Politeísmos (16 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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VI

Verónica, mortalmente aburrida, empezó a comerse la pintura de las uñas y a mordisquearse los padrastros. Rebeca no había parado de reír desde hacía media hora. Se estaba casi asfixiando de reír.

—Joder. Y no lo deja —le movió la mano delante de las narices a su amiga un par de veces y no reaccionó. Siguió riendo—. A ésta le ha pegado fuerte y yo aquí mirando al techo. ¿Mon, tú cómo estás? ¿Te has dormido?

Mónica estaba encogida contemplando el templo de Debod, dándoles la espalda.

—Hostia —exclamó de pronto sentándose—. El Cuervo. ¿Lo veis? ¿No lo estáis viendo?

—Tía, ¿te ha subido ya? —preguntó interesada—. ¿Qué se ve?

—El Cuervo...

Mónica tenía tal cara de flipada que a Vero le entró la risa.

—¿Qué, ves al Brandon Lee? Estás zumbada. Tíratelo a ver; lo mismo con el ácido echas un polvo imaginario y se te quita el miedo de follarte gente de carne y hueso.

Rebeca reía. No paraba de reír. Tomaba aire como una asmática.

—Ésta está empezando a asustarme. ¡Rebeca! ¡Eh! ¡Espabila!

—El Cuervo está en el templo de Debod, ahí encima...

—Joder. A ver si se me sube y empiezo yo también a decir chorradas, que hacer de canguro no me pone nada. Sí, sí, Mon —Vero se rió y Mónica se rió con ella, tontamente, como haciéndole un coro—. Le veo mazo, ahí con la cara pintarrajeada. Está buenísimo; un poco muerto, eso sí, pero tú tíratelo que no hay que discriminar a la gente por eso. Oye, voy a levantar a ésta. A ver si la siento y se le pasa un poco, que se va a acabar ahogando. ¿Me ayudas? —Verónica gruñó al ver a Mónica con la boca abierta—. Sólo te falta babear para parecer mongola. Tú móntate tu película que ya la levanto yo. ¡Arriba! —incorporó a Rebeca y la sujetó por la espalda para que no se cayera—. Tía, que no lo deja. Joder. Me está hasta dando miedo tanta risa histérica.

Rebeca seguía y seguía. Vero la zarandeó.

—¿Os estáis riendo de mí? —preguntó de pronto Mónica desenfocadamente.

—¿Qué? ¿Qué coño dices, Mon?

—No me mientas, tía. Os reís de mí. Siempre os reís de mí.

—Mira, ésta ahora mismo se ríe hasta de la farola.

—¡Siempre os reís de mí! ¡Estoy harta de vosotras! ¡Siempre vosotras! ¡Yo la conocía de antes! ¡Yo empecé a quedar antes con ella! ¡Cuando yo te conocí en primero no eras más que una pija rara que follaba con cuarenta y a la que nadie hablaba por puta y por perra! ¿Qué has hecho con tus tapacoños de volantes y tus camisas rosa limón? ¿Los has tirado o los tienes aún en el armario para cuando se te pase la moda gótica?

—¿Rosa limón? ¿Qué puto color es ése? Joder cómo vas de ácido, Mónica... Mira, no te lo tomo en cuenta por eso. Y bien que te vino que me vistiera así para ir a ver a tu abuela.

—¡Ya os vale! ¡Dejad de reíros de mí!

—Créeme que me encantaría que ésta dejara de reírse, Mon. Si se te ocurre alguna idea dímela, porque ni tapándole la boca —le apretó la palma de la mano contra los labios y Rebeca siguió hipando, con un ruido que ya ni risa parecía, pero no dejó de sacudirse ni un instante—. Ya lo ves.

—¡Que os jodan! —le gritó levantándose y echando a correr—. ¡Reíos de vuestra puta madre! ¡Que vosotras la tenéis!

—¡Mon! ¡Mónica! —Vero dejó a Rebeca en el césped y se incorporó para seguirla—. ¡Mónica, vuelve aquí, joder! ¡No te vayas sola! Hostia... Se ha metido en el estanque. ¡Joder! ¿Y yo ahora qué coño hago? ¡Rebeca, espabila, cojones! ¡Que Mónica se ha caído al agua! ¡Levántate!

Tiró de ella y la incorporó. La chica hizo un ruido extraño con la garganta, como un estertor. Dejó de reírse.

—¡Por fin! ¡Joder, Rebeca! ¿Qué coño te ha pasado el satánico? ¿LSD o matarratas? ¿Ésta es tu idea de pasarlo bien? ¡Mónica se ha metido en el estanque, hostia! ¡Ayúdame a ir a por ella!

Rebeca miraba a través de su cuerpo. Balbució unas palabras incoherentes que sonaron como una sola.

