Politeísmos (15 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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Enseguida pasó una moto de la policía nacional relativamente cerca. Las niñas se levantaron del borde del estanque de Debod intentando aparentar normalidad y consiguiendo justo lo contrario. Se apartaron del templo y se internaron en la zona sin farolas, de hierba con arbolitos. Mónica resopló meneando la cabeza.

—Este Tiago es que es gilipollas. Mira que quedar en medio de todo... Joder. Hemos tenido una suerte de la hostia.

—No seas angustias. Tampoco nos pueden arrestar: es para consumo personal, no es tráfico. A él sí, por eso se ha ido tan rápido.

—Beca, ¿qué es lo que te ha pasado? —le preguntó Vero—. Sácalo a ver.

La chica les mostró los troqueles pintados.

—¿Qué? ¿Arriba, abajo, al centro y para dentro? Me pido el de la esquina con la lunita.

—¿Qué es eso, tía? Parece un cacho de papel. ¿Son anfetas?

—Tú sólo te has metido MDMA, ¿no, Vero? —la chica negaba con la cabeza—. Es LSD, y del que pega bien y no da bajón. ¿Nunca lo habéis probado? Es la polla de interesante. No tiene nada que ver con un porro ni con alcohol ni con coca ni con éxtasis. No tiene nada que ver con nada. Es como entrar en el mundo de Alicia en el País de las Maravillas.

—Yo quiero probar, tía —dijo Verónica—. ¿Qué se nota?

—De todo. No puedo explicarlo. Ves cosas rarísimas, y las cosas normales se te deshacen y todo se mezcla. Yo he tenido experiencias absolutamente místicas con esto. ¿Y sabéis lo que más flipa? Que a veces pega sin volver a tomarlo.

—No jodas.

—Sí, tía, te da como un flash-back, ahí de pronto. A mí aún no me ha pasado, pero pasa. Al satánico le dio en el curro. De pronto empezó a ver sus movidas de llamas y fuego y le ardían las venas por dentro...

A Mon le dio por imaginarse a Tiago corriendo y haciendo aspavientos con los brazos como si se quemara por la mitad de Gran Vía, mientras le perseguía un coche de bomberos. Se rió para sí. Verónica encontraba el asunto de la recurrencia de lo más práctico.

—Pues mira tú qué bien. Viaje gratis.

—Hablando de gratis... —Mónica suspiró— Rebeca, yo no tengo dinero para pagarte... —admitió desazonada.

—No te apures por eso, tonta —le revolvió el pelo del flequillo—. ¿Quieres el otro cacho de la lunita o uno de la montaña? No sé si partirlo en cuartos o no...

—¿Tú cómo los tomas normalmente?

—Sin cortar. Pero es que Tiago me estaba pasando mierda pura. Había que meterse tres para que te diera fuerte.

—Trae para acá —dijo Verónica, y se tragó un cuadradito entero. Se tumbó sobre el césped, riendo. Estaba húmedo de regar y soltó una maldición, pero se quedó ahí tirada.

—Di que sí, con un par —Rebeca cogió otro y se lo puso sobre la lengua—. No os lo traguéis, que se sube más rápido si lo dejas en la boca.

—¡Joder! Podías haberlo dicho antes.

—Sube igual, Vero; sólo tarda un poco más.

Le pasó la tira a Mónica, que la contempló con desconfianza. Partió un papelito del troquel. Se lo metió con precaución entre los labios.

Se quedaron calladas, esperando, concentrándose.

—Esto no hace nada, Rebeca —dijo Mónica—. Me parece que el satánico te ha timado.

—Tía, Mon. ¡Tarda un rato!

Rompió un segundo cuadradito sin darse cuenta. Se quedó con los dos tripis sueltos, finos y diminutos, en la mano.

—Rebeca... ¿Qué hago con esto? Como se me caigan con esta luz no los encuentro.

—Pasa uno —pidió Verónica—. Que esto no se sube.

—¡Os he dicho que tarda en hacer efecto! ¡No es aspirina efervescente!

Vero y Mónica se tomaron el segundo de golpe y se echaron a reír.

—¡Mierda! —exclamó Verónica entre carcajadas—. Me lo he vuelto a tragar...

Rebeca se incorporó.

—¿Que os habéis comido la tira entera? ¿Pero estáis locas? ¡Animales! Os vais a ver la trilogía entera de
La Guerra de las Galaxias
. ¡Joder!

Las dos chicas se rieron. La gata acabó encogiéndose de hombros. Abrió su saquito y sacó las dos dosis antiguas.

—No os la vais a ver sin mí, tías.

Se las colocó en la lengua y las apretó contra el paladar.

