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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (76 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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Me metí un rizo rebelde detrás de la oreja y me pregunté si podía darme el lujo de gastar diez dólares por semilla en el paquete de orquídeas negras al que mi amiga le había echado el ojo. Conseguirlas era misión casi imposible y eran todavía más difíciles de cultivar, pero con la ayuda de Jenks, ¿quién sabía?

Me quité las botas mojadas y el abrigo, lo dejé todo junto a la puerta y atravesé solo con los calcetines el tranquilo santuario. El rumor de un coche que pasaba entró por los altos montantes de abanico que tenía encima de las vidrieras. Los pixies habían trabajado durante horas, habían arrancado la pintura vieja y engrasado los goznes para que yo pudiera abrirlos con la larga percha que había encontrado en la escalera del campanario. No había telas metálicas, que era por lo que las luces estaban apagadas. Y tampoco había pixies. Mi escritorio volvía a ser mío.
Gracias a todo lo sagrado
.

Mis ojos errantes se posaron en las macetas de plantas que Jenks se había dejado en mi escritorio y me detuve en seco al ver un par de ojos verdes debajo de la silla, un par de ojos que reflejaban la luz. Poco a poco se me escapó el aliento.

—Maldita gata —susurré. Sabía que
Rex
terminaría matándome de un susto si antes no me rompía el corazón. Me agaché para intentar convencerla de que se acercara, pero
Rex
no se movió ni parpadeó, ni siquiera agitó su preciosa cola.

A
Rex
yo no le caía muy bien. Con Ivy se llevaba de maravilla. Le encantaba el jardín, el cementerio y los pixies que vivían en él, pero yo no. Aquella bolita de algodón naranja estaba dispuesta a dormir en la cama de Ivy, a ronronear bajo su silla durante el desayuno para que le diera algo ya sentarse en su regazo, pero a mí solo me miraba con unos ojos grandes e imperturbables. No podía evitar sentirme herida. Creo que seguía esperando a que me volviera a convertir en lobo. El sonido de las voces de Kisten e Ivy se coló por encima de la música lenta de
jazz
. Me subí un poco más la bolsa de lona y me acerqué con torpeza a
Rex
con la mano extendida.

Ivy y yo llevábamos una semana en casa y todavía estábamos en un limbo emocional. Tres segundos después de que Ivy y yo entráramos por la puerta, Kisten me vio los puntos de hilo dental, respiró hondo y supo lo que había pasado. En un instante, Ivy pasó de estar encantada de estar en casa a una depresión profunda. Con una expresión vacía y dolorida, había dejado las bolsas y se había ido con la moto para que «la revisaran».

Y casi mejor. Kisten y yo tuvimos una larga y dolorosa conversación en la que él expresó su dolor y a la vez su admiración por mis nuevas cicatrices. Fue un placer poder confesarle a alguien que había estado a punto de cagarme de miedo con Ivy, y fue incluso mejor cuando él estuvo de acuerdo en que, con el tiempo, mi amiga terminaría olvidando su propio miedo e intentaría encontrar un equilibrio de sangre conmigo.

Desde entonces, Kisten había vuelto a ser él mismo, o casi. Había una vacilación picara en sus caricias, como si se estuviera ateniendo a unas acciones concretas para ver si yo cambiaba el acuerdo. El lamentable resultado fue que desapareció la mezcla de peligro y seguridad que yo adoraba en él. Como no quería interferir en nada que Ivy y yo pudiéramos encontrar, me había puesto a mí al cargo de seguir avanzando en nuestra relación.

No me gustaba estar al mando. Me gustaba ese subidón que hace que te lata el corazón más fuerte cuando te van atrayendo para tomar decisiones que quizá terminen siendo un error. Y darse cuenta de eso era deprimente. Al parecer, Ivy y Jenks tenían razón cuando decían que no solo era una adicta a la adrenalina, sino que encima necesitaba la sensación de peligro para ponerme cachonda.