—... guiameestoyperdida.

—Sí, tía, yo te llevo. Tranquila. ¡Vamos! —le dio un tirón y se la llevó corriendo hasta el templo.

Mónica estaba de rodillas en el agua. Se incorporó y empezó a caminar metida en el lago. Apenas le llegaba más allá de los tobillos. Ascendió hasta llegar a los dos portales de piedra. Salió del agua y pasó por debajo del primero, andando muy despacio, meditada, rítmicamente, poniendo un pie tras otro con un cuidado exagerado. Vero se quedó en el borde, con la ausente Rebeca al lado. La chica se estaba observando fijamente la camiseta y tironeaba de ella con el otro brazo.

—¡Mon! Al menos no cubre una mierda. ¡Mónica! ¿Qué puñetas estará viendo para hacer así el gilipollas? Igual se cree que va de novia a casarse por la iglesia arrastrando la cola del vestido —se rió hasta que notó la sacudida de su mano—. ¡Rebeca! ¿Adónde coño vas?

Rebeca se soltó de Verónica en cuanto vio que se ondulaba un gato callejero junto a la escalinata de salida del parque. Empezó a correr, a correr rápido, tropezando, detrás del animal, que se escabullía aterrorizado.

—¡Joder! —Vero se quedó sin saber qué hacer. Miró primero a Mónica, que pasaba muy despacio por debajo del segundo pilono, y luego las escaleras por las que Rebeca trastabillaba, a punto de rodar por ellas. En el interior del templo se encendió una linterna—. No, no me jodas que tiene segurata...

Se mordió el labio. Mónica iba derecha contra la puerta, hacia el guardia de seguridad que la enchufaba con la luz. Después de un momento de duda, Vero se fue detrás de Rebeca, que atravesaba la carretera locamente. Casi atropellaron a Verónica y se tuvo que parar porque le pitaron y empezaron a gritarle. Cuando pudo cruzar, su amiga ya estaba metiéndose en el parque del otro lado, en Plaza de España.

No lograba alcanzarla. Rebeca era la primera en atletismo de su curso, por delante incluso de los chicos, y estaba corriendo de verdad. Sólo conseguía aproximarse cuando se caía o se paraba. La vio saltar un seto como si fuera una valla de decatlón.

—Mierda, mierda, mierda. ¡Rebeca! No, por favor, que ésta no se meta también en el agua...

Verónica apretó el paso, sintiendo una punzada de flato en el estómago, hasta divisar el otro estanque, esperando encontrarse lo peor, pero Rebeca se había parado en seco junto al lago, en el borde contrario a la estatua del Quijote. Se acuclillaba junto al agua.

—¡No te lances! ¡Que éste sí cubre!

Rebeca sacudió el pelo corto. Bajó la cabeza y la taladró con los ojos, aunque Vero estaba segura de que no la estaba viendo. Completamente flexionada, levantó la mano derecha y se dio un lengüetazo largo por todo el antebrazo hasta las uñas.

—Tía —Vero tomó aliento. Sonrió—. La verdad es que mola mazo. Pareces un gato de verdad, ahí toda flaquita, de negro, lamiéndote la pata. Estás de foto, Rebeca. Aunque ya sé que no me oyes.

La chica saltó dúctilmente y salió del parque. Empezó a andar con precisión felina y rítmica, en silencio, con la cabeza baja, haciendo quiebros entre la gente que subía la Gran Vía, sin tropezarse con nadie. Iba como si estuviera escuchando electrónica con cascos: caminaba rápida, acompasadamente, y pisaba muy fuerte. Verónica se acopló a su paso como pudo, aunque empezaba a estar realmente cansada. Le dolía la cabeza y le hicieron daño en los ojos las luces chillonas de los juegos recreativos cuando pasaron el Picadilly, y los letreros brillantes del sexshop al cruzar en Callao. Rebeca se metió por los callejones, con Vero detrás.

—No puedo dar un maldito paso más. Rebeca. ¡Rebeca! ¡Rebeca, joder!

La chica se detuvo en seco junto a un montón de contenedores de los grandes y se volvió. Verónica jadeaba contra una farola.

—¿Ya te paras? Joder...

Rebeca se la quedó mirando en oblicuo, con la cabeza inclinada, el pelo corto de punta y los brazos escuálidos enguantados colgando. Sonrió con un borde de los finos labios.

—No te irás a subir ahí, ¿no? —pero la chica ya estaba doblando las rodillas preparándose para el salto—. ¡Rebeca, es un cubo de basura! ¡Que está guarrísimo! ¡No me jodas!