Las tres se quedaron tumbadas en la hierba mojada, boca arriba, contemplando el cielo del color de la tinta. Se cogieron las manos haciendo un círculo. Mon se puso a buscar estrellas sin mucho éxito hasta que le empezaron a picar los ojos. Se los frotó. Se soltó de Rebeca, se dio la vuelta en el césped y se acurrucó, mirando el templo.

—Me está entrando un muermo... —Mon se tapó con la mano el bostezo y contuvo un escalofrío—. ¿No se suponía que esto pegaba fuerte?

Verónica se puso derecha.

—Yo no noto absolutamente nada, Mon. Te lo juro. ¿Beca?

Rebeca estaba con las pupilas dilatadísimas y los brazos extendidos, rígidos. Empezó a reírse sin parar, sin respirar, contorsionando la cara como si le doliera hacer tanto esfuerzo. No respondió.

Vero soltó una carcajada.

—A ésta ya le ha dado. ¿Y a ti, Mon?

—No, ni pizca.

Mónica chascó la lengua y los labios. Se estremeció. La boca le sabía raro, como reseca. Tenía sueño y frío. Le dolía un poco la cabeza. El templo estaba iluminado con luces doradas de color caramelo y parecía estarse tostando como un bizcocho en el horno. Destacaba contra la noche, impresionantemente encendido como si estuviera relleno de brasas. Cerró los ojos. Un pájaro se había posado en el primer pilono y abría el pico. Batió las alas y saltó al segundo pilono. Volvió a graznar. La piedra arenisca de Debod refulgía como si el dios egipcio le hubiera permitido conservar un trozo de sol dentro mientras en el resto del mundo era de noche. Bailaban llamas en las paredes. El cuervo levantó el vuelo y se quedó entre las columnas de la fachada. Los capiteles de flor de papiro parecían setas laminadas, trozos de liquen fósil sobre los grandes fustes. Mon tardó un buen rato en darse cuenta de que estaba viéndolo todo
con los ojos cerrados
. Empezaba a asustarse de verdad —se tuvo que tocar los párpados, levantarlos con los dedos, hurgar en el globo blando— cuando consiguió abrirlos y la imagen mental, vivísima, con el templo amarillo, el cielo violeta, el césped esmeralda, se encajó con la realidad opaca y apagada. El pájaro seguía mirándola. Las estrellas empezaron a aparecer en el techo, a brotar como lo hacen las gotas en la alcachofa de la ducha cuando se acaba de cortar el agua, y a relucir como lentejuelas. Levantó la mano para tocarlas y se cayeron unas cuantas que estaban mal cosidas. Escuchó su tintineo de pedrería contra el suelo. Se iba a poner a recogerlas cuando escuchó el
CRAA
, urgente, del cuervo. La luna lanzó un rayo como el foco de una discoteca e iluminó el bosque de chopos que había más allá de las palmeras. Revoloteaba sobre su cabeza una nube de murciélagos. Los oyó aletear pesadamente, muy alto, igual que en un documental de la tele. Rasgaban el cielo como si fuera papel de calco. Oía la caída de una hoja arañando sobre un pico contra el camino pedregoso. Percibía el rumor del viento: era la respiración profunda de un dios inmenso. Sentía las lombrices masticar tierra y reptar por los túneles bajo sus pies. Le hormigueaba el mundo de vida y de insectos, de gusanos, escarabajos, arañas, mosquitos y libélulas. La luz de la luna caía sobre ella como una cortina de gasa. Podía apartarla. El cuervo le gritó de nuevo, de forma insistente. Mónica se lo señaló a sus amigas, pero éstas se estaban riendo. Se rió con ellas. Les contó lo que veía y ellas se rieron más. Se rieron las tres, y la chica se sintió parte de un grupo, de una comunidad, de un rito. Mon volvió a reírse y Rebeca y Vero también lo hicieron. Mon, de pronto, dejó de reírse. Ellas no pararon. Les preguntó qué era lo que tenía tanta gracia y sólo se rieron más. Les veía las bocas grotescamente abiertas, los dientes como teclas de piano, la garganta negra y la lengua roja, y escuchaba su ji-ji, ja-ja. Entonces se dio cuenta de qué era lo que les estaba divirtiendo tanto: se estaban riendo de ella. Les pidió explicaciones indignada, pero sus amigas la contemplaron con seriedad, como si se lo estuviera inventando, para volver a torcer las bocas en burlones crecientes lunares en cuanto creían que ya no las miraba. Se levantó y les gritó algo, pero ellas se carcajearon en su cara. Echó a correr en dirección al templo perseguida por sus risas. El cuervo alzó el vuelo.

