Authors: Michel Houellebecq
Era obvio que Jean-Yves, por su parte, no era feliz. Recuerdo que una noche cenamos los tres, Valérie, él y yo, en un restaurante italiano, o más bien veneciano, en fin, bastante elegante. Él sabía que íbamos a volver pronto a casa para follar, y que íbamos a follar con amor. Yo no sabía muy bien qué decirle; lo que se podía decir era demasiado evidente, estaba demasiado claro. Se veía que su mujer no le amaba, que probablemente nunca había amado y nunca amaría a nadie.
No había tenido suerte, eso es todo. Las relaciones humanas no son tan
complicadas
como las pintan: a menudo son irresolubles, pero no complicadas. Desde luego, iba a tener que divorciarse; no era fácil, pero había que hacerlo. ¿Qué más podía decir yo? El tema quedó zanjado mucho antes de la llegada de los
antipasti.
Después, Valérie y él hablaron de su futuro profesional en el grupo Aurore: ya tenían ideas y pistas para la recuperación de los Eldorador. Ambos eran inteligentes, competentes, reconocidos en su sector profesional; pero no tenían derecho al error. Un fracaso en el nuevo puesto no significaría el final de sus carreras: Jean-Yves tenía treinta y cinco años, Valérie veintiocho; les darían una segunda oportunidad. Pero la profesión no olvidaría ese primer paso en falso, tendrían que volver a empezar a un nivel notablemente inferior. En la sociedad en que vivíamos, el principal interés del trabajo era el
salario
y, en general, las ventajas financieras; el prestigio, el honor de la función ocupaban un lugar mucho más secundario que antes. Sin embargo, existía un sistema avanzado de redistribución fiscal que permitía mantener con vida a los inútiles, los incompetentes y los perjudiciales; de los cuales, en cierta medida, yo formaba parte. En resumen, vivíamos en una economía mixta, que evolucionaba lentamente hacia un liberalismo más pronunciado, que superaba poco a poco las prevenciones contra el préstamo con intereses —y, en general, contra el dinero— todavía presentes en un país de larga tradición católica. Ellos no iban a sacar el menor provecho real de esta evolución. Algunos jóvenes diplomados de la Escuela de Comercio mucho más jóvenes que Jean-Yves —incluso estudiantes— se lanzaban de buenas a primeras a la especulación bursátil, sin pensar siquiera en buscar un empleo asalariado.
Tenían ordenadores conectados a Internet, sofisticados programas de seguimiento de los mercados. Se reunían en clubs con bastante frecuencia para decidir aportaciones de fondos más importantes. Vivían con el ordenador, se relevaban para trabajar las veinticuatro horas del día, nunca se tomaban vacaciones. El objetivo de todos ellos era extremadamente simple: ser multimillonarios antes de los treinta.
Jean-Yves y Valérie formaban parte de una generación intermedia, donde aún parecía difícil hacer carrera fuera de una empresa o del sector público; yo era un poco mayor que ellos y me encontraba más o menos en la misma situación.
Los tres estábamos atrapados como insectos en un bloque de ámbar; no teníamos la menor posibilidad de volver sobre nuestros pasos.
La mañana del 1 de marzo, Valérie y Jean-Yves ocuparon oficialmente sus funciones dentro del grupo Aurore. El lunes 4 había una reunión prevista con los principales ejecutivos que trabajaban en el proyecto Eldorador. La dirección general había encargado un estudio prospectivo sobre el futuro de los clubs de vacaciones a Profiles, una empresa bastante conocida de sociología del comportamiento.
Al entrar por primera vez en la sala de reuniones del piso 23, Jean-Yves se quedó bastante impresionado. Había unas veinte personas, todas ellas con varios años de antigüedad en Aurore; y era él quien iba a tener que pilotar el grupo. Valérie se sentó a su lado, a la izquierda. El se había pasado el fin de semana estudiando el informe: conocía el nombre, las funciones exactas, el pasado profesional de cada una de las personas presentes en la mesa; sin embargo, no podía refrenar una leve sensación de angustia. Un día grisáceo pesaba sobre el
extrarradio sensible
de Essone. Cuando Paul Dubrule y Gérard Pélisson decidieron construir la sede social en Evry, habían contado con el bajo coste de los terrenos, la proximidad de la autopista del sur y del aeropuerto de Orly; en aquella época, era un suburbio tranquilo. En la actualidad, las comunidades de la zona tenían los índices de delincuencia más altos de Francia. Todas las semanas se producían ataques a autobuses, coches de policía, camiones de bomberos; ni siquiera había un recuento exacto de las agresiones y los robos; según ciertas estimaciones, para obtener la cifra real había que multiplicar por cinco el número de denuncias interpuestas. Los locales de la empresa disponían de un equipo de vigilantes armados las veinticuatro horas del día. Una circular interna recomendaba evitar el transporte público a partir de cierta hora. Aurore había negociado un acuerdo con una compañía de taxis para los empleados que tenían que trabajar fuera de horas y no tenían vehículo propio.