La gata ascendió sin dificultad, poniendo las manos en la tapadera y alzando las piernas con un simple balanceo. Estuvo encima un rato, se pasó la lengua por las muñecas y éstas por la cara.

—¡Encima no te chupes ahora las manos, coño, qué asco!

Saltó al suelo desde el cubo y cayó en una genuflexión, sobre una rodilla, con la otra pierna doblada.

—No deberías ver tanto
Matrix
—le entró una risa larga, fuera de lugar, que tardó en poder sofocar. Se restregó los ojos. Le dolían un poco los músculos y los huesos. Espabiló al levantar la vista y ver que su amiga ya no estaba con ella—. ¿Y ahora qué?

Rebeca se había levantado de la postura de hinojos con una decisión repentina. En la esquina había una señora mayor en bata y zapatillas, con un carrito de la compra lleno de porquería, que daba de comer a una colección de gatos. La chica se aproximaba sonriente, mostrando todos los dientes blancos, con el cuerpo flaco agarrotado y los puños cerrados. Verónica la cazó justo cuando estaba a dos pasos. La anciana había dado un chillido, dejando caer las latas de paté al suelo.

—¡Perdone! —gritó Vero, arrastrándola de allí.

—¡Gamberros! —respondió la vieja.

Estaban al lado de Fuencarral: se habían hecho corriendo toda la cuesta de la Gran Vía desde el parque en un tiempo récord. Estaba cansadísima. Quería sentarse. Pensó en Álex; tal vez siguiera en casa. Seguramente la mandaría a la mierda, pero puede que supiera qué hacer con Rebeca hasta que se le pasara. Subió para coger la bocacalle de su piso, con una sensación incómoda de haber vivido esa situación más veces. A cada paso, la calzada se iba haciendo gradualmente más larga. Las esquinas se afilaban violentamente cuando las doblaba. El paso de cebra se estremeció y empezó a hacer culebras al pisar las líneas blancas. El coche que pasó llevaba más luces que una nave espacial. Los edificios se bambolearon con el aire y se inclinaron sobre su cabeza como barras de gelatina. Las pintadas, las luces, los carteles, las tiendas con verjas de color chillón se sucedían. El asfalto subía y subía hasta perderse en el cielo. Verónica avanzó tirando de Rebeca, pero la acera continuaba como la cinta infinita de un gimnasio. Tenía que llegar hasta el portal de Álex, aunque ya no recordaba muy bien para qué. Sabía que estaba en una calle perpendicular a ésa, y que había que meterse por un cajero de La Caixa. “Esto ya lo he vivido”, se dijo, pero no le dio importancia: había pasado muchas veces por ahí. La oscuridad crecía detrás de ellas, iba lamiendo el suelo, chupándose la luz y tragándoselo todo a su paso. Sentía el aliento escarchado de las sombras en el cogote. Le respiraban en la espalda, cada vez más cerca. Notó un aliento en la oreja y chilló. Empezó a correr hasta que se quedó sin resuello y se tuvo que apoyar en la farola. “Esto ya lo he vivido”. Se distrajo un instante y Rebeca se soltó de su mano y volvió a subirse a un contenedor. “Esto ya lo he vivido”. Siguieron caminando. Se cansó de nuevo y se dejó caer contra una farola. “Esto ya lo he vivido”. Rebeca se había encaramado en otro cubo de basura. “Esto ya lo he vivido”.

Cuando se dio cuenta de que se había parado a descansar cinco veces en la misma farola con el mismo cartel de una fiesta de ambiente con un tipo cachas enteramente depilado, de que Rebeca se había subido de nuevo al mismo contenedor que tenía la tapadera con la misma esquina rota, de que le había dicho otra vez que había visto demasiadas veces
Matrix
y con las mismas palabras, se le congeló la espina dorsal. “Esto ya lo he vivido”. Asustadísima, se detuvo para evitar que se volviera a repetir la situación. Se concentró en la acera bajo sus pies. Generó figuras imaginarias —un cuadrado, una cruz, un triángulo— juntando y separando baldosines grises según enfocaba los ojos, hasta que los dibujos empezaron a levantarse y a andar por la calle. Intentó aferrar la realidad, aunque se le estaba derritiendo en la mano. Según la movía, arrastraba realidad como pintura fresca. Le caían goterones de realidad. Llovía realidad sobre su cabeza. Había surcos y regueros de realidad mezclada arremolinándose por el suelo. Intentó volver a caminar, dejando su silueta abierta como una herida en el paisaje, que se rompía del mismo modo que si atravesara un cuadro mural. Se distrajo, apenas un momento, y se percató de que se había vuelto a apoyar de nuevo en la misma farola y Rebeca estaba en la cúspide del mismo contenedor. Le entró la risa tonta; era igual de mecánico y reiterativo que el cine mudo en blanco y negro. Rebobinó mentalmente y procuró centrarse en sus botas y en el pavimento, pero volvían a levantarse los muñecos que construía con la mirada. Tenía que romper la espiral de acontecimientos de algún modo, porque si no lo conseguía, estaría condenada a repetirse hasta que se muriera. Tal vez ya estuviera muerta y aquello era lo que pasaba: que su espíritu volvía a ejecutar, una y otra vez, hasta el fin de los tiempos, como un espectro, el último suceso de su vida. De nuevo estaba recostada contra la farola de siempre, sin poder librarse del lazo del tiempo. Se pegó con muchísima fuerza contra el mástil de acero en la nuca. Alzó la cabeza rugiendo rabiosa y hundió la vista en el cielo.