Rebeca pensaba a doscientos kilómetros por hora y no podía pararlo. Se le entrecruzaban las ideas, las frases, los chillidos agudos de su subconsciente. Parecía un concierto antes de que empezara la música. Todo el mundo hablaba y era incapaz de entender una sola voz porque cuando se fijaba en ella desaparecía y se superponían otras diez, cien, mil. Quiso apretarse las orejas para que no le entrara tanto ruido cuando se dio cuenta de que no podía levantar los brazos. Estaba clavada, como crucificada en el suelo. Se revolvió, luchó contra las ataduras, forcejeó, intentó soltarse. Lo consiguió —de
otra
forma—, porque se vio el cuerpo desde fuera y entendió lo que pasaba. Tenía la cabeza llena de gente. Era una pelota transparente, como una bola de cristal, y aprisionaba a millones de personas diminutas. Trató de focalizar una voz, de limitar un sonido, separarlo del resto, escuchar a alguien para que los otros guardaran silencio, pero había demasiados gritos a la vez. Se le escurrían las palabras; cuando creía que cogía una de ellas —y la
cogía
, en el puño, con los dedos—, se le resbalaba y otra vez se sumergía en el sonido continuo, sin interrupciones, sin pausa. Intentó gritar para oírse a sí misma entre el gentío, pero su alarido quedó anulado por los de la masa. Se dio cuenta de pronto de que se había perdido. No encontraba su voz en su cráneo. Empezó a caminar apartando a codazos a los demás como si fuera en el metro y se buscó, pero no podía escucharse con tantas conversaciones superpuestas produciendo el rumor de una radio mal sintonizada. Le entró una enorme impotencia y rompió a llorar. Sabía que estaba allí, en alguna parte, abrazándose las piernas y meciéndose y golpeándose el cráneo, las sienes, los oídos con los nudillos para que pararan, que pararan de una vez, que por favor se detuvieran, que se callaran, que guardaran silencio...

Me estoy volviendo loca. Me he vuelto loca.

Respiró profundamente. Intentó tranquilizarse sobre el suelo de voces. Pensó que era normal. Que se acababa de comer un tripi. Que no estaba loca. Que enseguida se pasaría. Que no estaba loca. Que era por la droga. Pero le costaba aferrar hasta las cuatro palabras “es-por-el-tripi”: en cuanto las formulaba se las tragaba la masa de gente y se sumergía de nuevo en los millones de gritos de su cerebro. Le intrigó cuánto tiempo llevaría escuchándolos: segundos, minutos, horas, días, meses, años. Se preguntó si sería ya vieja y estaría en un manicomio desde el momento en que se tomó tres ácidos en el parque del Oeste. Frenética, se repitió que no estaba loca. Que era el tripi. Que no estaba loca. La multitud de su cráneo se calló de repente y, antes de que pudiera suspirar de alivio, la muchedumbre entera se giró a la vez, la señaló con un dedo y dijo como un solo hombre:


Estás loca.

Y todos volvieron a hablar a un tiempo.

Rebeca lloraba histérica. El cielo se derretía, se licuaba, se deshacía en grumos y le salpicaba de alquitrán la ropa blanca, dejando manchas que ya no saldrían nunca. Pensó que iba de blanco porque llevaba una camisa de fuerza. Levantó la vista y vio claramente el cuarto de aislamiento con cojinetes acolchados. Pensó que nadie iba a visitarla. Se acordó de su madre. Pensó que ya estaba suficientemente acompañada por las voces. Se clavó las uñas en las mejillas. Tironeó de sus párpados y de sus labios. Se cogió las orejas y giró el cuello, intentando desenroscarlo para sacarse la cabeza como si fuera una bombilla. Se pegó contra las paredes, contra el suelo, contra la puerta, para abrir una ranura en la bola de cristal y sacar a todos los que sobraban por la grieta, sacudiendo su cerebro como una hucha para que salieran las monedas, pero no había manera de romperse el cráneo, ni con los puños ni contra las rodillas ni contra el suelo. Por el techo abierto se derramaba el firmamento a goterones y teñía las paredes almohadilladas de chorretones negros. Entonces recordó a su guía.

—Gato —suplicó—. Si eres mi dios,
ayúdame
.

