Plataforma (18 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: Plataforma
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—Sí, pero son suplementos, y los franceses odian los suplementos. Además, hay que reservar
in situ
: la gente duda, se equivoca, no sabe qué elegir, y al final no hace nada. Les gustan los descubrimientos, siempre que les den el trabajo hecho; y, sobre todo, adoran el «todo incluido».

Jean-Yves se quedó pensativo un momento.

—¿Sabes que lo que propones no es ninguna tontería?

—dijo-. Además, sería fácil ponerlo en funcionamiento con bastante rapidez: creo que este mismo verano podríamos integrar la fórmula como complemento de las estancias ordinarias. Podríamos llamarlo «Eldorador Explorador», o algo por el estilo.

Jean-Yves consultó a Leguen antes de poner en marcha la operación; se dio cuenta enseguida de que el otro no tenía ningunas ganas de tomar partido en ningún sentido. «Es su responsabilidad», dijo sobriamente. Mientras Valérie me contaba sus jornadas de trabajo, me di cuenta de que yo no sabía gran cosa del universo de los directivos. Aunque el tándem que formaban Jean-Yves y ella era bastante excepcional.

—En una situación normal -me dijo Valérie-, él tendría como ayudante a una chica que soñaría con ocupar su puesto. En las empresas, eso da lugar a cálculos muy complicados: a veces fracasar resulta ventajoso a condición de poder achacarle la responsabilidad a cualquier otro.

Ellos estaban en una situación bastante sana: nadie, dentro del grupo, quería ocupar sus puestos; la mayoría de los directivos pensaban que la compra de Eldorador había sido un error.

Valérie trabajó mucho con Marylise Le François hasta final de mes. Los catálogos para las vacaciones de verano tenían que estar listos a finales de abril, que era la fecha límite; de hecho, era incluso un poco tarde. Se dio cuenta enseguida de que el informe de Jet Tours sobre sus clubs era lamentable.

—«Las vacaciones en Eldorador se parecen a esos momentos mágicos en África, cuando empieza a refrescar y toda la aldea se reúne en torno al árbol del consejo para escuchar a los ancianos sabios…» -le leyó a Jean-Yves-. Francamente, ¿tú te lo crees? Con esas fotos de los animadores al lado, saltando como imbéciles con sus trajes amarillos. Esto es un asco.

—¿Y qué te parece el lema «Eldorador, vivir con ardor»?

—No sé; ya no sé qué pensar.

—Es demasiado tarde para la fórmula club ordinaria, los catálogos ya se han distribuido. Pero está claro que vamos a tener que empezar de cero en el catálogo «Explorador».

—Yo creo que lo que hace falta -intervino Marylise- es unir el rigor y el lujo. Un té con menta en pleno desierto, pero sobre alfombras carísimas…

—Sí, los momentos mágicos… -dijo Jean-Yves, cansado.

Se levantó con esfuerzo de su asiento-. No olvidéis poner en algún sitio lo de «momentos mágicos»; por raro que parezca, siempre funciona. Bueno, os dejo, vuelvo a mis gastos fijos…

Desde luego, Valérie era consciente de que era él quien se encargaba de la parte más ingrata del trabajo. Ella no sabía casi nada de gestión hotelera, salvo los vagos recuerdos que tenía de la Escuela de Turismo. «Édouard Yang, propietario de un hotel-restaurante de tres estrellas, considera su deber satisfacer lo mejor posible a sus clientes, constantemente intenta innovar y responder a sus necesidades. Sabe por experiencia que el desayuno es un momento importante, que forma parte del equilibrio alimenticio de toda la jornada y contribuye de manera decisiva a la creación de la imagen del hotel.» Le había tocado ese tema en un ejercicio de primer año. Édouard Yang decidía hacer una encuesta estadística entre sus clientes, sobre todo en función del número de ocupantes de cada habitación (solteros, parejas, familias). Había que analizar la encuesta, calcular el Khi 2, y el ejercicio terminaba con esta pregunta:

«En otras palabras, ¿es la situación familiar un criterio explicativo del consumo de fruta fresca en el desayuno?»

Hurgando en sus carpetas, consiguió encontrar un ejercicio de la carrera que correspondía bastante bien a su situación actual. «Acaba usted de ser nombrado/a responsable de marketing en el departamento internacional del grupo South América. Éste acaba de comprar el hotel-restaurante Les Antilles, un establecimiento de cuatro estrellas con ciento diez habitaciones en Guadalupe, frente al mar. Fue construido en 1988 y renovado en 1996, y actualmente tiene graves problemas. La media de ocupación sólo es del 45 %, lo que está lejos del nivel de rentabilidad esperado.» Valérie había sacado 18 sobre 20 en el examen; quizás era un buen presagio. Recordaba que en aquella época todo aquello le parecía una fábula, y no muy creíble. No se imaginaba como responsable de marketing del grupo South América, ni de ningún otro. Era un juego, un juego intelectual ni muy interesante ni muy difícil.