Cuando llegó Lindsay Lagarrigue, el sociólogo del comportamiento, Jean-Yves tuvo la impresión de volver a encontrarse en terreno conocido. El tipo tendría unos treinta años, grandes entradas, el pelo recogido en una coleta; llevaba un pantalón de chándal de Adidas, una camiseta de Prada y unos Nike muy usados; en fin, que se parecía a un sociólogo del comportamiento. Empezó por repartir un informe muy delgado, compuesto sobre todo por gráficos con flechas y círculos; no llevaba nada más en la cartera. La primera página era la fotocopia de un artículo de
Le Nouvel Observateur
, más concretamente del editorial del suplemento de vacaciones, titulado «Viajar de otra manera».
—«En el año 2000» —dijo Lagarrigue, leyendo el artículo en voz alta—, «el turismo de masas ya es cosa de otra época. Se piensa en el viaje como realización individual, pero con una preocupación ética.» —Este párrafo, que abría el editorial, le parecía sintomático de los cambios en curso. Charló unos minutos sobre este tema, y luego invitó a la asistencia a concentrar su atención en las frases siguientes—: «En el año 2000, nos interrogamos sobre un turismo respetuoso con el prójimo. A los que disponemos de recursos nos gustaría viajar, no sólo por un placer egoísta, sino para atestiguar cierta forma de solidaridad.»
—¿Cuánto le han pagado a este tío por el estudio? — le preguntó Jean-Yves, discretamente, a Valérie.
—Ciento cincuenta mil francos.
—No me lo puedo creer… ¿Es que este imbécil no va a hacer otras cosa que recitarnos una fotocopia de
Le Nouvel Observateur
.?
Lindsay Lagarrigue continuó parafraseando con vaguedad los términos del artículo, y luego leyó un tercer párrafo con un tono absurdamente enfático:
—«En el año 2000, queremos ser nómadas. Viajamos en tren o en crucero, por los ríos o los océanos: en la era de la velocidad, volvemos a descubrir el encanto de la lentitud.
Nos perdemos en el silencio infinito de los desiertos; y luego, sin transición, nos sumimos en la efervescencia de las grandes capitales, Pero siempre con la misma pasión…»
Ética, realización individual, solidaridad, pasión: según él, ésas eran las palabras clave. En este nuevo contexto, no era de extrañar que el sistema de clubs de vacaciones, basado en un egoísmo encerrado en sí mismo y en la uniformización de las necesidades y los deseos, tuviera dificultades recurrentes. La época de los
bronceados
se había acabado definitivamente: lo que buscaban los viajeros modernos eran la autenticidad, el descubrimiento, la posibilidad de compartir.
En términos generales, el modelo fordista del turismo de ocio —caracterizado por las famosas «4 S»:
Sea, Sand, Sun… and Sex
— había pasado a mejor vida. Tal como demostraban los brillantes trabajos de Michky y Braum, a partir de ahora el conjunto de la profesión debía prepararse para afrontar su actividad con una perspectiva posfordista.
El sociólogo del comportamiento tenía tablas, y podría haber seguido así durante horas.
—Discúlpeme… —le interrumpió Jean-Yves, con una voz que dejaba traslucir la irritación.
—¿Sí?… —El sociólogo del comportamiento le dirigió una sonrisa encantadora.
—Creo que todos los que estamos sentados a esta mesa, sin excepción, somos conscientes de que el sistema de clubs de vacaciones atraviesa un momento difícil. Lo que le pedimos no es que nos describa hasta el infinito las características del problema; la idea sería más bien que nos indicara, aunque sea mínimamente, un esbozo de solución.
Lindsay Lagarrigue se quedó con la boca abierta; no había previsto en absoluto una objeción de ese tipo.
—Creo… —farfulló al final—, creo que para resolver un problema es importante identificarlo y hacerse una idea de sus causas.
Otra frase hueca, pensó con rabia Jean-Yves; y no solamente hueca sino, encima, falsa. Evidentemente, las causas formaban parte de un movimiento social general, que no estaba en sus manos cambiar. Había que adaptarse a él, eso era todo. ¿Cómo podían adaptarse? Estaba claro que ese imbécil no tenía la menor idea.
—En resumen, lo que nos está diciendo —continuó JeanYves— es que el sistema de clubs de vacaciones ya está superado.
—No, no, en absoluto… —El sociólogo del comportamiento empezaba a perder pie—. Creo… simplemente, creo que hay que reflexionar.
—¿Y para qué te pagan, gilipollas? — dijo Jean-Yves a media voz. Luego, dirigiéndose a todo el mundo—: Bien, vamos a intentar reflexionar. Señor Lagarrigue, gracias por su informe; creo que hoy no le vamos a necesitar más. Propongo interrumpir la reunión diez minutos, el tiempo de tomar una taza de café.
