Sería, sin duda, demasiado largo enumerar las múltiples funciones secundarias del niño en el film, tanto en lo que se refiere a la construcción de la historia como a la misma puesta en escena. Habría, sin embargo, que hacer notar al menos el cambio de tono (casi en el sentido musical del término) que su presencia introduce en el centro del film. El callejeo del chaval y el obrero nos devuelve del plano social y económico al de la vida privada; y la falsa alarma del niño ahogado, haciendo de golpe comprender al padre la insignificancia relativa de su desventura, crea, en el corazón de la historia, una especie de oasis dramático (la escena del
restaurante
), oasis naturalmente ilusorio, porque la realidad de esa felicidad íntima depende, en definitiva, de esa famosa bicicleta. Así, el niño constituye una especie de reserva dramática que, según el caso, sirve de contrapunto, de acompañamiento, o pasa, por el contrario, al primer plano melódico. Esta función interior a la historia es además perfectamente sensible en la orquestación de la marcha del hombre y del niño. De Sica, antes de decidirse por este chaval, no le ha hecho pruebas de interpretación; sólo de su manera de andar. Quería, al lado del paso largo del hombre, el trotecillo del niño; la armonía de ese desacuerdo era por sí sola de una importancia capital para la comprensión de toda la puesta en escena. No sería excesivo decir que
Ladrón de bicicletas
es la historia del paseo que un padre y un hijo hacen por las calles de Roma. Por eso no es nunca insignificante que el niño esté delante, detrás, al lado o, por el contrario, como en el enfurruñamiento después del sopapo, a una distancia vengativa. Sirve, por el contrario, para darnos la fenomenología del guión.
Resulta difícil imaginar que para este éxito de la pareja del obrero y su hijo De Sica hubiera podido recurrir a actores conocidos.
La ausencia de actores profesionales no es una novedad, pero también aquí
Ladrón de bicicletas
va más allá que los films anteriores. La virginidad cinematográfica de los intérpretes no significa ya una proeza, ni es atribuible a la suerte o a una especie de feliz ensamblaje entre el asunto, la época y el pueblo. Es probable incluso que se haya atribuido una importancia excesiva al factor étnico. Es cierto que los italianos forman, junto con los rusos, el pueblo más naturalmente teatral. El golfillo más insignificante vale lo que Jackie Coogan, y la vida cotidiana es una perpetua
commedia dell'arte
; pero me parece difícilmente verosímil que ese don de comediante sea compartido al igual por milaneses, napolitanos, campesinos del Po o pescadores sicilianos. Además de las diferencias de razas, bastarían los contrastes históricos, lingüísticos, económicos y sociales para comprometer esta tesis, si se quisiera atribuir a las solas cualidades étnicas la naturalidad de los intérpretes italianos. Es inconcebible que films tan diferentes por su argumento, por su tono, por su estilo, y hasta por su técnica, como
Paisa, Ladrón de bicicletas, La térra trema
e incluso
Cielo sobre el pantano
, tengan en común esta cualidad suprema de la interpretación. Todavía podría admitirse que los italianos de ciudad sean particularmente diestros para este jugueteo espontáneo; pero los campesinos de
Cielo sobre el pantano
son verdaderos hombres de las cavernas al lado de los habitantes de
Farrebique
. La sola evocación del film de Rouquier a propósito del de Genina basta para relegar —al menos bajo este aspecto— las experiencias del francés al rango di* intento conmovedor. La mitad de los diálogos de
Farrebique
están en
off
porque los campesinos comenzaban a reír en cuanto el plano se prolongaba un poco. Genina en
Cielo sobre el pantano
, Visconti en
La térra trema
, manejan decenas de campesinos o de pescadores, les confían papeles de una complejidad psicológica extrema, les hacen decir textos muy largos en el curso de escenas en las que la cámara escruta los rostros tan despiadadamente como en unos estudios americanos. Ahora bien, no se puede decir que esos actores improvisados sean buenos o incluso perfectos: lo que hacen es borrar hasta la idea misma del actor, de interpretación, de personaje. ¿Cinema sin actores? ¡Sin duda! Pero el sentido primario de la fórmula queda superado: habría que hablar de un cine sin interpretación, de un cine donde no se puede ni siquiera hablar ya de que un figurante trabaje más o menos bien; hasta tal punto el hombre se ha identificado con el personaje.
