primeros, conseguir tierra y defenderla.

Pensó en Ged Darod, en sus templos llenos de riqueza, preguntándose en secreto si la organización de los Heraldos sería algo de lo que se podía prescindir.

Al norte había más hombres recorriendo hacia el sur la Ruta de los Heraldos. Debido a la escasez de alimentos, en Yurunna celebraron un sorteo. Los que sacaron las piedras negras se pusieron en marcha, con sus familias y bienes; eran guerreros tribales vestidos con capuchones y capas polvorientas de seis colores. Sus feroces ojos azules brillaban por encima de los velos y las armas relucían en los cinturones. Tras ellos viajaban los Tarfs. Entre sus filas verde y oro se veían cientos de Fallarins con las alas plegadas, colgados sobre altas bestias del desierto y pensando rabiosamente en su regreso a una tierra desconocida.

Lejos, por detrás, despreciados, con capas de color naranja, iban los supervivientes de la tribu de los Ochars, antaño tan orgullosa, la Primera de las que llegaron a las Casas de Kheb; aquellos mismos Ochar que por su ambición fueran destruidos.

El ejército seguía su ruta. En el desierto inferior, el hielo había borrado los reptilianos colores de la arena y la roca. En las pobres tierras que se extendían más allá, los árboles no tenían más que hojas muertas, barridas por un viento fúnebre. Todos los estanques estaban helados.

Los cazadores volvían desazonados. Manadas de viajeros hambrientos les atacaban para alimentarse. Bandas Salvajes, criaturas subhumanas que no conocían más ley que la del hambre, se emboscaban para saltarles a la garganta. Los hombres procedentes del norte se apretaron los cinturones y apresuraron su paso hacia el sur, siguiendo la única ruta fácil y bien delimitada: la de los Heraldos.

Los puertos de los Guardianes de la Ruta estaban vacíos. Desde la caída de Yurunna, los Heraldos no habían viajado tan lejos jamás. Sus fronteras se cerraban alrededor de la tibia llanura de Ged Darod.

23

Los Reyes de las Islas Blancas al fin encontraron sus barcos. Eran grandes tiempos.

Avanzaron rápidamente, pero no sin dificultad. Los Isleños, infatigables en sus bancos de hielo, no estaban acostumbrados a trepar colinas. Sus pies empezaron a dolerles; se convirtieron en seres irritables. Hubo querellas y muertos. Sólo las manos crueles de los Cuatro Reyes impidieron combates tribales.

Varios centenares de iubarianos debieron desplazarse andando también, pues no había sitio para todos en las naves. También ellos estuvieron pronto agotados e irritables. Y el pescado, su único alimento, que se obstinaban en comer cocido, también les hizo sufrir. La tierra no daba nada más, y tenían escorbuto, así como disentería, esparciéndose por los campamentos. Diariamente, se detenían para celebrar los entierros. Los Isleños comían pescado crudo y se portaban dignamente. Pero empezaron a volverse más impacientes que los iubarianos, amenazando con adelantarse ellos solos y abandonarles a su suerte.

Stark y Halk se pasaban mucho tiempo intentando mantener unidas a dos fuerzas tan dispares. Stark permanecía silencioso y recogido. Ni siquiera Halk se atrevía a molestarle. Gerd y Grith le acompañaban a todas partes; cuando recorría las tropas, la jauría entera le seguía.

Morn servía de enlace entre Stark y los navíos de Iubar, sobre los cuales la situación se agravaba cada día. Incluso tan cargados como iban, los navíos avanzaban más deprisa que la infantería. Para permanecer en contacto, tenían que parar a menudo y anclarse al fondo.

«A bordo hay enfermos», dijo Morn un día. «Mi pueblo tiene muchos problemas para encontrar comida para tanta gente. Hay miedo y descontento. Los consejeros de la dama Sanghalaine le han dicho que olvide la promesa de los navíos estelares y siga adelante con el fin de encontrar nuevas tierras para su pueblo, abandonando a los que la acompañan. No les importa lo que les pase a los Isleños».

«Ya les importará cuando llegue la hora de combatir», repuso Stark. «¿Qué pasaría con los iubarianos, los propios súbditos de Sanghalaine?»

«Algunos dicen que deben ser sacrificados por el bien de la mayoría».

Stark sabía lo frágil de la alianza y lo cerca que estaba de romperse. Lo sentía, igual que un hombre nota un terremoto.

De modo que, cuando Morn le avisó que una ciudad fortificada se hallaba ante ellos, con un puerto repleto de navíos, fue inmediatamente al encuentro de los Cuatro Reyes, que marchaban bajo el centelleante oro de la Cabeza de Gengan.

Aud mostró los largos y fuertes dientes.

—Ahora —exigió— veremos cómo lucha el Hombre Oscuro.

La operación fue sencilla y muy bien ejecutada.

Los irnanianos decidieron caminar con Halk. Todos los demás viajaban en un barco que no navegaba con la flota de Iubar, sino cerca de la costa, en constante comunicación con Stark. Los hombres del desierto, Fallarins y Tarfs, salvo los que eran necesarios a bordo, se reunieron con los infantes, contentos por terminar con la inactividad.

Dejando a Halk al mando, Stark y Tuchvar, seguidos por los perros, partieron en dos grupos separados para detectar los puestos de vigilancia costeros. Los Perros del Norte los descubrieron y los redujeron al silencio antes de que los vigías supieran que un adversario se acercaba a través de los espesos bosques de hojas heladas.

Desde una loma, Stark estudió la ciudad. Se alzaba en un estrecho entre una fosa y una empalizada. Sin duda, había crecido muy deprisa, a medida que gente perdida, sin tierra, se reuniera alrededor de un jefe enérgico cuyo rudo estandarte pendía delante de la puerta: una piel curtida con una mancha de color, indiscernible a tanta distancia. Algunas de las casas eran viejas. Otras nuevas, o todavía en construcción. Muchas no eran más que sucintos refugios de ramas y pieles.

El puertecillo atestado abrigaba navíos muy semejantes al de Stark; aunque eran embarcaciones tanto de pesca como de combate. Una parte de ellas presentaba un equipamiento aparentemente inútil para la pesca. La mayoría de la docena de cargueros de costa amarrados en el muelle exterior del puerto parecían haber sido apresados durante alguna incursión. El propio muelle, como las casas de la ciudad original, era antiguo: una somera construcción de postes y piedra.

La gente iba y venía por la calle. Había mercado. Resonaban martillos y herramientas. A lo largo del puerto, los pescadores reparaban las redes. En los barcos, los marineros arreglaban velas y mástiles.

En una isleta, poco más que un peñón recortado sobre el agua, junto a la entrada del puerto, se alzaba una torre en ruinas rematada por un puesto de mando. Se veían algunos hombres armados. Un estrecho malecón llevaba de la torre al extremo del muelle. La gente pescaba con cañas. Todo representaba una vida ordenada que seguía rutinas habituales. Era lamentable turbarles de nuevo, pero también resultaba necesario. Los daños, por severos que fueran, no serían irreparables.

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