Al pensarlo, mi humor se agrió del todo y me agaché junto al escritorio con el brazo extendido para intentar caerle bien a la estúpida gata. El animal estiró el cuello y me olisqueó los dedos, pero no metió la cabeza bajo mi mano como hacía con Ivy. Renuncié, me levanté y me dirigía la parte posterior de la iglesia, tras el rumor sordo de la voz masculina de Kisten. Cogí aire para llamarlos y decirles que había llegado, pero mis pies se negaron a moverse cuando me di cuenta que estaban hablando de mí.

—Bueno, lo cierto es que la mordiste —decía Kisten, su voz era a la vez mimosa y un tanto acusadora.

—La mordí —admitió Ivy con un simple susurro.

—Y no la vinculaste —la animó él.

—No. —Oí el crujido de su silla cuando se volvió a colocar, la culpa la hacía cambiar de postura.

—Quiere saber lo que pasa a continuación —dijo Kisten con una carcajada grosera—. Coño, y yo también.

—Nada —respondió Ivy con tono brusco—. No va a volver a pasar.

Me lamí los labios y pensé que debería volver por el pasillo y entrar otra vez haciendo más ruido, pero no podía moverme, me había quedado mirando la madera gastada que había junto al arco que daba al salón.

Kisten suspiró.

—Eso no es justo. Le diste falsas esperanzas hasta que te puso en evidencia y ahora tú no quieres seguir adelante y ella no puede volver atrás. Mírala —dijo, y me lo imaginé señalando la nada con un gesto—. Quiere encontrar un equilibrio de sangre. Por Dios, Ivy, ¿no era eso lo que querías?

Oí la bocanada de aire que expulsó Ivy con un jadeo.

—¡Podría haberla matado! —exclamó, y yo me sobresalté—. Perdí el control como siempre y estuve a punto de matarla. Me dejó hacer porque confiaba en mí. —Sus palabras sonaban ahogadas—. Lo entendió todo y no me detuvo.

—Tienes miedo —la acusó Kisten y abrí mucho los ojos al ver las agallas que le echaba el vampiro.

Pero Ivy no se lo tomó mal y lanzó una carcajada sarcástica.

—No me digas.

—No —insistió él—. Me refiero a que estás asustada. Tienes miedo de intentar encontrar un equilibrio con el que podáis vivir las dos porque si lo intentáis y no podéis, ella se va y tú te quedas sin nada.

—No es eso —dijo ella con tono rotundo y yo asentí. Era en parte eso, pero no del todo.

Kisten se inclinó hacia delante, oí el crujido de la silla.

—Crees que no te mereces nada bueno —comentó; yo me quedé fría, me pregunté si había algo más en todo aquel asunto de lo que yo pensaba—. Tienes miedo de arruinar todo lo decente que te encuentras, así que te vas a conformar con esta mierda de relación a medias en lugar de ver hasta dónde podría llegar.

—No es una relación a medias —protestó Ivy.

Kisten se ha acercado a la verdad, pensé. Pero no es eso lo que obliga a callara Ivy.

—Comparada con lo que podrías tener, lo es —dijo el vampiro y yo oí que alguien se levantaba y se movía—. Ella es hetero y tú no —añadió Kisten, ya mí se me aceleró el pulso. La voz masculina llegaba desde el mismo sitio donde estaba sentada Ivy—. Ella ve una relación platónica profunda y tú sabes que incluso si empiezas así, al final te engañarás y creerás que es más profunda. Ella será tu amiga cuando lo que tú quieres es una amante. Y una noche, en un momento de pasión de sangre, vas a cometer un error de un modo muy concreto y ella se irá.

—¡Cállate! —gritó Ivy y oí un golpetazo, quizá de una mano que se encontraba con los dedos de alguien.

Kisten lanzó una suave carcajada y la terminó con un suspiro de comprensión.

—Esta vez he acertado.