Ahora ya no estaba jugando; o bueno, sí, pero se jugaba su carrera.

Volvía tan agotada del trabajo que no tenía fuerzas para hacer el amor, y apenas para chupármela; se quedaba medio dormida con mi sexo en la boca. Por lo general, la penetraba por la mañana, cuando nos despertábamos. Sus orgasmos eran más suaves, más reducidos, como amortiguados por un velo de cansancio; creo que yo la amaba cada vez más.

A finales de abril los catálogos estaban terminados y se distribuyeron en cinco mil agencias de viajes; casi toda la red francesa. Ahora había que ocuparse de la infraestructura de las excursiones, para que todo estuviera listo el 1 de julio. En ese tipo de productos nuevos, lo que corriera de boca en boca tenía una enorme importancia: una excursión anulada podía suponer la pérdida de muchos clientes. Decidieron no invertir en una gran campaña de publicidad. Curiosamente, Jean- Yves, a pesar de que había estudiado la especialidad de marketing, creía bastante poco en la publicidad. «Puede ser útil para matizar una imagen», decía, «pero nosotros todavía no hemos llegado ahí. Por el momento, lo más importante es que nos distribuyan bien, y darle al producto una reputación de fiabilidad.» Por el contrario, invirtieron muchísimo dinero en la información destinada a las agencias de viajes; era fundamental que los agentes propusieran enseguida y espontáneamente el producto. De eso se encargó Valérie, que conocía bien el medio. Recordaba el CVP/SONCDS, que había aprendido a dominar en sus años de estudios (Características — Ventajas — Pruebas/Seguridad — Orgullo — Novedad — Comodidad — Dinero — Simpatía); también se acordaba de la realidad, infinitamente más simple. Pero la mayoría de las vendedoras eran muy jóvenes, muchas acababan de salir de la Escuela de Turismo; más valía hablar el lenguaje que estaban acostumbradas a entender.

Discutiendo con algunas de aquellas chicas, se dio cuenta de que seguían enseñando la tipología de Barma en los cursos (
El comprador técnico
: centrado en el producto, sensible a su aspecto cuantitativo, concede importancia al aspecto técnico y a la novedad.
El comprador devoto
: confía ciegamente en el vendedor, porque el producto es demasiado para él. El comprador cómplice.: se apoya con gusto en los puntos comunes que descubre con el vendedor, si éste sabe establecer una buena comunicación interpersonal.
El comprador aprovechado
: es un manipulador cuya estrategia consiste en conocer directamente al proveedor para sacar de ello las máximas ventajas.
El comprador positivo
: atento al vendedor, a quien respeta, y al producto propuesto, consciente de sus necesidades, y que se comunica con facilidad). Valérie tenía cinco o seis años más que aquellas chicas; había empezado en el nivel que ellas tenían en ese momento, y había alcanzado un éxito profesional con el que la mayoría apenas se atrevía a soñar. Ellas la miraban con una admiración un poco bobalicona.

Ya me había dado una llave de su apartamento; solía esperarla, cada noche, leyendo el
Curso de filosofía positiva
de Auguste Comte. Me gustaba ese texto denso y aburrido; leía a menudo la misma página tres y cuatro veces seguidas. Al cabo de unas tres semanas había terminado la lección número cincuenta, «Consideraciones preliminares sobre la estática social o teoría general del orden natural espontáneo de las sociedades humanas». Desde luego, yo necesitaba una teoría cualquiera que me ayudase a definir mi situación social.

—Trabajas demasiado, Valérie… -le dije una noche de mayo, mientras ella descansaba, acurrucada, en el sofá del salón-. Por lo menos, que sirva para algo. Tendrías que ahorrar un poco; si no, de una manera o de otra, vamos a gastar el dinero tontamente.

Me dio la razón. A la mañana siguiente se tomó dos horas libres y fuimos juntos al Crédit Agricole de la Porte d’Orléans para abrir una cuenta común. Ella me firmó un poder, y yo volví dos días más tarde para hablar con un asesor. Decidí invertir veinte mil francos al mes de su salario, la mitad en un plan de ahorro-vivienda, la otra mitad en un plan de jubilación. Ahora me pasaba casi todo el tiempo en su casa, y ya no tenía mucho sentido que conservara mi apartamento.