No nos hemos alejado, a pesar de las apariencias, de
Ladrón de bicicletas
. De Sica ha buscado mucho tiempo sus intérpretes y los ha escogido en función de unos caracteres precisos. La nobleza natural, esa pureza popular del rostro y de la manera de caminar… Durante meses ha dudado entre uno u otro, ha hecho centenares de ensayos antes de decidirse finalmente, en un segundo, por intuición, ante una silueta encontrada al doblar una esquina. Pero no se trata de un milagro. No es la excelencia particular de ese obrero y de ese niño lo que explica la calidad de su interpretación, sino todo el sistema estético en el que han venido a insertarse. De Sica, buscando un productor, había terminado por encontrarlo, a condición de que el personaje del obrero fuera interpretado por Cary Grant. Basta plantear el problema en estos términos para resaltar lo absurdo de la posición. Cary Grant, en efecto, podría haber hecho este tipo de papel, pero se comprende en seguida que aquí se trata precisamente no de «hacer un papel», sino de borrar hasta la misma idea de interpretación. Hacía falta que ese obrero fuera a la vez tan perfecto, anónimo y objetivo como su bicicleta.
Una tal concepción del actor no es menos «artística» que la otra. La interpretación de este obrero implica tantas dotes físicas, de inteligencia, de comprensión de las directivas del realizador, como pueda tener un actor experto. Hasta el momento, los films total o parcialmente sin actores (por ejemplo,
Tabú, Tempestad sobre México, La madre)
presentaban más bien el carácter de éxitos excepcionales o limitados a algún género preciso. Nada impediría, por el contrario, a De Sica (a no ser una sabia prudencia) el hacer 50 films como
Ladrón de bicicletas
. Sabemos ya que la ausencia de actores profesionales no obliga a ninguna limitación en la elección de los temas. El cine anónimo ha conquistado definitivamente su existencia estética. Lo que no quiere decir de ninguna manera que en el futuro el cine deba ser sin actores —De Dica sería el primero en negarlo, él, que es, además, uno de los más grandes actores del mundo—; simplemente, que ciertos sujetos tratados con un cierto estilo no pueden ya hacerse con actores profesionales, y que el cine italiano ha impuesto definitivamente estas condiciones de trabajo tan simplemente como los decorados verdaderos. Es este paso, balizado de manera admirable' aun que quizá precaria, a una técnica precisa e infalible, lo que marca una fase decisiva de crecimiento en el neorrealismo-italiano.
A la desaparición de la noción de actor en la transparencia de una perfección tan natural aparentemente como la vida misma responde la desaparición de la puesta en escena. Entendámonos. El film de De Sica ha necesitado mucho tiempo de preparación y todo ha sido tan minuciosamente previsto como en una superproducción en el estudio (lo que permite, por lo demás, las improvisaciones del último momento), pero yo no recuerdo ningún plano en el que el efecto dramático nazca de la «planificación» propiamente tal. Los encuadres son tan neutros como los de un film de Charlot. Sin embargo, si se analiza el film, se descubre que el número y las variaciones de los planos no distinguen sensiblemente
Ladrón de bicicletas
de un film ordinario. Pero su elección no busca nunca más que realzar con toda limpidez el acontecimiento, con el mínimo índice de refringencia por el estilo. Esta objetividad es bastante diferente de la de Rossellini en
Paisa
, pero se inscribe en la misma estética. Se la podría emparentar con lo que Gide, o sobre todo Martin de Gard, dicen de la prosa novelesca: que debe tender a la transparencia más neutra posible. De la misma manera que la desaparición del actor es el resultado de una superación del estilo de interpretación, la desaparición de la puesta en escena es igualmente el fruto de un progreso dialéctico en el estilo del relato. Si el acontecimiento se basta a sí mismo sin que el director tenga necesidad de esclarecerlo gracias a los ángulos o las posturas de la cámara, es que ha obtenido esa luminosidad perfecta que permite al arte mostrarnos una naturaleza que finalmente se le parece. Por eso la impresión que nos deja
Ladrón de bicicletas
es de constante «verdad».
Si la naturalidad suprema, si ese sentimiento de estar ante acontecimientos observados por casualidad en momentos perdidos, es el resultado de todo un sistema estético presente (aunque invisible), todo ello se debe en definitiva a la previa concepción del guión. ¿Hay que hablar por tanto de desaparición del actor y de la puesta en escena? Sin duda, pero porque en el origen de
Ladrón de bicicletas
estaba ya la desaparición de la historia.
La frase es equívoca. Está claro que hay una historia, pero su naturaleza es diferente de las que vemos ordinariamente sobre las pantallas; por eso, De Sica no ha encontrado ningún productor. Cuando Roger Leenhardt, con una fórmula crítica profètica, preguntaba «si el cine era un espectáculo» quería oponer el cine dramático a una estructura novelesca del relato cinematográfico. El primero alquila al teatro sus resortes escondidos; su intriga, por muy específicamente concebida que haya sido para la pantalla, sigue siendo la justificación de una acción que es idéntica en su esencia a la acción teatral clásica. En ese caso el film es un espectáculo, como la representación sobre la escena; pero por otro lado, a causa de su realismo y de la igualdad que otorga al hombre y a la naturaleza, el cine se emparenta estéticamente con la novela.