Su voz líquida, envuelta en la bruma de la verdad, me provocó un escalofrío.
Date la vuelta
, me dije.
Date la vuelta y vetea jugar con la gata
. Pude oír los latidos de mi corazón en medio del silencio. En el equipo de música terminó la canción.

—¿Vas a volver a compartir sangre con ella?

Era una pregunta serena, casi vacilante, e Ivy respiró hondo con un ruidoso suspiro.

—No puedo.

—¿Te importa si lo hago yo?

Oh, Dios
. Esa vez sí que me moví y apreté la bolsa de lona contra mí. Kisten ya tenía mi cuerpo. Si compartíamos sangre, sería demasiado para el orgullo de Ivy. Algo se rompería.

—Cabrón —dijo Ivy, con lo que mi retirada se detuvo en seco.

—Sabes lo que siento por ella —respondió Kisten—. No pienso alejarme por culpa de tus absurdos complejos con la sangre.

Separé los labios al oír la amarga acusación de mi vampiro; Ivy siseó, furiosa.

—¿Complejos? —dijo con vehemencia—. ¡Mezclar el sexo con la sangre es el único modo que tengo de evitar perder el control con alguien a quien quiero, Kisten! ¡Creí que era mejor, pero es obvio que no lo soy!

Había sido un grito amargo y acusador pero la voz de Kisten al contestar sonó igual de áspera con sus propias frustraciones.

—No lo entiendo, Ivy —protestó, y oí que se alejaba de ella—. Nunca lo entendí. La sangre es la sangre. El amor es el amor. No eres ninguna puta si tomas la sangre de alguien que no te cae bien, y no eres una puta por querer que alguien que no te cae bien tome tu sangre.

—Ese es el punto en el que estoy, Kisten —dijo Ivy—. No pienso tocarla, y tú tampoco.

Se me disparó el pulso y oí en el intenso suspiro de Kisten el sonido de una vieja discusión que no tenía respuesta.

—Por Rachel merece la pena luchar —dijo en voz baja—. Si me lo pide, no voy a negarme.

Cerré los ojos, ya veía a donde iba a parar todo aquello.

—Y porque eres un hombre —sugirió Ivy con amargura—, no tendrá problema cuando la sangre se convierta en sexo, ¿verdad?

—Supongo que no. —Palabras llenas de seguridad, y yo abrí los ojos.

—Maldito seas —susurró la vampira, parecía rota—. Te odio.

Kisten se quedó callado y entonces oí el sonido suave de un beso.

—Me quieres.

Me quedé quieta en el pasillo, con la boca muy seca; temía moverme en medio del silencio que había dejado la última canción.

—¿Ivy? —entonó Kisten, mimoso—. No voy a apartarla de ti, pero tampoco me voy a quedar de brazos cruzados y fingir que soy de piedra. Habla con ella. Sabe lo que sientes y sigue durmiendo en la habitación de al lado, no en un apartamento al otro extremo de la ciudad. Quizá…

Cerré los ojos en un torbellino de sentimientos contradictorios. En mi mente me vi compartiendo habitación con Ivy y la imagen me sacudió entera. Me vi metiéndome entre esas sábanas de seda y deslizándome hacia su espalda, oliendo su cabello y sintiendo cómo se daba la vuelta, veía su sonrisa fácil a diez centímetros de la mía. Sabía que sus ojos estarían cargados de sueño y entrecerrados, casi oí el sonido suave de bienvenida que emitiría.

¿Qué coño estaba haciendo?

—Rachel es imprudente —dijo Kisten—, impulsiva y la persona más bondadosa que he conocido jamás. Me contó lo que pasó, pero no por eso tiene peor opinión de ti, ni de ella misma, aunque las cosas salieran mal.

—Cállate —susurró Ivy, había dolor y remordimiento en su voz.