Fue ella la que lo propuso, a principios de junio. Habíamos hecho el amor durante la mayor parte de la tarde; hacíamos largas pausas, abrazados entre las sábanas; luego ella me masturbaba o me la chupaba, y yo volvía a penetrarla; ni el uno ni el otro nos habíamos corrido, cada vez que ella me tocaba se me ponía dura enseguida, ella tenía el coño constantemente húmedo. Se sentía bien, yo veía el sosiego en sus ojos. A eso de las nueve, me propuso que fuéramos a cenar a un restaurante italiano cerca del parque Montsouris. Todavía no había anochecido del todo; la temperatura era muy suave. Yo tenía que pasar por mi casa después si quería, como de costumbre, ir al trabajo con traje y corbata. El camarero nos trajo dos cócteles de la casa.

—¿Sabes, Michel? — dijo ella cuando el camarero se alejó-.

Podrías instalarte en mi casa. No creo que sea necesario seguir jugando a la independencia. O, si lo prefieres, podemos alquilar un apartamento entre los dos.

Sí, en cierto sentido lo prefería; digamos que me daba la sensación de un nuevo comienzo. De un primer comienzo, a decir verdad, por lo que a mí se refería; y al fin y al cabo también en su caso. Uno se acostumbra a la soledad y a la independencia, y no se trata, forzosamente, de una buena costumbre. Si quería vivir algo semejante a una experiencia conyugal, estaba claro que había llegado el momento. Desde luego, conocía los inconvenientes de la fórmula; sabía que el deseo se debilita con más rapidez en el seno de una pareja estable. Pero se debilita de todas formas, es una ley de vida, y puede que la pareja permita establecer una unión de otro orden; sea como sea, eso es lo que ha pensado mucha gente.

De todas formas, esa noche mi deseo por Valérie estaba lejos de haberse debilitado. Justo antes de dejarla la besé en la boca; ella abrió los labios y se abandonó por completo al beso. Le metí las manos en el pantalón de deporte, bajo las bragas, le puse las palmas en las nalgas. Ella apartó la cara y miró a derecha e izquierda: la calle estaba desierta. Se arrodilló en la acera, me abrió la bragueta y se metió mi sexo en la boca. Yo me apoyé en la verja del parque; estaba a punto de correrme. Ella apartó la boca y siguió masturbándome con dos dedos, mientras me metía la otra mano en el pantalón para acariciarme los huevos. Cerró los ojos, y le eyaculé en la cara. En ese momento creía que se iba a echar a llorar; pero al final no lo hizo, se conformó con lamer el esperma que le corría a lo largo de las mejillas.

A la mañana siguiente empecé a mirar anuncios; había que buscar en los barrios del sur, por el trabajo de Valérie.

Una semana más tarde lo encontré: un apartamento de cuatro habitaciones en el piso treinta de la torre Opale, cerca de la Porte de Choisy. Antes nunca había tenido vistas sobre París, aunque la verdad es que tampoco me lo había propuesto.

Cuando me mudé, me di cuenta de que nada de lo que había en mi apartamento me importaba. Podría haber sentido cierta alegría, algo parecido a la embriaguez de la independencia, pero lo cierto es que me sentí ligeramente asustado. Había vivido durante cuarenta años sin establecer el menor contacto medianamente personal con un objeto. Sólo tenía dos trajes, que alternaba según las ocasiones. Libros, sí, tenía libros; pero podría haberlos vuelto a comprar con toda facilidad, ninguno era ni antiguo ni raro. Muchas mujeres se habían cruzado en mi camino, pero no tenía ni fotos ni cartas de ninguna de ellas. Tampoco tenía fotos mías: no guardaba el menor recuerdo de cómo había sido a los quince, a los veinte o a los treinta años. Tampoco tenía papeles realmente personales: mi identidad cabía en algunas carpetas, metidas en un archivador de cartón de tamaño corriente. Es falso que los seres humanos sean únicos, que lleven dentro de sí una singularidad irreemplazable; en lo que a mí concierne, no percibía la menor huella de tal singularidad. Lo más normal es que uno se agote en vano intentando distinguir destinos individuales, caracteres. La idea de la unicidad de la persona sólo es un pomposo absurdo. Schopenhauer escribió en alguna parte que uno se acuerda de su propia vida un poco más que de una novela que haya leído. Sí, eso es: solamente un poco más.