Sin extenderme sobre una teoría de la novela, que por lo demás sería siempre discutible, se puede decir
grosso modo
que el relato novelesco, y todo lo que con él está emparentado, se opone al teatro por la primacía del acontecimiento sobre la acción, de la sucesión sobre la causalidad, de la inteligencia sobre la voluntad. Si se quiere, la conjunción teatral es el «por consiguiente», y la partícula novelesca «entonces». Esta definición escandalosamente aproximativa tiene quizá de bueno que caracteriza bastante bien los dos movimientos del pensamiento del lector y del espectador. Proust puede aniquilarnos en una magdalena, pero el autor dramático falta a su misión si cada una de sus réplicas no impulsa nuestro interés hacia la siguiente. Por eso la novela puede cerrarse y volver a abrirse, mientras que la obra teatral no puede cortarse. La unidad temporal del espectáculo forma parte de su esencia. Por cuanto realiza las condiciones físicas del espectáculo, el cine no parece poder escapar a sus leyes psicológicas, pero dispone también de todos los recursos de la novela. Por eso, sin duda, el cine es congénitamente un híbrido: encierra una contradicción. Pero también es evidente que la vía progresiva del cine va en el sentido de la profundización de sus virtualidades novelescas. No estamos en absoluto contra el teatro filmado, pero hay que estar de acuerdo en que si la pantalla puede, en determinadas ocasiones, desarrollar y como desplegar el teatro, es necesariamente a expensas de ciertos valores específicamente escénicos y, ante todo, a expensas de la presencia física del actor. La novela, por el contrario, no tiene nada (idealmente al menos) que perder con el cine. Puede concebirse el film como una super-novela cuya forma escrita no sería más que una versión debilitada y provisional.
Todo esto que ha sido expuesto demasiado brevemente, ¿qué puede significar en las condiciones actuales del espectáculo cinematográfico? Resulta prácticamente imposible ignorar en la pantalla las exigencias espectaculares y teatrales. Queda saber cómo resolver la contradicción.
Constatemos para empezar que el cine italiano es el único en el mundo que ha tenido la valentía de abandonar deliberadamente los imperativos espectaculares.
La térra trema
y
Cielo sobre el pantano
son films sin «acción», cuyo desarrollo (de tonalidad un tanto épica) no hace ninguna concesión a la tensión dramática. Los acontecimientos surgen en su momento, unos después de otros, pero cada uno de ellos tiene el mismo peso. Si algunos están más cargados de sentido, lo sabemos sólo
a posteriori
. Siempre tenemos la libertad de sustituir mentalmente el «por consiguiente» por el «entonces».
La térra trema
sobre todo, es, en este sentido, un film «maldito», casi inexplotable en un circuito comercial, si no es después de numerosas mutilaciones que lo harían irreconocible.
Ése es el mérito de De Sica y de Zavattini. Su
Ladrón de bicicletas
está construido como una tragedia, con cal y arena. No hay una imagen que no esté cargada con una fuerza dramática extrema, pero tampoco ninguna por la que no nos podamos interesar independientemente de su continuación dramática. El film se desarrolla sobre el plano de lo accidental puro: la lluvia, los seminaristas, los «cuáqueros» católicos, el
restaurante…
Todos estos acontecimientos parecen intercambiables; no parece que ninguna voluntad los haya organizado según un espectro dramático. La escena en el barrio de los ladrones es significativa. Ni siquiera estamos muy seguros de que el tipo perseguido por el obrero sea realmente el ladrón de la bicicleta y no sabremos jamás si su crisis de epilepsia era simulada o auténtica. En tanto que «acción», este episodio sería un contrasentido, ya que no lleva a ninguna parte, si su interés novelesco, si su valor de hecho no le restituyera por añadidura un sentido dramático.
Es, en efecto, más allá y paralelamente, como la acción se construye, menos como una tensión que como «suma» de acontecimientos. Espectáculo si se quiere y ¡qué espectáculo»,
Ladrón de bicicletas
no depende, sin embargo, en nada de las matemáticas elementales del drama; la acción no preexiste como una esencia, sino que brota de la existencia previa del relato, es la «integral» de la realidad. El logro supremo de De Sica, al que otros no habían hecho hasta el presente más que aproximarse más o menos, consiste en haber sabido encontrar la dialéctica cinematográfica capaz de superar la contradicción de la acción espectacular y del suceso banal. Por ello,
Ladrón de bicicletas
es uno de los primeros ejemplos de cine puro. La desaparición de los actores, de la historia y de la puesta en escena desemboca finalmente en la perfecta ilusión estética de la realidad; en una más completa aparición del cine.