Despechado, el sociólogo del comportamiento guardó sus diagramas. Cuando se reanudó la reunión, Jean-Yves reunió sus notas y tomó la palabra:
—Como saben ustedes, entre 1993 y 1997 el Club Méditerranée sufrió la crisis más grave de su historia. Los competidores y los imitadores se habían multiplicado, y ofrecían los mismos ingredientes de la fórmula del Club a unos precios considerablemente más bajos: la clientela cayó en picado. ¿Cómo consiguieron enderezar la situación? Sobre todo, bajando a su vez los precios. Pero no los bajaron hasta el nivel de la competencia: sabían que tenían a su favor la antigüedad, la reputación y la imagen; sabían que su clientela podía aceptar cierta diferencia de precio (que fijaron, según los destinos y después de minuciosas encuestas, entre un veinte y un treinta por ciento) para beneficiarse de la autenticidad de la fórmula Club Med, de su «versión original», en cierto modo. Este es el primer eje de reflexión que les propongo explorar durante las próximas semanas: ¿hay lugar en el mercado de los clubs de vacaciones para una fórmula que no sea la del Club? Y, si es así, ¿podemos empezar a definirla, a hacernos una idea de la clientela a la que estaría dirigida?
No son preguntas sin importancia.
»Probablemente todos ustedes saben ya que vengo de Nouvelles Frontières. Allí también creamos, aunque no sea la actividad más conocida del grupo, algunos clubs de vacaciones: los Paladiens. Tuvimos dificultades con ellos más o menos a la vez que el Club Méditerranée, pero las resolvimos con mucha rapidez. ¿Por qué? Porque éramos el primer tour operador francés. En la mayoría de los casos, cuando nuestros clientes terminaban de descubrir un país, querían prolongarlo con una estancia balnearia. Nuestros circuitos tienen la reputación, por lo demás justificada, de ser a veces difíciles, de exigir buenas condiciones físicas. Cuando nuestros clientes se habían ganado, de alguna manera, los galones de «viajero», solían estar encantados de volver a convertirse, durante cierto tiempo, en simples turistas. En vista del éxito de la fórmula, decidimos incluir la prórroga balnearia en la mayor parte de los circuitos, lo que nos permitió aumentar la duración de las estancias del catálogo: la jornada balnearia, como ustedes saben, sale mucho más barata que la jornada de viaje. Evidentemente, en estas condiciones nos resultaba fácil privilegiar a nuestros propios hoteles. Éste es el segundo eje de reflexión que les propongo: es posible que la salvación de los clubs de vacaciones pase por una colaboración más estrecha con el tour operating. En este punto también tendrán que utilizar la imaginación, y no limitarse a los agentes presentes en el mercado francés. Es un terreno nuevo y les pido que lo exploren; tal vez haya mucho que ganar en una alianza con las grandes agencias de viajes del norte de Europa.
Tras la reunión, una mujer de unos treinta años, rubia y con una cara muy agradable, se acercó a Jean-Yves. Se llamaba Marylise Le François, era la responsable de comunicación.
—Quiero que sepa que me ha gustado mucho su intervención… —le dijo—. Hacía falta. Creo que ha conseguido volver a motivar a la gente. Ahora todo el mundo es consciente de que hay alguien al mando; ahora podemos volver a poner manos a la obra.
Pronto se dieron cuenta de que no era tan fácil. La mayor parte de los tour operadores británicos, y sobre todo alemanes, ya disponían de sus propias cadenas de clubs de vacaciones; no tenían el menor interés en asociarse con otro grupo. Todos los contactos que hicieron en esta dirección fracasaron. Por otra parte, el Club Méditerranée parecía haber encontrado la fórmula estándar definitiva de los clubs de vacaciones; desde su creación, ningún competidor había sido capaz de proponer una verdadera innovación.
A Valérie se le ocurrió por fin una idea dos semanas más tarde. Eran casi las diez de la noche; estaba tomándose un chocolate antes de irse, derrumbada en un sillón en mitad del despacho de Jean-Yves. Los dos estaban agotados, habían trabajado durante todo el día en el balance financiero de los clubs.
—En el fondo -suspiró ella-, a lo mejor nos equivocamos al separar los circuitos y las estancias.
—¿Qué quieres decir?
—Acuérdate de Nouvelles Frontières: aparte de las prolongaciones balnearias, cuando había un día de descanso en la playa en pleno circuito, la gente lo apreciaba muchísimo.
Y de lo que más se quejaban era de tener que cambiar de hotel continuamente. Lo que tendríamos que hacer es mezclar por sistema las excursiones y las estancias en la playa: un día de excursión, un día de descanso, y así sucesivamente. Con regreso al hotel todas las noches, o cada dos noches en el caso de excursiones largas pero sin tener que volver a hacer la maleta y dejar libre la habitación.
—En los clubs ya proponen excursiones, y no estoy seguro de que les vaya muy bien.