Regresó como si su conciencia viniera de muy lejos, cayera desde el cielo y se clavara en medio del parque del Oeste, en un cuerpecillo delgado y frágil, mortalmente pálido. Pudo incorporarse de la postura del crucificado porque algo le había sacado los clavos. Se levantó bebiéndose una bocanada de aire; fue el mismo gesto que el de salir de una piscina en cuyas profundidades hubiera permanecido demasiado. Se miró la camiseta. Estaba estirándose sola y le corrían por debajo bultos semejantes a la brea o plastilina de la bóveda del cielo: todo tenía la textura del alquitrán con tropezones. Su ropa estaba vomitando un animal que peleaba encerrado en una gran bolsa negra de las de la basura. Cogió la masa y tiró, pringándose los dedos, para separarla de su camiseta. Era como una purga, un devuelto, algo absolutamente catártico que echaba fuera. Se dilataban como chicles los hilos de goma que aún mantenían esa cosa adherida a ella. De pronto, se rompieron, y el dolor fue espantoso pero liberador, y tuvo una íntima sensación de rabia frustrante cuando vio que no todos se desgarraban y quedaba libre para correr desde su otra conciencia, porque un cordón como el umbilical los unía, ombligo con ombligo, a ella y al gato negro de ojos verdes que la estaba contemplando con una fijeza plácida que apenas podía soportar.

Se miraba y era mirada por dos pares de ojos muy distintos. Los azules de la chica estaban despedazados por las lágrimas. Los del gato eran inexpresivos, carentes de piedad y sentimientos, tranquilos, inhumanos. El animal formaba una tensa bola de pelo acurrucada, preparada para saltar en cualquier momento. En el rostro triangular relucían las almendras verdes. Ensanchó las líneas que las partían y recogió toda la luz de su alrededor, engordando las pupilas negras hasta que los iris casi desaparecieron.


Guíame
. Estoy perdida.

El gato le mostró la espalda y dio un paso aterciopelado. Se giró para asegurarse de que lo seguía. El tirón de su ombligo la obligó a acompañarlo y a caminar algo encogida, como si la evolución aún no hubiera conseguido darle la vuelta completa a la cadera para propiciar el bipedismo perfecto. Se veía, al tiempo, desde fuera, al gato y a ella caminando sobre el filo del murete del templo, dos simples siluetas a contraluz de una fuerza plástica asombrosa. Era como si llevara su sombra delante y se levantara del suelo. De pronto echó a correr arrastrando a la muchacha. Pisó calzada, tierra batida, césped. Se detuvo con un espeluzno al borde del agua y se lamió las patas. La llevó lejos de las luces y de las aceras resplandecientes en colores granates, azules, verdes, violetas. Se metió por los callejones y por los portales y por los solares y por los tejados, saltaron cubos de basura y edificios, maullaron en torno a una anciana chiflada y la usaron para obtener su alimento sin permitirle jamás que los tocara. Entraron en los lugares recónditos. Vieron todos los secretos de la ciudad. Cazaron, mataron y comieron. Ella bailó la danza del celo retozando para el jefe de un clan de callejeros tuerto, con la oreja mordida y un arañazo en los lomos atigrados, que se encaramaba sobre un contenedor de reciclaje rodeado de su corte gatuna blanquinegra, barcina y parda, y gritó con el mordisco que le propinó mientras la penetraba con su puntiagudo y doloroso miembro. Se lamieron el sexo con delectación para limpiarse y reiniciaron el coito, una, dos, tres, hasta diez veces, sin descanso apenas entremedias. Rebeca sacudió la cabeza. Su sombra empezaba a temblar de forma vacilante y a confundirse con las demás sombras del suelo. Empezó a ajustar la realidad. Sabía que no había ningún gato gigante, aunque lo estuviera sintiendo; tal vez ella fuera muy pequeña. Pestañeó y se vio a sí misma en un reflejo: estaba sentada en los escalones de una tienda cerrada en una callejuela que le sonaba bastante, aunque cuando estaba a punto de reconocerla se tiñó entera de rosa y de añil y de púrpura y se le pixeló en la cabeza, se le hizo baldosines, ladrillos y teselas que empezaron a caerse en dominó. Se quedó mirando la cascada de fichas de puzzle alucinada. Tenía la extraña sensación de que si se derrumbaba todo el castillo sucedería algo increíble e intenso y no sólo sabría el porqué sino también el porqué del porqué y el de éste, como un bucle —empezó a darle vueltas al bucle que se había materializado frente a ella—, porque lo que se estaba cayendo era la realidad, y detrás estaba la respuesta, el secreto. Tragó saliva para que se calmaran los colorines y las figuras geométricas, porque ya no veía ni dónde ponía los pies. Apretó fuertemente los ojos y los abrió con telarañas en la retina. Enfrente había una luna de cristal de un escaparate. Cruzó. Se miró, se inspeccionó, se comprobó. No se reconocía. No es que fuera más guapa o más fea, o más alta o más baja. Es que era otra persona, aunque se hacía las mismas muecas.

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