—Fuiste tú la que abrió la puerta —la acusó Kisten e hizo que Ivy se enfrentara a lo que habíamos hecho—. Y si no la acompañas tú, Rachel encontrará a alguien que lo haga. No tengo que pedirte permiso. Ya menos que me digas ahora mismo que algún día vas a intentar encontrar un equilibrio de sangre con ella, lo haré yo si me lo pide.

Tuve un escalofrío y me sobresalté cuando un roce suave en la pierna me hizo dar un brinco. Era
Rex
, pero para ella yo no suponía más que algo contra lo que rozarse mientras se dirigía al salón, siguiendo el sonido de la angustia de Ivy.

—¡No puedo! —exclamó Ivy, y yo di un salto—. Piscary… —Cogió aire con un jadeo—. Piscary se meterá y conseguirá que le haga daño, quizá que la mate.

—Valiente excusa —la machacó Kisten—. La verdad es que tienes miedo.

Me quedé en el pasillo y me puse a temblar; sentía la tensión que aumentaba en la habitación, que quedaba fuera de mi vista. Pero la voz de Kisten se llenó de dulzura una vez hubo conseguido que Ivy admitiera sus sentimientos.

—Deberías decirle eso a ella —continuó en voz baja.

Ivy sorbió por la nariz, de pena pero también con tono divertido y amargo.

—Acabo de hacerlo. Está en el pasillo.

Aspiré una bocanada de aire y me erguí con una sacudida.

—Mierda —dijo Kisten, en su voz había pánico—. ¿Rachel?

Cuadré los hombros, levanté la barbilla y entré en la cocina. Kisten se detuvo en seco en el pasillo y la tensión me golpeó como un martillo. La constitución larguirucha de mi novio, sus hombros anchos y mi camisa de seda roja favorita ocuparon toda la arcada. Llevaba las botas puestas, y le quedaban muy bien asomando bajo los vaqueros. Sentí el peso de su pulsera en el brazo y lo giré mientras me preguntaba si debería quitármelo.

—Rachel, no sabía que estabas ahí —dijo con la cara crispada—. Lo siento. No eres ningún juguete y no tengo que pedirle permiso a Ivy para jugar con él.

Seguí dándole la espalda con los hombros rígidos mientras abría la bolsa de lona para sacar las cosas. Dejé el queso, los champiñones y la piña donde estaban y me acerqué a la despensa, colgué la bolsa de la compra del gancho que había clavado el día anterior. Las imágenes de la cómoda habitación de Ivy, de la cara de Kisten, de su cuerpo, de la sensación de tenerlo bajo mis dedos, de cómo me hacía sentir, surgieron todas ante mis ojos. Con paso forzado fui hasta los fogones y quité la tapa de la salsa. Subió el vapor y con él el aroma a tomate que hizo que flotaran mechones de mi cabello. Revolví la salsa sin ver cuando Kisten se acercó a mí por detrás.

—¿Rachel?

Exhalé una bocanada de aire y contuve la siguiente. Estaba muy confusa. Con mucha suavidad, casi como si no estuviera allí, Kisten me puso una mano en el hombro. La tensión me abandonó y al notarlo, él se inclinó hasta que su cuerpo se apretó contra mi espalda. Me rodeó con los brazos y me aprisionó, y dejé de revolver la cazuela.

—Lo supo en cuanto entré —dije.

—Supongo —me susurró él al oído.

Me pregunté dónde estaba Ivy, si se había quedado en el comedor o había huido de la iglesia, avergonzada de tener necesidades y miedos como todos los demás. Kisten me quitó la cuchara y la dejó entre los fogones antes de darme la vuelta. Lo miré a los ojos y no me sorprendió verlos entrecerrados de preocupación. El fulgor de la luz del techo se reflejaba en su barba de un día y la toqué porque podía. Me había rodeado la cintura con los brazos y dio un tirón para acomodarme más cerca de él.

—Lo que no puede decirte a la cara, lo dirá cuando sabe que estás escuchando —me dijo Kisten—. Es una mala costumbre que cogió cuando estaba en terapia.

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