5

Durante la segunda quincena de junio, Valérie volvió a tener muchísimo trabajo; el problema de trabajar con múltiples países es que, con los desfases horarios, uno podía estar al pie del cañón las veinticuatro horas del día. Hacía cada vez más calor, el verano prometía ser espléndido; pero de momento no lo estábamos disfrutando mucho. Después del trabajo me gustaba darme una vuelta por Tang Frères; hice una tentativa de dedicarme a la cocina asiática. Pero era demasiado complicada para mí, había que encontrar un equilibrio distinto entre los ingredientes, una manera especial de picar las verduras; era casi otra estructura mental. Volví a la cocina italiana, que estaba más a mi alcance. Jamás habría imaginado que un día llegaría a gustarme cocinar. El amor santifica.

En la quincuagésima lección de sociología, Auguste Comte lucha contra esa «extraña aberración metafísica» que concibe la familia según el tipo de sociedad. «Fundada principalmente en el afecto y el agradecimiento, la unión doméstica está destinada, sobre todo, a satisfacer directamente, por su sola existencia, el conjunto de nuestros instintos simpáticos, con independencia de cualquier idea de cooperación activa y continua para conseguir un objetivo cualquiera, a no ser el de su propia institución. Cuando, desgraciadamente, la coordinación de las tareas es el único principio de unión, la unión doméstica tiende necesariamente a degenerar en simple asociación, y no suele tardar mucho en disolverse esencialmente.» En la oficina, yo seguía haciendo lo mínimo posible; aun así tuve que organizar dos o tres grandes exposiciones, y me las arreglé sin muchas dificultades. Trabajar en una oficina no es muy difícil, basta con ser un poco meticuloso, tomar decisiones con rapidez y atenerse a ellas. No había tardado mucho en comprender que no es forzosamente necesario tomar
la mejor decisión
, sino que en la mayor parte de los casos basta con tomar
una decisión cualquiera
, a condición de tomarla rápidamente; bueno, si uno trabaja en el sector público. Eliminaba algunos proyectos artísticos, seleccionaba otros: lo hacía según criterios insuficientes, en diez años no había pedido información suplementaria ni una sola vez; y en general no sentía el menor remordimiento por ello. En el fondo, apreciaba bastante poco los medios del arte contemporáneo. La mayoría de los artistas que conocía se comportaban exactamente como empresarios: vigilaban atentamente los nuevos mercados, y luego intentaban posicionarse lo más deprisa posible. Como los empresarios, salían en masa de las mismas escuelas, estaban hechos en el mismo molde. Con ciertas diferencias: en el terreno artístico, la prima de innovación era más alta que en casi todos los demás sectores profesionales; por otra parte, los artistas se movían a menudo en
jaurías
o
redes
, al contrario que los empresarios, seres solitarios y rodeados de enemigos: los accionistas, siempre dispuestos a abandonarlos, los directivos, siempre dispuestos a traicionarlos. Pero era muy poco frecuente que yo sintiera una verdadera necesidad interior trabajando con los informes de los artistas de los que tenía que ocuparme. De todos modos, a finales de junio se inauguró la exposición de Bertrand Bredane, a quien yo había apoyado desde el principio con obstinación; para gran sorpresa de Marie-Jeanne, que se había acostumbrado a mi indiferente docilidad, y a quien le repugnaban las obras de ese género. No se trataba exactamente de un artista joven, ya tenía cuarenta y tres años, y físicamente estaba más bien consumido; recordaba bastante al personaje del poeta alcohólico de
El gendarme de Saint-Tropez
. Se había dado a conocer, sobre todo, dejando pudrirse pedazos de carne en las bragas de mujeres jóvenes, o criando moscas en sus propios excrementos, que luego soltaba en las salas de exposición. Nunca había tenido mucho éxito, no pertenecía a las redes adecuadas, y se empeñaba en una vena
trash
un poco pasada. Yo veía en él cierta autenticidad, pero tal vez era la autenticidad del fracaso. No parecía muy equilibrado. Su último proyecto era peor que los anteriores; o mejor, según se mire. Había filmado un vídeo sobre el recorrido de los cadáveres de esa gente que dona su cuerpo a la ciencia después de la muerte; por ejemplo, para que sirva en las prácticas de disección de las escuelas de medicina. Algunos estudiantes de medicina de verdad, vestidos de calle, se mezclaban con el público de la exposición y enseñaban de vez en cuando manos cortadas, ojos arrancados de sus órbitas; en fin, tenían que hacer esas bromas a las que, según el tópico, son tan aficionados los estudiantes de medicina. Cometí el error de llevar a Valérie, ya agotada después de su jornada de trabajo, a la inauguración. Me sorprendió comprobar que había bastante gente, incluso algunas personalidades importantes: ¿acaso empezaba un período de gracia para Bertrand Bredane?

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