Fue como si la luna la atravesara con una lanza de luz. Se quedó clavada, con los ojos muy abiertos y brillantes, inundándose del plenilunio hasta que sintió cómo refulgía también su piel transparente, llena de luna por dentro. La impresión era profunda, arcaica e intensamente sexual: el satélite la penetraba e iba regándola de chorros de resplandor de plata como requesón espeso. Rió extasiada y empezó a girar con los brazos extendidos, dejando estelas blancas. Paró de bailar porque se golpeó contra un cristal. Le pasó las yemas al espejo de vidrio y se separó de él con un impulso. Torció la cabeza. La corona de rizos rojos se confundía con su vestido escarlata. Se sonrió y se vio la boca carmesí violentamente aguzada. Se rió de su reflejo. Se apartó de él y volvió a pasar delante, como para sorprenderle haciendo algo incorrecto, pero en el cristal aparecieron primero una zarpa oscura, luego la otra, un hocico nevado, un rostro triangular rojo intenso y unos ojos dorados relucientes ribeteados en carboncillo. Verónica se giró de golpe y se miró. Esperaba encontrarse, tal vez, a su sombra haciéndose burla, pero no aquello. En el escaparate se reflejaba un zorro, un zorro rojo, blanco y negro, precioso y perfecto. Su pelaje lustroso relucía como si lo hubieran barnizado. Abrió las fauces. Chascó la lengua, curvó la expresión, bajó la cerviz, pestañeó; tenía unos hermosos ojazos que brillaban como dos linternas. Sacudió las orejitas picudas, estiró el largo cuerpo de fuego y extendió cada músculo con un estremecimiento. Se pasó la mano por la cara y la zorra se atusó la zarpita de color de humo con una mueca ligera de satisfacción en el hocico puntiagudo. Su risa fue un ronroneo furtivo. Se enroscó la gruesa cola roja de pincel, la abrazó como a un peluche y se escabulló de la presa de sus brazos. La tocó, la apretó, la acarició, la movió para huir de sus propias manipulaciones por el placer de manejar un miembro más de su cuerpo. Balanceó el apéndice peludo con picardía flexible, lo puso rígido, se hizo una culebra con él, lo meció y contoneó y se preguntó, por un instante, cómo es que no lo había echado antes de menos. Las manos enguantadas que jugaban con el rabo de zorra empezaban a aterciopelarse. Se iban cubriendo de una pelusilla castaña que se hacía tupida y se mezclaba con rizos de vello dorado y negro, hasta finalizar en unas patitas con sus cinco garras afiladas, que rompieron la tela de los guantes. Ululó un chillido encelado. Le brotó una carcajada hedonista de lo más recóndito del cráneo. Empezó a trotar súbitamente, dio tres vueltas sobre sí misma sin dejar de correr y en el siguiente paso cayó a cuatro patas y avanzó como una flecha, jubilosamente, a grandes saltos. Olisqueó el aire polucionado y gris de la ciudad, buscando un olor abrupto y feroz que casi podía aferrar como una cuerda, familiar y delicioso, que le llegaba matizado desde lejos. Olía como a maíz tostado: el aroma caliente y dulzón del pelo de perro, pero éste agreste, empapado en el perfume profundo y atroz de la sangre salada y la carne descompuesta, fragante a bosque, a pino y romero. El tufo a lobo era fortísimo; le nubló las narices y le aturdió el hocico. Se lo frotó con las zarpas y siguió el rastro. Danzó sobre sus patas sombrías hasta llegar a la calle del cajero y al portal antes de la farmacia, sorteando pantorrillas, pivotes, arbolillos y farolas. Pasó entre las piernas de un hombre que sacaba la basura, escabulléndose con una risa dilatada, azotándole los tobillos con el rabo rojiblanco. Brincó todos los tramos de escaleras como una mancha escarlata vertiginosa, apenas posando las almohadillas en la baranda y en algún peldaño. Husmeó. Rascó la madera de la puerta.

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